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Segunda prueba
¿Furulas?
"¿Hacen los zombies la digestión?"
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
woooo ya le vale a la tia,valla metedura de pata,esperando a ver que pasara????????
womankill- Encargado de las mantas
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
Llegamos hasta el vestíbulo sin contratiempos; era un milagro que con todo el jaleo que habíamos armado en el vestuario no estuviéramos rodeados ya de bichos. No podía saber cuántas de aquellas cosas pululaban por allí, pero estaba seguro de que lor lo menos había un par más.
Le hice una deñal a Piegh para que esperaran en el pasillo; desde donde estaba no podía ver el interior de la cabina del ascensor, así que decidí acercarme yo primero. No quería sorpresitas de última hora.
Avancé con precaución, mirando a todas partes a la vez, consciente de que ya sólo me quedaba una puñetera bala en el tambor. Por fortuna, la cabina estaba vacía, y la llave seguía puesta en su sitio.
-Adelante -, le susurré al franchute. Ambos atravesaron el vestíbulo corriendo y se metieron en el ascensor. No respiré tranquilo hasta que las puertas se cerraron.
Mientras bajábamos, sin embargo, no pude menos que preguntarme dónde coño se habían metido aquellos putos muertos y por qué no habían acudido en tropel durante el altercado del baño. Se me ocurrió que quizás habían encontrado algo mejor que hacer, y aquel pensamiento me produjo un escalofrío. Todo el trayecto tuve la sensación de que pasaba algo por alto.
Por fin llegamos a la portería. Piegh acompañó a su mujer hasta el sofá y le ayudó a tumbarse. La franchute seguía en bolas; la camisa de su marido apenas le tapaba la cintura. Supuse que ella querría vestirse, y que les iría bien algo de intimidad, así que les dije que iba a subir un momento al principal a buscar uno de aquellos sillones de cuero que Domínguez tenía en su despacho. En aquellas condiciones, el Piegh no iba a permitir que su mujer siguiera sobando en la alfombra, por muy cómoda que ésta fuera, y el suelo tampoco era el lugar idóneo para él. Era una lástima que no pudiéramos meter el sofá del principal en el ascensor, pero pensé que aquel butacón con reposapiés le serviría.
Arrastrar el sillón hasta el ascensor fue más fácil de lo que pensaba; resultó ser mucho más ligero de lo que a simple vista parecía, así que cuando ya lo tenía metido dentro del ascensor se me ocurrió que quizás sí sería posible bajar el sofá por la escalera después de todo. No pesaba demasiado, y sólo había un tramo de escalones hasta la planta baja. Podríamos hacerlo entre el franchute y yo sin demasiados problemas; fue entonces, al pensar en la escalera, cuando caí en cuál era el cabo suelto que me había estado rondado por la cabeza: el acceso del segundo piso se había quedado abierto.
Me metí volando en la cabina y bajé a la portería. Salí del ascensor como un huracán; la mujer estaba vistiéndose en ese momento, y lanzó un gruñido de disgusto. Yo ni siquiera me detuve a pedir discupas, no tenía tiempo.
Corrí hacia la puerta de las escaleras, rezando para que aquellas cosas no se hubieran dado cuenta de mi descuido. Abrí la hoja y respiré aliviado cuando vi que el descansillo estaba vacío; pero un segundo después, el primer muerto apareció por el rellano del principal.
Era una mujer. Como el fulano de los baños, vestía ropa deportiva. A ella le habían mordido en el abdomen, a la derecha del ombligo, y las marcas de los dientes aparecían recortadas sobre la piel como en los dibujos de los cómics. A aquellos dos les habían soprendido mientras corrían o hacían ejercicio.
Inmediatamente aparecieron más bichos. Yo había calculado que debían ser al menos tres allá arriba, pero eran cinco. Tres hombres y dos tipas, una de ellas la fiambre gimnasta, que ya bajaba los últimos escalones. No tenía tiempo de cerrar la puerta del segundo rellano. Los muy cabrones habían salido de la clínica mientras nos las veíamos con el gigante, y andaban libres por la escalera.
Alcancé la puerta del acceso al principal justo cuando la fulana estaba a punto de cruzar el umbral. La hoja de madera la golpeó en el pecho y mientras giraba como un loco la llave para cerrarla, pude oír cómo llegaba el resto de la comitiva. Dios, qué justo me había ido. No quería pensar qué hubiera pasado si me hubiera entretenido más en el primer piso cargando el sillón…
Cuando volví a la portería aun me temblaban las piernas. La franchute estaba echada en el sofá y parecía más calmada. El Piegh buscaba algo en una de las bolsas. Alzó la vista, y tan desencajada debía tener yo la cara, que inmediatamente dejó lo que estuviera haciendo y corrió a mi lado. Lo tranquilicé con un gesto y le indiqué que volviera junto a su esposa; de nada hubiera servido intentar explicarle lo que había pasado, y ahora tenía cosas más urgentes que hacer.
Saqué un trozo de cadena del cajón de las herramientas y el candado que había usado antes y me fui hacia la puerta de la escalera.
En un primer momento había pensado en volver a anclar el candado directamente en los cáncamos, pero luego decidí añadir la cadena. Era bastante difícil que aquellos bichos pudieran salir del primer rellano, pero si por cualquier circunstancia eso ocurría, y llegaban a la planta baja, quería asegurarme de que la puerta aguantara.
El franchute me observó en todo momento mientras reforzaba la puerta, pero no dijo nada. Luego, saqué el butacón del ascensor y lo puse junto al sofá. Le indiqué que era para él y musitó un “ggasiash” acompañado de una levísima sonrisa cansada. Ya no volvió a hablar en toda la tarde. Se sentó en el sillón y se quedó mirando a su mujer, que dormía en el sofá.
Yo volví al mostrador. Intenté comer algo, pero los nervios me habían revuelto el estómago, y al final sólo tomé un poco de agua. Me recliné en la silla y encendí la radio.
-… absolutamente cierto, colegas.-, dijo el Jinete. –El pájaro lo ha visto. Es más, esos hijoputas del ejército han tratado de derribarlo. ¿Os lo podéis creer? Han disparado contra una puñetera avioneta de fumigación; es de locos. Todo el mundo está como una puta cabra, joder. ¿Quién pensaban que la pilotaba, uno de esos muertos de mierda????
Puedo confirmaros siete… no, ocho, la aviación militar ha bombardeado ocho núcleos urbanos de la periferia de Barna. Parece que no hay un objetivo claro, ni responden a ningún patrón, sólo están atacando indiscriminadamente las ciudades.”
“Sé que muchos estáis ahí, que podéis oirme… Y sé que es complicado y arriesgado, pero tenéis que salir de las grandes ciudades, y si no es posible, alejaos cuanto podáis de las zonas masificadas de muertos. Intentad llegar a las alcantarillas, a los túneles del metro, a cualquier lugar que os pueda proteger. Por desgracia no puedo deciros cuándo ni donde van a atacar esos mamones, pero lo harán. Han decidido barrer a los fiambres a bombazos. Por el amor de Dios, si creeis oír un helicóptero, o un avión, si veis algo en el cielo acércandose a donde estéis, corred. Corred como si os llevara el jodido Lucifer… ni se os (Gshhhhhhhhhhhh)
-¡Mierda!!-, grité. Eran las pilas. Las muy cabronas tenían que agotarse justo ahora.
Me levanté para coger otras del cajón cuando vi a la mujer sentada en el sofá, y solté un grito. No me la esperaba despierta.
-¿Te he asustado?-, preguntó. La tía no tenía buen aspecto. Su cuerpo estaba empapado en sudor y su piel había tomado un desagradable color cetrino. Sus rasgos se habían endurecido, parecía diferente… otra persona. Vi que tenía un tubito de pomada en las manos y que se aplicaba el producto en el brazo herido. Olía a algo que recordaba vagamente a bosque, a árbol.
-No, no-, le dije. – Es que pensaba que estaba usted durmiendo.
Ella siguió mirándome, con aquellos ojos ahora desconocidos fijos en mí, masajeándose la herida.
-Voy… voy a coger más pilas-, balbuceé. Joder, me sentía incómodo, nervioso, como si nunca hubiéramos hablado antes. – Están bombardeando las ciudades-, le expliqué. - El ejército, ¿sabe? Lo han dicho en la radio…
-Me impogta un puta miegda-, contestó. Luego, cerró el tubo, lo lanzó sobre la maleta y se echó de nuevo en el sofá.
Yo cogí las pilas y me senté en la silla, pero no conecté la radio. Me quedé en silencio, escuchando la respiración de la franchute, que sonaba como un motor viejo. Algo no iba bien. La tía estaba sana como una pera cuando bajamos de la clínica; nerviosa y muy asustada, desde luego, pero sana. Yo no había apreciado heridas, ni contusiones, ni fracturas; sólo aquel pequeño mordisco junto al codo. Sin embargo, ahora parecía enferma; tenía ojeras y mal color, sudaba, hablaba raro, como arrastrando las palabras, fatigada. Sólo habían pasado unas horas desde que el muerto la sorprendiera en la ducha, ¿por qué se había desmejorado tanto desde entonces?.
Tal vez tenía algo que ver con la mordedura, pensé de repente. Si era así, todo lo que creía saber hasta el momento sobre aquella epidemia y su forma de propagarse se iba al carajo. ¿Y si había estado equivocado desde el principio? Tenía claro que si aquellos jodidos bichos te mataban, regresabas convertido en uno de ellos. Y había dado por sentado que tenías que estar muerto para poder “resucitar”. Pero, ¿qué pasaba si sólo te herían? ¿podría una herida superficial convertirte en un bicho?... Joder, podría si los putos muertos fueran sólo vectores de la infección y no la causa, como un perro enfermo de rabia… ¿y si no fuera la muerte, sino el propio contagio lo que causara la reanimación? Entonces caí. ¡No regresaban porque hubieran muerto, sino porque habían sido contagiados!.
Eso lo cambiaba todo. Significaba que el mínimo contacto con los fluídos de esos seres podía condenarte; mierda, y yo me había rebozado en las inmundicias de los bichos del sótano, por no hablar de la ducha con los sesos del gigante… Y sobre todo, y aquello era lo más chungo, significaba que teníamos un serio problema con esa herida del brazo de la franchute.
Le hice una deñal a Piegh para que esperaran en el pasillo; desde donde estaba no podía ver el interior de la cabina del ascensor, así que decidí acercarme yo primero. No quería sorpresitas de última hora.
Avancé con precaución, mirando a todas partes a la vez, consciente de que ya sólo me quedaba una puñetera bala en el tambor. Por fortuna, la cabina estaba vacía, y la llave seguía puesta en su sitio.
-Adelante -, le susurré al franchute. Ambos atravesaron el vestíbulo corriendo y se metieron en el ascensor. No respiré tranquilo hasta que las puertas se cerraron.
Mientras bajábamos, sin embargo, no pude menos que preguntarme dónde coño se habían metido aquellos putos muertos y por qué no habían acudido en tropel durante el altercado del baño. Se me ocurrió que quizás habían encontrado algo mejor que hacer, y aquel pensamiento me produjo un escalofrío. Todo el trayecto tuve la sensación de que pasaba algo por alto.
Por fin llegamos a la portería. Piegh acompañó a su mujer hasta el sofá y le ayudó a tumbarse. La franchute seguía en bolas; la camisa de su marido apenas le tapaba la cintura. Supuse que ella querría vestirse, y que les iría bien algo de intimidad, así que les dije que iba a subir un momento al principal a buscar uno de aquellos sillones de cuero que Domínguez tenía en su despacho. En aquellas condiciones, el Piegh no iba a permitir que su mujer siguiera sobando en la alfombra, por muy cómoda que ésta fuera, y el suelo tampoco era el lugar idóneo para él. Era una lástima que no pudiéramos meter el sofá del principal en el ascensor, pero pensé que aquel butacón con reposapiés le serviría.
Arrastrar el sillón hasta el ascensor fue más fácil de lo que pensaba; resultó ser mucho más ligero de lo que a simple vista parecía, así que cuando ya lo tenía metido dentro del ascensor se me ocurrió que quizás sí sería posible bajar el sofá por la escalera después de todo. No pesaba demasiado, y sólo había un tramo de escalones hasta la planta baja. Podríamos hacerlo entre el franchute y yo sin demasiados problemas; fue entonces, al pensar en la escalera, cuando caí en cuál era el cabo suelto que me había estado rondado por la cabeza: el acceso del segundo piso se había quedado abierto.
Me metí volando en la cabina y bajé a la portería. Salí del ascensor como un huracán; la mujer estaba vistiéndose en ese momento, y lanzó un gruñido de disgusto. Yo ni siquiera me detuve a pedir discupas, no tenía tiempo.
Corrí hacia la puerta de las escaleras, rezando para que aquellas cosas no se hubieran dado cuenta de mi descuido. Abrí la hoja y respiré aliviado cuando vi que el descansillo estaba vacío; pero un segundo después, el primer muerto apareció por el rellano del principal.
Era una mujer. Como el fulano de los baños, vestía ropa deportiva. A ella le habían mordido en el abdomen, a la derecha del ombligo, y las marcas de los dientes aparecían recortadas sobre la piel como en los dibujos de los cómics. A aquellos dos les habían soprendido mientras corrían o hacían ejercicio.
Inmediatamente aparecieron más bichos. Yo había calculado que debían ser al menos tres allá arriba, pero eran cinco. Tres hombres y dos tipas, una de ellas la fiambre gimnasta, que ya bajaba los últimos escalones. No tenía tiempo de cerrar la puerta del segundo rellano. Los muy cabrones habían salido de la clínica mientras nos las veíamos con el gigante, y andaban libres por la escalera.
Alcancé la puerta del acceso al principal justo cuando la fulana estaba a punto de cruzar el umbral. La hoja de madera la golpeó en el pecho y mientras giraba como un loco la llave para cerrarla, pude oír cómo llegaba el resto de la comitiva. Dios, qué justo me había ido. No quería pensar qué hubiera pasado si me hubiera entretenido más en el primer piso cargando el sillón…
Cuando volví a la portería aun me temblaban las piernas. La franchute estaba echada en el sofá y parecía más calmada. El Piegh buscaba algo en una de las bolsas. Alzó la vista, y tan desencajada debía tener yo la cara, que inmediatamente dejó lo que estuviera haciendo y corrió a mi lado. Lo tranquilicé con un gesto y le indiqué que volviera junto a su esposa; de nada hubiera servido intentar explicarle lo que había pasado, y ahora tenía cosas más urgentes que hacer.
Saqué un trozo de cadena del cajón de las herramientas y el candado que había usado antes y me fui hacia la puerta de la escalera.
En un primer momento había pensado en volver a anclar el candado directamente en los cáncamos, pero luego decidí añadir la cadena. Era bastante difícil que aquellos bichos pudieran salir del primer rellano, pero si por cualquier circunstancia eso ocurría, y llegaban a la planta baja, quería asegurarme de que la puerta aguantara.
El franchute me observó en todo momento mientras reforzaba la puerta, pero no dijo nada. Luego, saqué el butacón del ascensor y lo puse junto al sofá. Le indiqué que era para él y musitó un “ggasiash” acompañado de una levísima sonrisa cansada. Ya no volvió a hablar en toda la tarde. Se sentó en el sillón y se quedó mirando a su mujer, que dormía en el sofá.
Yo volví al mostrador. Intenté comer algo, pero los nervios me habían revuelto el estómago, y al final sólo tomé un poco de agua. Me recliné en la silla y encendí la radio.
-… absolutamente cierto, colegas.-, dijo el Jinete. –El pájaro lo ha visto. Es más, esos hijoputas del ejército han tratado de derribarlo. ¿Os lo podéis creer? Han disparado contra una puñetera avioneta de fumigación; es de locos. Todo el mundo está como una puta cabra, joder. ¿Quién pensaban que la pilotaba, uno de esos muertos de mierda????
Puedo confirmaros siete… no, ocho, la aviación militar ha bombardeado ocho núcleos urbanos de la periferia de Barna. Parece que no hay un objetivo claro, ni responden a ningún patrón, sólo están atacando indiscriminadamente las ciudades.”
“Sé que muchos estáis ahí, que podéis oirme… Y sé que es complicado y arriesgado, pero tenéis que salir de las grandes ciudades, y si no es posible, alejaos cuanto podáis de las zonas masificadas de muertos. Intentad llegar a las alcantarillas, a los túneles del metro, a cualquier lugar que os pueda proteger. Por desgracia no puedo deciros cuándo ni donde van a atacar esos mamones, pero lo harán. Han decidido barrer a los fiambres a bombazos. Por el amor de Dios, si creeis oír un helicóptero, o un avión, si veis algo en el cielo acércandose a donde estéis, corred. Corred como si os llevara el jodido Lucifer… ni se os (Gshhhhhhhhhhhh)
-¡Mierda!!-, grité. Eran las pilas. Las muy cabronas tenían que agotarse justo ahora.
Me levanté para coger otras del cajón cuando vi a la mujer sentada en el sofá, y solté un grito. No me la esperaba despierta.
-¿Te he asustado?-, preguntó. La tía no tenía buen aspecto. Su cuerpo estaba empapado en sudor y su piel había tomado un desagradable color cetrino. Sus rasgos se habían endurecido, parecía diferente… otra persona. Vi que tenía un tubito de pomada en las manos y que se aplicaba el producto en el brazo herido. Olía a algo que recordaba vagamente a bosque, a árbol.
-No, no-, le dije. – Es que pensaba que estaba usted durmiendo.
Ella siguió mirándome, con aquellos ojos ahora desconocidos fijos en mí, masajeándose la herida.
-Voy… voy a coger más pilas-, balbuceé. Joder, me sentía incómodo, nervioso, como si nunca hubiéramos hablado antes. – Están bombardeando las ciudades-, le expliqué. - El ejército, ¿sabe? Lo han dicho en la radio…
-Me impogta un puta miegda-, contestó. Luego, cerró el tubo, lo lanzó sobre la maleta y se echó de nuevo en el sofá.
Yo cogí las pilas y me senté en la silla, pero no conecté la radio. Me quedé en silencio, escuchando la respiración de la franchute, que sonaba como un motor viejo. Algo no iba bien. La tía estaba sana como una pera cuando bajamos de la clínica; nerviosa y muy asustada, desde luego, pero sana. Yo no había apreciado heridas, ni contusiones, ni fracturas; sólo aquel pequeño mordisco junto al codo. Sin embargo, ahora parecía enferma; tenía ojeras y mal color, sudaba, hablaba raro, como arrastrando las palabras, fatigada. Sólo habían pasado unas horas desde que el muerto la sorprendiera en la ducha, ¿por qué se había desmejorado tanto desde entonces?.
Tal vez tenía algo que ver con la mordedura, pensé de repente. Si era así, todo lo que creía saber hasta el momento sobre aquella epidemia y su forma de propagarse se iba al carajo. ¿Y si había estado equivocado desde el principio? Tenía claro que si aquellos jodidos bichos te mataban, regresabas convertido en uno de ellos. Y había dado por sentado que tenías que estar muerto para poder “resucitar”. Pero, ¿qué pasaba si sólo te herían? ¿podría una herida superficial convertirte en un bicho?... Joder, podría si los putos muertos fueran sólo vectores de la infección y no la causa, como un perro enfermo de rabia… ¿y si no fuera la muerte, sino el propio contagio lo que causara la reanimación? Entonces caí. ¡No regresaban porque hubieran muerto, sino porque habían sido contagiados!.
Eso lo cambiaba todo. Significaba que el mínimo contacto con los fluídos de esos seres podía condenarte; mierda, y yo me había rebozado en las inmundicias de los bichos del sótano, por no hablar de la ducha con los sesos del gigante… Y sobre todo, y aquello era lo más chungo, significaba que teníamos un serio problema con esa herida del brazo de la franchute.
Bub- Recien llegado al refugio
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
siii la cosa se pone seria jiji
womankill- Encargado de las mantas
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
Pasé las siguientes horas en silencio, dándole vueltas a la cabeza, tratando de pensar qué coño iba a hacer. La noche se nos había echado encima otra vez. Los franchutes dormían. Había pasado todo el tiempo deseando que alguno de ellos despertara, que quisieran cenar, o fumar, qué se yo; que todo tomara de nuevo un cauce normal, pero los dos parecían estar anestesiados, joder. El Piegh no había abierto los ojos desde la tarde, y la tipa sólo lo había hecho para untarse aquel potingue; luego, se había sumido en un sueño inquieto en el que no dejaba de gemir y retorcerse.
Así que después de medianoche supuse que ya no despertarían hasta la mañana siguiente. Era una putada. Aquella noche, precisamente aquella noche, yo necesitaba a alguien a mi lado. Había sido un día extraño, oscuro, uno de esos días en los que deseas despertarte de repente y que todo haya sido una pesadilla.
Fui un par de veces a la neverita, pero cuando la abría me daba cuenta de que no tenía hambre; me preparé un café al que sólo di un sorbo, y aunque me seducía la posibilidad de coger una buena kurda, con sólo ver la botella se me revolvían las tripas. Estaba agobiadísimo. Ojalá Valdés llamara, o diera señales de vida. ¿Dónde se habría metido aquel cabronazo? Al final, opté por sentarme y tratar de dormir. Supongo que en algún momento, el cansancio me venció y me quedé frito.
Fue el hedor lo que me despertó. Era un olor muy intenso y desagradable. Por un momento, pensé que me había cagado encima, lo que no hubiera sido raro teniendo en cuenta cómo tenía el estómago, pero enseguida comprobé que aquel pestazo venía de otra parte. Salí al vestíbulo y entonces el olor se hizo más fuerte.
Me acerqué despacio a la entrada. Quizás eran aquellos bichos que habían empezado por fin a descomponerse, me dije. Pero allí, el tufo perdía intensidad.
Joder, entonces no cabía otra posibilidad; el pestazo venía de los franchutes.
A medida que me acercaba al sofá se hizo evidente. Era difícil identificar aquel olor; la primera idea que acudía a mi cabeza era la de una hermosa mierda, pero había otro tufillo más leve cubriéndolo, un olor como a… ¿árbol? Eso es, olía como si alguien se hubiera cagado detrás de un pino. Entonces recordé el tubito de pomada y comprendí que lo que despedía aquel hedor era el brazo de la franchute.
Avancé unos pasos hacia el sofá. A un metro de la mujer, la peste me hizo lagrimear. ¿Cómo podía estar el Piegh tan ricamente sobando con aquel olor tan cerca? Me tapé la nariz con una mano y enfoqué la herida de la tipa con la linterna.
¡Dios! Aquello era asqueroso; yo creía que a estas alturas ya estaba curado de espanto. Había visto más tripas, vísceras y sangre en esos días que en toda mi vida, pero el brazo de la franchute hizo que la bilis me quemara la garganta. El mordisco prácticamente había desaparecido, oculto bajo una masa informe de carne negra. La inflamación se había extendido hasta la muñeca, allí la piel estaba tensa y brillante como el lomo de un insecto. Hacia el hombro, un reguero de gruesas venas moradas envolvían el brazo. En algunos puntos, esos vasos habían reventado y dejaban escapar un fluido espeso que parecía pus.
Aguanté la respiración y deslicé poco a poco la toalla que le cubría la mano. La mano era grotesca; como cuando inflas uno de esos guantes de látex. La piel se había agrietado por la inflamación, y un par de dedos habían reventado por la punta. En el resto, las uñas sangraban. Volví a tapar lentamente aquel horror, cuando ella dijo:
-¿No puedes dogmig…?
Yo pegué un respingo y dejé caer la linterna. La mujer se incorporó en el sofá y sonrió siniestramente. -¿qué buscabas? ¿Un poquito de magcha, tal vez?
-No, no. Claro que no. Yo… Quería saber si se encontraba usted bien-, dije mientras recogía la linterna del suelo.
-Ya. Un poco tagde paga eso, ¿no crees?
-Verá…
-Sabías que había monstguos ahí aggiba-, dijo de repente. - Lo sabías y sin embaggo, dejaste que subiega.
-No, eso no es justo. Usted no debía haber subido; le dije que los accesos estaban cerrados, que no podía abrirlos. Yo no quería que nadie fuera allí…
-¡Pego no me dijiste que había muegtos!!!-, gritó. –Y estuve a punto de moguig. Me mentiste, y casi me matas.
-¿Yo le mentí? Joder, usted me robó la llave. Me la quitó mientras… mientras… Mierda, mientras me daba las gracias, ¿quién mentía a quién?
-Casi me matas…-repitió. Luego, se acurrucó en un rincón del sofá como un animalillo indefenso. Me quedé callado unos instantes; mi corazón latía desbocado. Me sentía muy asustado, y algo culpable, aunque sabía que yo no era el responsable de que todo aquello hubiera pasado.
-No quiero discutir-, dije al fin. –Pero sigo creyendo que no tengo que justificarme por esto. Yo sólo quiero ayudarles, usted lo sabe. Es lo que he intentado desde el principio. Nunca quise poner sus vidas en peligro, por eso decidí que era mejor no decirles lo de los muertos de la segunda planta. No pensé que alguno de ustedes pudiera subir, sencillamente.
-¿Quiegues ayudagnos?-, contestó. –Entonces, ayúdanos. Sólo tienes que haceg lo que te dije la otga noche. Coge esa puta pistola y métenos una bala en la cabeza, jodeg. Acaba con todo de una vez.
-No pienso matarles-, le dije.
-Pues déjanos en paz…
-Escúcheme-, dije con calma, tratando de reconducir nuestra charla. –Me parece… Creo que está usted enferma.
-No me jodas… Ahoga egues un puñetego médico.
-Sé que el muerto le mordió. Ví la herida cuando salía usted del baño ahí arriba.
-Sí, me mogdió. Pego es sólo un agañazo; ni se te ocuga decigle nada a Pierre. No quiego preocupagle. En unos días, el brazo se cugará y asunto olvidado… Ya ni siquiega me duele.
¿Qué no le duele?, pensé. Pero, ¿cómo era posible? Tenía el brazo hecho una puta desgracia, inflado y negro como una morcilla de Burgos; y luego estaba el olor, ¿acaso la tipa no se daba cuenta de que apestaba como un saco de mierda?
-Yo creo que se le ha… infectado.-, dije. –No tiene buen aspecto.
De repente, la franchute se irguió en el sofá y gritó:
-La lintegna, gápido; dame la puta lintegna…
Enfoqué al brazo de la mujer, pero ella dijo:
-A mí no, estúpido. A Pierre, a Pierre…
Entonces alumbré al franchute que estaba plácidamente dormido en el butacón. La mujer abrió los ojos desmesuradamente y señaló la mano de su marido. Luego comenzó a gritar. Yo no sabía qué pasaba hasta que vi el bote vacío de pastillas en la mano del hombre. Había algunas de aquellas cápsulas esparcidas por el suelo y sobre sus piernas. Al tío le salía espuma por la boca.
Bub- Recien llegado al refugio
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
esto si que no me lo esperaba,guauuu la cosa se pone chunga jijjiji
womankill- Encargado de las mantas
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
Solté la linterna que cayó al suelo, apagándose. El vestibulo se quedó a oscuras. A ciegas, alcancé el butacón y cogí al franchute por los hombros. Lo sacudí con fuerza un par de veces, pero el tío no reaccionaba. Desesperado, le busqué el pulso en el cuello, y aunque era muy débil, noté que seguía latiendo.
-Está vivo, está vivo-, le dije a la mujer. –Tenemos que hacer que vomite-. Cogí al hombre por la cintura y lo puse de pie. El franchute no era un tipo grueso, más bien al contrario, pero inconsciente como estaba, resultaba muy pesado.
-Necesito… que… me ayude… -, le dije a la tipa mientras trataba de mantener de pie a su marido.
-Clago,… sí, dime qué tengo que haceg.
-Primero, necesito luz. Busque la linterna.
La mujer se movió, pero al instante se detuvo. A oscuras era sólo una sombra difusa, pero hubiera jurado que no llegó a bajar del sofá. En cambio, empezó a gritar de nuevo:
-Oh, Dios mío, Dios mío..
-Pero, ¿qué le pasa ahora?-, grité. –Ya le he dicho que su marido aún vive, pero hay que hacer que expulse las putas pastillas antes de…
-No puedo movegme…-me interrumpió. -Oh, Díos bendito, ¡No siento mis piegnas!!!...
-Está bien, está bien, cálmese-, le dije mientras mi mente corría enloquecida en busca de una solución. -¿Cree que puede alcanzar la linterna?
-¿Qué…
-La linterna-, repetí -¿Puede coger la linterna?
-Estoy pagalizada, pagalizada de cintuga paga abajo… ¿qué me está pasando….?-, dijo, y rompió a llorar desconsoladamente.
-Escuche, para ayudar a su marido necesito que encuentre usted la linterna, ¿lo entiende?; ha debido caer cerca del sofá… ¿podrá llegar hasta ella?
-Sí, creo… creo que sí-, dijo al fin.
La vi moverse en la oscuridad, un bulto que se deslizaba por el sofá, y luego el sonido de unos dedos que toqueteaban el suelo, buscando. Imaginé aquella mano hinchada y negra moviéndose sobre el mármol como un gigantesco y deforme escarabajo, y sentí un escalofrío. Entonces, la mujer gritó: ¡La tengo, la tengo!!
-Estupendo. Ahora tiene que iluminar el mostrador. Enfoque los cajones que hay junto a los monitores…
Apareció un haz circular de luz que desplazó sobre el mueble. Agarré al Piegh fuertemente por la cintura y lo arrastré hasta mi silla. Luego, abrí uno de los cajones y saqué uno de esos cuchillos desechables de plástico.
-Vale-, le dije a la tipa. -Ahora tiene que darme luz aquí-. La linterna se movió hasta enfocarme.
Respiré profundamente. Había aprendido a provocar el vómito en las clases de primeros auxilios, aunque allí lo había hecho con un instrumento específicamente diseñado para ello y trasteando en la garganta de un jodido muñeco sembrado de sensores, claro. Ahora no tenía más que el cuchillo de pega, y un fulano que estaba a punto de diñarla.
Abrí la boca del Piegh y le sujeté firmemente la mandíbula; luego, le levante un poco la cabeza inclinándola hacia atrás. Tenía que estar muy atento; si el acceso le sorprendía en aquella posición podría asfixiarse con su propio vómito.
Poco a poco, fui introduciendo el cuchillo en el gaznate del franchute. Cuando localicé la úbula, comencé a mover el cubierto, estimulando el apéndice. Entonces, el Piegh empezó a toser. Tuve el tiempo justo de bajarle la cabeza antes de que llegara el vómito. El hombre comenzó a arrojar porquería entre violentas arcadas. Como seguía inconsciente, ahora el riesgo era que los espasmos le impidieran respirar.
Lo cogí por las axilas y tiré de él, levantándolo de nuevo. Arrastrando, y sin que dejara de vomitar, conseguí sacarlo a la portería. Me crucé uno de sus brazos sobre mis hombros y eché a andar, obligándole a mover las piernas.
-Vamos, vamos, camine, joder…-le repetía una y otra vez. No podía ver a la mujer porque nos enfocaba directamente con la linterna, pero la oía hablar en su lengua, tal vez rezando.
Al cabo de unos minutos agónicos, el hombre dijo algo. Apenas lo oí, pero era una palabra; estaba consciente. La mujer dejó escapar un grito de júbilo y yo respiré aliviado. El franchute tosió, se dobló hacia delante y escupió unas cuantas veces. Luego se mantuvo así unos segundos. Cuando levantó la cabeza, lloraba como un crío.
Yo noté que mi cuerpo se relajaba tanto que estuve a punto de caerme al suelo. Sentía los músculos fatigados, como si hubiera estado picando piedra, pero era una sensación reconfortante, plácida… Le di unas palmaditas en la espalda al Piegh, y éste me abrazó con tanta fuerza que parecía que quería partirme en dos.
-Vale, ya está. Todo ha pasado-, le dije, aunque sabía que el hombre no me entendía.
El franchute me soltó y luego suspiró profundamente. Sin embargo, se mantuvo de espaldas a su mujer, como si estuviera avergonzado.
-¿Pierre?-, dijo ella.
El hombre no contestó; seguía llorando.
-¿Pierre?-, repitió la franchute.
No podía dejar que el Piegh se acercara a la franchute, no en el estado en que ella se encontraba. Además, la pobre tipa apestaba como una montaña de estiércol, aunque parecía que yo era el único que podía olerlo, joder. El tío caminó lentamente hasta uno de los rincones de la portería y se sentó en el suelo, hecho un ovillo.
-Creo que es mejor que no insista-, dije yo. –Me parece que se siente… culpable. Deberíamos dejarle tranquilo un rato.
-No me encuentro bien, jodeg. No puedo movegme; es como si mi cuegpo no me obedeciega-, dijo. -Estoy asustada, y necesito a mi maguido a mi lado, ¿lo entiendes?
-Escuche-, le dije entrando a matar -creo que ese muerto que le mordió… No sé, parece que le ha contagiado algo.
-¿De qué estás hablando?-, contestó. Su voz había tomado otra vez aquel timbre agudo que precedía a la histeria –Sólo fue un gasguño, la heguida apenas sangró…
-Ya. Pero se le ha infectado, estoy seguro; al fin y al cabo, esas cosas están fiambres, son carne muerta. Quizás le transmitiera algún tipo de bacteria de ésas, qué se yo…
-No es posible, ninguna infección puede causag una pagálisis así en tan poco tiempo, es… es absugdo.
-Tal vez ninguna de las que conocemos, pero… Oiga, he visto su brazo. Antes, cuando usted dormía. No soy médico, pero no tiene buena pinta. Y luego está… ese olor.
-¿Olor? ¡Yo no huelo nada!-, gritó.
-Su brazo huele… huele raro, como… carne podrida.
-¡Egues un loco hijo de puta!! ¡Enciende la luz!!!
-No. Escuche, es mejor que…
-¡¡¡Enciende-la-puta-luz!!!!
-Está bien, está bien, pero deje de gritar-. Caminé hasta el interruptor, pero antes de accionarlo, traté de hacer razonar a la franchute. –Su marido está muy débil. No creo que verla así sea conveniente para…
-Si no enciendes la luz inmediatamente, te jugo que gritagué tanto que acudigan todos los jodidos muegtos de la ciudad-, sentenció la fulana.
Miré al Piegh que parecía ausente, encogido en el rincón, al margen de todo, impávido ante los chillidos histéricos de su mujer. Me pregunté si el pobre tipo no se habría quedado catatónico o algo así.
Bub- Recien llegado al refugio
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
Encendí la luz, aunque sólo los pequeños halógenos que iluminaban la entrada
de la escalera. Pero aquella claridad fue suficiente para que la franchute volviera a gritar, esta vez de puro horror. Alarmado por los gritos de su mujer, el Piegh pareció abandonar su estado ausente y se levantó como un resorte. Dio sólo un par de pasos hacia el sofá antes de detenerse con una expresión de incredulidad en el rostro. Al segundo, también él gritó.
Sólo yo permanecí en silencio, aunque no os negaré que tuve que reprimirme las ganas de acompañarlos.
Si la visión del brazo de la franchute me había resultado repugnante, ver en qué se había transformado el resto de su cuerpo hacía que el grotesco miembro pareciera una estampita. La infección, o lo que quiera que fuera aquella cosa, se había extendido como una marea negra por el torso, los hombros y las piernas. Allí, las venas hinchadas y serpenteantes que viera en el brazo habían tomado el grosor de un dedo, y se enroscaban en los muslos como serpientes purulentas, manchando sus shorts. Toda su piel había adquirido un color cetrino, y estaba salpicada de manchas blanquecinas. Sólo el brazo izquierdo y la cara se mantenían limpias de aquella podredumbre, aunque a juzgar por la rapidez con que se había extendido, estaba claro que no por mucho tiempo.
Los miembros estaban tan hinchados que no me extrañó que la pobre tipa no pudiera moverse. Era como si la hubieran inflado con un compresor.
El Piegh corrió al sofá y se arrodilló junto a la mujer. Ambos se abrazaron; la mujer decía algo y negaba con la cabeza llorando desconsoladamente, y el franchute le hablaba con un tono mucho más suave mientras le acariciaba el pelo. Estuvieron así varios minutos. Yo no sabía qué hacer, claro. La tipa estaba mucho más chunga de lo que había pensado. Aquella mierda que el muerto le había contagiado se la estaba cargando, y mucho más deprisa de lo que esperaba. Después de ver lo que había pasado con el brazo, no hacía falta ser muy listo para saber que la mujer no sobreviviría, pero la agresividad de la infección era sorprendente.
De repente, el francés se levantó y vino hacia mí; me agarró por los brazos empezó a sacudirme mientras me hablaba. El tío parecía ido; sus dedos se clavaban en mis brazos como garras y tenía su cara tan pegada a la mía que parecía que iba a besarme.
-No… no le entiendo… no sé qué me dice…-, balbuceaba yo mientras el Piegh me sacudía. La mujer le dijo algo, pero él seguía aferrado a mí, gritándome. El tipo estaba perdiendo el control; las sacudidas eran cada vez más violentas y yo ya me estaba planteando atizarle un puñetazo cuando la franchute gritó. Fue un grito seco, autoritario. El hombre se detuvo. Me miró con una expresión extraña, como un sonámbulo que despierta a medianoche en un lugar desconocido, desorientado, me soltó y se cubrió el rostro con las manos; luego, se derrumbó en el suelo y comenzó a llorar otra vez.
Me froté los brazos doloridos. Seguro que al día siguiente iba a tener un buen par de cardenales allí.
-Discúlpale, te estaba pidiendo ayuda-, dijo de pronto la mujer. –Queguía que me ayudagas…
-Escuche… -, yo no sé qué le está pasando… pero no creo que pueda hacer nada por…
-Ya lo sé-, me interrumpió ella. –Me estoy muguiendo. Así de sencillo. Tú tenías gazón, ese cegdo mé infectó. Y me está matando.
-Eso tampoco lo sabemos-, contesté tratando de parecer seguro, aunque en el fondo sabía que no engañaba a nadie. La tipa se moría, y a pasos agigantados.
-Vamos, mígame-, dijo. –No siento mi cuegpo. Es… como un bloque de piedra….-La voz se le quebró en la última sílaba y sollozó un par de veces, pero no lloró. En cambio, dijo: -No tengo sensibilidad; ni siquiega lo notaguía si me cagaga encima…-, hizo una pausa, y luego añadió: -Es igónico, ¿vegdad?
-¿Qué?-, dije.
-La situación, todo esto. Es igónico. Siempre pensé que seguía yo la que cuidaguía de mi maguido hasta el final, y la que lloraguía su pégdida. Y miga ahoga. Piegh intenta matagse justo después de habeg estado a punto de pegdegme, y tú me lo devuelves sólo paga que pueda veg cómo me pudro lentamente…
-¿Qué quiere decir? ¿insinúa que debería haber dejado que muriera?
-¿Y pog qué no?-, dijo. -¿Acaso le has ofrecido algo mejog salvándolo?
-No les entiendo-, dije indignado. –Por Dios que no les entiendo. ¿Pero a qué puñetas juegan ustedes, a alguna extraña clase de competición macabra para ver quién la palma antes? ¿ Y quién gana, eh? ¿El que sea capaz de llorar más tiempo al otro, el que conserve más tranquila su conciencia…? dígamelo.
-Tú no lo entiendes-, dijo. –Como dijiste, nunca has estado enamorado de vegdad; no sabes qué significa eso.
-¡¡Qué coño sabe usted de mí!!-, grité. –¿Sabe qué? Ya estoy harto de usted y de su imagen de mujer dura, ¡y de ese pesimismo enfermizo, joder!. La señorita ingeniero… con sus aires de grandeza y su prepotencia ¿Cree que está de vuelta de todo, que posee la verdad absoluta? ¡Pues a mí no me engaña!-. Estaba encendido, muy cabreado. Las palabras llegaban a mi boca en tropel, pero no salían de mi mente. Brotaban de mi estómago, de toda aquella rabia contenida, de la tensión, del miedo.
–Siento respeto por usted, ¿sabe? Lo que… Lo que hizo ahí afuera fue admirable, ya se lo dije. Pero usted se empeña en esconderse bajo esa capa de cinismo. Dice que no hay más salida que pegarse un tiro, ¿eh?, pero no es capaz de hacerlo usted mismo; no, lo delega en otro, y así consigue que los demás nos sintamos culpables-.
Miré al Piegh. El hombre presenciaba atónito cómo me deshagoba con la franchute, sin entender ni papa, claro.
-No me creo ese desprecio que afirma sentir por la vida. Lo que creo es que está usted asustada, tan acojonada como lo estoy yo o su marido, o cualquiera que tenga que pasar por esto; pero en el fondo, no son esos bichos los que la atemorizan, ¿no es cierto?
-No tienes ni idea…
-Ya lo creo, sé perfectamente lo que digo. Lo que le asusta de verdad es perder su vida pasada. Por eso se empeña en aparentar que no le importa morir. Esos muertos que dominan ahora el mundo le han arrebatado su estatus, su posición, todo lo que había conseguido hasta ahora,… y usted cree que su vida ya no tendrá sentido. Pues sepa que el puto fin del mundo nos ha jodido a todos.
-No me digas… tu egues sólo un vigilante.
-Sí, es verdad. Sólo soy un vigilante, un segurata de mierda. No tengo estudios, ni hablo idiomas; qué coño, ni siquiera escribo correctamente el castellano, pero ¿sabe qué? Me gusta lo que soy y lo que hago. ¿Acaso cree que las cosas han sido fáciles aquí dentro? Me he visto en la obligación de chafarle la cabeza a mi compañero con un puto tiesto de cemento, he visto cómo esas cosas se comían a un tipo que sólo pretendia volver a ver a su hija, me he revolcado en mierda, e incluso he tenido que cagar en un paragüero… he hecho de todo para sobrevivir. ¿Y sabe por qué? Porque me encanta mi vida.
-Estupendo-, dijo la franchute con sarcasmo, -¿quiegues un aplauso?
-¿Lo ve? Sigue usted haciéndose la dura… Sólo quiero que reaccione, maldita sea. ¿Es usted tan egoista que prefiere diñarla antes de intentar empezar una nueva vida?
-¿Una nueva vida? ¿De qué vida hablas? ¿En qué lugar, haciendo qué? Jodeg, tal vez a ti te baste con quedagte aquí, en esta miegda de pogteguía, comiendo guestos y bebiendo alcohol hasta caegte muegto. ¿Segá este tu mundo, cuagenta putos metros cuadrados en mitad del infiegno?
-No-, dije convencido. -Voy a salir de aquí. Todos vamos a salir de aquí y vamos a sobrevivir a esta locura.
-Salig de aquí… ¿Y qué clase de vida le voy a dag a Piegh?...
-Una totalmente diferente a la que están acostumbrados, desde luego. Pero una vida al fin y al cabo. Quizás no haya grandes casas, ni empresas, ni nadie que reconozca sus logros profesionales, pero será auténtica; estarán juntos. Mírele, el tipo la adora. ¿cree que le importa que ya no puedan disfrutar de sus lujos?... Escuche, si esta mierda nos ha enseñado algo, al menos a mí, es que cuando llega el momento, apreciamos lo que es realmente importante. Usted tiene a su marido, son una familia. Tienen que luchar por eso. Quizás crea que es una chorrada, pero llegará un día en que un nuevo amanecer le parecerá mucho más valioso que todas las riquezas del mundo. Y aunque ahora hay pocas cosas que pueda garantizarle, le aseguro que mañana el sol saldrá de nuevo…
Estuvimos en silencio un rato, mirándonos. La expresión de la tipa se había suavizado. Lanzó un largo suspiro y dijo:
-Egues un buen tio…
-Eso intento-, contesté yo.
Luego, la tipa llamó al Piegh. El franchute se sentó a su lado en el sofá y puso su cabeza sobre el pecho de su esposa. Yo respiré satisfecho. Aquella situación se complicaba por momentos, y aunque sentía de verdad todo lo que le había dicho a la mujer, también tenía claro que ella no lo iba a conseguir. Sin embargo, mis palabras parecían haber insuflado cierto aire de esperanza, sutil y pasajera, pero esperanza. En ese momento, como confirmando el buen rollo que parecía volver a reinar en la portería, el walkie comenzó a crepitar
Bub- Recien llegado al refugio
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
guauuu muy intenso a ver que se cuenta valdes......
womankill- Encargado de las mantas
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
El cacharro crepitó un par de veces, emitió un chorro de estática y finalmente se quedó mudo. Noté mis pelotas en la garganta; joder, lo que menos necesitaba en aquel momento era que el maldito trasto se estropeara. Al segundo, el pilotito verde volvió a encenderse y oí a mi añorado Valdés.
-¿Bony?... ¿Estás ahí, colega?...
-¡La madre que te parió!-, dije con un sonrisón que me partía en dos la cara, -¿pero dónde te habías metido, pedazo de cabrón? Dios, pensaba que la habías diñado,…
-¿Que la había diñado?-, contestó. – No fastidies… ¿lo pensabas de veldad?
-No-, reconocí, -qué coño. Estaba seguro de que seguías dando guerra.
-Eso es, helmano. Seguimos dando guerra, ¿cielto?
-Joder, Valdés. Qué ganas tenía de hablar contigo…
-Lo sé, tío. Siento no habel llamado antes. Pol aquí las cosas siguen muy revueltas.
-Sí, eso parece. Bueno cuéntame, ¿dónde andas?… ¿fuiste hacia el sur como querías?
-Más o menos-, contestó lacónicamente Valdés.
-¿Qué pasa tío? ¿Va todo bien?
-Sí, helmano. Estoy bien. Es sólo que… bueno, no he podido avanzal tanto como esperaba-. Valdés hizo una pausa. Por un momento pensé que se había perdido la comunicación, pero luego dijo: - El ejélcito ha bombaldeado muchas carreteras. La A7 ya no existe y también se han calgado la mayol palte del cinturón del litoral. Es imposible circular pol las rondas, y las vías secundarias están llenas de vehículos abandonados, pol no hablar de los malditos controles militares…
-Lo sé, negro. Lo he oído en la radio-, le dije.
-¿Lo has oído en la radio? ¿Me tomas el pelo?
-No tío, hablo en serio. Quería decírtelo, pero no he podido contactar contigo. Hay un sitio, un pequeño pueblo, no muy lejos; parece que ahí tienen las cosas más o menos controladas. Emiten por radio cada día, y cuentan con una avioneta para mantenerse al tanto de la situación. Informan constantemente. Esa gente está a salvo, Valdés; y ofrecen refugio... Escucha, sé cómo llegar; ese locutor, El Jinete, ha informado de algunas rutas seguras. Son carreteras comarcales, vías secundarias, incluso caminos rurales, pero están limpias ¿entiendes? Podrías conseguirlo, sólo dime dónde estás ahora y…
-Escucha amigo-, dijo el cubano - Sigo en la ciudad. No he salido de Balcelona.
-¿Qué?... Espera, espera, ¿pero qué dices? No me lo puedo creer…
-Es cielto.
-Joder, negro. Te hacía lejos de esta puta jaula de locos, ¿qué coño haces todavía dentro?-, le dije.
-Voy a buscalte, helmano. Estoy de camino.
-¿Aquí?, ¿vienes aquí? ¡No, tío!-, grité. – ¿Se te ha ido la olla? No sabes cómo está esto; parece una puñetera reunión de antiguos alumnos. Hay bichos para parar un tren de mercancías.
-Oye, oye…-, dijo Valdés.
-No, mierda. Ese no era el plan. Se suponía que ibas a poner a salvo tu negro culo, y luego enviarme a la caballería…
-¡Cállate, jodel!-, gritó el cubano. –Hostia puta, hablas como una jodida maruja… Mira, esos manes, los putos militares, no sólo han mandado a la mielda las carreteras. También han lanzado bombas sobre las ciudades, yo mismo he visto como los aviones reducían a escombros un barrio entero. Un barrio entero, tío. Tienen helicópteros, moles enolmes de dos rotores calgados con toneladas de bombas, y también de esos más pequeños con lanza-cohetes…-Hubo un segundo de silencio, y añadió: - Ya han arrasado la periferia, y ahora quieren… Van a destruir el centro.
Oí que la franchute decía algo, pero no pude entenderlo. El Piegh se levantó y se acercó al mostrador con cara de preocupación.
-Mira Bony-, continuó Valdés, -no sé cuánto tiempo tardaré en llegal, ni en qué momento van a comenzal a soltal su mielda esos tarados, así que deberían buscal un rincón seguro ahí dentro, ¿sigues acompañado, no?
-Sí, sigo acompañado.
-Bien, jodel. Al final hiciste entral en razón al Domínguez ese, ¿eh?
-Domínguez se fue, tío-, le dije. –Su hija le necesitaba; no pude convencerle.
-Vaya… bueno, espero que el tipo lo consiga.
-Sí, yo también-, mentí.
- Entonces, ¿quién hay contigo?-, preguntó.
- Una pareja. Franceses; turistas… Es una larga historia, negro.
-Vale, vale… ya me contarás -, dijo Valdés. –Está bien. Métanse en un sitio que esté resgualdado,… ¿hay sótano o algo parecido?
-Tenemos un aparcamiento subterráneo-, dije.
-Pelfecto-. Contestó Valdés.
-Pero… no podemos bajar allí.
-¿No pueden? Tú tienes acceso a todo el bloque, ¿no?
-Sí, pero… bueno, ¿recuerdas la movida que tuve con aquellos bichos, los que… guardo tras una puerta?-, dije.
-Ay, Dios. No me jodas, Bony. ¿Es la puelta que conduce al apalcamiento?-, preguntó el cubano.
-Me temo que… sí, es ésa.
-¡Espega, espega!-, intervino enotnces la franchute que hasta ese momento se había mantenido extrañamente calladita. -¿Estás diciendo que hay más muegtos aquí dentro, además de esos segdos del segundo piso?
-Sí-, admití. –Justo detrás de esta puerta-, le dije mientras señalaba el acceso al sótano.
-¡Miegda!, ¡Este sitio es una puta ratonega!-, gritó. - ¿hay algo más que debamos sabeg, antes de que volemos pog los aires?
-Oiga, nadie va a salir volando por los aires, ¿vale?-, le dije. – Además, esos bichos están ahí desde hace días. No pueden entrar, así que no hay por qué preocuparse.
-¿Qué no hay pog qué preocupagse?-, contestó. -¿Es que no has oído a tu amigo? Van a bombagdeag la ciudad, y no podemos bajag al único lugag segugo del edificio… creo que eso es bastante preocupante, ¿eh?
-Vale, no me agobie-, le dije. –Voy a pensar en algo, ¿ de acuerdo? Sólo deme un respiro… ¿Negro? ¿Sigues ahí?
-Sí, aquí estoy-, respondió Valdés.
-Tenemos que descartar el aparcamiento, tío.
-Ya, eso parece. ¿Se te ocurre alguna opción?
-Sólo subir-, dije. Podemos llegar hasta la azotea.
-Bufff… Podría funcional-, dijo Valdés. –Sí, es posible que funcione. Si lo que tratan de hacel es limpial la zona de mueltos, quizás se limiten a bombaldeal sólo las calles, las aceras… puede que no afecte demasiado a los edificios.
-Bien, entonces subiremos-, acordé. –Sólo veo un problema. Si alguna de las explosiones daña el suministro eléctrico del bloque, los ascensores se irán a la mierda. No podremos bajar.
-¿Cómo así?-, dijo Valdés, -Pueden usal la escalera.
-Me temo que no. Hay… vecinos incómodos.
-¿También tienen la escalera llena de mueltos?-, preguntó Valdés asombrado. Oí cómo la franchute lanzaba un bufido de disgusto. –Jodel, helmano. Empiezo a pensal que estarían ustedes más seguros en la puñetera calle.
-Están bien, se me han pasado por alto un par de detalles-, dije
-Una fogma un poco sutil de reonoceg que la has cagado del todo.-, replicó la tipa.
-Seguimos vivos, ¿no?-, me defendí. La franchute no dijo nada, se limitó a fruncir el ceño y agachar la cabeza como los críos malhumorados. Su marido permanecía de pie junto al mostrador, absolutamente ajeno a la conversación que manteníamos. Por un momento, envidié la pasmosa felicidad con que su ignorancia del castellano le envolvía.
-Vale, vale, haya paz-, dijo el cubano. –De nada silve discutil ahora. Hagan lo que hemos acoldado. Muévanse.
-Bueno, hermano. Nos vemos pronto, ¿no?-, le dije.
-Puedes estal seguro-, contestó Valdés. -¿Tienen víveres, agua,… cómo andan de armas?- preguntó.
-Nos defenderemos, tranquilo-, dije, aunque sabía que en ese último punto estábamos más bien jodidos. –Pero si nos irían bien un par de cajas de antibióticos.
-¿Alguno de ustedes está enfelmo?-, preguntó -¿Qué ocurre?
-Es la mujer… Creo que sufre alguna clase de infección. Uno de esos bichos la hirió-, dije -Le mordió en el brazo.
-¿Queeeé?-, gritó el cubano alarmado. -¿Un muelto le ha moldido?
Bub- Recien llegado al refugio
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
ya era hora que entrase el cubano en accion jiji
womankill- Encargado de las mantas
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
-¿Cuándo?- preguntó Valdés -¿Cuándo ha sido?
-Ayer-, le dije. –El bicho la sorprendió mientras se duchaba… La herida se infectó y ahora parece que la infección se ha extendido por todo el cuerpo.
-Escucha Bony, tienen que aislal a esa mujel.
-¿Pero de qué coño estáis hablando?-, preguntó alarmada la franchute. -¿Qué pasa?
-¿Aislarla?,-dije. -¿esa mierda se contagia?
-Sí, se contagia; no del mismo modo que la gripe o algo así, pero se contagia, desde luego-, explicó Valdés. –Es mejol que la aislen… y rápido.
-¿Ese tío quiegue… aislagme?- dijo la mujer. Trató de levantarse, pero sus piernas no respondían, así que cayó pesadamente de nuevo en el sofá. Aquellas varices monstruosas habían comenzado a invadir ya su cara. -¿Eso es todo lo que se os ocugue, apagtagme como a un animal?
-No voy a hacer tal cosa-, contesté, -haga el favor de tranquilizarse. Oye Valdés, la mujer está muy débil, apenas puede moverse y necesita cuidados. Vamos a subirla con nosotros; tú sólo intenta conseguir los antibióticos, ¿de acuerdo?
-No, no lo entiendes, helmano-, el cubano hizo una pausa. –Lamento que ella tenga que oír esto, en serio, pero debo adverltirles. La mujel está condenada; cuando esas cosas te muelden o de alguna folma sus fluidos entran en tu cuelpo, su veneno acaba matándote sin remedio. Lo he visto muchas veces aquí fuera, amigo. Créeme, no hay antibióticos ni fólmulas médicas que silvan. No hay nada que hacel.
-¿Estás… estás seguro, negro?
-Completamente, tío-, contestó Valdés. –Escucha, esa mielda te destruye en pocas horas; a veces incluso en minutos. Todo depende de la gravedad de la herida, y a ella la moldieron ayer. Ya no aguantará mucho más.
La franchute comenzó a llorar otra vez, y no era de extrañar. Debía ser muy fuerte escuchar cómo dos desconocidos especulaban sobre cuánto tiempo te quedaba de vida, aunque para ser sinceros, todos los presentes, incluyendo a Piegh el feliciano, teníamos claro desde hacía horas que a la tipa no había Dios que la salvara.
-No importa-, dije. –vendrá con nosotros. No va a morir sola.
-¡Maldito cabezón!-, explotó valdés. -¿Es que no comprendes lo que trato de explicalte? La infección la matará, pero luego…. ¡Mierda! la mujel se va a conveltil en uno de ellos.
-No puede ser…-, fue lo único que pude decir. En ese instante Piegh lanzó un grito y salió corriendo hacia el sofá.
-¿Qué pasa, Bony?-, dijo Valdés.
- Tengo que dajerte un momento, negro…-. Solté el walkie sobre el mostrador y salí a la portería. La franchute había empezado a sufrir convulsiones; su cuerpo hinchado se agitaba rápidamente como el de un pez fuera del agua. Tenía los ojos vueltos, grotescamente girados, dejando a la vista las córneas amarillentas salpicadas de hilos rojizos, y un líquido repulsivo manaba de su boca. Aquella porquería me recordaba a los pures que había tenido que tragarme en la mili, una suerte de engrudos coloreados supuestamente obtenidos de la mezcla de hortalizas.
-¿Bony?, Bony, ¿va todo bien, helmano?-, dijo Valdés.
El Piegh estaba sentado en el suelo, apoyado sobre su trasero flaco y con las piernas abiertas. Tenía las manos cruzadas sobre la cabeza, como uno de esos prisioneros de guerra que se ven en las noticias, y su boca era una "O" mayúscula bajo los ojos desorbitados. Esa vez estaba casi seguro de que al pobre tipo se le había ido la pinza para los restos.
De repente, la mujer dejó de moverse. Su cuerpo se tensó como si unas manos invisibles tiraran a la vez de sus piernas y de su cabeza, exhaló un larguísimo suspiro húmedo y se quedó inmóvil.
Me acerqué al Piegh que seguía sujetándose la cabeza y con los ojos perdidos en quién sabe qué galaxia paralela, y le pregunté si estaba bien. El tío no contestó, tal vez porque no me entendía, o tal vez porque se encontraba ya lejos de este mundo.
Muy despacio, me aproximé al sofá. Vi que las varices oscuras que habían cubierto la mayor parte de la mujer empezaban a hacerse más pequeñas, a suavizarse. Sus piernas y brazos, antes hinchados como colchonetas de playa, recuperaban su aspecto normal y la terrible inflamación se reducía ahora a la zona donde el muerto le había mordido. Todo iba cambiando lentamente, como sacado de una de aquellas pelis antiguas de terror de la Hammer, cuando el hombre lobo volvía a ser humano y todo aquel pelo espeso se retiraba poco a poco de su cara. Sólo el color grisáceo de la piel se mantuvo.
-¿Bony?, ¿qué coño está pasando?-, dijo Valdés. Su voz me sacó del aturdimiento en que estaba sumido. Di un par de pasos hacia atrás. Joder, había estado tan absorto en la transformación, que la tipa hubiera podido levantarse en cualquier momento y destrozarme la garganta de un bocado antes de que yo hubiera podido decir Jesús. Instintivamente, me llevé la mano al revólver.
Esperé unos segundos a que la mujer se moviera. Sin embargo, y para mi sorpresa, en lugar de abalanzarse sobre mi cuello, comenzó a respirar de nuevo. Primero débilmente, y luego con respiraciones profundas, estertóreas. Con cautela, puse mi mano sobre su pecho. Su corazón seguía latiendo
-¡Mielda, Bony!, dime algo…-, gritó Valdés.
Volví al mostrador y recogí el walkie.
-Estoy aquí, amigo-, le dije.
-Pol todas las negras del caribe-, exclamó. -¿Qué es lo que ha pasado?
-No estoy seguro-, contesté. –La mujer ha tenido un ataque. Ha empezado a temblar y ha puesto los ojos en blanco; luego se ha quedado muy quieta. Pensé que la había palmado, pero sigue respirando, tío. Parece que duerma, no sé, quizás haya entrado en coma-, dije. -Pero lo más extraño es lo que le ha pasado a su cuerpo. La inflamación ha desaparecido; es como… si la enfermedad hubiera remitido.
-No te engañes, Bony. Ya lo he visto antes. Hay una pequeña mejoría, parece que se recuperan, pero… ¿Y el hombre, está ahí?-, preguntó.
-Sí, pero el pobre tipo parece que… creo que está en shock. No reacciona desde que su esposa sufrió el ataque.
-Vale, pues tienes que despavilarlo, Bony. Ahora es muy impoltante que sean conscientes de lo que va a pasar, y que sepan qué deben hacel en cada momento-, dijo Valdés. -Esa mujel ya no es ella, ¿entiendes? Y cuando regrese, sólo querrá matarlos. Tienes que tratal de explicálselo a su marido.
-Joder, ese tío no entiende ni papa de castellano, y en el estado en que se encuentra ahora va a ser como hablarle a un poste de madera.
-Tal y como yo lo veo, sólo tienes dos opciones, helmano. O coges a ese man y lo arrastras hasta la azotea, o esperas a que la madamme vuelva del infielno; y entonces tendrás que meterle una bala en la cabezota. Decídelo, pero hazlo rápido-, dijo el cubano.
Percibí un sonido grave tras la voz de Valdés, como el ruído de un motor.
-¿Son helicópteros, no?, eso que se oye son los militares, ¿verdad?
-No te preocupes, están muy lejos; los sacaré dé ahí antes de que esos cabrones puedan joderlos, pero tú haz lo que te he dicho. Soluciona el tema de la mujel y váyanse de la poltería.
-Hasta pronto, amigo-, dije, pero Valdés ya había cortado la comunicación.
Me volví hacia el Piegh. Pasé una mano por delante de sus ojos, pero no hubo ninguna reacción. Había comenzado a decir algo, una cantinela apenas audible que repetía una y otra vez, mientras se balanceaba adelante y atrás.
En ese instante, la respiración de la mujer cambió; las inspiraciones se hicieron más profundas e intensas, e iban acompañadas de pitidos sibilantes. El tiempo entre cada respiración era cada vez más largo. En cualquier momento, su pecho se detendría y entonces… Joder, tenía que hacer algo.
Abrí el cajón de las herramientas y cogí el rollo de cable eléctrico y la cinta adhesiva. Saqué mi silla al vestíbulo y la acerqué al sofá. La mujer aun respiraba; la cogí en brazos y la senté en mi butaca. Su cuerpo estaba lacio como el de un muñeco de trapo y asombrosamente liviano, como si sus huesos se hubieran disuelto. Le até los pies entre sí y a la silla con el cable y los rodeé con un par de vueltas de cinta. Hice lo mismo con el antebrazo derecho; el miembro quedó fuertemente sujeto al brazo de metal del sillón. Me disponía a atar el otro brazo cuando la franchute dejó de respirar. Exhaló su último aliento en un ronquido seco y su pecho dejó de moverse. Estaba muerta.
Puse mi mano en su pecho sólo para asegurarme, y entonces la tipa abrió los ojos. Aparté la mano como si me hubiera sacudido una descarga eléctrica y retrocedí acojonado. La mujer movió lentamente la cabeza a un lado y a otro, mirando la portería, como si intentara recordar dónde estaba, y luego fijó sus ojos en el Piegh. De repente, se abalanzó sobre su marido, que permanecía sentado en la alfombra. Fue una suerte para el tipo que hubiera tenido tiempo de atarle los pies a la franchute. La tía cayó pesadamente al suelo arrastrando tras de sí la silla. Se quedó boca abajo, con la butaca amarrada a su espalda, como una gigantesca concha de caracol de metal y loneta. Su brazo libre arañaba el aire intentando agarrar al hombre.
Levanté al francés y lo llevé hasta el mostrador. Abrí una de las botellas de agua que había en la neverita y le tiré el líquido frío a la cara. El tipo lanzó un gemido de impresión, y comenzó a toser. Se frotó la cara con las manos y me miró con gesto desconcertado. Luego, como si súbitamente hubiera recordado qué había pasado, se volvió hacia la mujer y dijo: -¡Isabelle!!.
Isabelle, así se llamaba la tipa. Joder, no se me había ocurrido preguntarle su nombre. Después de tantos días juntos, había tenido que palmarla para saberlo. Qué irónico.
El hombre corrió hacia la franchute y trató de levantar la silla. Yo se lo impedí. Al principio, intentó apartarme, incluso me amenzó blandiendo un puño desafiante, pero luego supongo que comprendió que aquella cosa que gritaba y se agitaba bajo mi butaca ya no era su esposa. La tía gruñía como un animal rabioso, enseñando los dientes, con aquellos ojos muertos clavados en la garganta del franchute. Finalmente, el Piegh bajó el brazo, agachó la cabeza y se cubrió la cara con las manos. Lloró sólo unos instantes. Después me miró con unos ojillos vidriosos y colorados, e hizo un gesto con la cabeza, preguntando: “y ahora qué”.
Pensé cómo explicarle que teníamos que subir a la azotea porque iban a bombardear el edificio, pero entendí que lo que el tipo quería saber era qué íbamos a hacer con la pobre Isabelle. Lo demás supongo que se la traía floja.
Había tres posibilidades. La primera era llevarla con nosotros, aunque no acabara de entender para qué; pero si el tipo lo quería así, así sería. La segunda pasaba por dejarla allí, atada a la silla, esperando que alguna de las explosiones, si es que llegaban a producirse, acabara con ella. Y la tercera, la más lógica y la menos cruel, volarle la tapa de los sesos y liberarla de aquella parodia macabra de vida a la que estaba condenada.
Iba a tratar de explicarle las opciones al franchute cuando el tío me miró solemne y señaló el revólver de mi bolsillo. Yo asentí con la cabeza.
Juntos, nos acercamos a la mujer. El franchute se arrodilló, se besó la palma de su mano derecha y luego la pasó por el cabello de su esposa. Yo saqué el arma, apreté el cañón contra la cabeza de la tipa (no podía permitirme fallar esta vez) y miré al Piegh esperando su permiso para disparar.
Entonces el hombre se levantó y se tocó un par de veces el pecho, indicándome que le dejara hacerlo a él. Yo respiré aliviado, para qué negarlo. No me importaba cargarme a aquellos bichos, ya lo había hecho antes, pero en esta ocasión era diferente; con la tipa allí tirada, casi de rodillas, y su marido al lado… tenía la sensación de que se trataba de una ejecución más que de un acto de misericordia.
Le di el revólver al franchute. El hombre lo cogió con su mano derecha y lo miró un par de segundos; luego, agarró con fuerza la culata y respiró profundamente.
-Au revoir, mon amour-, dijo, y antes de que pudiera evitarlo, levantó el arma, se la puso en su propia sien y disparó, esparciendo sus sesos por toda la portería.
-Ayer-, le dije. –El bicho la sorprendió mientras se duchaba… La herida se infectó y ahora parece que la infección se ha extendido por todo el cuerpo.
-Escucha Bony, tienen que aislal a esa mujel.
-¿Pero de qué coño estáis hablando?-, preguntó alarmada la franchute. -¿Qué pasa?
-¿Aislarla?,-dije. -¿esa mierda se contagia?
-Sí, se contagia; no del mismo modo que la gripe o algo así, pero se contagia, desde luego-, explicó Valdés. –Es mejol que la aislen… y rápido.
-¿Ese tío quiegue… aislagme?- dijo la mujer. Trató de levantarse, pero sus piernas no respondían, así que cayó pesadamente de nuevo en el sofá. Aquellas varices monstruosas habían comenzado a invadir ya su cara. -¿Eso es todo lo que se os ocugue, apagtagme como a un animal?
-No voy a hacer tal cosa-, contesté, -haga el favor de tranquilizarse. Oye Valdés, la mujer está muy débil, apenas puede moverse y necesita cuidados. Vamos a subirla con nosotros; tú sólo intenta conseguir los antibióticos, ¿de acuerdo?
-No, no lo entiendes, helmano-, el cubano hizo una pausa. –Lamento que ella tenga que oír esto, en serio, pero debo adverltirles. La mujel está condenada; cuando esas cosas te muelden o de alguna folma sus fluidos entran en tu cuelpo, su veneno acaba matándote sin remedio. Lo he visto muchas veces aquí fuera, amigo. Créeme, no hay antibióticos ni fólmulas médicas que silvan. No hay nada que hacel.
-¿Estás… estás seguro, negro?
-Completamente, tío-, contestó Valdés. –Escucha, esa mielda te destruye en pocas horas; a veces incluso en minutos. Todo depende de la gravedad de la herida, y a ella la moldieron ayer. Ya no aguantará mucho más.
La franchute comenzó a llorar otra vez, y no era de extrañar. Debía ser muy fuerte escuchar cómo dos desconocidos especulaban sobre cuánto tiempo te quedaba de vida, aunque para ser sinceros, todos los presentes, incluyendo a Piegh el feliciano, teníamos claro desde hacía horas que a la tipa no había Dios que la salvara.
-No importa-, dije. –vendrá con nosotros. No va a morir sola.
-¡Maldito cabezón!-, explotó valdés. -¿Es que no comprendes lo que trato de explicalte? La infección la matará, pero luego…. ¡Mierda! la mujel se va a conveltil en uno de ellos.
-No puede ser…-, fue lo único que pude decir. En ese instante Piegh lanzó un grito y salió corriendo hacia el sofá.
-¿Qué pasa, Bony?-, dijo Valdés.
- Tengo que dajerte un momento, negro…-. Solté el walkie sobre el mostrador y salí a la portería. La franchute había empezado a sufrir convulsiones; su cuerpo hinchado se agitaba rápidamente como el de un pez fuera del agua. Tenía los ojos vueltos, grotescamente girados, dejando a la vista las córneas amarillentas salpicadas de hilos rojizos, y un líquido repulsivo manaba de su boca. Aquella porquería me recordaba a los pures que había tenido que tragarme en la mili, una suerte de engrudos coloreados supuestamente obtenidos de la mezcla de hortalizas.
-¿Bony?, Bony, ¿va todo bien, helmano?-, dijo Valdés.
El Piegh estaba sentado en el suelo, apoyado sobre su trasero flaco y con las piernas abiertas. Tenía las manos cruzadas sobre la cabeza, como uno de esos prisioneros de guerra que se ven en las noticias, y su boca era una "O" mayúscula bajo los ojos desorbitados. Esa vez estaba casi seguro de que al pobre tipo se le había ido la pinza para los restos.
De repente, la mujer dejó de moverse. Su cuerpo se tensó como si unas manos invisibles tiraran a la vez de sus piernas y de su cabeza, exhaló un larguísimo suspiro húmedo y se quedó inmóvil.
Me acerqué al Piegh que seguía sujetándose la cabeza y con los ojos perdidos en quién sabe qué galaxia paralela, y le pregunté si estaba bien. El tío no contestó, tal vez porque no me entendía, o tal vez porque se encontraba ya lejos de este mundo.
Muy despacio, me aproximé al sofá. Vi que las varices oscuras que habían cubierto la mayor parte de la mujer empezaban a hacerse más pequeñas, a suavizarse. Sus piernas y brazos, antes hinchados como colchonetas de playa, recuperaban su aspecto normal y la terrible inflamación se reducía ahora a la zona donde el muerto le había mordido. Todo iba cambiando lentamente, como sacado de una de aquellas pelis antiguas de terror de la Hammer, cuando el hombre lobo volvía a ser humano y todo aquel pelo espeso se retiraba poco a poco de su cara. Sólo el color grisáceo de la piel se mantuvo.
-¿Bony?, ¿qué coño está pasando?-, dijo Valdés. Su voz me sacó del aturdimiento en que estaba sumido. Di un par de pasos hacia atrás. Joder, había estado tan absorto en la transformación, que la tipa hubiera podido levantarse en cualquier momento y destrozarme la garganta de un bocado antes de que yo hubiera podido decir Jesús. Instintivamente, me llevé la mano al revólver.
Esperé unos segundos a que la mujer se moviera. Sin embargo, y para mi sorpresa, en lugar de abalanzarse sobre mi cuello, comenzó a respirar de nuevo. Primero débilmente, y luego con respiraciones profundas, estertóreas. Con cautela, puse mi mano sobre su pecho. Su corazón seguía latiendo
-¡Mielda, Bony!, dime algo…-, gritó Valdés.
Volví al mostrador y recogí el walkie.
-Estoy aquí, amigo-, le dije.
-Pol todas las negras del caribe-, exclamó. -¿Qué es lo que ha pasado?
-No estoy seguro-, contesté. –La mujer ha tenido un ataque. Ha empezado a temblar y ha puesto los ojos en blanco; luego se ha quedado muy quieta. Pensé que la había palmado, pero sigue respirando, tío. Parece que duerma, no sé, quizás haya entrado en coma-, dije. -Pero lo más extraño es lo que le ha pasado a su cuerpo. La inflamación ha desaparecido; es como… si la enfermedad hubiera remitido.
-No te engañes, Bony. Ya lo he visto antes. Hay una pequeña mejoría, parece que se recuperan, pero… ¿Y el hombre, está ahí?-, preguntó.
-Sí, pero el pobre tipo parece que… creo que está en shock. No reacciona desde que su esposa sufrió el ataque.
-Vale, pues tienes que despavilarlo, Bony. Ahora es muy impoltante que sean conscientes de lo que va a pasar, y que sepan qué deben hacel en cada momento-, dijo Valdés. -Esa mujel ya no es ella, ¿entiendes? Y cuando regrese, sólo querrá matarlos. Tienes que tratal de explicálselo a su marido.
-Joder, ese tío no entiende ni papa de castellano, y en el estado en que se encuentra ahora va a ser como hablarle a un poste de madera.
-Tal y como yo lo veo, sólo tienes dos opciones, helmano. O coges a ese man y lo arrastras hasta la azotea, o esperas a que la madamme vuelva del infielno; y entonces tendrás que meterle una bala en la cabezota. Decídelo, pero hazlo rápido-, dijo el cubano.
Percibí un sonido grave tras la voz de Valdés, como el ruído de un motor.
-¿Son helicópteros, no?, eso que se oye son los militares, ¿verdad?
-No te preocupes, están muy lejos; los sacaré dé ahí antes de que esos cabrones puedan joderlos, pero tú haz lo que te he dicho. Soluciona el tema de la mujel y váyanse de la poltería.
-Hasta pronto, amigo-, dije, pero Valdés ya había cortado la comunicación.
Me volví hacia el Piegh. Pasé una mano por delante de sus ojos, pero no hubo ninguna reacción. Había comenzado a decir algo, una cantinela apenas audible que repetía una y otra vez, mientras se balanceaba adelante y atrás.
En ese instante, la respiración de la mujer cambió; las inspiraciones se hicieron más profundas e intensas, e iban acompañadas de pitidos sibilantes. El tiempo entre cada respiración era cada vez más largo. En cualquier momento, su pecho se detendría y entonces… Joder, tenía que hacer algo.
Abrí el cajón de las herramientas y cogí el rollo de cable eléctrico y la cinta adhesiva. Saqué mi silla al vestíbulo y la acerqué al sofá. La mujer aun respiraba; la cogí en brazos y la senté en mi butaca. Su cuerpo estaba lacio como el de un muñeco de trapo y asombrosamente liviano, como si sus huesos se hubieran disuelto. Le até los pies entre sí y a la silla con el cable y los rodeé con un par de vueltas de cinta. Hice lo mismo con el antebrazo derecho; el miembro quedó fuertemente sujeto al brazo de metal del sillón. Me disponía a atar el otro brazo cuando la franchute dejó de respirar. Exhaló su último aliento en un ronquido seco y su pecho dejó de moverse. Estaba muerta.
Puse mi mano en su pecho sólo para asegurarme, y entonces la tipa abrió los ojos. Aparté la mano como si me hubiera sacudido una descarga eléctrica y retrocedí acojonado. La mujer movió lentamente la cabeza a un lado y a otro, mirando la portería, como si intentara recordar dónde estaba, y luego fijó sus ojos en el Piegh. De repente, se abalanzó sobre su marido, que permanecía sentado en la alfombra. Fue una suerte para el tipo que hubiera tenido tiempo de atarle los pies a la franchute. La tía cayó pesadamente al suelo arrastrando tras de sí la silla. Se quedó boca abajo, con la butaca amarrada a su espalda, como una gigantesca concha de caracol de metal y loneta. Su brazo libre arañaba el aire intentando agarrar al hombre.
Levanté al francés y lo llevé hasta el mostrador. Abrí una de las botellas de agua que había en la neverita y le tiré el líquido frío a la cara. El tipo lanzó un gemido de impresión, y comenzó a toser. Se frotó la cara con las manos y me miró con gesto desconcertado. Luego, como si súbitamente hubiera recordado qué había pasado, se volvió hacia la mujer y dijo: -¡Isabelle!!.
Isabelle, así se llamaba la tipa. Joder, no se me había ocurrido preguntarle su nombre. Después de tantos días juntos, había tenido que palmarla para saberlo. Qué irónico.
El hombre corrió hacia la franchute y trató de levantar la silla. Yo se lo impedí. Al principio, intentó apartarme, incluso me amenzó blandiendo un puño desafiante, pero luego supongo que comprendió que aquella cosa que gritaba y se agitaba bajo mi butaca ya no era su esposa. La tía gruñía como un animal rabioso, enseñando los dientes, con aquellos ojos muertos clavados en la garganta del franchute. Finalmente, el Piegh bajó el brazo, agachó la cabeza y se cubrió la cara con las manos. Lloró sólo unos instantes. Después me miró con unos ojillos vidriosos y colorados, e hizo un gesto con la cabeza, preguntando: “y ahora qué”.
Pensé cómo explicarle que teníamos que subir a la azotea porque iban a bombardear el edificio, pero entendí que lo que el tipo quería saber era qué íbamos a hacer con la pobre Isabelle. Lo demás supongo que se la traía floja.
Había tres posibilidades. La primera era llevarla con nosotros, aunque no acabara de entender para qué; pero si el tipo lo quería así, así sería. La segunda pasaba por dejarla allí, atada a la silla, esperando que alguna de las explosiones, si es que llegaban a producirse, acabara con ella. Y la tercera, la más lógica y la menos cruel, volarle la tapa de los sesos y liberarla de aquella parodia macabra de vida a la que estaba condenada.
Iba a tratar de explicarle las opciones al franchute cuando el tío me miró solemne y señaló el revólver de mi bolsillo. Yo asentí con la cabeza.
Juntos, nos acercamos a la mujer. El franchute se arrodilló, se besó la palma de su mano derecha y luego la pasó por el cabello de su esposa. Yo saqué el arma, apreté el cañón contra la cabeza de la tipa (no podía permitirme fallar esta vez) y miré al Piegh esperando su permiso para disparar.
Entonces el hombre se levantó y se tocó un par de veces el pecho, indicándome que le dejara hacerlo a él. Yo respiré aliviado, para qué negarlo. No me importaba cargarme a aquellos bichos, ya lo había hecho antes, pero en esta ocasión era diferente; con la tipa allí tirada, casi de rodillas, y su marido al lado… tenía la sensación de que se trataba de una ejecución más que de un acto de misericordia.
Le di el revólver al franchute. El hombre lo cogió con su mano derecha y lo miró un par de segundos; luego, agarró con fuerza la culata y respiró profundamente.
-Au revoir, mon amour-, dijo, y antes de que pudiera evitarlo, levantó el arma, se la puso en su propia sien y disparó, esparciendo sus sesos por toda la portería.
Bub- Recien llegado al refugio
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
ohhh pobre pieg
womankill- Encargado de las mantas
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
uuuuuu esto cada vez se pone mejor, veremos que hace ahora boni con el regalito que le dejo el francés jajajajaja
the last cowboy- Cazador mediocre
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
El franchute se desplomó como un títere al que le han cortado las cuerdas; cayó de espaldas sobre la alfombra, y yo me quedé allí de pie, con cara de imbécil, mirando como su sangre se esparcía sobre la lana y la teñía de un brillante escarlata.
Como un autómata, recogí el revólver de los dedos muertos del tipo y me lo guardé de nuevo en el bolsillo. Envolví el cuerpo del Piegh con la alfombra y lo arrastré hasta dejarlo junto al mostrador. Luego me senté en el escalón, frente a la entrada, tratando de entender qué acababa de ocurrir.
Afuera, los muertos se amontonaban junto a la puerta, formando una masa de cuerpos tan compacta que resultaba difícil decir dónde acababa uno y empezaba otro. Eran tantos que ya no se veía la calle. El Mazda de los franchutes se interponía entre la horda de fiambres y la puerta de cristal en un rincón, pero el resto de la vidriera estaba cubierto por cientos de manos que arañaban, golpeaban, empujaban,… Se acabó, pensé; ya no cabía discreción alguna. Aquellos bichos sabían que estábamos… que estaba dentro. Y seguirían golpeando la puerta hasta que consiguieran entrar.
En ese momento, la tensión eléctrica falló. Las luces parpadearon un par de veces, y luego se apagaron. Acto seguido se oyó una explosión. Yo me levanté asustado, corrí hacia el mostrador y me refugié detrás de la columna de mármol. Joder, habían empezado a bombardear la zona, y ni siquiera había oído acercarse a los aviones. Permanecí encogido unos segundos, esperando que en cualquier momento uno de aquellos proyectiles alcanzara el edificio y acabara con todo de una vez, pero no hubo bomba. En cambio, empezó a llover con gran fuerza.
Saqué la cabeza por encima del mostrador como un conejillo justo cuando un relámpago iluminaba el cielo. Un segundo después se oyó otra explosión: un enorme trueno que reverberó por todo el edificio.
Lancé un suspiro de alivio. Sin embargo, el consuelo me duró poco. La maldita tormenta había jodido el suministro de corriente eléctrica, y sin electricidad era imposible llegar hasta la azotea.
-¿Bony, Bony?-, irrumpió de pronto la voz de Valdés. Cogí el walkie.
-Sí, estoy aquí, negro-, dije.
-Bien-, contestó el cubano. -¿Subieron a la azotea?
-No. Sigo en la portería. El franchute se ha suicidado, negro. No he podido evitarlo; se pegó un tiro en la cabeza… Era mi última bala, ¿sabes?
-Eh, eh, ¿estás bien?-, preguntó Valdés preocupado.
-No, no estoy bien-, admití. -No tengo luz, y sin luz no hay ascensores. Además, hay un millón de bichos frente al edificio… Escucha, tu plan me parecía una locura pero podría haber funcionado,- dije. -Quizás en la azotea hubiéramos sobrevivido al bombardeo, y con las calles despejadas habría sido posible escapar, pero ahora ni siquiera puedo subir allá arriba… Deberías largarte, hermano. Ponerte a salvo antes de que lleguen los militares.
-Los soldados se retiran, amigo-, dijo Valdés.
-¿Qué?
-Como lo oyes. Los aviones, los helicópteros… están regresando. Salen de la ciudad.
-¿Por qué?
-No lo sé, helmano. Quizás pol la tolmenta, quién sabe. Pero no vamos a esperal a averiguarlo, ¿no te parece? Ahorita mismo voy a buscalte.
-No, no seas idiota, joder; si no bombardean la calle no hay nada que hacer. Esto está lleno de fiambres, ya te lo he dicho; entrar aquí es difícil, pero para salir necesitaríamos un puto milagro.
-Tíiiiio , ¿has olvidado con quién estás hablando?-, dijo jocoso el cubano. –Tú estate preparado; yo tengo que ultimal unos detalles, recogel un pal de cosicas, y estoy ahí. Una hora, dos como máximo, ¿ok?
Valdés cortó la comunicación. Un nuevo relámpago cruzó el horizonte, seguido de otro trueno monstruoso. Ahora llovía con una intensidad que asustaba, como si el cielo fuera a caerse en cualquier momento. El agua caía con tanta fuerza que formaba una cortina casi sólida.
Nunca había sido creyente, pero en aquel momento me pregunté si no habría alguien allá arriba partiéndose el pecho, burlándose de nosotros y de nuestra prepotencia, calculando cuándo dar la siguiente vuelta de tuerca. Bueno, tal vez siempre habíamos sido sólo muñecos en manos del creador, juguetes, fichas de un tablero gigantesco que en algún momento habían decidido que ya no les gustaban las reglas del juego, y se creyeron dioses. Tal vez estábamos siendo castigados por ello,… o quizás era que el tipo se aburría demasiado. Supongo que es lo que tiene la inmortalidad. Sea como fuere, si los planes del Jefe incluían mantenerme con vida, por mí podía seguir divirtiéndose cuanto quisiera.
Esperaría al cubano y nos largaríamos del puto edifico; no hacía mucho tiempo, la simple idea de abandonar la portería me parecía un suicidio, pero ahora había empezado a pensar en salir de allí como la única alternativa segura de supervivencia. Poco a poco, y casi sin darme cuenta, había convertido un lugar seguro en una trampa mortal. Me sentía como una rata de laboratorio atrapada en un laberinto de espejos, sólo que en este caso, yo mismo me había encargado de cerrarme el paso. No sabía cómo coño pretendía el cubano sacarme de allí, ni siquiera cómo iba a entrar él, pero si había aprendido algo de Valdés en todos estos años juntos era que siempre guardaba un as en la manga. Nunca improvisaba. Antes de dar un paso, tenía preparados tres más por si el primero fallaba, así que si el tipo decía que íbamos a largarnos, lo haríamos. Tenía que ponerme en marcha.
Localizar la linterna fue lo más complicado. Las nubes habían cubierto totalmente el cielo, y en la portería no había más luz que el resplandor verdoso de los pilotos de emergencia. Tan absorto estaba en la búsqueda, que por dos veces tropecé con la franchute fiambre, y sólo cuando lo hacía, era consciente de lo arriesgado que resultaba aquello. Si la tipa me agarraba una pierna podía darme por jodido.
Ahora la pobre Isabelle no era más que un estorbo, y un estorbo muy peligroso, además. Barajé la posibilidad de darle matarile, pero ya no tenía balas, y cualquier otro método hubiera resultado demasiado cafre, así que opté simplemente por apartarla a un rincón.
Para moverla, le tapé antes la cabeza con una toalla. Después, como si manipulara un peligroso explosivo, levanté la silla hasta apoyarla sobre las ruedas. Mientras lo hacía, la jodía consiguió quitarse el trapo de la cara y lanzó un par de dentelladas al aire, al tiempo que trataba de agarrarme con su mano libre.
Una vez la silla estuvo de pie, la empujé con la punta de bota hacia la puerta de la escalera. Luego, pasé un cable eléctrico desde las patas de la butaca a la cadena que aseguraba la entrada, y la amarré con fuerza, hasta dejarla bien sujeta. La fulana ya no era una amenaza, a menos que lograra soltarse, claro.
Con más calma, me entretuve en vaciar una de las maletas de los franchutes y metí en ella todo lo que creí que podría sernos útil: herramientas, las pocas pilas que conservaba, los rollos de cable eléctrico y desde luego, el transistor. Llené la otra maleta con los víveres que quedaban.
Finalmente, me senté en el sofá acompañado de la última botella de aquel delicioso bourbon de Domínguez, a esperar a que Valdés diera señales de vida.
No podría precisar cuánto tiempo estuve allí sentado, pero superó con creces el par de horas que el cubano me había prometido. Me había pulido más de la mitad del bourbon a pequeños sorbos, bebiendo todo lo compulsivamente que mi ansiedad decidía, y el alcohol se estaba poniendo cómodo en mi cabeza. Habían empezado a dolerme las sienes, y me costaba un esfuerzo titánico mantener los ojos abiertos. Si no me movía, iba a quedarme frito; peor aun, iba a acabar borracho como una cuba. Estaba tratando de levantarme cuando Valdés llamó.
-Cú, cú-, dijo. -¿Hay alguien en casa?
-Sí, la jodida Belén Esteban-, contesté. – Si vieras cómo tengo la puerta de paparazzis…
-Los veo, amigo. Un grupito bastante insistente. Esos no se irán sin una buena exclusiva, ¿eh?-, dijo Valdés, y añadió: -Estoy aquí afuera, tío.
-¿Estás afuera? ¿dónde?
-En la Rambla, junto al kiosco. ¿Puedes velme desde ahí?
-No lo creo; esos mierdas tapan prácticamente toda la entrada.
-Espera-, dijo Valdés. Al momento, un destello apareció por encima de los cadáveres. Me subí al mostrador con la gracia que conferían a mi cuerpo cincuenta kilos de más y tres cuartos de litro de bourbon, y miré a la calle. Había un vehículo parado al otro lado, una de esas tractoras de trailer. Valdés me hizo otra señal con los potentes faros. -¿Me ves ahora?-, preguntó.
-Si, joder. Yo y toda la comunidad europea de fiambres, tío. Deja de llamar la atención.-, le dije.
-Vale, vale, tranqui. ¿Qué te parece el cacharro?, molón ¿eh? Es una bestia, helmano, 700 caballos, seis cilindros en línea, turbocompresor…
-Sí, sí, un camión de puta madre, pero… ¿cómo coño voy a hacérmelo para llegar hasta él?
-Chhhht-, contestó el cubano. –Tu relajaiiiito, Bony. Primero, este negro va a encontral la folma segura de entral ahí...
-¿Vas a entrar?
-Claaaro, no te me pongas histérica. ¿Crees que podré sacalte si primero no averiguo cómo entral?
-Ya, pues la cosa pinta un poco mal; ésos de ahí no están por la labor de dejarte pasar tan ricamente.
-Ya contaba con ello-, dijo Valdés. -¿Qué me dices del tejadillo ese?
-¿La marquesina?
-Sí. Esa cosa, ¿es resistente?, ¿aguantará mi peso?
-Ya lo creo. Ha aguantado el mío-, dije. -¿En qué estás pensando?
-Escucha, voy a rodear la calle y entral por el lateral. Mientras lo hago, sería interesante que llamaras la atención de esos bichos; la idea es que no se percaten de que la tractora se mueve, ¿entiendes?-. Yo asentí. –Luego, me acercaré al edificio todo lo que sea posible. Hay un bloque, dos números a la derecha del tuyo, un banco creo…
-El Deustch Bank.
-Vale. También tiene una de esas marquesinas. Voy a dejal el camión aparcado debajo, subiré al tejadillo y de ahí al balcón. He visto que están bastante cerca unos de otros, así que creo que podré llegar a tu portería saltando de balcón en balcón, ¿qué te parece?
-En fin, hubiera preferido algo que incluyera una tanqueta y un grupo de Legionarios armados hasta los dientes. pero…
-Distrae a esos mueltos, héroe-, dijo Valdés divertido.
-Descuida, algo se me ocurrirá-, contesté. –Y procura no partirte la crisma; si ya eres feo vivo, no quiero ni imaginarte convertido en unos de esos bichos…
-¡Que te follen!-
Como un autómata, recogí el revólver de los dedos muertos del tipo y me lo guardé de nuevo en el bolsillo. Envolví el cuerpo del Piegh con la alfombra y lo arrastré hasta dejarlo junto al mostrador. Luego me senté en el escalón, frente a la entrada, tratando de entender qué acababa de ocurrir.
Afuera, los muertos se amontonaban junto a la puerta, formando una masa de cuerpos tan compacta que resultaba difícil decir dónde acababa uno y empezaba otro. Eran tantos que ya no se veía la calle. El Mazda de los franchutes se interponía entre la horda de fiambres y la puerta de cristal en un rincón, pero el resto de la vidriera estaba cubierto por cientos de manos que arañaban, golpeaban, empujaban,… Se acabó, pensé; ya no cabía discreción alguna. Aquellos bichos sabían que estábamos… que estaba dentro. Y seguirían golpeando la puerta hasta que consiguieran entrar.
En ese momento, la tensión eléctrica falló. Las luces parpadearon un par de veces, y luego se apagaron. Acto seguido se oyó una explosión. Yo me levanté asustado, corrí hacia el mostrador y me refugié detrás de la columna de mármol. Joder, habían empezado a bombardear la zona, y ni siquiera había oído acercarse a los aviones. Permanecí encogido unos segundos, esperando que en cualquier momento uno de aquellos proyectiles alcanzara el edificio y acabara con todo de una vez, pero no hubo bomba. En cambio, empezó a llover con gran fuerza.
Saqué la cabeza por encima del mostrador como un conejillo justo cuando un relámpago iluminaba el cielo. Un segundo después se oyó otra explosión: un enorme trueno que reverberó por todo el edificio.
Lancé un suspiro de alivio. Sin embargo, el consuelo me duró poco. La maldita tormenta había jodido el suministro de corriente eléctrica, y sin electricidad era imposible llegar hasta la azotea.
-¿Bony, Bony?-, irrumpió de pronto la voz de Valdés. Cogí el walkie.
-Sí, estoy aquí, negro-, dije.
-Bien-, contestó el cubano. -¿Subieron a la azotea?
-No. Sigo en la portería. El franchute se ha suicidado, negro. No he podido evitarlo; se pegó un tiro en la cabeza… Era mi última bala, ¿sabes?
-Eh, eh, ¿estás bien?-, preguntó Valdés preocupado.
-No, no estoy bien-, admití. -No tengo luz, y sin luz no hay ascensores. Además, hay un millón de bichos frente al edificio… Escucha, tu plan me parecía una locura pero podría haber funcionado,- dije. -Quizás en la azotea hubiéramos sobrevivido al bombardeo, y con las calles despejadas habría sido posible escapar, pero ahora ni siquiera puedo subir allá arriba… Deberías largarte, hermano. Ponerte a salvo antes de que lleguen los militares.
-Los soldados se retiran, amigo-, dijo Valdés.
-¿Qué?
-Como lo oyes. Los aviones, los helicópteros… están regresando. Salen de la ciudad.
-¿Por qué?
-No lo sé, helmano. Quizás pol la tolmenta, quién sabe. Pero no vamos a esperal a averiguarlo, ¿no te parece? Ahorita mismo voy a buscalte.
-No, no seas idiota, joder; si no bombardean la calle no hay nada que hacer. Esto está lleno de fiambres, ya te lo he dicho; entrar aquí es difícil, pero para salir necesitaríamos un puto milagro.
-Tíiiiio , ¿has olvidado con quién estás hablando?-, dijo jocoso el cubano. –Tú estate preparado; yo tengo que ultimal unos detalles, recogel un pal de cosicas, y estoy ahí. Una hora, dos como máximo, ¿ok?
Valdés cortó la comunicación. Un nuevo relámpago cruzó el horizonte, seguido de otro trueno monstruoso. Ahora llovía con una intensidad que asustaba, como si el cielo fuera a caerse en cualquier momento. El agua caía con tanta fuerza que formaba una cortina casi sólida.
Nunca había sido creyente, pero en aquel momento me pregunté si no habría alguien allá arriba partiéndose el pecho, burlándose de nosotros y de nuestra prepotencia, calculando cuándo dar la siguiente vuelta de tuerca. Bueno, tal vez siempre habíamos sido sólo muñecos en manos del creador, juguetes, fichas de un tablero gigantesco que en algún momento habían decidido que ya no les gustaban las reglas del juego, y se creyeron dioses. Tal vez estábamos siendo castigados por ello,… o quizás era que el tipo se aburría demasiado. Supongo que es lo que tiene la inmortalidad. Sea como fuere, si los planes del Jefe incluían mantenerme con vida, por mí podía seguir divirtiéndose cuanto quisiera.
Esperaría al cubano y nos largaríamos del puto edifico; no hacía mucho tiempo, la simple idea de abandonar la portería me parecía un suicidio, pero ahora había empezado a pensar en salir de allí como la única alternativa segura de supervivencia. Poco a poco, y casi sin darme cuenta, había convertido un lugar seguro en una trampa mortal. Me sentía como una rata de laboratorio atrapada en un laberinto de espejos, sólo que en este caso, yo mismo me había encargado de cerrarme el paso. No sabía cómo coño pretendía el cubano sacarme de allí, ni siquiera cómo iba a entrar él, pero si había aprendido algo de Valdés en todos estos años juntos era que siempre guardaba un as en la manga. Nunca improvisaba. Antes de dar un paso, tenía preparados tres más por si el primero fallaba, así que si el tipo decía que íbamos a largarnos, lo haríamos. Tenía que ponerme en marcha.
Localizar la linterna fue lo más complicado. Las nubes habían cubierto totalmente el cielo, y en la portería no había más luz que el resplandor verdoso de los pilotos de emergencia. Tan absorto estaba en la búsqueda, que por dos veces tropecé con la franchute fiambre, y sólo cuando lo hacía, era consciente de lo arriesgado que resultaba aquello. Si la tipa me agarraba una pierna podía darme por jodido.
Ahora la pobre Isabelle no era más que un estorbo, y un estorbo muy peligroso, además. Barajé la posibilidad de darle matarile, pero ya no tenía balas, y cualquier otro método hubiera resultado demasiado cafre, así que opté simplemente por apartarla a un rincón.
Para moverla, le tapé antes la cabeza con una toalla. Después, como si manipulara un peligroso explosivo, levanté la silla hasta apoyarla sobre las ruedas. Mientras lo hacía, la jodía consiguió quitarse el trapo de la cara y lanzó un par de dentelladas al aire, al tiempo que trataba de agarrarme con su mano libre.
Una vez la silla estuvo de pie, la empujé con la punta de bota hacia la puerta de la escalera. Luego, pasé un cable eléctrico desde las patas de la butaca a la cadena que aseguraba la entrada, y la amarré con fuerza, hasta dejarla bien sujeta. La fulana ya no era una amenaza, a menos que lograra soltarse, claro.
Con más calma, me entretuve en vaciar una de las maletas de los franchutes y metí en ella todo lo que creí que podría sernos útil: herramientas, las pocas pilas que conservaba, los rollos de cable eléctrico y desde luego, el transistor. Llené la otra maleta con los víveres que quedaban.
Finalmente, me senté en el sofá acompañado de la última botella de aquel delicioso bourbon de Domínguez, a esperar a que Valdés diera señales de vida.
No podría precisar cuánto tiempo estuve allí sentado, pero superó con creces el par de horas que el cubano me había prometido. Me había pulido más de la mitad del bourbon a pequeños sorbos, bebiendo todo lo compulsivamente que mi ansiedad decidía, y el alcohol se estaba poniendo cómodo en mi cabeza. Habían empezado a dolerme las sienes, y me costaba un esfuerzo titánico mantener los ojos abiertos. Si no me movía, iba a quedarme frito; peor aun, iba a acabar borracho como una cuba. Estaba tratando de levantarme cuando Valdés llamó.
-Cú, cú-, dijo. -¿Hay alguien en casa?
-Sí, la jodida Belén Esteban-, contesté. – Si vieras cómo tengo la puerta de paparazzis…
-Los veo, amigo. Un grupito bastante insistente. Esos no se irán sin una buena exclusiva, ¿eh?-, dijo Valdés, y añadió: -Estoy aquí afuera, tío.
-¿Estás afuera? ¿dónde?
-En la Rambla, junto al kiosco. ¿Puedes velme desde ahí?
-No lo creo; esos mierdas tapan prácticamente toda la entrada.
-Espera-, dijo Valdés. Al momento, un destello apareció por encima de los cadáveres. Me subí al mostrador con la gracia que conferían a mi cuerpo cincuenta kilos de más y tres cuartos de litro de bourbon, y miré a la calle. Había un vehículo parado al otro lado, una de esas tractoras de trailer. Valdés me hizo otra señal con los potentes faros. -¿Me ves ahora?-, preguntó.
-Si, joder. Yo y toda la comunidad europea de fiambres, tío. Deja de llamar la atención.-, le dije.
-Vale, vale, tranqui. ¿Qué te parece el cacharro?, molón ¿eh? Es una bestia, helmano, 700 caballos, seis cilindros en línea, turbocompresor…
-Sí, sí, un camión de puta madre, pero… ¿cómo coño voy a hacérmelo para llegar hasta él?
-Chhhht-, contestó el cubano. –Tu relajaiiiito, Bony. Primero, este negro va a encontral la folma segura de entral ahí...
-¿Vas a entrar?
-Claaaro, no te me pongas histérica. ¿Crees que podré sacalte si primero no averiguo cómo entral?
-Ya, pues la cosa pinta un poco mal; ésos de ahí no están por la labor de dejarte pasar tan ricamente.
-Ya contaba con ello-, dijo Valdés. -¿Qué me dices del tejadillo ese?
-¿La marquesina?
-Sí. Esa cosa, ¿es resistente?, ¿aguantará mi peso?
-Ya lo creo. Ha aguantado el mío-, dije. -¿En qué estás pensando?
-Escucha, voy a rodear la calle y entral por el lateral. Mientras lo hago, sería interesante que llamaras la atención de esos bichos; la idea es que no se percaten de que la tractora se mueve, ¿entiendes?-. Yo asentí. –Luego, me acercaré al edificio todo lo que sea posible. Hay un bloque, dos números a la derecha del tuyo, un banco creo…
-El Deustch Bank.
-Vale. También tiene una de esas marquesinas. Voy a dejal el camión aparcado debajo, subiré al tejadillo y de ahí al balcón. He visto que están bastante cerca unos de otros, así que creo que podré llegar a tu portería saltando de balcón en balcón, ¿qué te parece?
-En fin, hubiera preferido algo que incluyera una tanqueta y un grupo de Legionarios armados hasta los dientes. pero…
-Distrae a esos mueltos, héroe-, dijo Valdés divertido.
-Descuida, algo se me ocurrirá-, contesté. –Y procura no partirte la crisma; si ya eres feo vivo, no quiero ni imaginarte convertido en unos de esos bichos…
-¡Que te follen!-
Bub- Recien llegado al refugio
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
jajjajajaja que tio con mas arte el valdes
womankill- Encargado de las mantas
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
"Helmano" espero el siguiente con muchas ganas
Toletum- Jefe de Los Barbaros
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
Sigo esta historia desde el primer post y la verdad es que me encanta la historia y sobre todo el personaje de Bony jejeje
Espero con impaciencia los siguientes y sigue asi que lo estas haciendo fantastico
Un saludo
Espero con impaciencia los siguientes y sigue asi que lo estas haciendo fantastico
Un saludo
asrael- Recien llegado al refugio
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
Unos segundos más tarde, la tractora comenzó a moverse. Yo cogí la linterna y me acerqué a la vidriera. Aquellos bichos seguían pendientes de la puerta; se amontonaban en la entrada con los brazos estirados, como si fueran fans enfervorizados tratando de tocar a su ídolo. Empezaba a amanecer, y tras la tormenta, el cielo despertaba limpio y sereno.
Valdés hizo un guiño con los faros y yo encendí la linterna y la pegué al cristal. La reacción de los fiambres fue inmediata. Todas las cabezas se giraron al unísono para mirar el cerco de luz que había aparecido al otro lado. Después, comencé a mover la linterna lentamente de un lado a otro.
Al principio, los bichos se quedaron absortos; supongo que sus mentes podridas no lograban identificar qué coño era aquel destello brillante que se movía ante ellos, pero al rato su instinto depredador se impuso y comenzaron a seguir el reflejo. Resultaba casi cómico; me recordaba a mi niñez y a las horas que había pasado jugando con mi padre, tratando de atrapar el destello que un rayo de sol arrancaba de su reloj de pulsera. Cuando estaba a punto de alcanzarlo, el viejo movía la mano y el circulito de luz se me escapaba de entre los dedos. Aquello era lo mismo, solo que en lugar de cándidos e ingenuos niñitos, tenía delante un sórdido ejército de hambrientos descerebrados.
Los jodidos muertos conservaron la calma unos minutos; seguían a la luz con curiosidad, algunos tratando de cogerla, y otros, los más próximos al cristal, incluso intentaban morder el reflejo. Pero luego, como si de una manada de hienas se tratara, los fiambres más fuertes y agresivos se hicieron dueños de la situación.
Yo había movido la linterna de izquierda a derecha, y viceversa, arrastrándola por el vidrio de una esquina a otra. Los bichos la seguían como autómatas; a veces, la levantaba un poco, otras la bajaba casi a ras del suelo, haciendo que alguno se estampara contra la acera. Los tenía totalmente cautivados, cuando la cosa cambió.
Al principio no me di cuenta; allí afuera había al menos ciento cincuenta fiambres, apelotonados en tres o cuatro hileras, así que controlarlos a todos era bastante complicado, y cuando algunos de ellos dejaron de moverse, ni lo noté. No supe que algo iba mal hasta que el primero de los bichos se lanzó contra la puerta. Fue un golpe tan violento e inesperado que casi me caigo de culo del susto.
El fiambre era un chavalote de no más de veinte tacos y sus buenos cien kilos en canal. Tenía el pelo pulcramente cortado a cepillo, al estilo de los militares, y vestía una camiseta negra con una gran águila estampada. No vi ninguna herida, pero su cara estaba manchada de aquel polvo verde de los cojones.
Golpeó el vidrio con los puños, y luego se quedó allí quieto, con la cara pegada a la puerta. Lo más inquietante es que en ese momento yo me encontraba en el extremo opuesto, así que su súbito arrebato de ira no se debió a la luz de la linterna. Aquel fulano se había coscado de que estaba jugando con ellos.
Al rato, y como si el ataque del gordinflas hubiera abierto el camino, otros bichos le imitaron. Algunos estaban cerca de la puerta y se limitaron a golpearla repetidamente casi sin fuerza, pero otros llegaron desde las hileras posteriores, abriéndose paso a empujones. En pocos minutos, tenía veinte de aquellas cosas arremetiendo contra la vidriera como salvajes. Excitados por la agitación, el resto de los bichos les imitaron. Ya nadie prestaba atención a la puta linterna; aquellos fulanos me habían montado una jodida revolución.
Traté de localizar al camión de Valdés, pero era imposible ver nada con aquellas cosas moviéndose como pollos borrachos, así que entré en el vestíbulo y me encaramé sobre el mostrador. La tractora ya no estaba; bueno, de eso se trataba. Si había conseguido llegar hasta el edificio del Deustch Bank ya era otro cantar.
Salté del mostrador y me acerqué de nuevo a la entrada. Los jodios muertos seguían erre que erre con el cristal. Me ponía los pelos de punta la insistencia de aquellas cosas; cuando empezaban algo, no había nada más importante. A ver si al final iba a resultar que teníamos que aprender de ellos.
-Nos ha jodío-, me dije a mí mismo, casi sin darme cuenta de que lo había hecho en voz alta.
-Uuuuh, hablal solo es el primel indicativo de que estás como una chota, helmano-, dijo Valdés de repente.
Alcé la cabeza, y lo vi sentado en uno de los ventanucos, moviendo los pies como un niño en un columpio, con una sonrisa grabada a buril en la cara.
-Qué hijo de puta que eres, negro-, dije -¿Cuánto tiempo llevas ahí?
-El suficiente para ver la que has liado con los mueltos; eso sí es llamal la atensión, si señol. Con dos cojones.
-Baja de ahí y dame un abrazo, cabrito-, le grité.
Valdés lanzó una gran bolsa de plástico que cargaba sobre el sofá y luego se deslizó ágilmente por el ventanuco y saltó al suelo. El mariconazo tenía buena pinta. Había cambiado el uniforme por una camiseta sin mangas y unos tejanos, y calzaba zapatillas deportivas. Tenía ojeras, pero tratándose del cubano uno no podía asegurar que se debieran al cansancio…
-Jamás pensé que me alegraría tanto de ver tu fea cara de mono, negro-, le dije mientras lo abrazaba con fuerza. –Te he echado de menos, tío-.
-Ep, no empieses algo de lo que luego te puedas arrepentil, cariño-, soltó. –No en valde me llaman el trípode, tú sabes…-y se echó a reir. Luego añadió: -Qué bueno que estés bien, amigo.
Después de saludarnos, Valdés dejó sobre el mostrador una carabina soviética que llevaba colgada a la espalda y un par de pequeñas Astra del 9.
-Es todo el arsenal que me queda-, dijo mientras sacaba algunos cargadores de los bolsillos. –Es una lástima que no pudiera conserval las automáticas de los polis; aquellas sí eran buenas cacharras. Pero en fin, menos da una piedra…
-Para mí son una bendición-, sentencié. –Oye, ¿qué es esa mierda?
-Ops, es nieve colombiana-, contestó mientras se pasaba el dedo por debajo de la nariz. –Calidad puta madre…
-No, tío. Me refiero a ésa mierda-, dije señalando la bolsa de plástico que había soltado sobre el sofá. Parecía estar llena de algo húmedo, y había empezado a gotear por un extremo.
- ¿Eso?-, preguntó Valdés. – Eso son las provisiones. El tito Valdés ha pensado en todo, helmano-. Cogió la bolsa y me enseñó el contenido. Dentro había un amasijo de carne cruda rojiza. Carne picada; y el olor que desprendía no era mucho mejor que su aspecto.
-Pero ¿qué coño es eso?-, dije.
-Hambulguesas, amigo. Hambulguesas.
-Joder, negro. Hay fiambres ahí afuera que están mucho más frescos que esa porquería.
-Si, bueno, la veldad es que en el bulguel no quedaba nadie que pudiera preparalme un Mc Pollo, así que tuve que selvilme yo mismo-, explicó sonriendo.
-¿Tú… tú has estado comiendo eso?...
-Cómo así, helmano. Esto es purica proteina-. Miró divertido mi gesto de repulsión y añadió: -¿Nunca comiste carpaccio?
-No, y si sabe tan mal como suena, ni ganas.
-Pues siendo tan remilgadito, el señol va a tenel un problema cuando salgamos a la calle-, dijo. –El único menú del día que encontrarás ahí afuera serás tú mismo.
-Me arriesgaré-, le dije. –Tira eso, anda. Tengo comida de verdad, y algo me dice que arrastras más hambre que el perro de un ciego. Voy a preparar el desayuno.
-Oig, pero que apañadito eres, mi amol-, contestó el cubano.
Bub- Recien llegado al refugio
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
a ver que sigue?'
womankill- Encargado de las mantas
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
Por fin podemos ver a Valdés de nuevo, esto promete. No me dan buena espina esos zombies tan fuertotes de fuera. Espero el resto con unas ganas terribles.
Toletum- Jefe de Los Barbaros
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
seguimos esperando ver a bony en accion, ya van tres dias donde te metiste tio :s
the last cowboy- Cazador mediocre
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
Ignoré el jocoso comentario del cubano, y me dispuse a encender la cafetera cuando recordé que no teníamos luz.
-No voy a poder hacer café, negro. La corriente ha caído hace unas horas, cuando comenzó la tormenta, así que la cafetera está kaputt.-, dije. – pero hay bollos en esa maleta, y si quieres algo más consistente, quedan algunas latas de conserva. Sírvete tú mismo.
-No problem-, contestó el cubano. Dejó la bolsa de carne picada en el mostrador y se inclinó sobre el cadáver del Piegh. -¿El franchute?-, preguntó.
-Sí. Y ahí tenemos a la madamme-, dije señalando a la puertade la escalera . La mujer había estado bastanta tranquila en la oscuridad del rincón; luego, con la movida de los fiambres de la entrada había comenzado a excitarse; ahora, a la luz del día, oyendo nuestras voces y sintiéndonos tan cerca, oliéndonos, la tipa estaba otra vez histérica. Se retorcía como una víbora, gruñendo y lanzando zarpazos al vacío con su brazo libre.
-Deberías habel acabado con esa perra-, dijo Valdés.
-Está bien atada, tío. Además, me daba no se qué cargármela-, confesé-. No puedo quitarme de la cabeza todas las veces que hablamos, que compartimos un trago o un cigarrillo. Era una tía inteligente, negro. Ingeniera en una central nuclear, ¿sabes?
-Ya, pero ahora es una puñetera muelta viviente, y esas cosas no son de fial, amigo. Te lo digo pol experiencia. No los subestimes.
-No lo hago, te lo aseguro. Les tengo mucho respeto.
-Se respeta a una madre, Bony. A esos bichos hay que tenerles miedo-, sentenció el cubano. –Sólo así podrás sobrevivil-. Valdés se sentó en el sofá con la maleta sobre las rodillas. rebuscó unos segundos en el interior de la bolsa y luego sacó una lata de melocotón el almíbar. -¿Tienes algo para abril esto?-, dijo.
Le lancé una pequeña navaja suiza que Piegh guardaba entre su equipaje. El cubano la cazó al vuelo y comenzó a abrir el envase. –Y tampoco es bueno que te impliques tanto, helmano.-, dijo.
-¿Implicarme?
-Sí. Todo eso que dices sobre las charlas, los momentos compaltidos... Olvídate de ese rollo, Bony-, Valdés dejó la navajita sobre el sofá, levantó la tapa de la lata retorciéndola, y luego sacó un gran trozo de fruta en conserva con los dedos. Se metió toda la porción en la boca y la saboreó unos segundos, poniendo una cómica mueca de satisfacción. –Te implicas demasiado emocionalmente, amigo-, dijo después. –Y eso es muy peligroso. Si no eres capaz de olvidal que esas cosas fueron un día pelsonas, si tienes dudas, al final te cazarán.
-Ya. Dispara primero y piensa después, ¿no es eso?-, dije.
-Eso es-, contestó. –Míralo como una liberación. Calgándotelos los salvas de ser eternamente un saco de pus andate y caníbal-. Apuró los restos de melocotón con la navajita y luego se llevó el envase a la boca para beberse el líquido.
-¿Me liberarías a mí llegado el caso?-, pregunté de repente.
Valdes se quedó en silencio unos segundos. Demasiados. Luego, sin mirarme directamente dijo: -Sí. Lo haría.
-Has dudado, tío.
.No, qué coño. Me has pìllado tragando-, se defendió el cubano.
-Reconócelo, negro. Te costaría darme pasaporte.
-¿Sabes qué?, es mejol que nos quedemos con la duda, ¿ok?. Tú sólo procura que no llegue ese momento.-, dijo.
Miré a Valdés mientras éste dajaba el bote vacío en el suelo e inspeccionaba de nuevo el interior de la maleta en busca de algo más que comer. Apreciaba a aquel tío. No, qué cojones, le quería. Como se quiere a un hermano, entendedme. Yo sabía de sobras que a aquellas alturas el cubano podría encontrarse ya muy lejos de ellí, en algún lugar seguro y confortable, y no en una asquerosa portería sitiada por muertos hambrientos. Y sin embargo, aquí estaba. ¿Por qué? Bueno, se me ocurrían varias razones, entre ellas la de que las carreteras estuvieran cortadas, pero todas me parecían excusas. En el fondo, estaba seguro de que su único plan, desde el principio, había sido ponerme a salvo a mí. Así que ahora, yo estaba decidio a seguirle adonde fuera, cuándo y cómo fuera. Si en aquellos momentos existía un salvoconducto fiable para seguir vivo, ese era sin duda el cubano cabrón y valiente que estaba sentado en el sofá.
-Parece que no echas mucho de menos tus “hamburguesas” después de todo-, dije mientras Valdés atacaba con gula un bote de macedonia de frutas.
-Necesito asúcares, helmano. Demasiada proteina, tú sabes-, contestó.
-Ya. Oye negro. ¿Cuándo nos largamos?
-No de día. Ahora ésos están muy excitados y hay muchos-, dijo Valdés. - Nos verían, y no tendríamos suficiente tiempo para alacanzal el camión. Si ellos llegan a la tractora antes que nosotros.. bueno. Esperaremos a la noche-. Miró a la calle y añadió. -¿Siempre han estado tan nerviosos?
-No. Y tampoco habían sido tantos nunca. La verdad es que no sé de dónde coño salen. Pensaba que al tratarse de una zona poco poblada no habría muchos por los alrdedores, pero cada día llegan más. A veces pienso que tienen algún tipo de comunicación no verbal, ¿sabes?, que existe una inteligencia de grupo, como en un hormiguero. Parece que se huelan dónde hay movida-, dije tratando de hacer entender mis palabras. –Y encima, mi numerito con la linterna les ha excitado aún más.
-Si te silve de consuelo, no creo que tú hayas causado eso; al menos, no ahora.
-¿Qué quieres decir?
-Míralos-, dijo Valdés señalando a los fiambres. –Hay ochenta, tal vez cien que apenas se mueven-. Era cierto. Se trataba de los bichos “habituales”, por así decirlo. Habían estado en la puerta casi desde el primer día; gemían, caminaban de un lado a otro, a veces, arañaban levemente el cristal, pero eso era todo. -Esos no me preocupan; son pura compalsa, helmano. Podrían estar ahí delante durante años, pasmados como monigotes, pudriéndose lentamente hasta quedal conveltidos en gelatina y no entenderían nunca qué coño hacían ahí o qué buscaban. Sin embalgo, esos otros-, añadió, indicándome a los que se habían colocado en primera fila y aporreaban sin descanso la puerta del edificio-, esos son depredadores. No han llegado hasta aquí de folma casual. Han “rastreado” a la presa, ¿entiendes?
Tenía razón. La mayoría de aquellos bichos más agresivos habían acudido atraídos por el festín que se había organizado con el pobre Domínguez, y al resto los arrastraron los franchutes.
-Ya no les mueve la curiosidad, Bony. Ahora están cabreados-, dijo el cubano. –Como un niño que no puede rompel el envoltorio de su regalo. Sólo falta saber qué resistente es ese envoltorio…
-El envoltorio aguantará-, repuse sin demasiada seguridad.
En ese instante, la corriente eléctrica se restableció. Afortunadamente, el sol estaba ya alto y los bichos no percibieron el cambio de luz del interior.
-Cojonudo-, dije aliviado al tener una excusa con la que desviar la conversación. -¿te apetece ahora ese café?
-No, pero no me importaría tomal un poco de ese bourbon que he visto a los pies del sofá. Acélcate un pal de vasos, tenemos que conversal.
Cogí los vasos y me senté junto al cubano. Valdés repartió en ellos lo que quedaba del bourbon.
-Háblamde de ese pueblito y su emisora-, dijo el cubano. –Qué tan segura es la historia.
Iba a explicárselo cuando se me ocurrió que sería mejor que Valdés escuchara al Jinete por sí mismo –Espera-, le dije. -Puedo ponertélo-.
Saqué el transistor de la mochila, le coloqué de nuevo las pilas y lo puse en marcha. No se oyó nada. Sólo había estática. Desplacé el dial varias veces de una lado a otro de la banda sin resultado.
-Joder, no lo entinedo. Anoche funcionaba perfectamente.
-A lo mejol es que no están emitiendo en este momento-, dijo Valdés.
-No, no. Siempre están en antena. Cuando no habla el Jinete, ponen música. Emiten a todas horas.
Seguí intentando localizar la frecuencia durante varios minutos; incluso sustituí las baterías por otras nuevas, pero sólo encontré estática. Valdés me miraba condescendiente.
-¿Crees que pueden habel tenido algún problema?-, preguntó al fin. -¿El ejélcito, tal vez?
-No lo sé. Espero que no; sería una putada. Aquella gente se lo había montado de puta madre, negro. Si te soy sincero, fue gracias al Jinete que pude mantenerme cuerdo aquí dentro-, admití. -Tras la muerte de Domínguez, yo…
-¿Domínguez ha muelto? Creía que el tipo se había lalgado…
Mierda, vaya cagada.
- Yo… Te mentí, tío. En aquel momento estaban delante los franchutes, y la cosa estaba tan cruda en la calle que pensé que era mejor no.. lo siento, negro.
-No te preocupes-, dijo Valdés. -¿Cómo fue lo de Pablo?
- Pretendía llegar hasta Italia. Su hija está allí con unos familiares, ¿sabes? Pablo tenía una moto en la calle, un trasto potente según me dijo. La idea era ir con la moto hasta su casa, en una de esas urbanizaciones aisladas de la costa, y allí preparar el viaje con calma.-, le expliqué. –Estuvo a punto de conseguirlo, negro. Una puta furgoneta de reparto le partió la espalda ahí delante, junto al banco. Quiero pensar que ya estaba muerto cuando… En fin, lamento habértelo ocultado.
-Escucha Bony, le adveltimos que salir era muy arriesgado-, dijo Valdés. - El tipo tuvo sus opciones, y decidió. Nadie tiene la culpa.
-¿Crees que se equivocó?... Nosotros vamos a salir.
-Sí, pero nosotros lo conseguiremos.
Valdés dio un sorbo a su bourbon, miró a la calle y dijo:
-¿Sabes cómo llegar a ese sitio?
-Sí, lo he apuntado. Está al sur de Barcelona, a unos quince kilómetros de Vilafranca.
-Mmmm, eso son… casi ochenta kilómetros-, dijo Valdés.
-Con las carreteras jodidas-, añadí.
-Sí, aunque lo más complicado será salil de la ciudad. Movelse por estas calles es casi imposible. Yo he taldado tres días en cruzal ocho manzanas, Bony. Y luego, están esos cabrones de los soldados… Si lográsemos atravesal los controles, tendríamos que buscal una ruta alternativa. Hay que olvidarse de las vías principales.
-Podemos usar carreteras secundarias, comarcales-, dije. –El Jinete ha dado varias opciones seguras.
-Ya, pero supongo que no las habrás apuntado todas, ¿o si?
-No-, admití.
-Y ahora la radio tampoco nos es de mucha ayuda-, se lamentó Valdés. -Es igual. Vamos a salil de Balcelona, pero rodearemos la ciudad. Es posible que tengamos más suerte yendo hacia el nolte y luego desviándonos al sur por el interior de la comalca. Será más lalgo, pero mucho más seguro. Además… ¡Jodel!-, gritó de repente. –Me había olvidado de esta mierda!-. Se metió la mano en uno de los bolsillos y sacó una pequeña pieza de plástico y metal de un escandaloso color amarillo. -¿Tienes un ordenador?-, preguntó.
-Aquí abajo no, pero hay varios en el principal-, dije. -¿Qué coño es eso?
-Un pen-drive-, dijo el cubano.
-Vale, volvamos a la pregunta anterior, ¿qué coño es eso?
-Jodel, helmano. ¿En qué mundo vives?-, dijo Valdés sonriendo. –Esto es una memoria poltátil; aquí se guardan documentos, alchivos, imágenes…¿en serio nunca has visto uno de estos?-, se sorpendió el cubano.
-No. ¿Y qué hay ahí dentro que sea tan interesante?
-No tengo ni idea-, contestó Valdés.
-Me tomas el pelo…
-Nooo, en serio-, dijo. –Me la pasó un periodista. El tipo estaba herido. Le habían disparado-, se apresuró a aclarar Valdés ante mi gesto interrogante. –Coincidimos en una falmacia abandonda, cerca de la estación de Sants. Pasamos un pal de días en aquel lugar; él, yo y cuatro personas más. Fue bastante chungo. Al final, sólo nosotros dos conseguimos salir de allí con vida, pero… esa es otra historia. La cuestión es que me dio la memoria poco antes de moril. Me dijo que debía conservarla y entregarla sólo en un lugal seguro y lejos de los organismos oficiales, y que su contenido era muy impoltante. Revelador, dijo. Verás, su estado era muy grave, y pasaba más tiempo fuera de juego que consciente, incluso deliraba, pero estaba absolutamente centrado cuando me dio esto, Bony. Me hizo prometer que cumpliría su última voluntad, y se lo prometí, claro. Aquel man había protegido la puta memoria con su vida, helmano-. El cubano hizo una pausa solemne, y luego añadió: -Consigamos ese oldenadol, amigo.
-Vale, pero subiré yo solo. Si la tensión vuelve a caer, nos quedaríamos atrapados allí arriba. Además, conozco la planta y me moveré más rápido.
-De acueldo-, convino Valdés. -¿Cómo bajarás si ..
-Siempre nos quedará la marquesina-, contesté.
Activé el ascensor y me metí en la cabina. Valdés me había dado una de las Astra, y aunque sabía que no había nadie en el principal, el hecho de llevar la pistola me hizo sentir más seguro. Treinta segundos más tarde salía al vestíbulo del primer piso.
Crucé rápidamente por delante del acceso a la escalera, pero tuve tiempo de oir a los bichos golpeando la puerta del rellano. Los golpes eran espantosos, pero lo peor eran aquellos gemidos lastimeros. Tenía la certeza de que aunque todo aquella mierda acabara un día, jamás podría olvidar ese sonido, de la misma manera en que un veterano de guerra no se libraba nunca del rugir de las bombas.
Entré en el despacho de Domínguez concentrándome en ignorar a los jodidos fimbres. Había varios ordenadores, pero estaban unidos entre sí por un amasijo de cables, y conectados a un mogollón de trastos con lucecitas, así que se me antojó una tarea muy pesada intentar sacar alguno de ellos. Entonces ví uno más pequeño sobre la mesa de Pablo y supuse que se trataba de uno de esos portátiles.
Cogí el ordenador y un transformador que había junto a la mesa, y de paso, me agencié alguna de las botellas que Domínguez guardaba en el mueble bar. Ya no quedaba bourbon, pero había un par de botellas de ron con buena pinta.
Mientras bajaba, tuve una extraña revelación, una certeza repentina de que todo iba a salir bien, tan fuerte que sentía el pecho henchido de emoción. Cuando llegué a la portería, estaba silbando.
Pero Valdés no parecía tan feliz, ni mucho menos. Estaba en la entrada, con la carabina en la mano, mirando a la calle con rostro de honda preocupación. Iba a preguntarle qué coño había pasado cuando miré a la puerta,y comprendí su estado. Había treinta o más de esos bichos aporreando la hojaa de vidrio con furia desmedida. Y la bisagra superior estaba a punto de caer.
Bub- Recien llegado al refugio
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
wow "helmano" cada día te superas mas, sigue así, haces valga la pena la espera xD
the last cowboy- Cazador mediocre
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
-Parece que el envoltorio comienza a romperse, Bony-, dijo Valdés sin dejar de mirar el gozne dorado se se mantenía suspendido sólo por un pasador.
-Aguantará hasta que nos larguemos, negro-, afirmé convencido. –Sólo faltan unas horas para que anochezca, ten fé.
Acababa de decir estas palabras cuando la pieza de metal cayó sobre la moqueta de la entrada haciendo un ruído sordo. Inmediatamente, la puerta se ladeó. En realidad se movió sólo un poco, porque aun conservaba otras dos bisagras y el cierre de seguridad, pero por un instante, estuve seguro de que la hoja de vidrio iba a partirse en mil pedazos. Los bordes de cristal se rozaron produciendo un desagradable crujido.
Era una puerta resistente, no cabía duda, pero casi dos centenas de cuerpos presionaban ahora de forma incontrolada contra ella, y por más que el vidrio fuera blindado, el simple peso de la horda de fiambres podía hacer saltar no sólo las bisagras, sino también la cerradura.
-Tenemos que encontral la manera de sacarlos de ahí-, dijo el cubano.
-Ya, pero… ¿cómo coño lo hacemos?
Valdés bufó con disgusto; se le veía agobiado. La situación se complicaba por momentos, y tenía que ser justo cuando estábamos a punto de salir de allí.
-Escucha, ya no se trata sólo de que echen la puelta abajo. Siempre podemos huir hacia arriba-, dijo mientras iba de un lado a otro del vestíbulo, como si buscara algo. En realidad sólo intentaba pensar, centrarse, pero el cubano tenía la costumbre de moverse arriba y abajo cuando estaba nervioso. –el problema es que con tantos mueltos ahí afuera, va a ser casi imposible salir sin que nos vean.
-¿Y si salimos desde otro piso, por los balcones?-, propuse sin pensar demasiado en lo que decía. –Si salimos por el tercero, o el cuarto…podríamos desplazarnos igualmente, solo que a mayor altura.
-Ya lo he pensado-, contestó Valdés. –pero, cuando llegáramos al banco, ¿cómo íbamos a bajar hasta la marquesina? No podemos hacerlo por el interior del edificio, así que necesitaríamos cueldas o algo parecido para deslizarnos a los balcones de abajo; y, no te ofendas, helmano-, dijo señalando mi prominente barriga, - pero creo que tú no estás en condiciones de conseguirlo.
-No me ofendo, te lo aseguro-, contesté sincero.
-Hay que hacel que esos mieldas se dispelsen…
-Las alarmas-, se me ocurrió de repente. –El ruído les atrae, ¿no?, pues entonces activemos las alarmas de esos coches de ahí.
-Sí, coño. Tienes razón, las haremos saltal-, convino el cubano. – Les lanzaremos algo; latas, herramientas, cualquier cosa que pese lo suficiente.
-¿ Y dispararles?-, pregunté.
-No, es mejor que conservemos la munición; la vamos a necesital cuando estemos fuera.
-Vale, busquemos proyectiles entonces.
Yo me centré en el cajón de las herramientas y Valdés se ocupó de buscar en el cuartito de la limpieza. Al final, conseguimos un buen puñado de trastos que podían servir: algunas latas de cerveza sin, un martillo viejo, un par de ceniceros de metal e incluso unas botas del Anselmo. Ahora sólo faltaba tener buena puntería. Había alrededor de treinta metros hasta el coche más cercano, y los árboles del paseo nos ponían las cosas aun más difíciles. Para dar en el blanco, el lanzamiento tenía que superar las copas describiendo una parábola bastante complicada.
-Negro, te… ¿encargarás de lanzar?-, le pregunté mientras trataba de imaginarme tirando uno de los zapatos de mi difunto compi.
-Sí. A menos que quieras hacerlo tú, claro-, contestó Valdés sonriendo.
Negué con la cabeza. Si el plan tenía que depender de mi puntería, podíamos darnos por muertos.
-Estate tranquilo, chico. Fui jugadol de “beisbol” en la univelsidad de Matanzas, allá en mi isla-, dijo el cubano mientras simulaba lanzar una bola-. Y era bien bueno, helmano.
-Vale, entonces vamos al lío-, repuse, y acerqué la escalera metálica a los ventanucos de la marquesina para que Valdés subiera.
-Eh, eh, espera-, dijo Valdés-. No vamos a hacerlo ahora, hombre. Todavía hay demasiada luz afuera. Además, no creo que las baterías de esos carros aguanten mucho rato. Esperaremos a que anochezca; entonces aprovecharemos al máximo los pocos minutos de confusión que las alalmas nos propolcionen, ¿ok?
-De acuerdo-, convine. –Ah, ahí tienes el ordenador-, le dije-, y también he bajado un poco de ron de tu tierra, por si tienes morriña.
-Pues vamos a dalnos un pelotazo, helmano-, contestó el cubano.
Entramos juntos en la portería. Al pasar junto a las hojas correderas, Valdés se detuvo y tocó el vidrio.
-¿Qué me dices de estas pueltas?-, preguntó. -¿También son a prueba de balas?
-No; pero supongo que nos podrían dar algunos minutos en caso de que esos bichos consiguieran entrar.
-Entonces, mejol las dejamos ya cerradas, ¿no te parece?-, dijo mientras miraba con desconfianza hacia la calle.
-¿Crees que…
-Sólo pol si acaso, amigo-, me interrumpió Valdés. –Sólo pol si acaso.
Rodeé el mostrador y desbloqueé las puertas desde el tablero. Las hojas se deslizaron suavemente hasta quedar cerradas; aquello amortiguó el desagradable sonido que hacían los bichos de la entrada. Al salir de nuevo a la portería el tufo de la bolsa de carne picada me atizó una bofetada.
-¡Por Dios, negro! Deshazte de esta mierda-, le dije. –Ni esos jodidos bichos la querrían.
-¿Qué has dicho?-, preguntó el cubano.
-Que tires éso. Creo que se ha podrido.
-No, helmano, me refería a lo de dálsela a los mueltos-, contestó Valdés con una mirada pícara. Parecía un niño planeando una trastada.
-Venga, no me jodas-, le dije, aunque en el fondo no estaba seguro de que lo que el jodido negro tramaba fuera tan descabellado. -¿Crees que se lo tragaran, nunca mejor dicho?
-Nomás hay una folma de saberlo-, contestó. Metió la mano en la bolsa, sacó una enorme porción de carne picada y la amasó sobre el mostrador hasta hacer algo parecido a una gran patata.
-Vamos a probarlo con la madamme-, dijo sonriendo, y lanzó la albóndiga gigante sobre el regazo de la tipa.
La franchute miró la carne, la cogió y comenzó a mordisquearla mientras lanzaba gruñidos de satisfacción.
-Parece que le gusta-, dijo Valdés.
-No puedo creerlo-, admití asombrado. –Entonces ¿por qué coño tienen que comernos a nosotros?...
-Jodel, Bony. ¿Has visto alguna ves a un león en un supelmelcado?-, dijo Valdés –pues esas mueltos son como leones, helmano. Pueden comel casi cualquiel cosa, pero… les encanta cazal. Cosas del instinto.
-El instinto, ya… menuda mierda.
-Venga, no refunfuñes. Si lo de las alalmas no sale bien, usaremos las benditas hambulguesas-, dijo el cubano. –Vamos a subil la calne a la marquesina; la dejaremos preparada.
Sujeté la escalera para que Valdés subiera, mientras miraba distraidamente el reguero de jugo que la bolsa iba dejando en el suelo, y el enorme charco que había en el mostrador. Entonces, se me heló la sangre.
-Eh, eh, eh, un momento-, grité. -¿Dónde coño está?-, y solté la escalera. Las patas se deslizaron sobre el mármol y Valdés tuvo que agarrarse a los ventanucos para no caerse.
-¿Pero qué te pasa?-, gritó el cubano. –Sólo faltaba que me paltiera la crisma, tío.
-No está, negro-, dije señalando el mostrador. –Estaba ahí encima, y ha desaparecido.
-La madre que te parió, Bonifasi-, contestó Valdés. –La tengo yo, joder. Mira-, y me enseñó la puñetera bolsa de carne picada.
-No hablo de la carne, tío-, grité. –Lo que ha desaparecido es la llave. La llave de los ascensores.
-No me fastidies, helmano-, dijo Valdés mientras comenzaba a bajar los escalones. -¿Estás seguro?
-Claro, coño. La dejé ahí, sobre el mostrador, junto a la puta bolsa…
Nos miramos los dos en un terrorífico segundo de comprensión. Valdés saltó de la escalera y corrimos hacia el rincón donde estaba la franchute, pero ya era tarde. Como en una pesadilla, con esa textura pegajosa e irreal que tienen los sueños, vimos como la tipa se metía el último trozo de carne en la boca. Y ahí estaba la llave; pude apreciar un destello brillante en el metal mientras la mujer la masticaba. Luego, alzando el gaznate como un grotesco polluelo en el nido, se la tragó.
Nos quedamos allí parados, observando atónitos como nuestra única posibilidad de escapar a los pisos superiores desaparecía engullido por la puñetera franchute.
-Eh… Bony-, dijo al fin Valdés tras unos segundos de dolorosísimo silencio.
-Qué…
-¿Hasen los sombis la digestión?
-¿Queeé?
-La digestión, ya sabes. Si la hasen,… bueno, esperamos a que… y…
-Valdés… Vete a la mierda
Bub- Recien llegado al refugio
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
guauuuuu,haran los zombies la digestion?....
womankill- Encargado de las mantas
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