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Segunda prueba
¿Furulas?
Zombis, bourbon y seguratas. (¿Hacen los zombis la digestión? 2)
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Zombis, bourbon y seguratas. (¿Hacen los zombis la digestión? 2)
Zombis, bourbon y seguratas.
Prólogo.
Comienzos de septiembre, en algún lugar indetermiando al sur de Barcelona.
La potente tractora avanzó lentamente por un estrecho camino elevado entre vastas extensiones de viñedos. Llovía insistentemente, y la fuerza del agua deshacía el pavimento de tierra, convirtiendo los bordes del camino en pequeños torrentes. Las pesadas ruedas del vehículo se hundían constantemente en el barro a medida que el vehículo se adentraba cada vez más en los campos de cultivo. Al tomar una curva, el camión se ladeó, hizo un extraño y en el último instante, consiguió enderezarse. Sólo la enorme fuerza de su motor lo mantenía en movimiento.
Avanzando a trompicones, como un mamut herido, consiguió superar los últimos metros y alcanzar un llano. Era una pequeña explanada con el suelo de grava, delimitada por cintas de plástico coloradas; sobre una de las cintas, colgaba un pequeño cartel de madera con la palabra “aparcamiento” escrita a mano. Las letras desgastadas apenas se distinguían.
El camión cruzó la explanada originando a su paso una lluvia de piedrecitas, y se detuvo frente a una iglesia. Los campos de viñas se extendían hasta donde alcanzaba la vista, y el templo era la única edificación en varios kilómetros.
La fachada de la iglesia presentaba algunos daños; había varias pintadas atentando contra Dios y la religión, unos cuantos orificios de bala en las paredes de piedra y restos de un pequeño incendio que no había alcanzado al edificio, pero la estructura parecía conservarse intacta.
Un hombre joven bajó del camión; llevaba una carabina soviética colgada al hombro y una pequeña bolsa de viaje en la mano. Rodeó la cabina por delante y abrió la puerta del copiloto.
-Espero que no te lo hayas hecho ensima, helmano- le dijo a su acompañante.
-Creo que no, aunque no podría jurarte nada-, contestó Bony.
Valdés le ayudó a bajar del camión. Habían pasado ya casi tres semanas desde que ambos escaparan de la portería, y la pierna de Bony comenzaba a curarse, aunque la imposibilidad de suturar la herida en su momento hacía que ésta volviera a abrirse con facilidad. Bony se apoyó en el cubano para salir de la cabina y luego cogió la escoba que usaba como improvisada muleta. Despacio, ambos se dirigieron hacia la entrada de la iglesia.
-¿Crees que es un buen sitio para pasar la noche, negro?-, preguntó Bony mientras subía con dificultad los últimos escalones. –Me dan mal rollo todas esas figuras de santos y vírgenes. De niño les tenía un miedo atroz; con sus miradas frías, observándote, vigilándote…
-Bueno, siempre será mejol que dolmil en la cabina. Te conviene estiral la pielna de ves en cuando; y además, no creo que te atraiga mucho la idea de echal una cagadita aquí fuera con la que está cayendo, ¿no?
Llegaron a la entrada. Valdés dejó a Bony apoyado en la barandilla de piedra de la escalera y se acercó a las enormes puertas de caoba que cerraban el templo. Con suavidad, empujó una de las hojas de madera y la puerta de abrió con un siniestro chirrido.
-Espera aquí-, dijo Valdés.
El cubano entró en la iglesia. Unos segundos más tarde, volvió a salir y le indicó a Bony que todo estaba en orden. Iluminados sólo por unas pocas velas que se amontonaban al pie del altar, los dos hombres se internaron en el templo.
La iglesia no era muy grande, pero su construcción diáfana le otorgaba amplitud; tenía una estructura en forma de cruz muy propia del románico, aunque los techos abovedados indicaban que había sido restaurada no hacía mucho. La moderna instalación eléctrica y el estado de las paredes lo confirmaban.
No había bancos dentro del templo. Los habían visto tirados en la calle, junto al aparcamiento, apilados en un túmulo quemado, formando una pira en la que se distinguían restos calcinados que recordaban demasiado a cuerpos humanos.
Bony se apresuró en llegar al altar, rodeó el púlpito y se internó en un rincón oscuro. Se bajó los pantalones con rapidez, y se agachó tanto como la herida de su muslo le permitía, sujetándose a la pila bautismal. Apenas había empezado a relajar el esfínter cuando notó algo frío en la sien. Lentamente, levantó la cabeza y se topó con el cañón de un arma.
-Levántate-, dijo una voz. Bony se incorporó despacio. Un hombre le apuntaba con una vieja escopeta de caza. Era un tipo de mediana edad, regordete, que vestía una sucia sotana de sacerdote con el alzacuellos colgando de uno de sus extremos. El tipo había perdido la mayor parte del pelo y sus ojos vivaces aparecían diminutos tras unas gruesas lentes. Una de las patillas de sus gafas de pasta había sido remendada con cinta adhesiva. -¿Es que no sabes que esta es la Casa del Señor?-, le preguntó el hombre.
Bony no respondió; intentaba subirse los pantalones mientras trataba de no caerse. Apenas podía sostenerse sin la muleta, y realizar otras actividades intentando conservar el equilibrio le resultaba bastante difícil.
En ese momento, se oyó el chasquido de un arma detrás del hombre y Valdés salió de entre las sombras con la carabina encañonando la espalda del cura.
-¿Y tiene ese señol en su casa algún lugal donde mi amigo pueda cagal sin que le apunten a la cabesa?-, dijo el cubano. Avanzó un par de pasos y le quitó la escopeta al párroco.
-Por… por supuesto-, balbuceó el hombre. –Hay un baño en la rectoría.
-Pues andando, padre-, replicó Valdés. –Y nada de tonterías.
El sacerdote sacó una llave del bolsillo y abrió una pequeña puerta que había detrás del altar. Los tres hombres entraron en un estrecho pasillo alumbrado por una triste lamparita de aceite, avanzaron unos metros y luego subieron por unas escaleras empinadas hasta llegar a una pequeña habitación.
Era una estancia diminuta, escasamente amueblada y de techos bajos, con una única ventana orientada a los viñedos. Las vigas de madera vieja desprendían una finísima lluvia de polvo que se había acumulado sobre las baldosas de barro. Hacía fresco allí.
-El baño-, dijo Valdés. El sacerdote señaló una puertecita que había junto al camastro y Bony salió disparado hacia ella.
Mientras Bony lanzaba grititos sofocados de alivio tras la puerta, Valdés se reclinó sobre la pared encalada y abrió la escopeta del cura. Estaba descargada.
-No pensaba dispararles-, dijo el hombre. Y después, ofreciendo a Valdés su mano regordeta, añadió: -Soy el padre Tárrega.
El cubano miró con desconfianza al sacerdote y luego lanzó el arma sobre la cama.
-Un poco talde para presentasiones, ¿no cree?-, contestó. Valdés tenía al hablar esa mirada fría que Bony conocía tan bien. La mirada de póker, como él la llamaba. Cuando el cubano te miraba con aquellos ojos oscuros y fríos, sentías que el tipo era capaz de cualquier cosa. Sin embargo, se trataba de un farol. “Poli malo”.
El cura retiró la mano incómodo, y añadió: –Eso no es necesario-, mientras señalaba la carabina con la que el cubano no deja de apuntarle.
-Ya lo decidiré yo-, dijo secamente Valdés.
Los dos hombres permanecieron en silencio unos minutos. Afuera, la lluvia había perdido intensidad y los débiles truenos anunciaban el fin de la tormenta. Valdés, se acercó a la puerta del baño y golpeó en la madera con los nudillos.
-¿Va todo bien pol ahí?-, preguntó.
-Pues no-, contestó Bony. -Aquí dentro no hay papel…
El cubano miró interrogante al sacerdote, pero éste se limitó a encogerse de hombros y negar con la cabeza.
-No tenemos-, dijo. –Como ustedes sabrán, hace tiempo que cerraron los supermercados…
Valdés obsequió al párroco con una sonrisa irónica y paseó la mirada por la habitación. Entonces, fijó la vista en un pequeño atril que había sobre la mesa. En él descansaba un libro, un libro grueso de páginas amarillentas encuadernado en piel negra.
-Alcánseme ese libraco, padre-, le indicó al cura.
-¿Cómo?, ¿pero es que su indecencia no conoce límites?-, respondió airado el sacerdote. –Ese libro es la Biblia.
-¿Es papel, no?-, dijo el cubano. -Servirá.
-No pienso darle la Biblia para… para que… ¡Es la palabra de Dios!.
-Escuche, padresito-, dijo Valdés. -Soy cubano, de Matansas. Para mí, la religión y su iglesia no son más que mentiras. Nunca las he respetado. De niño, pol intuisión; de joven, pol prinsipios, y de adulto, pol constatasión. Así que déjese de monselgas y deme el puñetero libro. No tenemos toda la noche.
El sacerdote cogió la Biblia, besó la tapa de piel y se la entregó al cubano con una mirada de desaprobación. Valdés abrió el libro al azar y arrancó un grueso pliegue de páginas.
-A ver…-, dijo mientras trataba de leer la letra menuda del libro, -“El apocalipsis según San Juan”, ¡coño!, qué propio- añadió divertido, y le pasó las páginas a Bony.
-¡Eso es sacrilegio!-, le gritó sofocadamente el cura.
-¿Has dicho algo?-, preguntó Bony desde el interior del cuartito
-Que te limpies bien, helmano-, respondió Valdés.
El sacerdote se persignó varias veces y luego señaló a Valdés con su dedo regordete -Arderás en el infierno-, le amenazó.
-Es posible-, replicó el cubano. –Pero no por esto.
Un par de minutos más tarde, Bony salió del baño. Parecía más relajado y había dejado de sudar. Aún conservaba en sus manos algunas de las páginas que Valdés le había dado. Se las entregó al sacerdote, que las miró con repugnancia.
–Gracias. Pero no he… la cadena no funciona-, dijo Bony.
-El depósito está vacío-, contestó el párroco con desgana mientras dejaba las páginas sobre la mesita. –No tenemos agua corriente.
-Entonces, será mejor que no entre usted ahí en algunas semanas-, intervino Valdés.
En ese momento, se oyó un ruido al otro lado de la pared. Los muros eran gruesos y amortiguaban el sonido, pero éste les llegó nítidamente. Parecían voces.
Valdés levantó la carabina y apuntó al cura directamente a la cabeza. -¿Hay alguien con usted, padresito?-, le preguntó.
-Sólo mis feligreses-, dijo el hombre.
-Pues llévenos con ellos; y no intente nada raro, o se reunirá con su Dios antes de lo que había previsto-. El sacerdote echó a andar de nuevo hacia la estrecha escalera. Bony se acercó a Valdés y le habló al oído.
-Negro, creo que podemos fiarnos de él; parece buen tío. Joder, es un cura.
-Presisamente pol eso no me fío, helmano-, contestó el cubano.
Siguieron al párroco por el angosto pasillo hasta el interior del templo. Luego, atravesaron una pequeña capilla y salieron a la calle. Ya no llovía y había comenzado a soplar una suave brisa que arrastraba lentamente las nubes hacia el sur. Las primeras estrellas brillaban ya nítidas en el cielo despejado.
Los tres hombres rodearon el edificio. Detrás de la iglesia, delimitada por una ajada valla de madera, se ocultaba otra pequeña construcción que no habían visto desde el aparcamiento. Era una casa que parecía un granero, con altas paredes de piedra y un techo de tejas al que le faltaban algunas piezas. La única puerta estaba asegurada con una gruesa cadena.
En lugar de dirigirse a la puerta, el sacerdote escaló grácilmente un murete de piedras apiladas que había en uno de los lados de la casa y se acercó a una ventana.
-¿Los feligreses están ahí metidos?-, preguntó Bony.
Valdés se encogió de hombros y subió por el muro hasta la pequeña ventana. Era una ventana basculante; la madera del marco estaba podrida y tenía una cerradura oxidada. A pesar de la intensa lluvia que había caído, los vidrios estaban muy sucios. El cubano frotó el cristal con la mano y acercó la cara, pero no pudo ver nada. El interior estaba muy oscuro.
-Ábrala-, le dijo al cura.
El sacerdote sacó un llavín y lo introdujo en la pequeña cerradura, forcejeó unos segundos con el cierre, y finalmente consiguió abrir la ventana. Al momento, un fortísimo olor a podredumbre les asaltó. Valdés apartó la cara con violencia y estuvo a punto de caerse del murete. Cuando consiguió reponerse del intenso olor, el cubano introdujo la cabeza por el hueco.
Al principio, no veía nada. No había ninguna luz en el interior, y el suelo quedaba bastante más bajo. Luego, sus ojos fueron adaptándose a la oscuridad y entonces comenzó a distinguir figuras que se movían. Al rato, comprobó que había al menos un centenar de personas amontonadas allí dentro como animales; algunos estaban de pie, pero la mayoría aparecían tiradas en el suelo húmedo, arrastrándose bajo una marea de pies desnudos. Los que conseguían caminar, se amontonaban junto a la puerta y la golpeaban con fuerza, gimiendo y gruñendo sin cesar. El granero estaba lleno de muertos.
-¡Coño, son bichos!-, gritó el cubano. Apartó la cabeza de la ventana y agarró al cura por la pechera. El cuerpo regordete del sacerdote temblaba en las manos de Valdés como una oscura masa de gelatina. -¡La madre que lo parió, ¿estos son sus fieles?!
-Sí-, contestó el cura.
-Está usted como una puta cabra. ¿Pol qué los mantiene ahí?
-Porque son criaturas de Dios-, gritó indignado. –Esas personas vivieron creyendo en la palabra de Cristo, y en la promesa de la vida eterna. ¡¡Alabados sean ellos que recibieron la Gracia del Altísimo y fueron bendecidos y recompensados con el regalo de la resurrección de la carne…
-¡A la mierda!-, dijo Valdés. Soltó al pequeño sacerdote y comenzó a descender por las piedras amontonadas -Bony, hay que quemal este lugal.
-¡No! ¡No permitiré que el hombre destruya la obra del Señor!!!- dijo el párroco. Y luego, blandiendo una pequeña cruz de plata que llevaba colgada de una fina cadena, alzó las manos al cielo y comenzó a gritar con gesto amenazante. -¡Muchos fueron ya ultrajados y sacrificados junto a la casa de Dios, y sus cuerpos renacidos devorados por el fuego impío de la ignorancia del hombre!!, Mas no éstos, porque ellos son mi rebaño. ¡¡El Señor me los entregó!! ¡¡Yo soy su pastor!!
Los gritos histéricos del sacerdote estaban excitando a los bichos. Habían empezado a acumularse en gran número junto a la puerta y la cadena empezaba a tensarse peligrosamente. Valdés vio como unos de los goznes de la puerta cedía desprendiendo algunas astillas de madera.
-Helmano, nos lalgamos de aquí-, dijo el cubano.
-Joder negro, no podemos dejar a este tío aquí solo-, repuso Bony, y luego, dirigiéndose al cura, le dijo: -Escuche padre, debe usted abandonar este lugar. Esas cosas, esas… personas de ahí dentro, son muy peligrosas.
-… y aunque camine por el valle de las sombras, nada temeré, porque Tú estás a mi lado…-, recitaba extasiado el sacerdote ignorando por completo a los dos hombres.
-¡Ya me lo dirá cuando echen esa puelta abajo, desgrasaido!-, le gritó Valdés, y cogiendo a Bony por la cintura, ambos echaron a andar hacia el camión.
En ese instante, una gran porción de madera carcomida de la puerta cayó sobre la tierra fangosa, y varias manos de dedos ennegrecidos y crispados aparecieron por el hueco. El sacerdote seguía en lo alto de su púlpito de piedra, vociferando como un loco, entonando alabanzas al Señor, totalmente ajeno a los crujidos que producía la madera al agrietarse.
El camión se había alejado ya una veintena de metros cuando la puerta del granero cedió, liberando una hambrienta horda de muertos vivientes, así que Bony y Valdés no pudieron distinguir en qué momento el sacerdote dejó de alabar a Dios y comenzó a gritar de dolor.
Prólogo.
Comienzos de septiembre, en algún lugar indetermiando al sur de Barcelona.
La potente tractora avanzó lentamente por un estrecho camino elevado entre vastas extensiones de viñedos. Llovía insistentemente, y la fuerza del agua deshacía el pavimento de tierra, convirtiendo los bordes del camino en pequeños torrentes. Las pesadas ruedas del vehículo se hundían constantemente en el barro a medida que el vehículo se adentraba cada vez más en los campos de cultivo. Al tomar una curva, el camión se ladeó, hizo un extraño y en el último instante, consiguió enderezarse. Sólo la enorme fuerza de su motor lo mantenía en movimiento.
Avanzando a trompicones, como un mamut herido, consiguió superar los últimos metros y alcanzar un llano. Era una pequeña explanada con el suelo de grava, delimitada por cintas de plástico coloradas; sobre una de las cintas, colgaba un pequeño cartel de madera con la palabra “aparcamiento” escrita a mano. Las letras desgastadas apenas se distinguían.
El camión cruzó la explanada originando a su paso una lluvia de piedrecitas, y se detuvo frente a una iglesia. Los campos de viñas se extendían hasta donde alcanzaba la vista, y el templo era la única edificación en varios kilómetros.
La fachada de la iglesia presentaba algunos daños; había varias pintadas atentando contra Dios y la religión, unos cuantos orificios de bala en las paredes de piedra y restos de un pequeño incendio que no había alcanzado al edificio, pero la estructura parecía conservarse intacta.
Un hombre joven bajó del camión; llevaba una carabina soviética colgada al hombro y una pequeña bolsa de viaje en la mano. Rodeó la cabina por delante y abrió la puerta del copiloto.
-Espero que no te lo hayas hecho ensima, helmano- le dijo a su acompañante.
-Creo que no, aunque no podría jurarte nada-, contestó Bony.
Valdés le ayudó a bajar del camión. Habían pasado ya casi tres semanas desde que ambos escaparan de la portería, y la pierna de Bony comenzaba a curarse, aunque la imposibilidad de suturar la herida en su momento hacía que ésta volviera a abrirse con facilidad. Bony se apoyó en el cubano para salir de la cabina y luego cogió la escoba que usaba como improvisada muleta. Despacio, ambos se dirigieron hacia la entrada de la iglesia.
-¿Crees que es un buen sitio para pasar la noche, negro?-, preguntó Bony mientras subía con dificultad los últimos escalones. –Me dan mal rollo todas esas figuras de santos y vírgenes. De niño les tenía un miedo atroz; con sus miradas frías, observándote, vigilándote…
-Bueno, siempre será mejol que dolmil en la cabina. Te conviene estiral la pielna de ves en cuando; y además, no creo que te atraiga mucho la idea de echal una cagadita aquí fuera con la que está cayendo, ¿no?
Llegaron a la entrada. Valdés dejó a Bony apoyado en la barandilla de piedra de la escalera y se acercó a las enormes puertas de caoba que cerraban el templo. Con suavidad, empujó una de las hojas de madera y la puerta de abrió con un siniestro chirrido.
-Espera aquí-, dijo Valdés.
El cubano entró en la iglesia. Unos segundos más tarde, volvió a salir y le indicó a Bony que todo estaba en orden. Iluminados sólo por unas pocas velas que se amontonaban al pie del altar, los dos hombres se internaron en el templo.
La iglesia no era muy grande, pero su construcción diáfana le otorgaba amplitud; tenía una estructura en forma de cruz muy propia del románico, aunque los techos abovedados indicaban que había sido restaurada no hacía mucho. La moderna instalación eléctrica y el estado de las paredes lo confirmaban.
No había bancos dentro del templo. Los habían visto tirados en la calle, junto al aparcamiento, apilados en un túmulo quemado, formando una pira en la que se distinguían restos calcinados que recordaban demasiado a cuerpos humanos.
Bony se apresuró en llegar al altar, rodeó el púlpito y se internó en un rincón oscuro. Se bajó los pantalones con rapidez, y se agachó tanto como la herida de su muslo le permitía, sujetándose a la pila bautismal. Apenas había empezado a relajar el esfínter cuando notó algo frío en la sien. Lentamente, levantó la cabeza y se topó con el cañón de un arma.
-Levántate-, dijo una voz. Bony se incorporó despacio. Un hombre le apuntaba con una vieja escopeta de caza. Era un tipo de mediana edad, regordete, que vestía una sucia sotana de sacerdote con el alzacuellos colgando de uno de sus extremos. El tipo había perdido la mayor parte del pelo y sus ojos vivaces aparecían diminutos tras unas gruesas lentes. Una de las patillas de sus gafas de pasta había sido remendada con cinta adhesiva. -¿Es que no sabes que esta es la Casa del Señor?-, le preguntó el hombre.
Bony no respondió; intentaba subirse los pantalones mientras trataba de no caerse. Apenas podía sostenerse sin la muleta, y realizar otras actividades intentando conservar el equilibrio le resultaba bastante difícil.
En ese momento, se oyó el chasquido de un arma detrás del hombre y Valdés salió de entre las sombras con la carabina encañonando la espalda del cura.
-¿Y tiene ese señol en su casa algún lugal donde mi amigo pueda cagal sin que le apunten a la cabesa?-, dijo el cubano. Avanzó un par de pasos y le quitó la escopeta al párroco.
-Por… por supuesto-, balbuceó el hombre. –Hay un baño en la rectoría.
-Pues andando, padre-, replicó Valdés. –Y nada de tonterías.
El sacerdote sacó una llave del bolsillo y abrió una pequeña puerta que había detrás del altar. Los tres hombres entraron en un estrecho pasillo alumbrado por una triste lamparita de aceite, avanzaron unos metros y luego subieron por unas escaleras empinadas hasta llegar a una pequeña habitación.
Era una estancia diminuta, escasamente amueblada y de techos bajos, con una única ventana orientada a los viñedos. Las vigas de madera vieja desprendían una finísima lluvia de polvo que se había acumulado sobre las baldosas de barro. Hacía fresco allí.
-El baño-, dijo Valdés. El sacerdote señaló una puertecita que había junto al camastro y Bony salió disparado hacia ella.
Mientras Bony lanzaba grititos sofocados de alivio tras la puerta, Valdés se reclinó sobre la pared encalada y abrió la escopeta del cura. Estaba descargada.
-No pensaba dispararles-, dijo el hombre. Y después, ofreciendo a Valdés su mano regordeta, añadió: -Soy el padre Tárrega.
El cubano miró con desconfianza al sacerdote y luego lanzó el arma sobre la cama.
-Un poco talde para presentasiones, ¿no cree?-, contestó. Valdés tenía al hablar esa mirada fría que Bony conocía tan bien. La mirada de póker, como él la llamaba. Cuando el cubano te miraba con aquellos ojos oscuros y fríos, sentías que el tipo era capaz de cualquier cosa. Sin embargo, se trataba de un farol. “Poli malo”.
El cura retiró la mano incómodo, y añadió: –Eso no es necesario-, mientras señalaba la carabina con la que el cubano no deja de apuntarle.
-Ya lo decidiré yo-, dijo secamente Valdés.
Los dos hombres permanecieron en silencio unos minutos. Afuera, la lluvia había perdido intensidad y los débiles truenos anunciaban el fin de la tormenta. Valdés, se acercó a la puerta del baño y golpeó en la madera con los nudillos.
-¿Va todo bien pol ahí?-, preguntó.
-Pues no-, contestó Bony. -Aquí dentro no hay papel…
El cubano miró interrogante al sacerdote, pero éste se limitó a encogerse de hombros y negar con la cabeza.
-No tenemos-, dijo. –Como ustedes sabrán, hace tiempo que cerraron los supermercados…
Valdés obsequió al párroco con una sonrisa irónica y paseó la mirada por la habitación. Entonces, fijó la vista en un pequeño atril que había sobre la mesa. En él descansaba un libro, un libro grueso de páginas amarillentas encuadernado en piel negra.
-Alcánseme ese libraco, padre-, le indicó al cura.
-¿Cómo?, ¿pero es que su indecencia no conoce límites?-, respondió airado el sacerdote. –Ese libro es la Biblia.
-¿Es papel, no?-, dijo el cubano. -Servirá.
-No pienso darle la Biblia para… para que… ¡Es la palabra de Dios!.
-Escuche, padresito-, dijo Valdés. -Soy cubano, de Matansas. Para mí, la religión y su iglesia no son más que mentiras. Nunca las he respetado. De niño, pol intuisión; de joven, pol prinsipios, y de adulto, pol constatasión. Así que déjese de monselgas y deme el puñetero libro. No tenemos toda la noche.
El sacerdote cogió la Biblia, besó la tapa de piel y se la entregó al cubano con una mirada de desaprobación. Valdés abrió el libro al azar y arrancó un grueso pliegue de páginas.
-A ver…-, dijo mientras trataba de leer la letra menuda del libro, -“El apocalipsis según San Juan”, ¡coño!, qué propio- añadió divertido, y le pasó las páginas a Bony.
-¡Eso es sacrilegio!-, le gritó sofocadamente el cura.
-¿Has dicho algo?-, preguntó Bony desde el interior del cuartito
-Que te limpies bien, helmano-, respondió Valdés.
El sacerdote se persignó varias veces y luego señaló a Valdés con su dedo regordete -Arderás en el infierno-, le amenazó.
-Es posible-, replicó el cubano. –Pero no por esto.
Un par de minutos más tarde, Bony salió del baño. Parecía más relajado y había dejado de sudar. Aún conservaba en sus manos algunas de las páginas que Valdés le había dado. Se las entregó al sacerdote, que las miró con repugnancia.
–Gracias. Pero no he… la cadena no funciona-, dijo Bony.
-El depósito está vacío-, contestó el párroco con desgana mientras dejaba las páginas sobre la mesita. –No tenemos agua corriente.
-Entonces, será mejor que no entre usted ahí en algunas semanas-, intervino Valdés.
En ese momento, se oyó un ruido al otro lado de la pared. Los muros eran gruesos y amortiguaban el sonido, pero éste les llegó nítidamente. Parecían voces.
Valdés levantó la carabina y apuntó al cura directamente a la cabeza. -¿Hay alguien con usted, padresito?-, le preguntó.
-Sólo mis feligreses-, dijo el hombre.
-Pues llévenos con ellos; y no intente nada raro, o se reunirá con su Dios antes de lo que había previsto-. El sacerdote echó a andar de nuevo hacia la estrecha escalera. Bony se acercó a Valdés y le habló al oído.
-Negro, creo que podemos fiarnos de él; parece buen tío. Joder, es un cura.
-Presisamente pol eso no me fío, helmano-, contestó el cubano.
Siguieron al párroco por el angosto pasillo hasta el interior del templo. Luego, atravesaron una pequeña capilla y salieron a la calle. Ya no llovía y había comenzado a soplar una suave brisa que arrastraba lentamente las nubes hacia el sur. Las primeras estrellas brillaban ya nítidas en el cielo despejado.
Los tres hombres rodearon el edificio. Detrás de la iglesia, delimitada por una ajada valla de madera, se ocultaba otra pequeña construcción que no habían visto desde el aparcamiento. Era una casa que parecía un granero, con altas paredes de piedra y un techo de tejas al que le faltaban algunas piezas. La única puerta estaba asegurada con una gruesa cadena.
En lugar de dirigirse a la puerta, el sacerdote escaló grácilmente un murete de piedras apiladas que había en uno de los lados de la casa y se acercó a una ventana.
-¿Los feligreses están ahí metidos?-, preguntó Bony.
Valdés se encogió de hombros y subió por el muro hasta la pequeña ventana. Era una ventana basculante; la madera del marco estaba podrida y tenía una cerradura oxidada. A pesar de la intensa lluvia que había caído, los vidrios estaban muy sucios. El cubano frotó el cristal con la mano y acercó la cara, pero no pudo ver nada. El interior estaba muy oscuro.
-Ábrala-, le dijo al cura.
El sacerdote sacó un llavín y lo introdujo en la pequeña cerradura, forcejeó unos segundos con el cierre, y finalmente consiguió abrir la ventana. Al momento, un fortísimo olor a podredumbre les asaltó. Valdés apartó la cara con violencia y estuvo a punto de caerse del murete. Cuando consiguió reponerse del intenso olor, el cubano introdujo la cabeza por el hueco.
Al principio, no veía nada. No había ninguna luz en el interior, y el suelo quedaba bastante más bajo. Luego, sus ojos fueron adaptándose a la oscuridad y entonces comenzó a distinguir figuras que se movían. Al rato, comprobó que había al menos un centenar de personas amontonadas allí dentro como animales; algunos estaban de pie, pero la mayoría aparecían tiradas en el suelo húmedo, arrastrándose bajo una marea de pies desnudos. Los que conseguían caminar, se amontonaban junto a la puerta y la golpeaban con fuerza, gimiendo y gruñendo sin cesar. El granero estaba lleno de muertos.
-¡Coño, son bichos!-, gritó el cubano. Apartó la cabeza de la ventana y agarró al cura por la pechera. El cuerpo regordete del sacerdote temblaba en las manos de Valdés como una oscura masa de gelatina. -¡La madre que lo parió, ¿estos son sus fieles?!
-Sí-, contestó el cura.
-Está usted como una puta cabra. ¿Pol qué los mantiene ahí?
-Porque son criaturas de Dios-, gritó indignado. –Esas personas vivieron creyendo en la palabra de Cristo, y en la promesa de la vida eterna. ¡¡Alabados sean ellos que recibieron la Gracia del Altísimo y fueron bendecidos y recompensados con el regalo de la resurrección de la carne…
-¡A la mierda!-, dijo Valdés. Soltó al pequeño sacerdote y comenzó a descender por las piedras amontonadas -Bony, hay que quemal este lugal.
-¡No! ¡No permitiré que el hombre destruya la obra del Señor!!!- dijo el párroco. Y luego, blandiendo una pequeña cruz de plata que llevaba colgada de una fina cadena, alzó las manos al cielo y comenzó a gritar con gesto amenazante. -¡Muchos fueron ya ultrajados y sacrificados junto a la casa de Dios, y sus cuerpos renacidos devorados por el fuego impío de la ignorancia del hombre!!, Mas no éstos, porque ellos son mi rebaño. ¡¡El Señor me los entregó!! ¡¡Yo soy su pastor!!
Los gritos histéricos del sacerdote estaban excitando a los bichos. Habían empezado a acumularse en gran número junto a la puerta y la cadena empezaba a tensarse peligrosamente. Valdés vio como unos de los goznes de la puerta cedía desprendiendo algunas astillas de madera.
-Helmano, nos lalgamos de aquí-, dijo el cubano.
-Joder negro, no podemos dejar a este tío aquí solo-, repuso Bony, y luego, dirigiéndose al cura, le dijo: -Escuche padre, debe usted abandonar este lugar. Esas cosas, esas… personas de ahí dentro, son muy peligrosas.
-… y aunque camine por el valle de las sombras, nada temeré, porque Tú estás a mi lado…-, recitaba extasiado el sacerdote ignorando por completo a los dos hombres.
-¡Ya me lo dirá cuando echen esa puelta abajo, desgrasaido!-, le gritó Valdés, y cogiendo a Bony por la cintura, ambos echaron a andar hacia el camión.
En ese instante, una gran porción de madera carcomida de la puerta cayó sobre la tierra fangosa, y varias manos de dedos ennegrecidos y crispados aparecieron por el hueco. El sacerdote seguía en lo alto de su púlpito de piedra, vociferando como un loco, entonando alabanzas al Señor, totalmente ajeno a los crujidos que producía la madera al agrietarse.
El camión se había alejado ya una veintena de metros cuando la puerta del granero cedió, liberando una hambrienta horda de muertos vivientes, así que Bony y Valdés no pudieron distinguir en qué momento el sacerdote dejó de alabar a Dios y comenzó a gritar de dolor.
Bub- Recien llegado al refugio
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Re: Zombis, bourbon y seguratas. (¿Hacen los zombis la digestión? 2)
bub te idolatro tio jajajajajja muy bueno,ya creia que no volveria a saber nada de bony
womankill- Encargado de las mantas
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Re: Zombis, bourbon y seguratas. (¿Hacen los zombis la digestión? 2)
siiiiiiiiiiiiiiiiiiii bony is back yujuuuuu
veremos ahora que aventuras les espera a esos helmanos xD
veremos ahora que aventuras les espera a esos helmanos xD
the last cowboy- Cazador mediocre
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Re: Zombis, bourbon y seguratas. (¿Hacen los zombis la digestión? 2)
Buuuuuuub se te echaba de menos tu historia. Menudo bony, en las que se mete jajaja
Toletum- Jefe de Los Barbaros
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Fecha de inscripción : 12/04/2009
Re: Zombis, bourbon y seguratas. (¿Hacen los zombis la digestión? 2)
CAPÍTULO 1
De hombres y perros
Valdés se arrastró lentamente sobre el lecho de hojarasca que cubría la explanada hasta llegar a la arboleda. Hacía ya semanas que nadie se encargaba de cuidar el area de descanso y la vegetación había ido ganando terreno, haciéndose más espesa y tupida. Oculto entre los árboles que rodeaba la gasolinera, el cubano se acercó hasta el borde de la autopista para poder ver mejor a los soldados.
Los militares habían llegado poco después de las diez, mientras Valdés discutía con Bony si era mejor tratar de conseguir combustible en aquella estación o arriesgarse a seguir con la reserva hasta una zona más tranquila. Antes de llegar a un acuerdo, habían visto acercarse el convoy militar.
Desde su escondite, Valdés comprobó que la caravana estaba formada por tres vehículos. Uno de ellos era un gran camión de color caqui con una cubierta de lona mimetizada. La mayor parte de los nervios metálicos de la capota se habían hundido, dando a la caja del camión el aspecto de una carpa de circo desinflada. Un poco más retirado, junto al pequeño supermercado, estaba aparcado un jeep; el conductor había salido del coche y fumaba tranquilamente apoyado en la puerta del copiloto. El tercer vehículo era una ranchera civil en cuya parte trasera habían instalado una potente ametralladora. Un par de soldados custodiaban el coche.
Sin hacer ruido, Valdés se levantó y regresó a la tractora.
-¿Cuántos son, negro?-, le preguntó Bony inquieto.
-Siete, contando con que el conductol del camión siga al volante, pero es posible que haya más-, contestó Valdés. –Varios LV del 5,56 y un pal de subfusiles del 9, apalte de las pistolas. Y ese mastodonte MG de la ranchera. Demasiada artillería.
-¿Y qué hacemos?
-Esperal; ¿qué si no?-, dijo el cubano. –Esos manes se llevarán todo lo que pueda serles útil, llenarán los depósitos y se lalgarán. Y después, nosotros iremos a pol las sobras; así de fásil. Dejémoles haser.
Valdés cogió la carabina que estaba apoyada en el asiento el conductor, se la colgó en el hombro y volvió a arrastrarse hasta un grupo de pequeños arbustos situado un poco más a la derecha. Desde allí tenía mayor campo de visión.
El conductor del jeep había apagado su cigarrillo y estaba ahora junto a uno de los surtidores, rodeado por un buen montón de bidones. El hombre iba llenando los bidones de carburante y sus compañeros los cargaban en el camión. Ya había al menos una docena de bidones en el vehículo cuando la manguera se detuvo.
-Éste está seco, sargento-, gritó el soldado. Valdés vio que uno de los hombres que estaban en la tiendecita, un tipo fornido que lucía un enorme bigote canoso, trasteaba detrás del mostrador y luego le hacía una seña al soldado para que pasara a otro surtidor.
-Mielda, no van a dejal ni una gota-, dijo el cubano.
Repitieron esta operación varias veces, y al cabo de unos minutos, todos los bidones estaban llenos y cargados; los militares habían agotado seis de los siete surtidores. Luego, todos excepto el tipo que había llenado los bidones, entraron en el pequeño supermercado, y al rato salieron acarreando grandes cajas de cartón. Se llevaban toda el agua y las provisiones que quedaban allí.
-Están vasiando este lugal, helmano-, le dijo a Bony. –Tendremos suelte si conseguimos algo de combustible, pelo olvídate de la comida.
Bony hizo una mueca de disgusto; en la última semana no habían comido más que atún enlatado y cortezas de cerdo, y tenían el agua racionada. Pero lo peor era que sus escasas provisiones apenas les durarían un par de días más.
-Deberíamos haber seguido por las comarcales, negro. Al menos, teníamos fruta fresca al alcance de la mano-, dijo Bony. –Cómo añoro aquellas deliciosas uvas…
-Ya, pero la gasolina no crese en los jodidos álboles; ¿crees que a mí me hase grasia metelme en la autopista? Esto es terreno de esos cabrones de velde…
En ese momento, el disparo de un arma automática rompió el silencio. Valdés se pegó instintivamente al suelo, y Bony se tiró sobre los asientos de la cabina. Se oyó un segundo disparo, y luego uno de los soldados gritó:
-¡Eres un maldito estúpido, deja de malgastar la munición!.
Era el hombre del bigote blanco. -¿Es que no te han enseñado a disparar en el período de instrucción?-, gritó de nuevo.
Valdés vio que el tipo le hablaba a uno de los soldados que habían llegado en la ranchera. El militar reprendido, que apenas debía haber cumplido los dieciocho, esbozó un tímido saludo y balbuceó algo, pero el sargento no le prestó atención. Cogió el fusil que el muchacho tenía en las manos, lo armó, y apoyándose el arma en el hombro, disparó dos veces seguidas. El cubano asomó la cabeza por entre la espesa vegetación justo a tiempo para ver cómo un par bichos caían fulminados.
-¿Qué pasa?-, preguntó Bony.
-Bichos-, dijo Valdés.
Un grupo de cinco o seis muertos caminaba hacia donde se encontraban los militares. Valdés no los había visto llegar, así que supuso que aquellos seres ya estaban allí, metidos en los coches abandonados que se amontonaban por toda la autopista, escondidos en los rincones del area de descanso o vagando por los campos cercanos. El ruído de los vehículos, la actividad de los soldados, el olor a carne fresca, o todo a la vez, les habían atraido hasta la gasolinera.
El sargento disparó una vez más y la cabeza de un pobre desgraciado que vestía un maillot de ciclista explotó como un melón maduro.
-¿Has visto cómo se hace? -, le preguntó al joven soldado. –A la cabeza, joder. Hay que apuntarles a la puta cabeza.
-¡Señor, está todo a punto!-, gritó en ese instante otro de los militares desde el camión.
-Está bien-, contestó el sargento. –Traedme la caja.
Dos hombres bajaron una pesada caja de madera de la cabina de la ranchera y la arrastraron hasta los surtidores. Una vez allí, sacaron de su interior una bovina de cable y una gran bolsa de lona negra. Luego, regresaron al camión.
-Bien, hijo. Tú vas a encargarte de esto-, le dijo el sargento al joven mientras le mostraba un detonador. -¿Algún problema?
El soldado no contestó; en su lugar, miró con preocupación a los muertos que se acercaban lentamente.
-Mira muchacho, hay que volar este maldito lugar, así que tienes dos opciones. La primera es liquidar a esos apestosos sacos de pus andantes y luego colocar los explosivos; la segunda es poner las cargas antes de que los muertos te agarren. Tú decides-, dijo el sargento devolviéndole el fusil; luego, se subió a la ranchera y añadió: -Pero no la cagues.
El camión y la ranchera se marcharon en dirección norte. Cuando dejaron de oirse los motores, el joven soldado cogió el fusil, puso una rodilla en tierra, y comenzó a disparar contra los bichos, que ahora se encontraban ya a apenas diez metros.
Acertó al primero de ellos en la frente. Era una mujer gruesa que cayó pesadamente sobre el asfalto; Valdés vió como una porción del cráneo de la tipa salía despedido, llevándose consigo gran parte de su cabello sucio. Otro disparo alcanzó a un bicho en el hombro, arrancándole el brazo, pero no consiguió detenerlo. El resto de los proyectiles se perdió sin llegar a su objetivo. Aun quedaban dos muertos que seguían avanzando impasibles hacia él.
Maldiciendo, el joven dejó el arma en el suelo y cogió la bolsa que contenía los explosivos. Colocó las cargas en los surtidores y las unió con el cable. Acababa de conectar todas las cargas cuando uno de los muertos se le echó encima. Se trataba de un hombre joven y corpulento que se movía con bastante rapidez; sin embargo, no pilló desprevenido al muchacho. Sin perder los nervios, el joven sacó una pistola de su cartuchera y le disparó a quemarropa en la cara. Luego, apartó el cuerpo del bicho a un lado y siguió extendiendo el hilo eléctrico.
Luego, el soldado cogió el detonador y se subió al jeep con la intención de alejarse de los surtidores. Intentó arrancar el vehículo, pero el motor parecía haberse ahogado. Valdés vio que el último muerto, el tipo que había recibido el disparo en el hombro, había llegado ya hasta el coche. El joven probó suerte otra vez con el arranque, pero el coche no reaccionaba. Entonces, el muerto rodeó el jeep y se abalanzó sobre él.
Por fortuna, al tipo le faltaba un brazo, y el joven pudo esquivarlo con cierta facilidad; luego, echó mano al fusil y le plantó el cañón del arma justo en mitad de la cara. Pero en lugar de un disparo, sólo se oyó un chasquido metálico. No le quedaba munición.
Sin pensarlo, Valdés quitó el cerrojo de la carabina y disparó contra el muerto. La bala le alcanzó en un ojo y el fiambre voló un par de metros antes de caer despatarrado sobre el suelo de cemento.
Rápidamente, el soldado colocó un nuevo cargador en su fusil y apuntando a la oscuridad de donde había salido el disparo, gritó:
-¿Quién está ahí?
Valdés se mantuvo en silencio.
-¡Será mejor que consteste quien quiera que sea, o empezaré a disparar!-, amenazó el soldado sin demasiada convicción.
El cubano se cruzó la carabina en el hombro y levantando las manos, salió de entre los árboles para que el soldado pudiera verlo.
-Pero, ¿es que te has vuelto loco?-, le dijo Bony.
-Necesitamos esa gasolina, y el muy cabrón va a volal la estación. Tenemos que negocial-, y luego, dirigiéndose al joven, gritó: -¡Voy a salil, no dispare!.
Valdés avanzó unos pasos con las manos en alto.
-¡Quédese ahí!-, dijo el soldado. Luego, escudriñando la espesa vegetación, añadió: -¿Está usted solo?
-No. Somos dos; mi compañero está ahí detrás, almado, y no dudará en disparal.
El muchacho le miró con escepticismo.
-¡Es cierto!-, gritó entonces Bony. –Te estoy apuntando a la cabezota.
-Escucha-, dijo Valdés con tono apaciguador -Podríamos habelte matado si hubiéramos querido, pero no pretendemos haselte daño. Sólo necesitamos combustible; déjanos cogel un poco de gasoil y nos lalgaremos.
-¿Son ustedes de la marca roja?-, dijo el joven.
-¿Qué?
-¡No nos gusta el futbol!-, gritó Bony desde la espesura.
-¿Me están tomando el pelo?-, preguntó inquieto el soldado; el fusil se agitaba en sus manos como un pez en la red de un pescador. –No intenten jugar conmigo.
-No, no-, intervino Valdés. -Oye, no sabemos qué es eso de la malca roja, en serio.
-¿No lo saben?-, se asombró el soldado, -¿pero de dónde han salido ustedes dos?
-Somos viajeros, sólo eso. Te aseguro que no tenemos ni idea de qué significa la malca roja; lo único que queremos es seguil nuestro viaje, ¿de acueldo?
El muchacho miró a Valdés en silencio, sopesando las palabras del cubano. Frunció el ceño como si estuviera tratando de resolver un complejo enigma matemático, y al cabo de unos segundos, bajó el fusil. -Los de la marca roja son los putos rebeldes-, dijo al fin.
-¿Rebeldes?, ¿rebeldes a qué?. Ni siquiera sabíamos que existiera un gobielno contra el que rebelalse.
-Desde que se estableció el estado de emergencia, gobierna el Estado Mayor, señor.-, contestó el soldado con aire solemne. –El Teniente General Campos es el Jefe del Estado.
-¿ Y qué coño ha pasado con el rey, tío?-, le preguntó Bony.
-Su Majestad ha cedido el control del país al ejército. Ahora Don Juan Carlos y su familia se encuentran a salvo en un lugar seguro.
-Ya; y somos nosotros los que las pasamos putas, como siempre-, concluyó Bony.
-Vale, vale; oye, no nos impolta dónde esté su rey ni quién coño gobielne ahora el balco. No somos rebeldes ni peltenecemos a ningún bando, ¿de acueldo? Nos llevamos un poquito de gasoil y allá ustedes con sus líos.
-¿Y a dónde se dirigen, señor?
-Al nolte-, mintió Valdés.
-En ese caso, pueden acompañarme; yo mismo les alistaré-, dijo el soldado
-¿Alistalnos?, no, no, no; oye, no has entendido nada. A nosotros no nos interesa ese rollo.
-¿Son rebeldes, entonces?
-Pero, ¿qué te pasa? ¿si no somos militares, tenemos que sel rebeldes?
-O están con el gobierno, o están en contra, señor-, dijo el soldado. -A once kilómetros de aquí en dirección norte está la nueva frontera; si cruzan ustedes ese punto, se convertirán en personal militar y podrán servir al país; pero si deciden permanecer fuera, se les considerará profugos y por tanto, enemigos del gobierno. Pertenecerán a la marca roja.
-No vamos a il a esa frontera tuya, muchacho. Más vale que lo pilles ahora. Y creo que tú tampoco deberías volvel; he visto cómo te trata ese enélgumeno mosctachudo. No tienes pol qué aguantarlo.
-Es mi deber, señor. El ejército es el único pilar de nuestro Estado que permanece en pie, y su misión es salvaguradar al pueblo. Todos tenemos la obligación de formar parte de esa misión y restablacer los valores de nuestra nación.
-¿Y cómo pensais hacerlo, chaval?-, intervino Bony. -¿Bombardeando las ciudades, destruyendo carreteras, arrasando pueblos?, ¿eh?, ¿es esa vuestra gloriosa misión?
-En esta guerra, las muertes civiles son inevitables; el enemigo está por todas partes, mezclado con la población. Pero toda esa gente a la que hace mención, señor, debe entender que su pequeño sacrificio obedece a un fin mucho más grande.
-Jodel, ¿cuántos años tienes, muchacho?-, dijo Valdés.
-Diecinueve desde enero, señor.
-¿Cómo han podido lavalte el serebro así?. El país,… no, el jodido mundo se ha ido a la mielda, ¿es que no lo ves? Ya no queda nada de esa nasión a la que defiendes; todos esos peses goldos que te envían a bombladeal siudades tienen su culo bien resgualdado y les impolta una mielda lo que pase aquí afuera. ¿Crees que en veldá les preocupa la puta malca roja o el estado de emelgensia, o cualquiera de esas cosas? No, hombre; polque ellos sí han entendido de qué va todo esto. Pelmeneserán tranquilos y protegidos hasta que esta mielda telmine, hasta que esas cosas resusitadas desaparescan o hasta que nos hayamos liquidado entre nosotros pol protegel un Estado que ya nunca volverá a sel el mismo. Pero no van a contal ustedes conmigo, no voy a folmal palte de esta locura, chico; yo me niego a dal mi vida pol esos cabrones.
-Me averguenza usted, señor-, contestó el soldado.
-Vale, a la mielda-, concluyó el cubano, -se acabó el rollo. Vamos a cogel esa puta gasolina y será mejol que no trates de impedirlo.
-Les permitiré cogerla, señor. Lo haré porque ustedes me han salvado la vida, pero quiero que entiendan que eso no significa nada. En cuanto hayan llenado el depósito y se hayan marchado, les consideraré rebeldes e informaré de ustedes.
-Has lo que tengas que hasel.
Valdés cogió dos enormes bidones que la tractora llevaba en el lateral y los arrastró hasta el surtidor. La manguera comenzó a escupir espasmódicamente justo cuando el segundo depósito se había llenado.
-Listo-, dijo el cubano. –ya está seco. Ahora son todos tuyos-. Valdés agarró los bidones y echó a andar hacia la tractora. A medio camino, se giró. El soldado estaba ya subido en el jeep y se disponía a arrancar. -¿ Estás seguro de que no quieres venil con nosotros? –le preguntó Valdés. –Estás a tiempo de sel libre.
-Ya soy libre, señor-, contestó el joven. -Y ahora váyanse; tengo que destruir este lugar.
De hombres y perros
Valdés se arrastró lentamente sobre el lecho de hojarasca que cubría la explanada hasta llegar a la arboleda. Hacía ya semanas que nadie se encargaba de cuidar el area de descanso y la vegetación había ido ganando terreno, haciéndose más espesa y tupida. Oculto entre los árboles que rodeaba la gasolinera, el cubano se acercó hasta el borde de la autopista para poder ver mejor a los soldados.
Los militares habían llegado poco después de las diez, mientras Valdés discutía con Bony si era mejor tratar de conseguir combustible en aquella estación o arriesgarse a seguir con la reserva hasta una zona más tranquila. Antes de llegar a un acuerdo, habían visto acercarse el convoy militar.
Desde su escondite, Valdés comprobó que la caravana estaba formada por tres vehículos. Uno de ellos era un gran camión de color caqui con una cubierta de lona mimetizada. La mayor parte de los nervios metálicos de la capota se habían hundido, dando a la caja del camión el aspecto de una carpa de circo desinflada. Un poco más retirado, junto al pequeño supermercado, estaba aparcado un jeep; el conductor había salido del coche y fumaba tranquilamente apoyado en la puerta del copiloto. El tercer vehículo era una ranchera civil en cuya parte trasera habían instalado una potente ametralladora. Un par de soldados custodiaban el coche.
Sin hacer ruido, Valdés se levantó y regresó a la tractora.
-¿Cuántos son, negro?-, le preguntó Bony inquieto.
-Siete, contando con que el conductol del camión siga al volante, pero es posible que haya más-, contestó Valdés. –Varios LV del 5,56 y un pal de subfusiles del 9, apalte de las pistolas. Y ese mastodonte MG de la ranchera. Demasiada artillería.
-¿Y qué hacemos?
-Esperal; ¿qué si no?-, dijo el cubano. –Esos manes se llevarán todo lo que pueda serles útil, llenarán los depósitos y se lalgarán. Y después, nosotros iremos a pol las sobras; así de fásil. Dejémoles haser.
Valdés cogió la carabina que estaba apoyada en el asiento el conductor, se la colgó en el hombro y volvió a arrastrarse hasta un grupo de pequeños arbustos situado un poco más a la derecha. Desde allí tenía mayor campo de visión.
El conductor del jeep había apagado su cigarrillo y estaba ahora junto a uno de los surtidores, rodeado por un buen montón de bidones. El hombre iba llenando los bidones de carburante y sus compañeros los cargaban en el camión. Ya había al menos una docena de bidones en el vehículo cuando la manguera se detuvo.
-Éste está seco, sargento-, gritó el soldado. Valdés vio que uno de los hombres que estaban en la tiendecita, un tipo fornido que lucía un enorme bigote canoso, trasteaba detrás del mostrador y luego le hacía una seña al soldado para que pasara a otro surtidor.
-Mielda, no van a dejal ni una gota-, dijo el cubano.
Repitieron esta operación varias veces, y al cabo de unos minutos, todos los bidones estaban llenos y cargados; los militares habían agotado seis de los siete surtidores. Luego, todos excepto el tipo que había llenado los bidones, entraron en el pequeño supermercado, y al rato salieron acarreando grandes cajas de cartón. Se llevaban toda el agua y las provisiones que quedaban allí.
-Están vasiando este lugal, helmano-, le dijo a Bony. –Tendremos suelte si conseguimos algo de combustible, pelo olvídate de la comida.
Bony hizo una mueca de disgusto; en la última semana no habían comido más que atún enlatado y cortezas de cerdo, y tenían el agua racionada. Pero lo peor era que sus escasas provisiones apenas les durarían un par de días más.
-Deberíamos haber seguido por las comarcales, negro. Al menos, teníamos fruta fresca al alcance de la mano-, dijo Bony. –Cómo añoro aquellas deliciosas uvas…
-Ya, pero la gasolina no crese en los jodidos álboles; ¿crees que a mí me hase grasia metelme en la autopista? Esto es terreno de esos cabrones de velde…
En ese momento, el disparo de un arma automática rompió el silencio. Valdés se pegó instintivamente al suelo, y Bony se tiró sobre los asientos de la cabina. Se oyó un segundo disparo, y luego uno de los soldados gritó:
-¡Eres un maldito estúpido, deja de malgastar la munición!.
Era el hombre del bigote blanco. -¿Es que no te han enseñado a disparar en el período de instrucción?-, gritó de nuevo.
Valdés vio que el tipo le hablaba a uno de los soldados que habían llegado en la ranchera. El militar reprendido, que apenas debía haber cumplido los dieciocho, esbozó un tímido saludo y balbuceó algo, pero el sargento no le prestó atención. Cogió el fusil que el muchacho tenía en las manos, lo armó, y apoyándose el arma en el hombro, disparó dos veces seguidas. El cubano asomó la cabeza por entre la espesa vegetación justo a tiempo para ver cómo un par bichos caían fulminados.
-¿Qué pasa?-, preguntó Bony.
-Bichos-, dijo Valdés.
Un grupo de cinco o seis muertos caminaba hacia donde se encontraban los militares. Valdés no los había visto llegar, así que supuso que aquellos seres ya estaban allí, metidos en los coches abandonados que se amontonaban por toda la autopista, escondidos en los rincones del area de descanso o vagando por los campos cercanos. El ruído de los vehículos, la actividad de los soldados, el olor a carne fresca, o todo a la vez, les habían atraido hasta la gasolinera.
El sargento disparó una vez más y la cabeza de un pobre desgraciado que vestía un maillot de ciclista explotó como un melón maduro.
-¿Has visto cómo se hace? -, le preguntó al joven soldado. –A la cabeza, joder. Hay que apuntarles a la puta cabeza.
-¡Señor, está todo a punto!-, gritó en ese instante otro de los militares desde el camión.
-Está bien-, contestó el sargento. –Traedme la caja.
Dos hombres bajaron una pesada caja de madera de la cabina de la ranchera y la arrastraron hasta los surtidores. Una vez allí, sacaron de su interior una bovina de cable y una gran bolsa de lona negra. Luego, regresaron al camión.
-Bien, hijo. Tú vas a encargarte de esto-, le dijo el sargento al joven mientras le mostraba un detonador. -¿Algún problema?
El soldado no contestó; en su lugar, miró con preocupación a los muertos que se acercaban lentamente.
-Mira muchacho, hay que volar este maldito lugar, así que tienes dos opciones. La primera es liquidar a esos apestosos sacos de pus andantes y luego colocar los explosivos; la segunda es poner las cargas antes de que los muertos te agarren. Tú decides-, dijo el sargento devolviéndole el fusil; luego, se subió a la ranchera y añadió: -Pero no la cagues.
El camión y la ranchera se marcharon en dirección norte. Cuando dejaron de oirse los motores, el joven soldado cogió el fusil, puso una rodilla en tierra, y comenzó a disparar contra los bichos, que ahora se encontraban ya a apenas diez metros.
Acertó al primero de ellos en la frente. Era una mujer gruesa que cayó pesadamente sobre el asfalto; Valdés vió como una porción del cráneo de la tipa salía despedido, llevándose consigo gran parte de su cabello sucio. Otro disparo alcanzó a un bicho en el hombro, arrancándole el brazo, pero no consiguió detenerlo. El resto de los proyectiles se perdió sin llegar a su objetivo. Aun quedaban dos muertos que seguían avanzando impasibles hacia él.
Maldiciendo, el joven dejó el arma en el suelo y cogió la bolsa que contenía los explosivos. Colocó las cargas en los surtidores y las unió con el cable. Acababa de conectar todas las cargas cuando uno de los muertos se le echó encima. Se trataba de un hombre joven y corpulento que se movía con bastante rapidez; sin embargo, no pilló desprevenido al muchacho. Sin perder los nervios, el joven sacó una pistola de su cartuchera y le disparó a quemarropa en la cara. Luego, apartó el cuerpo del bicho a un lado y siguió extendiendo el hilo eléctrico.
Luego, el soldado cogió el detonador y se subió al jeep con la intención de alejarse de los surtidores. Intentó arrancar el vehículo, pero el motor parecía haberse ahogado. Valdés vio que el último muerto, el tipo que había recibido el disparo en el hombro, había llegado ya hasta el coche. El joven probó suerte otra vez con el arranque, pero el coche no reaccionaba. Entonces, el muerto rodeó el jeep y se abalanzó sobre él.
Por fortuna, al tipo le faltaba un brazo, y el joven pudo esquivarlo con cierta facilidad; luego, echó mano al fusil y le plantó el cañón del arma justo en mitad de la cara. Pero en lugar de un disparo, sólo se oyó un chasquido metálico. No le quedaba munición.
Sin pensarlo, Valdés quitó el cerrojo de la carabina y disparó contra el muerto. La bala le alcanzó en un ojo y el fiambre voló un par de metros antes de caer despatarrado sobre el suelo de cemento.
Rápidamente, el soldado colocó un nuevo cargador en su fusil y apuntando a la oscuridad de donde había salido el disparo, gritó:
-¿Quién está ahí?
Valdés se mantuvo en silencio.
-¡Será mejor que consteste quien quiera que sea, o empezaré a disparar!-, amenazó el soldado sin demasiada convicción.
El cubano se cruzó la carabina en el hombro y levantando las manos, salió de entre los árboles para que el soldado pudiera verlo.
-Pero, ¿es que te has vuelto loco?-, le dijo Bony.
-Necesitamos esa gasolina, y el muy cabrón va a volal la estación. Tenemos que negocial-, y luego, dirigiéndose al joven, gritó: -¡Voy a salil, no dispare!.
Valdés avanzó unos pasos con las manos en alto.
-¡Quédese ahí!-, dijo el soldado. Luego, escudriñando la espesa vegetación, añadió: -¿Está usted solo?
-No. Somos dos; mi compañero está ahí detrás, almado, y no dudará en disparal.
El muchacho le miró con escepticismo.
-¡Es cierto!-, gritó entonces Bony. –Te estoy apuntando a la cabezota.
-Escucha-, dijo Valdés con tono apaciguador -Podríamos habelte matado si hubiéramos querido, pero no pretendemos haselte daño. Sólo necesitamos combustible; déjanos cogel un poco de gasoil y nos lalgaremos.
-¿Son ustedes de la marca roja?-, dijo el joven.
-¿Qué?
-¡No nos gusta el futbol!-, gritó Bony desde la espesura.
-¿Me están tomando el pelo?-, preguntó inquieto el soldado; el fusil se agitaba en sus manos como un pez en la red de un pescador. –No intenten jugar conmigo.
-No, no-, intervino Valdés. -Oye, no sabemos qué es eso de la malca roja, en serio.
-¿No lo saben?-, se asombró el soldado, -¿pero de dónde han salido ustedes dos?
-Somos viajeros, sólo eso. Te aseguro que no tenemos ni idea de qué significa la malca roja; lo único que queremos es seguil nuestro viaje, ¿de acueldo?
El muchacho miró a Valdés en silencio, sopesando las palabras del cubano. Frunció el ceño como si estuviera tratando de resolver un complejo enigma matemático, y al cabo de unos segundos, bajó el fusil. -Los de la marca roja son los putos rebeldes-, dijo al fin.
-¿Rebeldes?, ¿rebeldes a qué?. Ni siquiera sabíamos que existiera un gobielno contra el que rebelalse.
-Desde que se estableció el estado de emergencia, gobierna el Estado Mayor, señor.-, contestó el soldado con aire solemne. –El Teniente General Campos es el Jefe del Estado.
-¿ Y qué coño ha pasado con el rey, tío?-, le preguntó Bony.
-Su Majestad ha cedido el control del país al ejército. Ahora Don Juan Carlos y su familia se encuentran a salvo en un lugar seguro.
-Ya; y somos nosotros los que las pasamos putas, como siempre-, concluyó Bony.
-Vale, vale; oye, no nos impolta dónde esté su rey ni quién coño gobielne ahora el balco. No somos rebeldes ni peltenecemos a ningún bando, ¿de acueldo? Nos llevamos un poquito de gasoil y allá ustedes con sus líos.
-¿Y a dónde se dirigen, señor?
-Al nolte-, mintió Valdés.
-En ese caso, pueden acompañarme; yo mismo les alistaré-, dijo el soldado
-¿Alistalnos?, no, no, no; oye, no has entendido nada. A nosotros no nos interesa ese rollo.
-¿Son rebeldes, entonces?
-Pero, ¿qué te pasa? ¿si no somos militares, tenemos que sel rebeldes?
-O están con el gobierno, o están en contra, señor-, dijo el soldado. -A once kilómetros de aquí en dirección norte está la nueva frontera; si cruzan ustedes ese punto, se convertirán en personal militar y podrán servir al país; pero si deciden permanecer fuera, se les considerará profugos y por tanto, enemigos del gobierno. Pertenecerán a la marca roja.
-No vamos a il a esa frontera tuya, muchacho. Más vale que lo pilles ahora. Y creo que tú tampoco deberías volvel; he visto cómo te trata ese enélgumeno mosctachudo. No tienes pol qué aguantarlo.
-Es mi deber, señor. El ejército es el único pilar de nuestro Estado que permanece en pie, y su misión es salvaguradar al pueblo. Todos tenemos la obligación de formar parte de esa misión y restablacer los valores de nuestra nación.
-¿Y cómo pensais hacerlo, chaval?-, intervino Bony. -¿Bombardeando las ciudades, destruyendo carreteras, arrasando pueblos?, ¿eh?, ¿es esa vuestra gloriosa misión?
-En esta guerra, las muertes civiles son inevitables; el enemigo está por todas partes, mezclado con la población. Pero toda esa gente a la que hace mención, señor, debe entender que su pequeño sacrificio obedece a un fin mucho más grande.
-Jodel, ¿cuántos años tienes, muchacho?-, dijo Valdés.
-Diecinueve desde enero, señor.
-¿Cómo han podido lavalte el serebro así?. El país,… no, el jodido mundo se ha ido a la mielda, ¿es que no lo ves? Ya no queda nada de esa nasión a la que defiendes; todos esos peses goldos que te envían a bombladeal siudades tienen su culo bien resgualdado y les impolta una mielda lo que pase aquí afuera. ¿Crees que en veldá les preocupa la puta malca roja o el estado de emelgensia, o cualquiera de esas cosas? No, hombre; polque ellos sí han entendido de qué va todo esto. Pelmeneserán tranquilos y protegidos hasta que esta mielda telmine, hasta que esas cosas resusitadas desaparescan o hasta que nos hayamos liquidado entre nosotros pol protegel un Estado que ya nunca volverá a sel el mismo. Pero no van a contal ustedes conmigo, no voy a folmal palte de esta locura, chico; yo me niego a dal mi vida pol esos cabrones.
-Me averguenza usted, señor-, contestó el soldado.
-Vale, a la mielda-, concluyó el cubano, -se acabó el rollo. Vamos a cogel esa puta gasolina y será mejol que no trates de impedirlo.
-Les permitiré cogerla, señor. Lo haré porque ustedes me han salvado la vida, pero quiero que entiendan que eso no significa nada. En cuanto hayan llenado el depósito y se hayan marchado, les consideraré rebeldes e informaré de ustedes.
-Has lo que tengas que hasel.
Valdés cogió dos enormes bidones que la tractora llevaba en el lateral y los arrastró hasta el surtidor. La manguera comenzó a escupir espasmódicamente justo cuando el segundo depósito se había llenado.
-Listo-, dijo el cubano. –ya está seco. Ahora son todos tuyos-. Valdés agarró los bidones y echó a andar hacia la tractora. A medio camino, se giró. El soldado estaba ya subido en el jeep y se disponía a arrancar. -¿ Estás seguro de que no quieres venil con nosotros? –le preguntó Valdés. –Estás a tiempo de sel libre.
-Ya soy libre, señor-, contestó el joven. -Y ahora váyanse; tengo que destruir este lugar.
Bub- Recien llegado al refugio
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Re: Zombis, bourbon y seguratas. (¿Hacen los zombis la digestión? 2)
Muy bueno Bub, me gusta el toque que le estas dando de los dos bandos y esa cabezoneria militar que hace gala el soldado. Espero el siguiente post con muchas ganas
Toletum- Jefe de Los Barbaros
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