Foro de Amanecer zombie
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"¿Hacen los zombies la digestión?"

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"¿Hacen los zombies la digestión?"  - Página 2 Empty Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"

Mensaje  Bub Lun Ene 31, 2011 9:34 pm




Valdés cortó la comunicación. Me quedé pensativo un buen rato, con el walkie en la mano, mirando al vacío. Por primera vez reinaba cierto silencio en la calle, sólo interrumpido por el motor de algún coche y el rumor de las sirenas, ahora lejanas. No dejaba de darle vueltas a lo que el cubano me había dicho. El Valdés era un cachondo mental y casi siempre iba colocado, pero no era capaz de inventarse algo así. Le gustaban las bromas pesadas, sí; pero aquello… Y además, había sonado tan… asustado. Había miedo en su voz; no ese tipo de miedo que uno siente cuando te atracan o cuando un perrazo enorme quiere moderte, ya me entendeis, no un miedo racional. Su voz mostraba otro tipo de miedo, un temor irracional; el miedo que te produce lo que se escapa a tu control, lo intangible, lo desconocido. El miedo del “y ahora qué coño hago???”.
Y sin embargo, no dejaba de ser una locura. No ponía en duda que algo serio había pasado; yo mismo había sido testigo de la explosión calle abajo y había visto como una ambulancia reducía a confeti a un tío, por no hablar de los participantes en los 200 metros locura. Y quizás todo fuera consecuencia de ese puñetero accidente en el metro, y tal vez no se hubiera tratado de un incidente aislado, vale; pero ¿qué tenía que ver con lo que había pasado en el sótano? y… ¿ A qué coño venía aquello de que mis “invitados” estaban muertos? Joder, ese grupito me había perseguido allá abajo, incluso me habían atacado ¿desde cuándo podía hacer eso un fiambre?. “Tú viste su vientre”, irrumpió la vocecilla. ¡No!. “Sí, Bony. Viste su vientre destrozado. Viste cómo colgaban sus tripas cuando intentó levantarse”. ¡No sé lo que vi. Estaba asustado!!! “¿Y qué me dices del tipo calvo?. Le faltaba medio cuello. ¿Quién podría sobrevivir a una herida como esa?”A la abuelita paz le habían quitado la cara, Bony”, decía la voz. Mientras hablaba, iba cambiando: ahora era mi voz, ahora la voz de mi madre, y luego se convertía en la voz de Valdés, y otra vez la mía. Y seguía hablando… “¿La viste sangrar? Todos tenían heridas terribles ¿sangraba alguno? No. Claro que no. ¿Y sabes por qué, Bony?”. No. No es… “No sangraban porque … están muertos”. ¡!! NO, NO, NO, eso es imposible!!!. Golpeé con fuerza el mostrador y entonces me di cuenta de que había estado hablando en voz alta.
Rápidamente puse mi mente a trabajar, quería una explicación lógica, un argumento sensato que apartara aquella idea absurda, algo que me tranquilizara.
¡Drogas!. Sí, eso es. Estaban drogados. Lo había visto otras veces. Joder, una vez había visto a un tipo que iba hasta las cejas de coca, saltar desde un tercer piso durante una redada. El tío se había roto las piernas, y aun así había intentado escapar corriendo. Hicieron falta cuatro polis para reducirlo… Sí, alguna droga podía haber hecho que aquella gente enloqueciera y que atacaran a otras personas… desde luego, podía ser una explicación.
Y sin embargo, ¿qué probabilidad había de que una vieja y los gemelos Dalton hubieran quedado aquella tarde para meterse unas rayitas? ¿Y el crío? Por no hablar de la pobre jamona. A ella se la habían cargado; coño, se la estaban zampando, ¿se había metido un gramo post-mortem para pillar un subidón y cogerme de los huevos? Y ¿Cómo habían consumido todos el mismo tipo de droga? Hostias, yo no sabía mucho del tema, pero nunca había oído hablar de ninguna sustancia que hiciera que un tipo con la carótida seccionada se paseara tan ricamente por ahí, clavando tijeretazos a diestro y siniestro.
Y luego estaba el tema de la sangre. Odiaba tener que dar la razón a la vocecita de los cojones, pero ahí había estado sembrada. Era verdad que todos andaban cubiertos de sangre de pies a cabeza, pero pude apreciar perfectamente que se trataba de sangre seca. Y todos estaban heridos. Unas heridas del copón. ¿Cuándo dejan de sangrar unas heridas tan espantosas como aquellas? Cuando se detiene el riego sanguíneo. ¿Y cuándo ocurre eso? Cuando estás MUERTO.
¡Mierda, mierda, mieeeeerda!!!!
Empecé a caminar en círculos, gesticulando, gritando; me sentía furioso. Furioso por mi puñetera suerte, furioso por estar allí atrapado, furioso contra aquellos cabrones que se amontonaban detrás de la puerta del sótano y que me estaban jodiendo la vida.
No era posible. Me negaba a creerlo. Yo no tengo demasiadas luces, hay que admitirlo, y es evidente que nunca voy a destacar por mi capacidad intelectual, pero estaba seguro de que no existía ninguna ley física, química, biológica ni divina que permitiera a un puñetero difunto volver de la fosa para liarse a dentelladas con el primer desgraciado que se le cruzara. Aquello era antinatural; joder, era inmoral, … era una putada.
Y era verdad, ¿sabeis?, porque por mucho que me empeñara en creer lo contrario, por más que intentara convencerme de que era imposible, de que no tenía sentido, yo ya sabía que era verdad. Lo había sabido desde el momento en que tetas grandes había gemido y me había mirado con aquellos ojos vacíos, muertos. Los otros bien podían haber estado colgados, poseídos o tarados, no hubiera habido forma de saberlo a pesar de sus heridas, todas mortales.
Pero ella ya estaba muerta cuando bajé al sótano. La habían matado ellos. Y, sólo el diablo sabe por y para qué, regresó a la vida.
La evidencia, no por conocida menos dura, me cayó encima como una losa.
Mis pobres piernas flaquearon y tuve que sentarme para no caer al suelo. Ya estaba hasta los huevos de caídas esa noche.
Me aticé un pelotazo de coñac y cogí el transistor. Estaba convencido de que sería imposible pillar nada en condiciones cuando, para mi sorpresa, la sintonía de las noticias de la Ser inundó de sonido la soledad que me envolvía
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"¿Hacen los zombies la digestión?"  - Página 2 Empty Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"

Mensaje  Bub Miér Feb 02, 2011 5:52 pm

NOTA DEL JEFE DE EXPEDICIÓN
La primera cinta termina aquí. Es la única que está numerada. Nuestro grupo ha revisado el contenido de todas ellas, para intentar situar cronológicamente las sucesivas grabaciones. Algunas de las cintas están grabadas hasta la mitad, y otras sólo contienen frases sueltas; además no hay referencia exacta en cuanto a fechas, excepto algunos comentarios del protagonista acerca del número de horas que permanece en el edificio.
A partir de estos datos, hemos establecido un orden más o menos consecuente al desarrollo de los acontecimientos, teniendo en cuenta el momento inicial de los hechos (lo que pasó a llamarse Momento 0), y el inicio de las grabaciones, que tiene lugar aproximadamente 36 horas después.
Así pues, sabiendo que el Momento 0 en la ciudad Condal tuvo lugar alrededor de las 19,30 horas del viernes 6 de agosto, podemos calcular que la primera grabación del protagonista se registra dos días después, entre la mañana del domingo 8 y la tarde del mismo día, puesto a que se hace referencia a las 26 horas que debería llevar fuera de servicio, de vacaciones. Si consideramos las 18 horas del viernes como la hora de inicio de su trabajo y por tanto, las 06 horas del sábado como el final de la jornada, la grabación de la cinta 1 comienza a las 08 horas de la mañana del domingo.
Así, los sucesos a los que el protagonista hace mención, es decir, los accidentes en las líneas 1 y 5 del metro de Barcelona, el incendio que destruyó el Hospital Clínic, los altercados en las calles y el episodio sucedido en los sótanos del edificio en que nos encontramos, tuvieron lugar la noche del viernes y la madrugada del sábado 7, unas pocas horas después del Momento 0, y son recogidos en la grabación casi dos días más tarde.
A pesar de que nuestra intención ha sido no manipular ni modificar de ninguna forma el contenido de dichas cintas, se ha hecho inevitable añadir estos “pies de página” para garantizar que los hechos se entienden tal y como sucedieron y favorecer la comprensión de los mismos.
Para ello, y teniendo en cuenta que la cinta 1 termina justo cuando el protagonista logra sintonizar la emisora regional de la Ser, hemos de introducir en el documento algunos datos y aclaraciones, puesto que sin ellos, y dado que el protagonista hace varias referencias en las grabaciones posteriores a esos sucesos, no sería posible seguir la narración.
1- En primer lugar, y como ya hemos dicho antes, aparece el término Momento 0. Dicho término hace referencia al instante en que los hechos se inician. Dado que estos hechos se produjeron en diferentes lugares y a horas diferentes, se ha de especificar, según a qué nos referimos, cada Momento 0. Así pues, el Momento 0 para nuestro protagonista es Condal 0.
En las primeras horas se pensó que se trataban de sucesos aislados y fortuitos, y corrieron hipótesis y rumores de toda índole, pero después se comprobó que cada uno de los actos que dieron lugar a la epidemia respondía a un patrón. Así pues, se trató de una acción terrorista, premeditada y perfectamente estudiada, y cada Momento 0 se activó en una secuencia cronológica deliberada.
El Momento 0-1, es decir, el primer suceso del que se tiene constancia es Hyderabad 0, capital del estado Indio de Andhra Pradesh, aunque las consecuencias del mismo, debido al bloqueo de las comunicaciones y al cierre de fronteras del gobierno de la India, no se conocieron hasta después de los Momentos 0 europeos.
El orden de los siguientes sucesos es imposible de dirimir; en algunos casos, por motivos similares a los de la India, y en otros porque los países afectados pertenecían al llamado Tercer Mundo y carecían de resonancia mundial; fue el caso de la mayoría de los estados africanos, algunas naciones de oriente próximo y Asia occidental, y países de América del Sur, a excepción de los gigantes productores de crudo.
Desde Hyderabad 0, los hechos tuvieron lugar en progresión geométrica con una diferencia entre ellos de 2 minutos.
En España, Barajas 0 encabezó la cadena, que seguirían Barcelona, Zaragoza, Valencia, Bilbao, Santiago de Compostela, y así sucesivamente hasta un total de 22 ciudades. Entre Barajas 0 y Camp de Tarragona 0 (estación del AVE en la ciudad catalana que albergó el último suceso) habían pasado apenas 45 minutos.

Hay que indicar que estos Momentos 0 no comprendían sólo un suceso. Así pues, en Condal 0 se registraron 6 focos, prácticamente al mismo tiempo, que afectaron a las líneas 1 y 5 del metro, al aeropuerto de El Prat, a las estaciones de Renfe en la Plaza de Catalunya y Sants y a la terminal de embarque del Puerto de Barcelona. En pocos minutos, los servicios de emergencia y los hospitales se habían saturado y, por tanto, y sin saberlo, habían propagado la infección.
Esta cadena de acontecimientos tuvo lugar de la misma manera en todo el estado español, y como se supo después, en todo el mundo.
Hemos de decir que toda esta información no llega al protagonista de las grabaciones, ya que cuando logra sintonizar la emisora de radio, los datos eran aún muy confusos y las consecuencias se ignoraban.

2- En las grabaciones posteriores se hace referencia también al “Polvo verde” o la “Niebla verde”. Este término coloquial hace referencia al CMP/011, la sustancia causante de los hechos.
Esta sustancia es una alteración química de agentes insecticidas con base de ésteres de dimetilcarbámico, en su mayor parte carbofurán, carbaril y propoxur. El uso original de estos agentes era la erradicación de plagas de insectos resistentes a los inhibidores reversibles de las colinesterasas. La manipulación química y molecular de estos compuestos derivó en el CMP/011, una suerte de arma biológica, con efectos devastadores y consecuencias imprevisibles.
Algunos de los principios activos de estos agentes individuales, como los carbamatos del carbaril, fueron los causantes de la mayor parte de los daños del CMP/011 en los infectados, provocando la teratogénesis que originó las alteraciones conductuales y las neuropatías periféricas.
Aunque se realizaron infinidad de estudios, la mayoría de los resultados de éstos jamás se hicieron públicos. La imposibilidad de curación, debido a la rapidez con la que la sustancia acababa con el sujeto huésped una vez infectado, derivó los esfuerzos hacia la obtención de una vacuna. Sin embargo, pocas horas después del inicio de la pandemia, el grado de confusión y pánico era tal, que una campaña ordenada de vacunación de los habitantes se hacía inviable, aunque se hubiera logrado hallar tal remedio.
“Polvo o Niebla Verde” designa el efecto que el CMP/011 producía cuando la sustancia era liberada al aire. Esta sustancia es un gas, pero en contacto con el oxígeno, sus moléculas se transforman en una suerte de polvo finísimo, que queda adherido sobre cualquier cosa.
Así se usaba originalmente para luchar contra los insectos. Se rociaban los campos con ella (en estos casos, los principios activos se modificaban para no suponer un riesgo para la salud de las personas y los animales) y los insectos quedaban impregnados de ella, llevándola consigo. La muerte del insecto llegaba poco después, y la adherencia de la sustancia sobre la planta hacía que posteriores enjambres también se infectaran. Si el insecto no moría, la toxina, que había llegado a su sangre, ocasionaba otros daños como la imposibilidad reproductora.
En el caso del CMP/011, la capacidad de adherencia se había mantenido, pero su acción mortal estaba reforzada.
Una vez el gas era liberado, el polvo resultante se pegaba a la ropa, a los zapatos, a cualquier cosa que estuviera cerca. En contacto con la piel, la toxina entraba por los poros y pasaba al torrente sanguíneo a través de los capilares, o bien de las mucosas (boca, nariz, ojos…) Una vez dentro del organismo, la toxina, fusionada molecularmente con un agente vírico (las primeras investigaciones barajaron algún tipo del género Lyssavirus, es decir un virus RNA, posiblemente de la familia rabdoviridae, como el virus de la rabia), se apoderaba de las células del huésped e invadía su núcleo, alterando sus patrones e iniciando una replicación hasta 100 veces más rápida.
Las propias células del sujeto expandían el contenido genético de la sustancia por todo el organismo. Al llegar al cerebro, la toxina tornaba las neuronas en fagocitas, es decir, se comían unas a otras. Este caos celular conducía al paciente a la muerte cerebral en poco tiempo, variando este aspecto de un sujeto a otro.
Es en este punto donde la CMP/011 actuaba de forma absolutamente diferente a cualquier otra toxina conocida. Cuando la muerte cerebral se producía, debido a la destrucción masiva de los tejidos cerebrales, el virus se adueñaba del hipotálamo. Las funciones biológicas normales (liberación de factores inhibidores o liberadores de hormonas, producción de neurohormonas, etc) se detenían. El organismo del sujeto huésped se colapsaba. A la muerte cerebral le seguía la muerte física en cuestión de pocas horas.
Sin embargo, en algún momento entre el fallo cerebral y la muerte física, nuevas las células, resultantes de la invasión de los núcleos originales, se erigían en una suerte de diencéfalo primitivo, activando de nuevo funciones básicas como el hambre.
Algunos de los pocos resultados que se hicieron públicos señalaban que así como algunas funciones hipotalámicas se tornaban activas, muchas otras como la sed, la temperatura corporal, el ciclo circadiano, la saciedad, la conducta emocional o la memoria nunca se restablecían.
La reanimación del sujeto infectado variaba según se tratara de Sujetos Originales, es decir, aquellos expuestos directamente a la toxina, en cuyo caso se estimaba entre una y cuatro horas, o Sujetos Secundarios, heridos como consecuencia del ataque de un Sujeto Original, en los que la reanimación se producía a los pocos minutos después de la muerte física.
La descomposición de los tejidos originales se ralentizaba; sin embargo, no se detenía, ya que las nuevas células obtenían la energía necesaria para la producción de ATP (adenosin trifosfato) de dichos tejidos, canibalizándose. No obstante, la ausencia de funciones biológicas, como la termorregulación, la digestión, la oxidación celular, etc. hacía que la necesidad de consumo energético de las nuevas células fuera casi nula, por lo que la descomposición total de los tejidos podía demorarse de cinco a veinticinco años, según el sujeto.




3- También se hace mención en alguna de las grabaciones al incendio de la sede del Partido Popular en Madrid. El suceso, que después se conocería como el Incidente Génova, nunca fue reconocido. La versión oficial se limitó a un escueto comunicado en el que se informaba de que la sede de los populares había sido atacada por un grupo indeterminado de personas que habían arrojado cócteles incendiarios contra el edificio. En aquel momento, siempre según fuentes del PP, sólo había dentro de la sede un par de escoltas, que lograron salir ilesos.
Sin embargo, esa misma noche, un video grabado desde el teléfono móvil de uno de los escoltas tiró por tierra esa versión de los hechos.
El vídeo, que se colgó en internet y fue uno de los más vistos hasta que la red cayó, mostraba una orgía de sangre y vísceras tan salvaje que causó el pánico general.
En él, un Mariano Rajoy vestido únicamente con unos pantalones sucios, acababa a dentelladas con su secretaria y atacaba a la plana mayor del PP, reunidos en gabinete de crisis. La grabación, que dura aproximadamente un minuto y medio, acaba con uno de los escoltas disparando contra la cabeza del político.
Aunque nunca se ha confirmado, se barajó la posibilidad de que Rajoy fuera uno de los Sujetos Originales de Barajas 0. Es posible que la toxina hiciera efecto en él durante la reunión. Según se informó después desde el servicio de emergencias, se recibieron llamadas de la sede popular pidiendo ayuda médica.
Se supone que el político empezó a encontrarse mal, por lo que fue atendido por los médicos de la central del PP. Al parecer, cuando la muerte cerebral se hizo evidente, se llamó al servicio de emergencias de la Comunidad de Madrid. Pero las urgencias médicas jamás llegaron a entrar en el edificio. Minutos después de haber recibido la llamada, la sede de la calle Génova estaba ardiendo, y sólo dos personas, los escoltas, tuvieron que ser atendidas por quemaduras leves.

4- Dos de los nombres propios que aparecen en las grabaciones son Pinhas Eshkol y Ernest Kossel.
El primero de ellos fue Ministro de Defensa del gobierno israelí, y posteriormente fundador del Frente Revolucionario por el Nuevo Orden. El Frente, en sus inicios una secta radical ortodoxa, fue catalogado por la ONU grupo terrorista peligroso en 2006 tras los atentados a la embajada francesa en El Cairo de ese mismo año, por delante de la organización Al qaeda.
Eshkol reivindicó dichos atentados, así como los cometidos contra las sedes diplomáticas de Gran Bretaña e Italia en Tel Aviv, en febrero de 2009.
Pocas horas antes de Hyderabad 0, Eshkol envío a diversas televisiones un vídeo en el que comunicaba sus intenciones, y anunciaba el fin del mundo tal y como lo conocíamos y el inicio de la Nueva Era.
El grupo radical, con varios miles de seguidores en todo el mundo, estableció durante meses una red de activistas perfectamente coordinada que ejecutó a la perfección la acción terrorista más importante de la historia, logrando activar una cadena de atentados consecutivos en tantos frentes a la vez, que colapsó todo el planeta.
En la actualidad se desconoce cualquier dato sobre su paradero.
A Ernest Kossel, doctor en química molecular y nieto del nobel de Biología en 1910 Alfred Kossel, se le atribuye la paternidad del CMP/011. Según algunos informes, ni el propio Kossel conocía cuáles iban a ser las consecuencias de su creación. Según se cree, se suicidó poco después de los primeros atentados en la India, aunque este dato tampoco ha sido confirmado.




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Mensaje  antonioj Dom Feb 06, 2011 9:52 pm

QUIERO MAS¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡


Tengo ansias de seguir leyendo y ver que hace bub ^^
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Mensaje  Bub Lun Feb 07, 2011 9:20 pm

CINTA 2
[justify]GRABACION 1
Estuve escuchando la Ser durante un par de horas; luego, las puñeteras pilas se agotaron. Supongo que hubiera podido encontrar otras en algún lugar del edificio, pero en aquel momento eso no estaba en mi lista de prioridades.
Estaba esperanzado en que las noticias iban a aclararme lo que estaba pasando, pero la verdad es que sólo consiguieron ponerme más nervioso.
Al parecer, los accidentes en el metro de los que hablaba Valdés no fueron tales, sino que estuvieron causados por alguna clase de atentado terrorista, y no se limitaron a las líneas de metro; el aeropuerto de El Prat, un par de estaciones de la Renfe y el puerto de Barcelona también fueron atacados.
Una cadena de atentados, en realidad, porque aunque parezca difícil de creer, en cuestión de una hora, más de 20 ciudades españolas habían sufrido ataques del mismo tipo, y llegaban noticias parecidas de otras partes del mundo.
La emisión fue caótica. Las informaciones de todas partes del país no dejaban de llegar. Tan pronto entraban desde Barajas como conectaban con la estación Delicias de Zaragoza, o informaban de disturbios en otros puntos. Una puta locura.
Sin embargo, no habían dicho una mierda sobre personas como las que se apelotonaban en la escalera del sótano. Nada de drogados, ni de locos caníbales y, desde luego, nada de muertos andantes.
Sobre las cinco de la mañana el transistor dejó de funcionar. En ese momento trataban de contactar con el corresponsal de la emisora en Israel.
Al poco de morir la radio, la tensión eléctrica del edificio pegó un bajón. No duró más que un segundo, pero me hizo dar un respingo en la silla. Miré a la calle. Afuera, estaba amaneciendo. Si todo hubiera sido normal, mi compañero Anselmo debería estar al caer. Le daría el parte, nos tomaríamos un café y hablaríamos sobre fútbol, tías o política. Y luego me largaría. Iría a casa, cogería mi maleta y me metería en un puñetero tren, camino de una tranquila playa de la costa brava. Eso, si todo hubiera ido bien.
Pero las cosas habían ido muy mal. Jodidamente mal. Tan mal, que estaba atrapado en el curro, solo, en el centro de una ciudad que se estaba yendo al carajo y sin perspectiva alguna de poder salir de allí o de recibir ayuda de alguna clase. Sí. Las cosas habían ido mal.
Como para ratificar ese pensamiento, la tensión volvió a bajar. Esa vez, el apagón duró algo más. Me puse nervioso. No había previsto aquello. No es que la falta de corriente eléctrica me dejara en bolas; las puertas de emergencia se abrían desde dentro y sólo lo hacían automáticamente en caso de incendio, así que no había riesgo de que un apagón las desbloqueara. Lo mismo ocurría con las corta-fuegos. Nada ni nadie podía entrar en el bloque.
Pero la mayoría de accesos internos funcionaban con tarjetas magnéticas. Si en algún momento me viera en la necesidad de escapar de la recepción y refugiarme en alguna de las plantas superiores, podía tener un problema. Por no hablar de los ascensores, que no podría usar.
Además, había dejado mi linterna en el sótano. La posibilidad de encontrarme a oscuras en el edificio, con la que estaba cayendo, no me hacía la más mínima gracia. Debía pensar en algo.
La más importante, claro, era garantizarme una vía de escape en caso de que las cosas se pusieran más feas. Lo de salir a la calle quedaba descartado. La huida a pie no era viable; como ya os he dicho, no soy precisamente un atleta. Tampoco tenía un vehículo ahí afuera, y aunque existiera la posibilidad de “agenciarme” uno, no tengo ni idea de conducir. Nunca me saqué el carnet. Joder, no me había hecho falta. Siempre me había defendido bastante bien usando el transporte público.
Por tanto, la única posibilidad era hacer seguras las plantas de arriba. Siempre podría hacerme fuerte en la azotea, o en el cuarto de los ascensores, o en la terraza; qué sé yo, quizás hasta pudieran rescatarme por aire.
Así, la base de mi plan de supervivencia radicaba en asegurarme de que todas y cada una de las puertas interiores permanecieran abiertas aunque la corriente fallara.
El edificio tiene ocho plantas y la terraza. A cada planta sólo se puede acceder de dos maneras, con los ascensores, o a través de la escalera. Como ya he dicho, existe también una escalera externa de emergencia, una de esas metálicas que se ven en las pelis de los yanquis, pero me da que nunca se ha usado. Para llegar a esta escalera, están las salidas de emergencia. Desde la calle, se abren con la banda magnética, y desde dentro con una barra anti-pánico. Esas no me preocupaban, a menos que volviera a saltar la alarma, en cuyo caso, se podían abrir desde fuera con un simple empujón.
Las importantes eran las puertas de acceso a la escalera. Había dos en cada rellano; una para acceder a la planta, y otra para acceder a la escalera. Así, cada rellano se convertía en una zona independiente, como el compartimento estanco de un barco. Si trababa de alguna forma estas puertas, usando cuñas de madera o calzándolas con cartones doblados, me garantizaría una salida rápida hacia otra planta, y además, podría hacerla segura volviendo a bloquear la puerta. Necesitaba algo para bloquear las puertas.
Entré en el cuarto del material de limpieza. En un armario se guardaban los rollos de papel higiénico y el papel seca-manos. También había una pila enorme de diarios viejos que usaban para limpiar los vidrios. Saqué los canutillos de cartón de los rollos y cogí los diarios, lo metí todo en una bolsa y me dirigí a la escalera. La idea era subir hasta la octava planta y luego, ir bloqueando las puertas a medida que bajaba. Pero un nuevo fallo en la tensión me hizo cambiar de planes. ¡Mierda, qué imbécil!!, tenía que empezar desde la planta baja. Si empezaba a bloquear las puertas desde arriba, corría el riesgo de que un apagón me dejara aislado en las plantas superiores, sin posibilidad de poder bajar. Y además, a oscuras. Joder, también me había olvidado del tema de la linterna.
Volví al cuarto del material. Esperaba que el Anselmo tuviera una linterna en su taquilla. Abrí el cajoncito de metal, pero sólo había un paquete de pañuelos de papel y un librito de poemas. Jamás había visto al Anselmo leer otra cosa que no fuera el Marca, y ahora descubría que le gustaba la poesía. Hay que joderse. Pero de linterna, nada.
Entonces vi la taquilla del tío de mantenimiento. Ni lo dudé; ya había forzado la taquilla del Anselmo sin miramientos, y al dueño de ésta ni lo conocía, así que puertas fuera. De puta madre. El tipo tenía linterna, baterías, y un montón de herramientas y otros trastos que me iban a venir de lujo. Dejé el inventario para después y volví a la escalera.
Abrí la puerta del descansillo de la planta baja y la sujeté con el pie. Luego, saqué tres o cuatro canutillos de cartón, los apreté bien y una vez juntos los doblé por la mitad. Metí el bloque de cartón bajo la puerta y aparté el pie. La puerta se movió un poco, pero quedó bien sujeta. Era suficiente. Tampoco quería que quedara tan trabada que luego me fuera imposible volver a cerrarla en caso de necesidad. De esta manera, bloqueé las puertas de la planta baja, y subí el primer tramo de escalones.
Puse la cuña en la puerta de la escalera de la primera planta. Estaba doblando los canutillos para bloquear la puerta interior y pensando que podría aprovechar que estaba allí para echar una cagadita, cuando oí un sonido que provenía de las oficinas, tan débil que incluso dudé de haberlo oído. Me quedé quieto; dejé de respirar, con la mirada fija en el rellano oscuro. Entonces, sonó de nuevo. Esta vez más fuerte, más claro. Me puse de pie. Sonó una vez más. Como pies que se deslizan sobre una moqueta. Suave. El sonido se repitió otra vez; y otra más. Allí había alguien. O algo.
Salí zumbando al descansillo y cerré la puerta interior. Sabía que si se trataba de uno de aquellos tarados (muertos o no), no podría salir de la planta; para ello, hacía falta una tarjeta. Pero la idea no me tranquilizó, así que mientras volaba hacia la recepción, fui cerrando de nuevo todas las puertas.
Cuando llegué al vestíbulo, sudaba como si me hubieran regado por aspersión. Sentía el corazón en la garganta, me faltaba el aliento. Coño, si no me calmaba me iba a dar un puñetero infarto. Pero no podía quitarme de la cabeza la idea de que arriba hubiera más bichos de aquellos. ¿Cómo puñetas habían llegado allí? ¿Y si se habían hecho con la tarjeta de la Jamona? Joder, entonces no había puerta que los detuviera. No, no, no, eso no era posible. No sabía nada de aquellas criaturas, pero dudaba que fueran capaces de usar una banda magnética. Es más, aun en el caso de que hubieran cogido la tarjeta de la tipa, ¿cómo iban a saber para qué servía?
Bueno, aquellos pensamientos podían resultar consoladores, pero yo tenía claro que mientras no asegurara la puerta de la planta baja no iba a poder respirar tranquilo. Había visto un candado grande junto a las herramientas en la taquilla del encargado de mantenimiento. Volví al armario, agarré el candado, un par de cáncamos recios y un martillo. Tres minutos después, el candado colgaba de la puerta. No era una obra maestra, más bien al contrario, pero estaba seguro de que nadie iba a poder entrar por allí.
Después, metí las herramientas en una caja de cartón, vacié en ella el contenido de los cajoncitos de la taquilla y me fui al vestíbulo. Estuve veinte minutos revisando mi botín. Mientras lo hacía, dejé que mi cabeza se relajara y logré eliminar un poco la tensión que me atenazaba. Al final, decidí que casi todo podía serme útil. Guardé la caja debajo del mostrador, y dejé fuera las pilas, y una grabadora. El cacharro, un poco anticuado, estaba guardado en una bolsa de lona junto a un buen puñado de cintas. Tenía también un cargador de batería, que desgraciadamente no servía para el transistor. No tenía ni idea de por qué el de mantenimiento tenía aquel trasto en la taquilla, pero quizás yo pudiera aprovecharlo.
Traté de ponerla en marcha, pero la batería estaba seca, así que la puse a cargar. Una lucecita roja se encendió. Después de todo, funcionaba.
Mientras la grabadora se cargaba, me dispuse a probar la linterna. No era cuestión de malgastar las pilas que había encontrado. Si las que la linterna llevaba aguantaban, las agotaría antes de cambiarlas. Mientras la probaba, me acerqué a la puerta corredera. Ya se había hecho de día y la luz del sol entraba por los vidrios tintados, dibujando extrañas formas en el suelo de moqueta. Una de aquellas formas me llamó la atención. Se movía a intervalos, parecía agrandarse y estirarse, como ramas movidas por el viento. Abrí la puerta corredera. La sombra se acercaba cada vez más a la puerta del edificio, pero desde donde yo estaba no podía ver de qué se trataba.
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Mensaje  Bub Miér Feb 09, 2011 5:45 pm


GRABACIÓN 2

La sombra se ensanchó, se hizo más densa. Un segundo más tarde, una figura apareció. Era un hombre, un tío de unos sesenta, envuelto en una especie de sábana que se le ceñía a la cintura. Casi me cago cuando comprendí que la sábana de los cojones era un sudario. Una mortaja.
El fulano avanzó un par de metros, llegó a la puerta del edifico y se quedó allí plantado, con la puñetera cara pegada al vidrio y los ojos vacíos mirando a la nada. Me acojoné. Me acojoné porque era, no sé… auténtico. Quiero decir que, hostias, ya me las había visto con aquellos tarados del sótano. Y era posible que fueran muertos reanimados por Dios sabe qué mierda. Pero había algo en sus pintas que los hacía irreales. Quizás fuera toda aquella sangre, o las heridas; no sabría decirlo. Lo cierto es que mi mente no había previsto la posibilidad de que estuvieran muertos, al menos de inicio. Sin embargo, el tío de la puerta me impresionaba, porque era la imagen que siempre había tenido de un difunto.
No tenía nada que ver con el grupito del párking, ni con los bichos que aparecían en las pelis cutres. Este tío estaba muerto de verdad. Nada de ropas destrozadas, ni de piel amarillenta que se descolgaba sobre huesos podridos; no había llagas, ni heridas supurantes. No. Este tío tenía los puñeteros agujeros de la nariz rellenos de algodón y una “Y” recosida en el pecho. ¡A este tío le habían hecho la autopsia, y el muy cabrón miraba si había alguien en casa!!!!!!
Me acerqué un poco. Él no podía verme; los cristales eran tintados, parecidos a espejos, ya sabéis, igual que las lentes de aquellas gafas horteras que se pusieron de moda en los 80. Yo sentía el corazón en los oídos, pero no galopaba. Latía despacio y fuerte, como cuando uno se está preparando para echar un polvo, no sé si me entendéis, una mezcla rara de excitación y ansiedad.
El tío tenía los ojos velados, blanquecinos, y su mirada era estéril, como la que había visto en el rostro de la jamona; sin embargo, tenía algo de hipnótico. Me fui acercando poco a poco hasta quedarme prácticamente delante de él.
Entonces oí el golpe. Al principio no supe qué coño era. Sonó como si hubieran lanzado una piedra contra el vidrio. Enseguida, la mortaja del tipo se tiñó de un rojo pálido y me fijé en un pequeño agujero humeante que tenía a la altura del pecho. Había una bala en el suelo, de calibre pequeño. Un “9”, tal vez. Le habían pegado un tiro.
Un segundo proyectil se estrelló contra la marquesina. Me tiré al suelo. Parecía que algún gilipollas estaba disparando a ciegas.
El muerto comenzó a girarse despacio cuando le acertaron en la cabeza. Coño, el tarro le explotó como un melón maduro y los restos de su cerebro se estrellaron contra el vidrio. Un segundo después, y como si entendiera que ya no tenía nada que hacer allí, el cuerpo cayó sobre la acera.

Al momento, un coche de la policia entró en escena. Surgió de repente, por la derecha, a toda velocidad. Se salió de la calzada, invadió la rambla de la Diagonal, llevándose por delante un banco de madera, y se detuvo haciendo un trompo. El olor de la goma quemada me llegó como una bofetada. Me levanté rápìdamente. ¡¡Joder, la poli!!. Parecía que por fin iba a tener algo de suerte. Me dispuse a abrir la puerta; sin embargo, un pálpito me hizo detenerme.
Desde la ventanilla del conductor, un poli apuntaba al tío del sudario, pero el fulano ya no se movía. Parecía que se lo había cargado del todo, ¿podía matarse a un muerto, era eso posible? Lo desconocía. Aunque claro, a aquel pobre desgraciado lo habían descabezado como a un boquerón. Suponía que fuera lo que fuera lo que había hecho levantarse a los muertos, tenía algún tipo de limitación física, después de todo. No hay cabeza, no hay reanimación. Era un dato a tener en cuenta.
Tras unos segundos, la puerta del coché se abrió y bajó un poli. El tío tenía una pinta lamentable. Iba descamisado, con los faldones de la camisa azul colgando por fuera, y los pantalones cubiertos de barro hasta las rodillas. Le faltaba la bota derecha. Sólo la gorra, un poco ladeada, parecía estar en su sitio.
El poli se acercó muy despacio al cuerpo, como si caminara sobre un campo de minas, mirando como un loco a todas partes a la vez. La pistola le temblaba en las manos como si las tuviera de gelatina; era un milagro que aquel fulano no se volara un pie.
Estaba a punto de llegar al muerto cuando, de repente, se detuvo. Alzó la pistola, apuntando hacia la puerta de cristal y gritó algo.
¡Mecagüenlaputa! ¡Me apuntaba a mí!!. No puede ser, coño, pensé. ¿cómo iba a verme? Pero el tío me veía. Gritó de nuevo, pero no le entendía un carajo. Mierda, el vidrio era irrompible, pero igual aquel fulano llevaba encima algo más potente que la “9”y me jodía la marrana.
Volví a tirarme al suelo y me arrastré hacia una esquina; entonces, comprendí por qué podía verme. Llevaba la puta linterna en la mano. Había estado tan absorto mirando al fiambre de la mortaja que me había olvidado por completo de ella. Cada vez que me movía, la recepción parecía un puñetero faro. El poli seguía gritando. Me puse de pie como un rayo y moví la linterna de un lado a otro, lentamente. El tipo pareció relajarse. Se acercó sin bajar el arma. Yo caminé hacía la puerta sin dejar de menear la linterna y desbloqueé el cierre. La puerta emitió un chasquido. El polí soltó un grito y casi deja caer la pistola. La puta; aquel tío tenía más peligro que los jodidos muertos.
Abrí despacio la hoja de vidrio y asomé un poco la cabeza.
- Voy a salir, no dispare, no dispare…
El poli me miró desconfiado.
Salí a la calle con las manos en alto. El tío miró por encima de mi hombro sin dejar de apuntarme.
- ¿Está usted solo ahí?
- Sí. Soy el vigilante del edificio. Bony-. Le extendí la mano.
El tipo miró mi mano como si viera una por primera vez, hizo un gesto con la cabeza y, tras unos segundos, bajó la pistola.
- Guardia Urbana de Barcelona-, dijo muy serio. Lo dijo como si fuera el general al mando del puñetero Séptimo de caballería. Miré al coche patrulla. No había nadie más. Aquel tío estaba solo. Comprenderéis que en aquellas condiciones la guardia urbana me la sudaba tanto como el jodido Ejército de Liberación de Cojonolandia.
-Estupendo-, solté. No sabía qué más coño decir. Esperaba que fuera él quien me diera explicaciones, que me dijera qué hacer, pero el tío se limitaba a mirarme, cerrando y abriendo los ojos con un tic que me estaba poniendo de los nervios. Aquel nota estaba como una cabra. Empezaba a pensar que había sido una cagada salir.
- Espere aquí-, me dijo. Volvió al coche y sacó el micro de la emisora. Tenía el cable cortado.
- Central, zona 1 despejada. Repito, zona 1 despejada. Corto-. Tiró aquel cacharro inservible sobre el asiento del conductor y me lanzó una especie de sonrisa:
- Bueno, todo está controlado, señora-, me dijo.
-Ya veo, ya. Cojonudo-, dije. Bueno, pues si le parece, voy a volver ahí dentro, ¿eh?
- Si, entre y comunique a los demás que todo está bajo el control de la Guardia Urbana. No se preocupen, los equipos de emergencia ya vienen hacia aquí.
- Claro, claro. Ahora mismito se lo digo a todos, ya verá qué contentísimos se van a poner…
El tío me saludó con un toquecito en la gorra y se giró hacia el coche. Yo no había dado un paso, cuando dijo:
-Señora.
Mecagüenlostia, pensé. Al final me va a joder bien. “¿sí, agente?, contesté.
- ¿Conoce a ese tipo?-, me preguntó señalando al fiambre al que le acababa de volar la cara.
Negué con la cabeza. El poli sonrió condescendiente.
-Bueno-, dijo. Por esta vez dejaremos que duerma la mona, pero cuando despierte, dígale que está prohibido por la ordenanza municipal 236/27-1982 dormir en la vía pública.
- Claro. Por supuesto. En cuanto despierte.
- Jodidos moros-, dijo, y cruzó la calle a la carrera.
Me metí en el vestíbulo y volví a bloquear la entrada.
Jamás me había sentido tan solo.
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Mensaje  Bub Jue Feb 10, 2011 10:47 pm

GRABACIÓN 3

El poli no volvió, gracias a Dios. El que sí llegó fue mi relevo. Ocho horas más tarde y muerto, pero llegó.
Yo acababa de comer algo. De hecho, había acabado con casi todo lo comestible que quedaba en la maquinita. Mi almuerzo había consistido en un par de bolsas de aquellas porquerías gomosas endulzadas y una cerveza “sin”. Odiaba la cerveza sin alcohol. Coño, si le quitaban el alcohol ¿qué gracia tenía entonces la cerveza? Además, me hacía mear más que una preñada.
En eso estaba, aliviándome en el paragüero, que ya empezaba a estar peligrosamente lleno, cuando vi al Anselmo cojeando Rambla arriba. Cojeaba exageradamente, bamboleándose de un lado a otro, como si fuera a hostiarse en cualquier momento. Llevaba puesto el uniforme; bueno, casi. Aún conservaba su gorra, una de aquellas boinas de pana oscura que le hacían parecer diez años más viejo, pero le faltaba media camisa. La otra media colgaba de su cintura empapada en sangre. Con seguridad, alguno de aquellos bichos le había atacado cuando venía hacia aquí. Joder.
Cruzó la calle con parsimonia y se plantó delante de la puerta. Yo estaba fascinado; el tío era un currante del copón. Incluso muerto, acudía al tajo; con dos cojones.
El Anselmo se quedó unos minutos parado en la entrada, sin moverse, como si esperara que alguien le dijera qué tenía que hacer a continuación; luego, miró sin interés al tipo sin cara tirado en la acera, se echó la mano al bolsillo y comenzó a buscar algo. Al momento, sacó una llave y la acercó a la cerradura.
Yo sentí una puñalada helada en el espinazo y se me encogieron los huevos. El tío iba a abrir. Corrí como un rayo a la caja del mostrador y activé el bloqueo electrónico de la puerta. ¡Mierda! Había olvidado hacerlo cuando se marchó el poli. Si seguía cometiendo aquellas cagadas, iba a durar poco vivo, la puta.
Me acerqué despacio a la entrada.
El Anselmo metió la llave en la cerradura con una habilidad sorprendente (teniendo en cuenta que estaba muerto), y la giró un par de veces. La puerta no se abrió, claro. Sacó la llave, la miró como si se tratara de un dispositivo de alta tecnología y la metió otra vez. Nada. Por tercera vez, introdujo la llave en el paño y giró sin éxito. Seguía siendo un cabezón; fiambre, pero cabezón. Tras otro intento fallido, sacó la llave y la tiró a la carretera con cara de fastidio. Se llevó su mano muerta a la cabeza y se rascó la boina.
Segundos después, pareció perder todo interés por entrar; miró el grotesco mural de materia gris que decoraba la puerta, acercó la boca al vidrio, sacó una lengua azulada de estopa y se puso a lamer los restos resecos del cerebro del tipo de la mortaja.
Bueno, ver comer al Anselmo nunca había sido una experiencia agradable; el tío era de esos que tienen choricillos y morcillas del pueblo colgados en la taquilla, de los de bocadillo de mortadela envuelto con diarios deportivos, ya sabéis, pero verlo chupetear los sesos de un fiambre era demasiado. Le levantaba el estómago al más pintado.
Y era un buen tipo, que conste. Un buen compañero, de los que llegan treinta minutos antes para hacerte el relevo, de los de conversación fácil, en fin, un tío legal. Y ahora estaba frito; bueno, técnicamente hablando, porque descontando el mordisco enorme que le partía en dos la garganta y la ropa destrozada, no tenía un aspecto muy diferente al habitual. A ver si me entendéis, que el tío no es que fuera muy aseado. La barba de varios días, el pelo graso que le dejaba los hombros nevados, la colonia barata que nunca llegaba a tapar del todo el tufillo a chotuno, y la uña… joder, sobre todo la uña. La jodida uña multiuso, que lo mismo servía para explorar las profundidades nasales, para investigar las fosas auditivas, para puntear un guitarra o para abrir una lata de mejillones. No nos engañemos, era un poco guarrillo. Pero buen tío.
Fue entonces, mientras miraba al pobre Anselmo degustando la masa encefálica del fulano sin cabeza, cuando comprendí que tenía que cargármelo. Ya no se trataba sólo de compasión con aquel pobre desgraciado; ¿y si el tipo volvía a casa? Bueno, después de todo, había venido al curro. De alguna manera, su cerebro muerto recordó que tenía que cumplir ¿no?; recordó el camino, incluso recordó que tenía que abrir la puerta, y hasta dónde guardaba la llave. Entonces, ¿y si decidía que ya era hora de plegar y volver a su queli? Era capaz de zamparse a su señora, aunque había que estar muy hambriento para hacerlo, joder. O a sus vecinos. Quizás esa mierda que causaba la reanimación no se había extendido aun por allí. A lo mejor, sólo afectaba a una zona determinada, aunque lo dudaba. Y ahora el Anselmo era contagioso. Coño, era una puta varicela de 95 kilos, un virus con patas, un arma biológica. Si, tenía que cargármelo.
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Mensaje  antonioj Sáb Feb 12, 2011 2:48 pm

Venga,otra grabacion mas ^^
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"¿Hacen los zombies la digestión?"  - Página 2 Empty Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"

Mensaje  Bub Mar Feb 15, 2011 10:08 pm


Pero cargarme al Anselmo no era una tarea fácil. Desde luego, no estaba dispuesto a salir a la calle; ni siquiera a abrir un poco la puerta y descerrajarle un 38 en la boina. Desde el episodio del sótano tenía decidido que no iba a correr ningún riesgo. Necesitaba un plan seguro y a la vez efectivo. Y no se me ocurría nada.
Estuve a punto de amnistiar al pobre desgraciado; después de todo, lo que pudiera hacer ahí fuera no me importaba una mierda. Que viviera su muerte como le diera la gana, qué coño. Entonces, un par de palomas revolotearon desde un árbol hasta la marquesina del edificio, y se me encendió la bombilla.
La marquesina coronaba la entrada del bloque. Era una estructura sólida de acero y cristal que recordaba un poco al tejadillo de los cines de los 50. Según el administrador, confería distinción al edificio, pero hasta el momento, su única utilidad había sido proteger de la lluvia a los peces gordos de las oficinas mientras esperaban su coche.
Hasta esa mañana, en que se iba a convertir en cómplice de la segunda muerte del Anselmo.
La marquesina no podía limpiarse desde la calle; las ordenanzas municipales de Barcelona prohibían entorpecer la acera con estructuras, tales como escaleras o andamios. Tampoco se podía hacer desde el principal, debido a los balcones. Para solucionar este problema, al rehabilitar el edificio habían diseñado unos ventanucos que permitían acceder al voladizo desde la portería. Tres ventanas de unos cuarenta centímetros de alto por un metro de ancho, de apertura basculante, para que la señora de la limpieza pudiera pasarle la mopa subida a una escalera.
Mi plan era sencillo. Saldría a la marquesina por el ventanuco y le lanzaría al pobre Anselmo uno de los maceteros de piedra que decoraban el tejadillo. Aquellos trastos debían pesar al menos cincuenta kilos. Rápido y efectivo. Valoré los riesgos de mi proyecto. Mi experiencia de anoche me había ensañado que era mejor reducir al mínimo posible la improvisación.
Bueno, el riesgo más evidente era que me cayera de la escalera. Había al menos tres buenos metros hasta las ventanas, y la posibilidad de romperme un hueso (o la cabeza) y quedarme allí tendido para los restos no era muy alentadora. Por si acaso, pondría el sofá justo debajo de la escalera.
Había otros riesgos, menos probables, como que la marquesina cediera o que la escalera se deslizara al subir y luego tuviera que bajar de allí pegando un salto, pero no me parecieron graves. Mientras no me cayera, todo iría bien.
Cogí la escalera del cuarto de mantenimiento y la planté bajo las ventanas. Era una buena escalera; sólida, con unos topes de goma en las patas que evitaban que se deslizara y una palanca de seguridad para que no se abriera demasiado. Una vez puesta la escalera en su sitio, arrastré el sofá y lo coloqué a su lado. Luego, poco a poco, subí los catorce peldaños, llegué al ventanuco del centro y lo abrí. La hoja de vidrio ascendió hasta quedarse en posición horizontal.
El aire fresco de la calle me hizo sentir una punzada de melancolía. Hacía un día de puta madre. Lástima que el jodido mundo se estuviera yendo a la mierda.
El primer imprevisto fue que me había quedado un poco bajo. Claro, aquellas ventanas estaban pensadas para sacar una mopa o una fregona por ellas, pero no para que alguien pudiera salir por allí. Además, vistas de carca se me antojaron un poco estrechas. Desde allí arriba podía ver al Anselmo apurar los restos de su repugnante almuerzo. Ojalá que el apetito le durara al menos unos minutos más.
Me puse sobre las puntas de los pies. El filo de la ventana me llegaba a las tetillas. Tenía que dar un buen salto para poder salir. Flexioné todo lo que pude las piernas y me impulsé, agarrando fuerte el alféizar. Conseguí sacar medio cuerpo. El otro medio se quedó colgando sobre la escalera. Justo en la mitad estaba mi hermosa barriga, atrapada en el ventanuco de los cojones.
Diosss, aquello sólo me podía pasar a mí. Tenía el puto marco de aluminio clavado en los riñones y el cierre de la hoja bajo el ombligo. Traté de arrastrarme hacia afuera. Avancé un poco, pero el cierre se enganchó en el botón de mis pantalones. Joder, levanté la barriga y comencé a mover las caderas intentando liberar el botón. Con cada movimiento, el marco de la ventana se clavaba más y más en mi espalda. El dolor era terrible. Debía ser un espectáculo grotesco, patético, una jodida Shakira de 100 kilos meneando el culo a tres metros de altura.
Traté de localizar la escalera con los pies. Se había quedado a la derecha. Giré la cintura un poco. Cada movimiento era una agonía para mis pobres riñones. Apoyé las puntas de los pies en la baranda de la escalera, me agarré fuerte a la estructura de la marquesina y me impulsé hacia adelante.
Sentí un dolor intenso en la espalda y en el vientre, como una quemadura, y mi barriga quedó liberada. Entonces, oí un ruido dentro de la recepción. Me giré para ver qué había pasado y me di cuenta de que estaba en pelotas. La cinturilla de mis pantalones seguía enganchada en el cierre de la ventana, pero el resto, junto a la escalera que debía llevarme otra vez a mi querida butaca descansaba sobre el suelo de mármol de la portería.
Maldecí mi suerte. Ahí estaba, con el culo al aire, literalmente, y sin la puta escalera para bajar de nuevo. ¿Podían salir peor las cosas? Bueno, estaba claro que sí. Decidí que el Anselmo iba a pagar el pato. Por mis cojones que me lo cargaba. Ahora ya era algo personal. ¿Pero a quien coño se le ocurría venir fiambre al curro, joder?!!!
Me desplacé a gatas por la marquesina, tratando de no pensar en el aspecto que debía tener mientras lo hacía. Cincuenta tacos, calvo, gordo como una patata y con el cacahuete colgando. Joder, en aquel momento me alegraba de que no hubiera nadie (vivo) que pudiera verme.
A rastras, llegué hasta el filo; traté de levantarme, pero apenas había un metro entre la marquesina y los balcones, así que no me quedaba más remedio que seguir a cuatro patas.
Saqué muy despacio la cabeza por el borde de la marquesina y me asomé. El Anselmo estaba justo debajo. Tenía que llamar su atención y tratar de llevarlo hacia una esquina, donde estaban los maceteros.
Comencé a dar golpecitos con el puño, pero el tipo parecía no oírlos. Golpeé un poco más fuerte. Nada. Joder.
Silbé. Al principio eran silbidos cortos y suaves; luego silbé más fuerte. Ni puñetero caso.
Estaba empezando a ponerme muy nervioso. Al otro lodo de la calle había un tío alto, con un abrigo oscuro, que no dejaba de mirar hacia el edificio.
Me puse las manos alrededor de la boca, a modo de bocina, y grité. El Anselmo sacudió un poco la cabeza, pero siguió en su sitio.
Desesperado, cogí un puñado de piedrecitas de uno de los maceteros y comencé a tirárselas. Cada lanzamiento iba acompañado de un “Chiiisssst, chiissst”. El tipo del abrigo se había girado y ahora estaba de frente al bloque. Maldita sea, estaba llamando la atención del fiambre equivocado.
Por fin una de las piedras, un guijarro del tamaño de una moneda, impactó en el rostro del Anselmo. Se giró un poco; entonces aproveché para agitar la mano y llamarlo: ¡Anselmo, eh, Anselmo!!
El pobre me miró. Al principio puso cara de bobo; coño, yo estaba boca abajo y apenas se me veía la nariz. Pero luego me reconoció. Levantó una mano lacia como una guante vacío y la sacudió a modo de saludo. Al tiempo, esbozo algo parecido a una sonrisa. Sus labios amoratados, hinchados como salchichas de Frankfurt, se doblaron en una mueca extraña, dejando ver los dientes sucios, cubiertos de restos de cerebro muerto. Comenzó a andar hacia mí, sin dejar de mover la mano. Parecía un monarca retrasado.
Mientras el Anselmo se acercaba, me incorporé como pude y gateé hasta el macetero. Traté de levantarlo, pero no pude. Tiré otra vez. No había manera. Joder, ¿cuánto pesa esta mierda??? Tiré de nuevo, esta vez con todas mis fuerzas, tanto que mis doloridos riñones parecieron partirse. Fue inútil. Caí sentado, respirando pesadamente. Entonces me fijé en la base de aquel trasto. El jodido macetero de los cojones estaba sujeto al suelo con mortero. Lógico; los habían fijado para evitar precisamente lo que yo pensaba hacer: despachurrar a alguien. A esto, el pobre Anselmo ya estaba bajo la esquina, mirando hacia arriba, meneando aquella mano muerta.
Me senté junto al macetero, Apoyé mi espalda contra la base y empujé. Pareció moverse un poco. Insistí. Unas pequeñas grietas aparecieron en el cemento. Tenía que empujar más fuerte, pero mi espalda estaba hecha polvo.
Abajo, el Anselmo había comenzado a balbucear algo; eran gemidos cortos, que no se entendían. Me asomé. El tipo sonrió de nuevo. Yo le hice señas con la mano “espera, espera”. Volví a sentarme, esta vez frente al macetero. Apoyé los pies en la base, flexioné las rodillas y lancé una patada. Un dolor terrible recorrió mis piernas y se clavó en mi cintura, pero la base de mortero se quebró. Una patada más y el puñetero macetero quedó libre.
Rápidamente, arrastré el trasto hasta el borde, hasta ponerlo justo encima de mi compi. El tipo seguía emitiendo sonidos, con la cara hinchada alzada hacia la marquesina. Lo miré por última vez. Sabía que tenía que hacerlo, pero era inevitable sentir pena por aquel pobre desgraciado. “Lo siento, Anselmo”, dije, y lancé los cincuenta kilos de cemento al vacío. Mientras el macetero caía, el Anselmo dijo algo. La verdad es que pudo haber sido cualquier cosa, pero os juro que yo oí “Bony”, bueno, en realidad algo como “Fooooonii”, aunque ya era tarde para preguntárselo. La maceta impactó en su frente; su cuello, levantado para poder verme, se partió hacia atrás como una caña seca, con un crujido húmedo. El Anselmo cayó de rodillas. Su cabeza había desaparecido bajo aquella mole de piedra. Luego, su cuerpo se torció hacia atrás y así se quedó, como un jodido rockero punteando su guitarra en pleno éxtasis, arrodillado, con las piernas abiertas y el cuerpo flexionado en una ángulo imposible. Un ángel del infierno sin cabeza.
No había tiempo para lamentos; tenía que largarme de allí cagando leches. La movida del macetero había armado un escándalo del copón.
Mi vecino del abrigo oscuro había abandonado lo vida contemplativa (bueno, en este caso, la muerte) y caminaba lentamente hacia aquí; no estaba seguro de que me hubiera visto, pero desde luego, había oído el jaleo, y estaba claro que aquellos bichos eran cuando menos chafarderos.
Pero mi huida representaba un problemón. Uno con el que no había contado. Volver a pasar por la ventana era imposible. Para subir, me había ayudado con la escalera, pero bajar era otra historia. En primer lugar, porque la mierda de ventanuco era muy estrecho; no pensaba volver a pasar por el trago de quedarme ahí encallado de nuevo. Y en segundo lugar, había tirado la jodida escalera al impulsarme. Ahora tenía tres metros de caída libre, sin la opción del sofá, sobre el que reposaba mi bendita escalera. Con la suerte que tenía, si era capaz de volver a salir por la ventana, cosa del todo improbable, seguro que me partía los tobillos contra la escalera. No, definitivamente había que buscar otra vía de escape.
Me desplacé a gatas hasta uno de los balcones del principal. Salté el murete de piedra y entré. Las puertas estaban cerradas; podría probar suerte en el otro balcón, pero seguramente las encontraría cerradas también. Tendría que romper el cristal. Dudaba que fueran como los de la entrada. Doble vidrio, a lo sumo, pero no irrompibles. Sin embargo, se me planteaban algunas dudas.
La primera, que se activara una alarma. Desconocía si alguna de las oficinas contaba con un sistema de alarma privado. No era probable, teniendo en cuenta el protocolo de seguridad del edificio, que centralizaba todas las plantas. Además, en el caso de que existiera tal alarma, lo máximo que podía pasar era que sonara el chivato. Bastaría con localizar la caja y desconectarla.
En segundo lugar estaba el asunto de los ruidos que había oído antes. Estaba seguro de que había alguien ahí dentro. ¿Uno de esos bichos? ¿Varios? No tenía ni puta idea, pero no podía quedarme para siempre en el balcón.
A la mierda; rompería el cristal y entraría. Que fuera lo que Dios quisiera. Tanto si había alarma como si no, iba a tener que hacer ruido al romper los cristales. De todas maneras, aquel ser (o seres) lo oirían. Sólo esperaba ganar las escaleras antes de que me atrapara.
Me quité la camisa, lo que me dejó como mi santa madre me trajo al mundo, me enrollé un puño con ella y le aticé un golpe a la puerta de vidrio. No se partió del todo, pero la hoja se llenó de telarañas. Un segundo golpe seco bastó para romperlo. Cerré los ojos, esperando que la jodida alarma comenzara a pitar, pero no pasó nada. Es más, el suelo de moqueta del interior evitó el ruido de los cristales al caer. Volví a ponerme la camisa, introduje la mano por el cristal roto y abrí la puerta.
Entré en un despacho. Había una mesa grande de nogal y varios sillones alrededor; una sala de juntas, supuse. Me acerqué a la puerta y la abrí despacio. La estancia contigua era más grande. En ella había varios escritorios y un par de armarios. Junto a uno de los armarios, estaba la recepción, y un poco más allá, el vestíbulo, los benditos ascensores y mi amada escalera. Diez metros, doce a lo sumo, y habría salido de allí.
Eché a andar, rebosante de optimismo, cuando un pensamiento me dejó helado. ¿Cómo coño pensaba salir de allí? Había asegurado la puerta de la recepción con el candado. Y los ascensores estaban bloqueados electrónicamente.
¡Mierdaaaaaa!!!!! Estaba atrapado en la jodida oficina!!!!!!
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Mensaje  Adrizombi Mar Feb 15, 2011 11:26 pm

B... eres el mejor, voy por la parte en la que olle las noticias de la cadena SER, mañana seguiré. Artista!!, Esta historia tiene que seguir mas eee, no la dejes abandonada porque no se lo merece xD
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Mensaje  Bub Jue Feb 17, 2011 12:02 am



Joder, ¿cómo podía haber sido tan imbécil? Tanta precaución, tantas medidas de seguridad, tanta jilipollez, y yo mismo me había atrapado en la jodida planta. Traté de encontrar una solución de urgencia, pero era perder el tiempo; estaba claro que a aquellas alturas la única solución posible pasaba por volver sobre mis pasos y bajar por el ventanuco.
Volví de nuevo a la sala de juntas. Estaba a punto de salir al balcón cuando vi un pequeño cuarto al fondo de la habitación. La puerta estaba entreabierta y pude distinguir una cafetera. Joder, era un office. Despacio, me acerqué hasta el cuarto y empujé la puerta lentamente, esperando que en cualquier momento algo saltara sobre mí. Pero no había nadie.
El cuartito no estaba mal. Un par de mesitas y algunas sillas, una pequeña cocinita y unas estanterías. Sobre el mármol de la cocina estaba la cafetera que había visto, y junto a ella varios cartones de leche. En los estantes, azúcar, unos botecitos de café instantáneo y una lata de leche merengada. Bajo el mármol habían puesto una neverita, y a un lado, pulcramente apiladas, al menos tres docenas de botellas de agua. Unas cajas de bollos completaban el botín. La puta, se me hizo la boca agua. El choricillo que le había mangado al Anselmo era ya un recuerdo lejano; además, acababa de descubrir que estaba muerto de sed. La cerveza sin y las colas me habían servido, pero necesitaba agua. Es algo físico; se supone que una persona puede aguantar varios días sin jalar, incluso semanas. Pero el agua era otro cantar. Un cantar con el que no había contado hasta que había descubierto aquel oasis.
Cogí una de las botellas y me bebí casi la mitad de un tirón. Dios, estaba deliciosa, fresca, de putísima madre. Tenía que encontrar una bolsa o una caja para poder llevarme todo aquello a la recepción. Con estas provisiones podría aguantar un buen tiempo mientras esperaba que llegara ayuda. Busqué en un par de cajoncitos y en los estantes, sin suerte. Quizás las cajas de bollos pudieran servirme, aunque resultaban un poco pequeñas para las botellas. Y ni siquiera tenía unos jodidos bolsillos!!!!!
Al final, vacié la mitad de los bollos de una caja y acomodé tres botellas en el hueco. Era todo lo que podía llevarme. Luego, coloqué entre las botellas algunas barritas de chocolate y más bollos, me puse un cartón de leche bajo el brazo, y salí del office.
Atravesé la sala de juntas caminando despacio, no tanto para evitar hacer ruido, puesto que el suelo estaba enmoquetado, sino para que mi preciada carga no se cayera. Salí al balcón, coloqué la caja sobre el borde de piedra del mismo y me dispuse a saltar el murete. Había pasado una pierna cuando la puerta de la sala de juntas se cerró de golpe con un portazo. Quizás fuera el aire, una jodida corriente, o quizás aquello que vagaba por la planta, hombre o demonio, quien sabe; lo cierto es que el portazo me dio un susto de cojones. Di un respingo, y golpeé con mis desnudas posaderas a la bendita caja. La caja, con todo lo que contenía, cayó sobre la marquesina y, como si de un jodido trineo se tratara, se deslizó graciosamente por el tejadillo y desapareció. Solté una maldición y me lancé tras mis provisiones, pegando un barrigazo de la leche contra el vidrio. Llegué al filo justo a tiempo para ver como el cartón de leche se estrellaba contra la calzada, pintando de blanco el bordillo. Los dulces quedaron esparcidos sobre la acera, y mis queridas botellas de agua rodaron sobre el cemento hasta desaparecer bajo el tejadillo. En medio del desaguisado, el fulano del abrigo oscuro. El tipo había llegado hasta la puerta del edificio y miraba hacia las alturas, atónito por el imprevisto diluvio de manducas. Cuando me vio, abrió la boca y alzó las manos, intentando alcanzarme. El “joputa” no se conformaba con el aperitivo; quería el plato fuerte. El muy cabrito. Pues iba a quedarse con las ganas. No tendría carpaccio de Bony; al menos, de momento.
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"¿Hacen los zombies la digestión?"  - Página 2 Empty Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"

Mensaje  Bub Vie Feb 18, 2011 12:50 pm



Con un cabreo de mil pares de cojones, gateé hasta las ventanas. Me repateaba tener que volver a colarme por aquel hueco. Para bajar, tendría que tumbarme boca abajo y reptar hacia el ventanuco, sacando primero las piernas y deslizándome hasta quedar agarrado al marco. Estaba tan furioso con mi puñetera suerte que aticé un puñetazo al marco de aluminio. Para mi sorpresa, toda la estructura tembló. Joder, aquello era una mierda. Menuda chapuza; lo único que mantenía las hojas de vidrio en su sitio era un delgado cordoncillo de silicona. Jesús, había sido un milagro que las tres ventanas no me hubieran caído encima cuando había subido a la marquesina.
Golpeé de nuevo, con menos fuerza, sobre los ángulos del ventanuco del centro. El marco cedió enseguida. Traté de sostener la estructura, pero la hoja medía algo más de un metro y pesaba de lo lindo. No tenía más remedio que dejar que cayera sobre el suelo de la portería. Iba a armar un jaleo de la hostia, pero hasta el momento tampoco me había caracterizado precisamente por mi discreción, así que dejé que el vidrio se hiciera añicos contra las losas.
Fuera, el tío del abrigo comenzó a golpear la puerta del edificio, excitado por el súbito estrépito, y mis vecinos del sótano hicieron lo propio. Decidí esperar a que se calmaran antes de dar el siguiente paso. No convenía estimularlos demasiado. Me ponían nervioso.
Algunos minutos más tarde, la portería volvió a quedarse en silencio, y mi amigo larguirucho parecía haber perdido el interés por la puerta. Ahora andaba de un lado a otro mirando hacia la marquesina, esperando el reparto de comida.
Me colé por el hueco que había ocupado la ventana, y me senté en el borde. Había una buena caída. Si saltaba al suelo, lo más probable es que me fastidiara algún hueso. Consideré de nuevo la opción de deslizarme poco a poco hasta quedar sujeto con las manos. De esa manera, la distancia se acortaría al menos dos metros; después de todo, hasta un chiquillo saltaría un metro, ¿no? Qué coño.
Así lo hice. Salí por el hueco, me quedé suspendido y me solté, intentando no caerme cuando llegara al suelo. El puñetero mármol estaba sembrado de cristales y yo andaba en pelotas. No hubo huesos rotos, ni tobillos dislocados; sólo un calambre que me recorrió las piernas y reavivó el fuego de mis riñones.
Jadeando, dolorido y cansado hasta los huevos, recogí los harapos en que se habían convertido mis pantalones y me vestí. Se había destrozado la cinturilla, así que saqué un rollo de cable eléctrico de la “caja” de herramientas y me improvisé un cinturón. Era cutre de cagarse pero al menos no me quedaría de nuevo con el culo al aire.
Me dejé caer en la silla. Tenía que reflexionar sobre lo sucedido en aquellas últimas horas. ¿Qué había sacado en claro? Nada. Todo lo que había hecho no me había servido una mierda; al contrario, me había jugado la vida como un jilipollas. Mi plan para asegurarme una vía de escape se había ido al garete, al punto de que casi me deja aislado allí arriba. En cuanto a las provisiones, y sobre todo, al agua, más de lo mismo. Si podía sacar algo bueno de aquella alocada experiencia era que me había cargado al Anselmo, que descansara en paz de una puta vez.
Ahora tenía que analizar cuál sería mi próximo paso, y sobre todo valorar si el objetivo merecía la pena. Estaba claro que necesitaba comida y bebida, y sabía dónde conseguirlas; estaba claro también que tarde o temprano (más temprano que tarde) tendría que soltar la paquetería que guardaba en las tripas, y no quería hacerlo en el paragüero, y estaba claro que tendría que asegurar mi vía de escape hacia las plantas superiores. Lograr todo eso pasaba necesariamente por subir de nuevo al principal.
La idea no me hacía gracia, pero la coña es que no me quedaban más opciones. Joder, había tomado más decisiones vitales en aquellas últimas 24 horas que en toda mi vida. En fin, si había que hacerlo, lo haría bien.
Lo primero era cargar el revólver. Si os soy sincero, en mi caso llevar la pipa no era una garantía. Ya os he hablado de mi relación con las armas. En el último ejercicio de tiro, sólo acerté un disparo. Quizás no parezca una mala media, pero hay que decir que disparé sesenta veces y que el blanco, un monigote de cartón vestido de caco, tenía la cabeza más grande que un chupa-chups de 30 euros. Y le di de refilón. No, no era una garantía, pero era mejor que nada. Si me veía acorralado, no podía andar improvisando; dudaba que en una oficina pudiera encontrar algo efectivo para acabar con aquellos bichos.
Metí los cinco cartuchos en el tambor y me guardé uno en el bolsillo de la camisa. Seis balas. Ese era mi arsenal. Para ser franco, me habría sentido igual de inseguro aunque hubiera tenido un polvorín entero, pero la visión de aquellas ridículas 38 me hacían sentir pequeño, frágil. Volví a sentarme en la silla y me estiré. Me dolía terriblemente la espalda, sobre todo la zona lumbar; el jodido marco de aluminio me había dejado un bonito cardenal. Mis primeras heridas de guerra”, pensé, y me eché a reír. Pero al momento, comprendí que aquel pensamiento no era tan ridículo, después de todo. ¿Acaso no era eso en lo que se había convertido aquella situación, en una jodida guerra? ¿Era una batalla continua por la supervivencia lo que me esperaba a partir de ahora? Si las cosas se habían puesto tan feas ahí afuera como parecían, ¿nos quedaba alguna otra opción que vivir luchando? Joder, Bony, eres único teniendo pensamientos inapropiados en los momentos más críticos, me dije.
En un segundo se me habían quitado las ganas de subir al principal; de golpe, me sentí horriblemente cansado, exhausto. No me veía con fuerzas de enfrentarme a lo que fuera que hubiera ahí arriba. En aquel momento sólo quería descansar, tal vez dormir un poco, aunque esto último se me antojaba más bien difícil.
Decidí dejar mi incursión en el principal para más tarde; escucharía la radio un rato. Quizás dijeran algo nuevo; tal vez la cosa no hubiera sido tan chunga como anunciaban y comenzara a arreglarse. Qué coño, necesitaba buenas noticias. Las necesitaba tanto como aquella bendita agua que me esperaba en el office del infierno.
Cogí el transistor y sustituí las pilas agotadas por unas nuevas de la caja. Me quedaban cinco más. Si las aprovechaba, podría estar bien informado mientras la radio siguiera emitiendo. No sé por qué, suponía que en algún momento las emisoras enmudecerían, como había pasado con los teléfonos o la tele. Cuando llegara ese momento, quería saber lo suficiente de aquella mierda para sobrevivir con garantías.
Sintonicé de nuevo la Ser. Esperaba que la comunicación fuera tan frenética como la noche anterior; ansiaba escuchar voces humanas, aunque sólo fuera para decirme lo jodidas que se habían puesto las cosas, pero esta vez sólo encontré una grabación. La grabación más desoladora, trágica y desesperanzadora que uno podía escuchar en aquellos momentos. Era un comunicado del Gobierno de la Nación, anunciado en gabinete de crisis. Una voz impersonal que repetía una y otra vez la siguiente alocución.
“Se comunica a todos los ciudadanos de la nación que desde las 10 horas, hora pensinsular, del día de hoy, el Presidente del Gobierno y el Jefe del Estado, su Majestad el Rey, han decretado el estado de Emergencia en todo el territorio español, incluidas las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, y los archipiélagos de Baleares y las islas Canarias.
Durante este régimen de excepción, el Gobierno de la nación se reserva el poder de restringir o suspender el ejercicio de algunos derechos ciudadanos, relativos a la libertad y seguridad personales, la inviolabilidad de domicilio y la libertad de reunión y de tránsito. Así mismo, se establece el toque de queda en todos los territorios antes citados entre las 20:00 horas y las 08:00 horas. Mientras permanezca este estado, las Fuerzas Armadas Españolas asumirán el control del orden interno. Cualquier persona que fuere sorprendida en la vía pública fuera de los horarios establecidos para el tránsito civil, será detenida y juzgada según las leyes militares.
Por ello, se aconseja a todos los ciudadanos, por su propia seguridad, que permanezcan en sus domicilios, y que eviten cualquier clase de desplazamiento en vehículos privados o en transporte público. Si fuere necesaria una evacuación, ésta será llevada a cabo por estamentos militares y siguiendo las indicaciones del Gobierno. “
Este comunicado se repetía cada diez minutos. Mientras tanto, la música enlatada se adueñaba de la emisora, y no sé qué era más chungo, si el jodido mensaje que confirmaba que nos íbamos a la mierda, o aquellos bloques de cancioncillas festivas, que resultaban grotescas, fuera de lugar, como un karaoke en un cementerio.
Abatido, crucé los brazos sobre el mostrador y apoyé la cabeza en ellos. Cerré los ojos. En la radio, Leonard Cohen cantaba algo sobre invadir Manhattan. Dejé que mis pensamientos fluyeran; lo último que recuerdo es que el tipo quería tomar también Berlín. Luego, me quedé sopa.
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"¿Hacen los zombies la digestión?"  - Página 2 Empty Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"

Mensaje  Bub Sáb Feb 19, 2011 5:00 pm



Un dolor espantoso en el cuello me hizo abrir los ojos. Dios, tenía la espalda como una alcayata. La puñetera silla ergonómica estaba bien para un ratito, pero dormir en ella no había sido una idea muy acertada, aunque claro, tampoco había pensado que me dormiría. Cosa del cansancio, supongo.
Miré a la calle. Seguía siendo de día, pero había algo diferente en la luz; las sombras parecían más alargadas. Coño, el sol volvía a estar alto. ¿Era mediodía? ¿Cuánto había dormido?
La radio seguía conectada, repitiendo una y otra vez el mensaje del gobierno.
Intenté levantarme, pero mi cuerpo no respondía. Necesité tres intentos para ponerme de pie. Tenía los músculos rígidos y entumecidos. Hace algunos años había sufrido una hernia discal que me había dejado fuera de combate tres semanas. Una experiencia bastante chunga, os lo aseguro. Me aterraba la posibilidad de quedarme tieso de nuevo. Cuando te pasa algo así, sientes como si la mitad de tu cuerpo dejara de existir. No hay manera de que tus miembros te respondan, como si hubieras muerto de cintura para abajo. El médico que me atendió me dijo que el problema estaba en mis músculos lumbares, en los erectores espinales o algo así. En resumen, mis fibras musculares estaban más flojas que las de un jodido osito de peluche. “Practique ejercicio”, me dijo el fulano. “Practique usted su profesión y quíteme esta mierda”, pensé yo. Joder, como odiaba los consejitos de los cojones. No fume, ojo con el alcohol , debería vigilar esa tensión, haga ejercicio… ¿Acaso no había pastillitas para todo eso? Pues coño, deme la receta y váyase al carajo.
Caminando lentamente, como un robot oxidado, fui a la máquina de café.
Un pilotito rojo indicaba un nivel crítico de agua. Menuda mierda. Lo único que me faltaba era quedarme sin mi café. El café es el aliado fundamental de los noctámbulos. Los que trabajamos de noche vivimos a base de cafés, qué le vamos a hacer. Uno acaba habituándose y llega un momento en que deja de ser persona sin su dosis de cafeína calentita.
Gracias a Dios, el nivel de agua no era tan bajo y mi preciada gasolina cayó en el vasito de papel. También tenía hambre, pero sólo quedaba una bolsita de osos de colores azucarados en la máquina, así que decidí dejarla para más adelante.
Mientras regresaba a mi silla, se me hizo evidente que subir a por provisiones se había convertido en una prioridad absoluta. Si subía, mejor dicho, cuando subiera, tenía que dejar todos los cabos bien atados aquí abajo, lo que significaba garantizarme una huida rápida y segura. Descartaba las escaleras por evidentes razones físicas, así que los ascensores representaban mi mejor opción.
Había tres ascensores. Uno de ellos siempre estaba en la planta baja, en la recepción. Había otro en el último piso. Y el tercero, subía o bajaba de forma automática según se movieran los otros dos. El funcionamiento de los ascensores se controlaba desde un panel que había en el mostrador de la portería. Se bloqueaban o liberaran usando una llavecita. Y también se podía hacer desde la propia cabina. Anulando dos de ellos, dejaba en funcionamiento el tercero, que podía usar manualmente con la llave.
Apuré el café, tiré el vasito a la papelera y me guardé el revólver en el bolsillo del pantalón. Abrí el cajón del mostrador para coger la linterna y la llave de los ascensores y entonces reparé en la grabadora que había dejado cargando. La lucecita verde indicaba que volvía a tener la batería lista. Entonces, tuve una idea. Iba a grabar todo lo que ocurriera a partir de ahora; mejor aún, atrasaría mi viaje al primer piso, me sentaría en mi silla y grabaría también todo lo sucedido hasta entonces.
Y así hemos llegado a este momento. Como os he dicho, hace 26 horas que debería estar disfrutando de unas bien merecidas vacaciones. Lejos de eso, el país se encuentra en estado de emergencia desde anoche, la televisión y los teléfonos han muerto y la radio emite bloques musicales interrumpidos sólo por el mensaje del gobierno.
Todo lo que pase a partir de ahora será consecuencia de una irremediable lucha por sobrevivir. Y mi primera batalla me espera un piso por encima, así que… vamos a ello.

GRABACIÓN 1. Cinta 3
Usé el ascensor del centro y subí a la primera planta. Mientras subía, me pegué al fondo de la cabina y amartillé el revólver. Unos instante más tarde, las puertas se abrieron. Esperé unos segundos, apuntando con la pipa al vestíbulo vacío. No pasó nada. Bloqueé el ascensor y salí lentamente a la recepción. Estaba a oscuras. Las puertas de los despachos permanecían cerradas, así que la única luz era la del fluorescente del ascensor. Decidí no encender la linterna. Cuantas menos señales mandara, mejor.
Nada más salir, oí un ruido.
Me quedé junto a la cabina, atento, escuchando, con la puerta abierta por si había que salir cagando leches. El ruido provenía del despacho que había a la derecha del ascensor; un sonido extraño, como papel de lija sobre la moqueta. Eran pies que se arrastraban, y se acercaban.
La puerta del despacho comenzó a abrirse lentamente; el despacho estaba a oscuras y el fluorescente sólo servía para dibujar sombras extrañas que me acojonaban. Yo tenía los huevos en la garganta y las sienes me latían como si enviaran un mensaje en morse. Levanté lentamente el revólver. Un tío salió al vestíbulo. Sólo podía ver una silueta borrosa que arrastraba los pies descalzos, pero distinguí una camiseta blanca de tirantes, como las que usan los abueletes y unos brazillos flacos y nudosos. El fulano caminó como sonámbulo por la recepción, pasó a un par de metros de los ascensores y se metió en los baños. Ni siquiera reparó en la cabina abierta. Mantenía la cabeza agachada, como si tuviera que vigilar en todo momento sus pies torpes para no caerse. Al momento de entrar, la luz de los lavabos se encendió. ¿Era automática, de esas que se encendían solas con un sensor de movimiento? No tenía ni puta idea. Estaba cagado de miedo, pero una morbosa curiosidad me impulsaba a seguir a aquel tipo.
Bloqueé la puerta del ascensor con la llave y me acerqué muy despacio al pasillo de los baños, aferrando firmemente el revólver. La puerta del tigre estaba entreabierta. El tío estaba de pie frente al urinario. Estaba… ¿meando? No, joder. No era posible; seguro que había entrado allí obedeciendo a un recuerdo, como le había pasado al difunto Anselmo, siguiendo un comportamiento ancestral incrustado en su coco muerto, un acto habitual que ahora imitaba….¿no? Sin embargo, podía oír como caía el chorrillo. Yo estaba flipando. De pronto, sonó un pedo. Una trompetilla ridícula que decreció hasta convertirse en un soplido, uno de aquellos cuescos que te dejan la firma en los gayumbos, ya sabéis. Luego, se rascó el fondillo de los pantalones y tiró de la cadena. En ese momento, la luz del baño se apagó. El tío masculló un “mierda” y salió a trompicones al pasillo, desbocado hacia donde yo estaba. De manera instintiva, levanté el arma y enfoqué la linterna directamente a sus ojos, mientras gritaba ¡Alto!!.
“Joder, quítame esa puta luz de la cara, coño” dijo el supuesto fiambre, cubriéndose el rostro con los brazos flacos. Yo apagué la linterna. El tío se frotó los ojos y me miró con gesto torcido:
-¿Quién eres tú, macho?¿Harry el Sucio?
- ¿Qu.. Qué?
- Que dejes de apuntarme con ese revólver. ¿De qué va esto?
Miré mi arma con cara de imbécil, y la guardé rápidamente en el bolsillo. Me sentía avergonzado.
-Soy Bony… Bonifacio Heredia, el vigilante del edificio, yo…-, empecé a decir.
-Ya, ya… Vale. Veo que te tomas en serio tu trabajo, pero no vuelvas a encañonarme. Ni con ese 38 ni con la puta linterna. ¿Estamos? Tengo una resaca del copón bendito.
-Sí, claro. Claro, lo siento. Verá, es que…
Traté de explicarle la situación pero comencé a balbucear como un estúpido. Bueno, ¿Qué podía decir? ¿Que había subido allí en busca de un jodido muerto andante? ¿Que el mundo se había ido a la mierda y que tenía que asaltar el office de la sala de juntas para poder sobrevivir? Jesús, en aquellos momentos hasta a mí me parecía una locura.
En lugar de eso, me limité a preguntarle quién era.
-Domínguez, soy Pablo Domínguez. Trabajo aquí. ¿No tenéis un organigrama o algo así en la portería?
Asentí con la cabeza. Si, coño. Domínguez, Jefe de Zona. Ahora identificaba al tipo, aunque fue difícil. Tenía un aspecto terrible.
-Oye,… Bony ¿no? Bony, ¿y el otro tipo? Cómo se llama… Anselmo. ¿No es el vigilante?
-Sí. Bueno, en realidad somos dos. Él tiene turno de día. Yo soy el vigilante nocturno.
-¿Nocturno? Hay luz ahí afuera, ¿no? Coño, ¿qué hora es?
-No sabría decirle, señor. No llevo reloj.
-Tendrás un móvil, ¿no?
-No. No tengo móvil. Nunca he usado un trasto de esos. Son malos, ya sabe, las radiaciones y…
-Joder. ¿Cómo coño sobrevives sin móvil?
¿Sobrevivir? Ja, sobrevivir. Podría decirte un par de cosas sobre supervivencia, jilipollas, pensé. Aquel tío empezaba a caerme muuuuy gordo. Pero no le dije nada; me limité a encogerme de hombros.
-Bueno, déjalo. Tengo el mío ahí, en el despacho.
Domínguez entró en su despacho. Mientras buscaba el móvil, le pregunté si podía usar el baño.
-Claro, úsalo. Pero entra en el de la izquierda. No he tenido muy buena puntería cuando meaba, ya sabes.
Me metí volando en el cagadero. Sentir el borde frío de cerámica bajo mis muslos se convirtió en una experiencia cercana al orgasmo. Cagué hasta quedarme hueco; un poco más y echo el esqueleto. Dios, ¿cómo había podido aguantar toda aquella porquería ahí dentro? Hicieron falta dos depósitos para arrastrar el enorme pastel. Mientras me limpiaba, recordé una frase de Quevedo que rezaba “No hay placer más descansado que el de después de haber cagado”; joder, cuánta razón tienes, pensé.
Me amarraba el pantalón con el cable eléctrico cuando me asaltó una duda. Mierda, ¿y si había alguien más allí? Había dado por supuesto que los ruidos que había oído eran cosa del Domínguez. Pero ¿y si no estaba solo? Pensar que alguna de aquellas cosas muertas me hubiera podido sorprender mientras cagaba me puso los pelos de punta.
Salí del baño justo cuando Domínguez volvía al vestíbulo.
-Mierda ¿qué le pasa a este trasto? No hay manera de ponerlo en marcha. Seguro que se ha fastidiado la batería.- dijo, mientras trasteaba con el teléfono.
-No creo que sea cosa del móvil, señor. Ha pasado algo ahí afuera y ha afectado a las líneas telefónicas y a la televisión, que yo sepa.
-¿De qué hablas?-, preguntó, pero no se dirigía a mí. Andaba arriba y abajo, moviendo el teléfono. Buscaba cobertura.
-Señor Domínguez. Voy a inspeccionar la planta. Mientras, espéreme aquí. Enseguida vuelvo.
El tipo me hizo señas con una mano y siguió buscando una buena recepción para el móvil.
Lo dejé con su paranoia, y salí a la escalera. La puerta estaba bien cerrada. Comprobé el resto de los despachos, los baños, los pasillos y las salidas de emergencia. Todo estaba en orden. Sentí un alivio casi tan grande como el que me había proporcionado mi colosal cagada. Regresé al vestíbulo, repasando mentalmente cómo iba a explicarle a aquel tío la locura que se había desatado en la calle, cuando una duda me asaltó.
¿Cómo coño había entrado Domínguez en el edificio???
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Mensaje  Adrizombi Sáb Feb 19, 2011 5:46 pm

Se me está acumulando el texto xD no se de donde lo sacas, pero te lo estas currando eeee
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Mensaje  Bub Dom Feb 20, 2011 5:41 pm

Cuando llegué al vestíbulo, Domínguez ya no estaba allí. Había renunciado al móvil y andaba de nuevo en el despacho, probando los teléfonos fijos. Nada más entrar a la habitación me asaltó un olor fuerte, agrio, el olor a vómito. En la alfombra, junto a un sofá de piel marrón había tres botellas vacías de bourbon y entre ellas, una mancha oscura que tenía todas las papeletas de ser una pota. Aquel cabrón cogía kurdas de las buenas.
-¿Pero qué coño le pasa a los jodidos teléfonos?- dijo colgando por enésima vez el auricular.
- Ya se lo he dicho. No funcionan. Ni la televisión. Ha sido…
-Sí, ya sé, ya sé. Ha pasado algo. ¿Qué ha sido? ¿Se ha caído un puñetero satélite o algo así?
-No. Señor Domínguez, ¿cómo ha entrado en el edificio?-, le pregunté. Pero el tipo no me hizo caso; salió al vestíbulo, abrió un pequeño botiquín que había junto a la salida de emergencia, y comenzó a revolver en el interior.
-Mierda, me va a estallar la cabeza…Necesito una aspirina
Yo me acerqué.” ¿Cómo entró en el edificio?”, volví a preguntar.
-¿Qué?-, dijo sin mucho interés. Siguió apartando cajitas de medicamentos. ¿Pero dónde están las malditas aspirinas, joder?
-Al edificio, señor. ¿Cómo y cuándo entró?
-Mierda, ¿pero de qué va este interrogatorio? Trabajo aquí, joder. Soy personal autorizado, ¿ves?-, dijo mostrando la placa que colgaba de la puerta de su despacho, -Domínguez. Jefe de Zona. Ese soy yo-.
- Lo sé, pero es importante que me diga…
-Está bien, está bien. No me des la murga-.. Sacó un frasco de vidrio del botiquín y leyó la etiqueta. “Por fin, hostias”. Volcó tres o cuatro pastillas en su mano y se las tragó haciendo una mueca. Luego me dijo:
- Ayer, ¿de acuerdo? Entré ayer por la tarde.
- ¿Ayer sábado?
- ¿Qué coño sábado? Ayer joder, viernes. A eso de las ocho.
- Pero hoy es domingo, señor Domínguez.
El tío me miró muy serio: “¿Estás de guasa?”
-No.
-¡Me cago en la puta!!-, exclamó mientras se frotaba compulsivamente las sienes. -¿He estado aquí tirado casi dos días?
- Sí. Y por su pinta y la cantidad de mandanga que he visto en la alfombra de su despacho, ha tenido suerte de no sufrir un coma etílico.
- ¿Mi pinta? ¿Tú te has mirado?-, dijo señalando el improvisado cinturón de cable que rodeaba mi cintura. -¿Tu empresa no tiene pasta para pantalones? Y si valoras en algo tus pelotas, será mejor que busques un cinto para ese revólver que llevas en el bolsillo.
- Bueno, lo de mis pantalones es una historia muy larga.
-Vale, otro día me la cuentas. Ahora tengo una jaqueca terrible. Quiero estar solo, ¿eh?-. Movió la mano haciendo ese gesto universal que significa “hale, a tomar por culo” y se sentó en el sofá de piel marrón.
- No entró por la portería-, le dije.
-¿cómo?
-El viernes. No entró por la portería. Le hubiera visto. Además, a las ocho ya no había nadie aquí. La jamo… la directora comercial cerró la planta y me entregó las llaves. Así que ¿cómo lo hizo?
- Entré por detrás, ¿vale?
-¿Por la escalera de emergencia?
-No. Usé ese cacharro,… el montacargas de la clínica. Había discutido con mi esposa. No tenía adónde ir. Sólo pensaba en coger un buen pedo y pasar de todo. Así que subí con el montacargas hasta la segunda planta para que nadie me viera. Luego bajé por la escalera, esperé en el rellano hasta que todos salieron y me colé… ¡Esa zorra!!! Se tira a su profesor de tenis ¿Te lo puedes creer? Toda la vida costeando sus caprichos, manteniéndola. Y me la pega con un niñato de veintipocos que se depila las piernas… ¡la muy hija de puta!!!!
- Lo… lo siento-. Me senté a su lado y le di unos golpecitos torpes en la pierna. Me sentía extraño, incómodo.
- Ya. Es lo que hay-, dijo con resignación.
-Escuche, señor Domínguez. Debo ir un momento a comprobar una cosa ahí afuera-. Me levanté y fui hacia la escalera de emergencia. –Usted espere aquí.
-Voy contigo-, dijo, y se levantó.
Salimos al descansillo de metal. El callejón estaba desierto y todo parecía tranquilo. A lo lejos, se veía una densa columna de humo que se elevaba formando espirales. El Hospital Clínic, supuse. Valdés tenía razón. Aquello debía ser una puñetera tea. Me asomé sobre la barandilla y miré hacia arriba. El montacargas estaba parado junto a la cocina, en orden. Iba a volver adentro cuando Domínguez dijo: “Espera”
- ¿Qué pasa?
-El montacargas. Está arriba.
-Sí, ¿y?
-Que yo lo mandé de nuevo a la planta baja.
-Joder, ¿está seguro?
-Desde luego. Esperé en a la escalera hasta que volvió a bajar. No quería que nadie supiera que lo había usado.
Saqué la cabeza y miré a la segunda planta. La puerta de la cocina estaba abierta de par en par. Eché a correr por el pasillo.
-¿Pero dónde coño vas ahora?-, dijo Domínguez mientras corría tras de mí. -¿Vas a explicarme qué es lo que pasaaaaa?
-Enseguida, señor. Pero primero tengo que subir al piso de arriba-. No había llegado al vestíbulo de los ascensores cuando vi que Domínguez se detenía, se llevaba una mano al pecho, torcía los ojos y se desvanecía sobre la moqueta
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Mensaje  Bub Miér Feb 23, 2011 5:34 pm







Retrocedí hasta donde había caído Domínguez. Con la cantidad de problemas que se me amontonaban, sólo me faltaba que la hubiera diñado. Le cogí la muñeca. El tío estaba blanco como el puñetero jabón de lagarto. Durante unos segundos angustiosos no le encontraba el pulso, pero luego vi que respiraba. Su pecho flacucho y hundido se movía; poco, pero se movía. Me invadió una sensación de súbito alivio. Os confieso que cuando se cayó redondo, estuve tentado de meterme en el ascensor y largarme de allí. Pensaba que había muerto, y no sabía si se iba a convertir en una de aquellas cosas reanimadas.
Al rato, su respiración se hizo más regular y el color volvió de nuevo a su cara. Por suerte, aun debía quedar suficiente sangre entre todo el alcohol que había tragado, el muy cabrito. Supuse que había sufrido una lipotimia o uno de esos bajones de azúcar, qué se yo. La cuestión es que seguía vivo; y tuvo suerte de recuperar el aliento por sí mismo, porque ni por todo el oro del mundo le hubiera hecho el boca a boca.
Lo cogí en brazos y lo llevé a su despacho. Fue como cargar con un espantajo, un puñado de huesos pelados enfundados en la camiseta sucia. Lo dejé en el sofá. Allí estaría bien; ya me ocuparía de él más tarde.
Salí a la escalera interior con precaución. Miré por el hueco. Hasta la planta baja, la escalera estaba desierta. Si algo había entrado en el edificio no había salido del segundo piso. Decidí aprovechar entonces para asegurar aquel tramo de escaleras. Al menos, sabía con certeza que hasta el principal los accesos serían seguros. Subí los primeros escalones hacia el segundo cuando oí un ruido en la planta. Provenía del vestíbulo de la clínica. No podía identificarlo, así que seguí subiendo. Tres, cuatro, cinco escalones más. Llegué a la puerta que conducía al descansillo. Ahora los ruidos eran más fuertes. Pude distinguir pasos al otro lado de la puerta, pasos pesados, como los que producirían unas botas de trabajo. Luego otros, más delicados. Y oí también los gemidos, lastimeros, sollozantes. Mierda, aquellos bichos habían entrado. Comprobé que la puerta del descansillo estaba firmemente cerrada y bajé al principal. La segunda planta no era zona segura.
Cuando entré en el despacho, vi que Domínguez seguía dormido. Ni se había movido.
Decidí aprovechar que el tipo estaba sopa para “saquear” el office. Así además me ahorraría engorrosas explicaciones.
Cogí el agua, los bollos, la leche y el café. Lo puse todo en el ascensor. Volví a por el azúcar y reparé en la neverita. Abrí la portezuela blanca y encontré algunos envases de embutidos, un tarro de mantequilla a medias y un bote de mermelada sin abrir. Iba a cogerlo todo cuando pensé que era más práctico llevarme la nevera a la portería. Así, podría mantener los alimentos en buenas condiciones y evitaría tener que subir constantemente a buscar provisiones. Decidí llevarme también la cafetera. Una bolsa de pan de molde y un paquete de galletas con fibra que encontré en un armarito completaron mi botín.
Bajé las provisiones. Conecté la nevera y la cafetera, guardé el resto de las cosas bajo el mostrador y volví a buscar a Domínguez. Mientras iba hacia el ascensor, eché un vistazo a la calle. El fulano larguirucho del abrigo oscuro había cruzado la calzada y deambulaba por el paseo de la Diagonal, absorto en sus pensamientos fiambres. El sol comenzaba a esconderse tras los edificios y las primeras sombras se dibujaban sobre el asfalto. Al fondo de la rambla pude distinguir algunas personas que se movían torpemente. Más bichos. Me metí en el ascensor y subí al principal. Ojalá a aquellas cosas no les diera por acercarse al edificio. Los vidrios blindados podían resistir casi cualquier cosa, pero no así los goznes de la puerta. Aquel era el eslabón débil de la cadena. La puerta aguantaría tanto como aguantaran las bisagras. Y si muchas de aquellas cosas muertas se amontonaran en la entrada y empujaran a la vez justo sobre la puerta, casi con toda seguridad ésta se vendría abajo. En principio, aquello no tendría por qué pasar. Si no llamaba demasiado la atención, nunca sabrían que allí había gente. Sí, quizás se acercara uno, o dos, como había pasado con el larguirucho, pero por lo que yo sabía, no podían comunicarse entre ellos, así que el riesgo era mínimo.
Crucé el vestíbulo del principal y entré en el despacho. Domínguez acababa de despertarse y trataba de incorporarse sin mucho éxito. Al final se sentó, el cuerpo inclinado y las manos aguantando su cabeza como si en cualquier momento se le fuera a caer.
“¿Cómo se encuentra?”, le dije. Domínguez intentó levantar la cara, a mitad de camino decidió que el esfuerzo era demasiado y se limitó a alzar las cejas, mostrando unos ojillos vidriosos y amarillentos. “Psé”, dijo. “¿Me das un poco de agua…?”
Fui a la cocinita y le llené un vaso con agua del grifo. Joder, acababa de llevarme todas las botellas. Le acerqué el vaso, pero sus manos eran como manoplas deshilachadas y casi se le cae, así que le ayudé a beber. Bebió con ansia, el vaso entero. En el último trago, empezó a toser y a hacer unos ruidillos asquerosos, como arcadas. Me aparté ante la inminente pota, pero sólo soltó un eructo ridículo. Luego masculló un “gracias”.
-Menudo susto me ha dado, señor Domínguez. Creí que la había palmado.
-Ya. Demasiado bourbon, supongo, si es que eso es posible-, dijo sin levantar la vista del suelo.
Intentó levantarse, sus rodillas cedieron y volvió a caer pesadamente sobre el sofá. Me acerqué a ayudarle, pero rehusó mi ayuda moviendo la mano y lo intentó de nuevo, apoyándose en el brazo del sofá. Por fin, se puso de pie. Tras el tremendo esfuerzo tosió un par de veces y dejó ir un cuesco que sonó como una trompetilla. ¿Habéis oído alguna vez la expresión “no se aguanta ni sus propios pedos”? Aquel era el caso.
Soltó un bufido y se estiró con una mueca de dolor.
-¿Cuánto rato he estado fuera de combate?-, me preguntó.
-No mucho. Media hora, quizás tres cuartos. Tal vez debería seguir tumbado en el sofá, señor. Creo que lo necesita.
-No, no. Estoy bien.
Echó a andar arrastrando los pies hacia un pequeño aseo que había dentro del despacho. Perdió el equilibrio y a punto estuvo de caerse; yo hice un amago de sostenerlo, pero el tío consiguió mantener la verticalidad y entró en el baño.
-Voy a lavarme y a ponerme ropa limpia-, dijo. ¿Quieres que te preste algo? Creo que hay un chándal por alguna parte. No creo que esos pantalones tuyos aguanten mucho más.
¿Prestarme ropa?, joder, aquel tío asustaba de flaco. Debía tener la talla de un madelman.
-No creo que me sirva, señor Domínguez. Se lo agradezco, pero…
-Vamos. La cintura es elástica-, repuso mientras rebuscaba en el armario- Incluso es posible que te quede ancho de pierna.
El tío tenía razón. Yo tengo un tipo raro, diferente. Tengo el aspecto de uno de esos pájaros zancudos. Una barriga enorme encima de unas piernecitas flacas, casi eclenques; además, no tengo culo. Qué coño, estaba hasta los huevos de los pantalones mutilados del Anselmo.
-Vale, venga ese chándal-, le dije.
Domínguez me lanzó la prenda, unos pantalones grises con una banda azul a los lados, y un cordón alrededor de la cintura engomada. Me los puse y para mi sorpresa, me sentaban bastante bien y me sentía muy cómodo, suelto. El tejido era suave y si a ello le añadimos que no llevaba gayumbos, la sensación de libertad era cojonuda.
“¿Qué tal?”, preguntó Domínguez desde el baño. “Bien” ,le dije. “Vale, voy a asearme”, enseguida salgo. Asentí con la cabeza. Domínguez abrió un grifo y al instante, el vapor del agua caliente comenzó a salir el hueco que dejaba la puerta entreabierta. Entonces me di cuenta de lo mucho que echaba de menos una buena ducha. Lástima que no se pudiera subir al segundo piso. Allí había duchas, amén de una cocina de puta madre, con comida de verdad y productos frescos, como frutas y verduras. Hubiera dado mi dedo meñique por una manzana.
Me consolé pensando que al menos podíamos usar los lavabos, como hacía Domínguez, y no pasaríamos hambre durante algunos días. Menos da una jodida piedra.
Mientras Domínguez se aseaba, me puse a curiosear por su despacho. Aquel tío debía ser un pez gordo. El escritorio era más grande que mi mesa del comedor y la pared de detrás estaba empapelada con diplomas, títulos y masters de esos. Los había de todas clases y tamaños. Sobre la mesa tenía unas cuantas fotos. La mayoría era suyas; aparecía sonriente al frente de un grupo de personas con caras de satisfacción, como en esas fotos de grupo de las escuelas. Quizás impartía clases. Sin embargo, había dos fotografías diferentes, más importantes a juzgar por el marco y el espacio que ocupaban, junto a su silla. En una de ellas era un retrato de una tipa de unos 40 años. Rubia, de dientes perfectos, con una buena delantera, pero con una sonrisa falsa, fingida. Su parienta, supuse. La zorra. En la otra había una niña. Una jovencita de cara pecosa y risa mellada, con una cinta en el pelo rojizo. Enseñaba con orgullo un dibujo de un monigote sonriente. “Para mi papá”, decían unas letras irregulares y coloridas. Me sentí incómodo. Aquel tío tenía familia ahí afuera (aparte de la rubiaca traidora y caprichosa), y eso lo cambiaba todo. Tenía que explicarle la situación de manera sutil y sin alarmismos. Joder, qué papeleta.
Mientras pensaba en cómo afrontar la situación, me fijé en una bolsa de lona con palos de golf que había en la esquina de la habitación. Interesante. No el golf, eso era cosa de pijos. Los palos. Algunos tenían un buen bloque de metal en la punta. Estaba seguro que un golpe bien dado con uno de ellos podía hacer mucha pupa. Cogí un par, de los más grandes y pesados. Supuse que a Domínguez no le importaría. Y si ponía alguna pega, seguro que cambiaba de opinión cuando viera la que se había organizado en el mundo mientras él dormía la puta mona.
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Mensaje  jomamobe Jue Mar 03, 2011 1:48 am

buenisimo. Me falta la ultima pagina, la 3, lo terminare pronto y te digo algo
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Mensaje  MATAZOMBIS_DE_LA_SEMANA Jue Mar 03, 2011 2:03 am

Muy bieno, se nota que esta currado.
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Mensaje  Bub Jue Mar 03, 2011 10:41 pm

Domínguez salió del baño quince minutos después. Se había afeitado y vestía un traje claro sin corbata. No parecía el mismo tipo a no ser por los profundos surcos morados que subrayaban sus ojillos. Miró los palos que yo sostenía.
-¿Juegas al golf, Bony?
-¿Qué? No..no, sólo…
-Bah, tranquilo. Yo tampoco he jugado nunca. Esos palos fueron un regalo de mi esposa. Menuda idiotez. Jamás he pisado un green, pero la muy estúpida se empeñó en comprarlos-, dijo señalando la bolsa. Según ella, jugar o no al golf marcaba la diferencia, daba prestigio, clase. La muy… Tanta clase, para acabar jadeando como una perra mientras un jodido niñato se la beneficia. ¿Sabes qué?, quédatelos. Son tuyos. Ah, por cierto. Llámame Pablo; el señor Domínguez era mi padre. Un gran tipo, por cierto.
-Gracias-, contesté. De todas maneras, iba a quedármelos, pensé, aunque no para jugar al golf, claro.
Domínguez se sentó en el sofá y se ató los cordones de los zapatos.
-¿Y bien? ¿De qué se trata?
-¿Cómo?-, contesté. La pregunta me había sorprendido.
- Bueno, has dicho que tenías que contarme algo. Debe ser algo muy serio. Tengo un resacón de la polla y la cabeza como una olla de grillos, pero no soy imbécil. Los teléfonos no funcionan, tu turno debió acabar hace horas pero aun estás aquí; y no haces más que correr de un lado a otro comprobando los accesos. ¿Qué hay ahí afuera?-, preguntó mientras señalaba la ventana del despacho. -¿Algún tipo de revuelta?... ¿Un golpe de Estado?
Un tío listo, sin duda; incluso después de haber cogido la madre de todas las borracheras. Aquello me hacía más sencillo explicarle lo que había pasado; se había percatado de que era algo gordo. Sólo faltaba ver qué tan gordo esperaba que fuera realmente.
Dejé los palos de golf sobre la mesa y me senté a su lado en el sofá. Tenía aquella conversación ensayada, pero a la hora de verdad me resultaba difícil encontrar las palabras. La cuestión no era cómo decirlo, sino hacerlo de manera que Domínguez no me tomara por un pirado. ¡Si hasta a mí mismo me costaba creerlo! El tema de los atentados, de los disturbios,… bueno, eso entraba dentro de lo comprensible, incluso de lo habitual; diariamente veíamos noticias sobre cosas así en todo el mundo, aunque no aquí. Pero era posible dentro de una lógica. Sin embargo, explicarle que el resultado de los mismos había sido que los jodidos muertitos se levantasen y decidieran acabar con el problema de la superpoblación en el mundo a base de dentelladas, era otra historia. Al fin, decidí entrar a matar y le espeté:
-El gobierno ha decretado esta noche el estado de Emergencia en todo el país.
Domínguez me miró, alzó las cejas canosas y soltó un “vaya”. Luego, bajó la cabeza y estuvo unos segundos en silencio, pensando. Quizás no había sido buena idea ir tan a saco, me dije, pero no tenía ganas para andarme por las ramas. No me hacía gracia la idea de dejar sola la portería. Valdés podía llamar en cualquier momento, o aparecer un convoy de salvamento, o… que aquellas cosas resucitadas encontraran un modo de entrar. Cuanto antes acabáramos con aquello, antes podríamos dar el siguiente paso.
–Parece que la cosa es muy grave-, dijo al fin. -¿Qué ha pasado?-
-No estoy seguro del todo. La verdad es que la poca información que tengo la he recibido a través de la radio, y ellos tampoco parecían saber mucho.
Lo único que parece confirmado es que se trata de alguna clase de ataque terrorista. La cuestión-, continué-, es que en un primer momento se pensó que esos atentados habían tenido lugar en puntos concretos, pero luego se ha sabido que también han ocurrido cosas parecidas en otros lugares.
-¿Qué quieres decir con otros lugares? ¿Hablas de otras zonas de la ciudad, o…
-No, no. Quiero decir fuera de aquí, en otros países. Verá, según lo que pude entender, en España han sido atacadas al menos veinte ciudades. En poco menos de una hora. Y en cada ciudad, se han producido varios ataques.
-¿Atentados terroristas en todo el país, al mismo tiempo? Pero ¿cómo es posible eso?, quiero decir que ¡mierda!! ¿Quién puede llevar a cabo una acción tan…- entonces, mientras hablaba, Domínguez me miró con los ojos desencajados: -¿Has dicho en otros países?
-Sí. No sé en cuántos, ni cómo ha sido la cosa fuera de aquí. Mientras la radio ha funcionado, las noticias desde otras partes del mundo se han sucedido. Y todas eran iguales: atentados en varios puntos y de manera consecutiva. En París, en Bruselas,… joder, en toda Europa. Incluso han conectado con un enviado de la cadena en uno de esos países del este con un nombre impronunciable, Dajistán, Daguestán, qué se yo. La cuestión es que en todas partes la cosa estaba igual de jodida. Luego, la radio se quedó sin pilas, y cuando encontré otras, la emisión regular ya se había suspendido y sólo ponían música y ese comunicado del gobierno, el decreto del estado de emergencia.
-Pero…-, Domínguez se levantó y comenzó a andar de una lado a otro de la alfombra, negando con la cabeza como si quisiera borrar lo que acababa de oír. -¿Por qué el estado de Emergencia? ¿El gobierno cree que esos atentados pueden repetirse? ¿Que habrá más?
Joder, hasta esa misma noche yo no tenía ni puñetera idea de qué era el estado de emergencia ni por qué se decretaba, aunque sospechaba que no tenía nada que ver con la posibilidad de que los ataques continuaran.
-Creo que más bien se debe a las consecuencias que los atentados han producido-, le dije.
-Mierda, Bony. Mi hija está fuera del país, en Italia. Ha ido a pasar unos días con mi hermana y mis sobrinos. Si es verdad que esto tiene la magnitud que has dicho, si ha llegado a otros países… - se quedó pensativo unos segundos. Luego dijo: - Al diablo, me largo-. Y salió del despacho camino de los ascensores.
-¿Que se larga?-. Me levanté apresuradamente y corrí tras él. –No puede irse, señor Domínguez-, le agarré del brazo para detenerlo -No debe usted salir a la calle.
Domínguez se giró. Me dedicó una mirada fría como el hielo y luego miró mi mano en su brazo. Sentía sus músculos tensos como cables de acero bajo la chaqueta. Aflojé la presión de mi mano pero no le solté.
-Escuche, tiene que hacerme caso. Aun no se lo he contado todo. Lo haré, se lo aseguro; pero antes tiene que tranquilizarse.
El tipo me miró en silencio unos instantes. Luego, suspiró y dijo: -Está bien. Te concedo unos minutos, pero suéltame el brazo; me estás haciendo daño.
-Desde luego, lo siento.
Volvimos al despacho. Yo me senté en el sofá. Domínguez se acercó a un armario que había en el rincón, lo abrió con una llavecita que guardaba en un bolsillo y sacó una botella de Chivas. Cogió dos vasos de plástico y se sentó a mi lado. Me dio uno de los vasos.
-No tengo hielo-, dijo. –aunque me da la sensación de que nos sentará mejor a palo seco, ¿eh?-. Abrió la botella y llenó los vasos generosamente. Yo asentí. Me sorprendía que el tío tuviera ganas de atizarse un pelotazo con la caraja que aun llevaba encima, pero teniendo en cuenta lo que tenía que contarle, supuse que sería mejor para ambos que corriera un buen whisky de por medio.
-Vale Bony. Escupe. Y más vale que lo que digas sea convincente porque si no es así, en cuanto acabes de hablar me meteré en ese maldito ascensor y me iré cagando leches al aeropuerto.
-Entiendo que esté usted preocupado por su hija.
-¿Tienes hijos, Bony?-, me preguntó. Yo negué con la cabeza. –Entonces no lo entiendes, créeme.
-Ya. Supongo que tiene razón, Pablo. Pero no podrá usted llegar al aeropuerto. Ni siquiera creo que consiga salir de la ciudad.
-¿De qué estás hablando?
-Uno de los puntos atacados es el aeropuerto de El Prat. De hecho, todos los objetivos han sido redes de transporte. El metro, algunas estaciones de tren, incluso el puerto. Y también en las otras ciudades. Barajas, la estación del Ave de Zaragoza, … en todas partes. Esos ataques han…
- Colapsado el país-, concluyó Domínguez.
- Sí, eso parece.
- Han buscado lugares con un gran movimiento de personas, donde el pánico cunda con rapidez, como una ráfaga de pólvora. Las líneas telefónicas se han saturado debido a las múltiples llamadas a los servicios de emergencia ocasionando el caos… brillante.
-¿Brillante?
- Desde un punto de vista “comercial”, claro-, repuso Domínguez. –No es que esté a favor de estas acciones, entiéndeme; pero esa gente, los terroristas, sabían lo que se hacían. Un ataque así, a escala mundial, con infinidad de pequeños atentados en una secuencia de tiempo tan corta no es algo que se improvise. Desde luego, han debido dedicar mucho tiempo a montar algo como esto, por no hablar del factor humano. ¿Sabes cuánta gente hay que movilizar para lograr…
-Me cago en la puta-, le interrumpí -cualquiera diría que admira usted a esos cabrones.
- No jodas, Bony-, contestó indignado. –Pero hay que reconocerles el mérito, aunque sea dudoso. Esto en obra de un genio… o de un loco.
-Me inclino por lo segundo. Y muy hijo de puta.
- ¿Crees que es cosa de Al qaeda?
- ¿De quien?
- Al qaeda, ya sabes. Bin Laden, los islamistas que se cargaron las torres…
- Ah, ya. No sé. A mí todos los moros me parecen igual de peligrosos. No son de fiar.
Domínguez sonrió y dio un trago largo a su whisky. Yo hice lo propio, pero sin sonrisa. Por momentos, sentía que cada vez iban quedando menos motivos para sonreír. Aunque, eso sí, el Chivas estaba de puta madre.
Domínguez se puso un poco más serio y preguntó:
¿se sabe algo del alcance de los atentados?
-Hay pocos datos-, le dije. –No sé mucho más de lo que le he contado.
-Ya, pero algo habrán dicho. Número de víctimas, el tipo de explosivo que han utilizado, la potencia de los artefactos, ese tipo de cosas.
-¿A qué explosivo se refiere?
-Por Dios, Bony. Estamos hablando de atentados, ¿no? Habrán usado explosivos. Bombas. Qué se yo.
-No.
-¿No? ¿qué coño significa no?
-Pues que no ha habido bombas, señor Do… Pablo. Bueno, al menos no de esa clase de bombas a las que nos tienen acostumbrados. Esta vez han usado armas biológicas, mierdas químicas.
Domínguez dejó caer el vaso sobre la alfombra, y se echó las manos a la cabeza. Comenzó a mesarse el cabello blanco como si quisiera plancharlo.
-Oh, joder. Dios mío-, dijo. ¿Antrax? ¿Han usado Antrax?
-Ni puñetera idea-, admití. –Mire, sé que no le estoy siendo de gran ayuda, y tengo que reconocer que no sé que coño es el Antrax ni para qué se usa, aunque supongo que para nada bueno, y también comprendo que lo único que usted quiere ahora es salir pitando en busca de su hija y reunirse con ella. Pero en este momento no es aconsejable salir a la calle, no es prudente y sobre todo, no es seguro.
Mientras le hablaba, Domínguez había dejado de peinarse compulsivamente (acción que me estaba poniendo de los nervios, por otra parte) y me miraba sin mucho interés. Su mente estaba ya en el ascensor, camino de la calle. Y su cuerpo le seguiría pronto.
-Me voy Bony. Te he dado unos minutos, ése era el trato. Agradezco tu preocupación, en serio, pero ahora voy a marcharme, y no quiero que trates de impedírmelo, por favor.
Domínguez echó a andar hacia el vestíbulo. Yo le seguí. Llevaba conmigo uno de los palos de golf. A unas malas, siempre podía dejarlo KO, aunque deseaba no tener que hacerlo. El tío empezaba a caerme bien. Se detuvo frente a los ascensores y pulsó el botón. El motor se puso en marcha con un tintineo de cadenas.
-Quédese. Sólo esta noche. Mañana yo mismo le…
-No.
-Es tarde. El toque de queda se ha establecido a las ocho-, le dije. –Está prohibido salir a la calle. Si los militares lo ven, irá a prisión. En serio, lo han dicho en la radio.
El ascensor se abrió. Domínguez entró en la cabina. Me maldije por haber dejado la llave puesta; se me pasó cuando bajé las provisiones. Aquellos descuidos iban a costarme un disgusto, joder.
-Adiós, Bony-, dijo Domínguez.
-Bajo con usted, Pablo. Sólo yo puedo abrir la puerta, ¿recuerda?.
El tipo se apartó. Yo entré y pulsé el indicador de la planta 0. Mierda, tenía que pensar algo rápido. Las opciones se iban reduciendo rápidamente mientras el ascensor descendía, y el palo de golf tenía cada vez más papeletas para jugar de titular. Llegamos a la planta baja. Domínguez dio un paso para salir, pero yo me puse delante.
-Esta bien. Voy a decírselo.
-Decirme qué.
-Por qué no debe usted salir a la calle.
-Vale, de acuerdo-, dijo armándose de paciencia. Dímelo.
-Esas armas químicas, o biológicas, los atentados… han causado cambios en las personas afectadas.
-¿Qué cambios?
-Buffff, cambios grandes, eh…-, La puta. Me sentía como cuando era niño y el maestro me sacaba al encerado a recitar una lección que no sabía. Vamos, como un jilipollas. No sabía qué decir. –Bueno, básicamente los ha… han muerto.
-Han muerto. Han muerto. Si, joder. Eso es un cambio. Un cambio grande. ¡¡¡Me cago en la puta, Bony!!!! Ha habido un ataque terrorista. En los ataques terroristas hay muertos; coño, para eso se hacen, para matar, para asesinar a la gente, cuanta más mejor ¿no? ¿Y tú me dices que no debo salir a la calle porque las víctimas han muerto????
-Sí, bueno, en realidad no. No han muerto. Es decir, sí han muerto pero no del todo, … joder.
-Apártate, imbécil-, dijo, y me empujó. Yo no me moví de delante.
-Muertos vivientes.-, dije. –Esa mierda ha convertido a las personas en muertos vivientes.


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"¿Hacen los zombies la digestión?"  - Página 2 Empty Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"

Mensaje  Bub Vie Mar 04, 2011 10:07 pm


-…Muertos ¿vivientes?, ¿has dicho muertos vivientes?
-Sí, joder. Muertos vivientes, reanimados, resucitados, yo qué sé. La calle está llena de cadáveres que andan. Y quieren comernos, Pablo. Persiguen a los vivos para devorarlos.
-Ahora lo entiendo-, dijo Domínguez.
-Por fin. No sabe lo que me alivia oír eso, Pab…- No pude acabar la frase. Domínguez se tiró encima de mí, cargando con el hombro como un puñetero jugador de Rugby. Entre el tipo y yo había al menos cincuenta kilos de diferencia, a mi favor, claro, pero me pilló desprevenido. Me golpeó en la barbilla con su hombro huesudo y caí de culo en el suelo de mármol, perdiendo el palo de golf. Al caer, el revólver salió despedido de mi bolsillo y quedó tirado junto al ascensor. El golpe me dejó descolocado sólo un par de segundos, pero fue tiempo suficiente para que Domínguez se lanzara a por el arma. Cogió el revólver con las dos manos y me apuntó directamente a la cara.
-Maldito cabrón. Estás como una puta cabra. Ahora lo entiendo; ¿qué eres? ¿una especie de psicópata? ¿uno de esos tarados que tuvieron una infancia desgraciada?-, gritaba el tío sin dejar de apuntarme-, ¿pensabas secuestrarme?¿torturarme tal vez?.
-No, no. Escuche Pablo, se equivoca. Lo que le he dicho es verdad, ahí afuera… los atentados…
-¡Cállate!!! Atentados. Hijo de puta. Y pensar que me habías convencido. Joder, en serio, me lo había tragado. Querías que me quedara, ¿eh?-, se acercó y me propinó una patada en el muslo. El revólver bailaba en sus manos; en cualquier momento un dedo demasiado excitado tocaría el gatillo y se acabaría todo…- ¿qué ibas a hacer después, cabrón? ¿Cortarme a pedacitos? El jodido vigilante. Ni siquiera sé quién eres. ¿Y el auténtico vigilante? ¿te lo has cargado?, ¿eh?¿eh?!!!!
-Vamos, yo soy el vigilante. Por el amor de Dios, Pablo.- me metí la mano en el bolsillo y le enseñé la llave de la portería. –Mire, tengo todas las llaves de este lugar, soy el vigilante.
-Si vuelves a mover esa mano te quedarás sin ella, lo juro. Estáte quieto.-, me gritó. Yo asentí con la cabeza.
-Casi me habías convencido-, repitió. Estaba… estaba a punto de quedarme, ¿sabes? Todo eso de los ataques, del estado de emergencia…-, soltó una risita nerviosa. –Qué cabrón. Menuda historia te has montado. Joder, debes… debes estar muy enfermo para inventarte algo así. Con esa pinta de no haber roto nunca un plato, y tienes la mente podrida. ¿Has cortado tú mismo las líneas telefónicas, eh? ¿lo has hecho???... Pero, ¿sabes qué? La has cagado. Sí, la has cagado. Tu delirio ha ido demasiado lejos. Muertos vivientes, joder Bony; ¿no podías haber pensado en algo mejor? ¿se te acabaron las ideas en esa mente enferma tuya????-. Volvió a patearme. Ahora me dolió. El tío se estaba alterando cada vez más, y de seguir así, acabaría volándome los sesos.
-No estoy enfermo. Esas armas químicas, o lo que sea que hayan usado han hecho resucitar a los muertos, ya se lo he dicho.
-¡No ha habido armas químicas!!! ¡Ni atentados!! ¡Déjalo ya de una puta vez!!!
-Vale, vale-, dije. Esta bien. ¿qué quiere que haga?
-De momento, abre esa maldita puerta-. Se giró para sañalar la entrada-. Pero…¿qué coño ha pasado aquí?-, dijo al ver el desastre que había organizado con el episodio de los ventanucos El suelo estaba sembrado de vidrios, y los restos del armazón del ventanal descansaban sobre la moqueta como el esqueleto de un extraño dinosaurio de aluminio. Tirada en el sofá estaba la escalera que había usado para subir a la marquesina. -¿Qué has hecho, maldito loco?
- Nad…
-¡Levántate!!-, gritó.
Me puse en pie. Domínguez me indicó que caminara hacia la puerta, sin dejar de apuntarme.
-Abre esa puerta-, me dijo señalando la hoja corredera.
-No puedo. Se abre desde el mostrador. Es un bloqueo electrónico-. Eché a andar hacia la mesa, pero Domínguez me detuvo.
-No te acerques ahí. Aparta-. Me moví a un lado. El tío fue al mostrador y empezó a registrar el mueble. Buscaba otro arma. -¿Cómo se abre?-, dijo un par de minutos después.
-Tiene que accionar esa llave, la que está en el tablero del centro. Gírela hacia la derecha.
Domínguez la giró. La puerta se deslizó suavemente.
-Vuelva a girarla en sentido contrario y la puerta se quedará abierta.
Bloqueó la entrada. Afuera ya estaba oscureciendo, y pronto se encendería la iluminación de la fachada. Se activaba automáticamente, y era una de esas cosas que tenía previsto anular. No quería llamar la atención de aquellas criaturas.
Domínguez me hizo una seña con la cabeza indicándome que fuera hacia la puerta de la calle. Él me siguió. Pasamos por encima del aluminio destrozado y rodeamos el sofá. Al llegar a la puerta, el tipo se detuvo.
-Ahora vas a abrir la puerta, Bony. Lo vas a hacer muy despacio. Luego, vas a dejar la llave en el bombín y te vas a alejar un par de metros, hasta el sofá. Quiero que te tires al suelo ahí hasta que yo haya salido. Si intentas hacer algo, si intentas seguirme o evitar que salga, te dispararé. Lo haré. ¿lo has entendido?. Asentí con la cabeza.
-Tengo que coger la llave, Pablo. La llevo en el bolsillo de la camisa-, le dije.
-Bien. Pero no hagas tonterías.
Saqué la llave. Yo sabía que no podría abrir. La puerta estaba bloqueada desde el mostrador. La llave no abriría. Sin embargo, tenía que ganar tiempo. ¿Para qué? No tenía ni puta idea, pero a pesar de que aquel imbécil me estaba apuntando con mi propio revólver y que se merecía más que nadie que aquellos bichos se lo zamaparan para cenar, no podía dejar que saliera. Mi propia seguridad estaba en juego.
Metí la llave en la cerradura. La giré un par de veces. Domínguez me miraba nervioso. Volví a girarla, esta vez en sentido contrario.
-¿Qué estás haciendo?
- A veces… a veces se atasca.
-Ábrela, Bony.
Volví a girar la llave. Había comenzado a sudar. Las gotas frías se deslizaban por mi espalda y perlaban mi frente como una súbita floración de setas en otoño. Las manos húmedas me temblaban.
-Me he… me he confundido de llave.
-¿Qué?
-La llave. No es ésta. Me he confundido. Tengo que ir al mostrador a buscar la otra.
-¿Me tomas por jilipollas?
-No, yo…
Domínguez levantó el revólver y disparó. Apenas la movió un poco, porque sentí el proyectil pasar zumbando a escasos milímetros de mi oreja derecha. La bala se estrelló contra la pared de granito negro dejando un agujero humeante. Los oídos me pitaban como locomotoras de tren.
-No juegues conmigo-, dijo fríamente. –Abre la puerta, o la próxima bala te atravesará esa mente asquerosa tuya.
Moví de nuevo la llave, pero era absurdo. No abriría. Había conseguido desquiciar a aquel imbécil y lo más jodido era que de verdad necesitaba ir al mostrador para desbloquear el cierre.
-No puedo. No con la llave.
-Está bien. Se acabó.-, dijo. –Aparta, abriré a mi manera. Levantó el arma y apuntó al pomo.
-¡No haga eso!!-, grité. En ese momento, las luces de la fachada se encendieron. Eran séis potentes focos halógenos. Tres de ellos iluminaban a los pisos superiores; en el centro había uno que hacia lo propio con la marquesina. Y los dos de abajo, alumbraban la acera. Los ojos de Domínguez pasaron alternativamente de un foco a otro mientras estos se iban encendiendo, hasta quedarse fijos sobre los dos grotescos bultos que decoraban la acera. A la izquierda el tío del sudario, y a la derecha el cuerpo despachurrado del amigo Anselmo, coronado por el macetón de cemento.
El tío miró con ojos desencajados los dos cuerpos. Yo empecé a recular poco a poco hacia el interior del vestíbulo, tratando de ingeniar algo. Domínguez se giró con un gesto a caballo entre la sorpresa y la indignación, salpicado con una pizca de compasión.
-Por los clavos de Cristo… ¿Qué… qué has hecho?
Mierda, el tío creía que aquello era cosa mía. Bueno, para ser justos, una parte sí, porque al Anselmo me lo había cargado yo, aunque el pobre ya estuviera muerto. Pero al otro tipo ni siquiera lo había tocado.
-¿Qué? No, no irá a pensar que yo…-, comencé a balbucear. Ahora sí que no me salvaba ni Dios, pensé. Ya no había argumentos posibles. No podría hacerle entrar en razón, sólo me quedaba desear que fuera un final rápido. Entonces, ocurrió algo. Y el tiempo se ralentizó. Fue como en las películas, a cámara lenta. El tipo me apuntaba y sus labios se movían, supongo que gritando algo, pero yo era incapaz de oír nada. Sólo podía centrar mi atención en una sombra, una forma indefinida que se acercaba rápidamente al edificio, haciéndose cada vez más y más grande. En ese momento, ví que Domínguez cambiaba su expresión de odio por otra de extrañeza y empezaba a girarse hacia la entrada, intrigado por mi cara de sorpresa. No había completado la vuelta, cuando un tío enorme se estrelló contra la puerta, haciendo temblar el vidrio. Domínguez soltó un grito de marujilla y saltó hacia atrás. Si no hubiera sido porque yo también retrocedí, hubiera acabado con aquel idiota en brazos.
El tipo de la calle era un bicharraco gigantesco, enfundado en una chupa de motero manchada de sangre que dejaba al descubierto sus brazos descomunales llenos de tatuajes. Su camiseta gris de Harley-Davidson estaba rasgada por debajo de la abultada barriga; de ahí colgaba un manojo de vísceras encarnadas como guirnaldas en una feria.
El fulano golpeó de nuevo la puerta y sonó como si el edificio entero fuera a derrumbarse. Yo sabía que aquellos vidrios eran irromplibles, a prueba de balas, pero aun así no podía evitar cagarme encima cada vez que el muerto de los cojones arremetía contra ellos.
-¿Se lo cree ahora?-, grité. -¿eh, se lo cree, imbécil?. Pero Domínguez no me escuchaba.
Se había desmayado.
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"¿Hacen los zombies la digestión?"  - Página 2 Empty Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"

Mensaje  Bub Lun Mar 07, 2011 6:08 pm



Cargué con Domínguez hasta el sofá; era la segunda vez que lo hacía en un día, y tenía la sensación de que no iba a ser la última. El tío tenía carácter, no se podía negar, pero poseía también la fastidiosa costumbre de perder la consciencia cuando más feas se ponían las cosas, aunque en esta ocasión me hubiera venido de huevos.
Lo dejé tumbado y corrí al mostrador a cerrar la puerta corredera. Entre los vidrios tintados y las potentes luces exteriores, era casi imposible ver el interior del edificio desde la calle, pero no quería correr más riesgos, aunque aquel animal aporreando los cristales había tirado por tierra mi plan de llevar la situación con discreción y pasar desapercibido.
Con el escándalo, tres o cuatro bichos se habían acercado a la entrada, pero permanecían alejados un par de metros del motero fiambre. Se limitaban a observar la exhibición de fuerza del gigante. Su comportamiento me recordaba al de aquellas manadas de felinos africanos que había visto en los documentales de la tele. Quien sabe, quizás estas criaturas se regían por alguna clase de jerarquía animal, la ley del más fuerte, qué se yo; la cuestión es que ninguno de ellos osaba acercarse al bestiajo. El motero loco había golpeado con furia la puerta un par de veces, pero después se había calmado y permanecía plantado frente al cristal con una expresión en su cara pálida que recordaba vagamente a la extrañeza. Al rato, dio media vuelta y echó a andar hacia las ramblas. Por un momento, tuve la esperanza de que los otros le seguirían, pero se quedaron allí, quietos frente al edificio, mirando al vacío con aquellos ojos muertos.
Aproveché que las cosas se habían calmado en la calle y que Domínguez seguía fuera de combate para reorganizarme. Lo primero que hice fue coger un rollo de cable eléctrico y atarle las manos a Domínguez. Luego, le até también los pies y uní los dos lazos con más cable. Quería asegurarme de que el tipo no pudiera levantarse cuando despertara. Después de pensarlo un segundo, le puse una bayeta en la boca, a modo de mordaza.
El segundo paso fue abrir el candado que bloqueaba el acceso a la escalera. Dejé la puerta abierta, sujeta con una cuña de cartón y subí a abrir las del primer piso. Ahora tenía un camino seguro hasta el principal y podría prescindir de los ascensores en caso de corte eléctrico. Por último, desconecté el temporizador que accionaba la iluminación de la fachada y apagué las luces. Mis vecinos muertos pusieron una grotesca expresión de desencanto, pero no se movieron de la puerta, los cabrones.
Por fin, me senté en mi silla a recobrar el resuello. Quería dedicar un momento a analizar la situación y sobre todo, reflexionar sobre lo que había visto ahí afuera.
Cuando el motero irrumpió de pronto, lanzándose contra la puerta, yo había supuesto que nos había visto desde la calle. Lo primero que me asombró fue la rapidez y el ímpetu con que lo había hecho, unas cualidades impropias en aquellos seres, al menos hasta donde yo había podido comprobar. Podían ser criaturas muy peligrosas, desde luego, pero no se caracterizaban precisamente por su habilidad y su destreza a la hora de moverse. Eran lentos y torpes. Bueno, eso creía hasta conocer al señor Harley. Luego, cuando Domínguez y yo retrocedimos y el muerto siguió golpeando en el mismo punto, me di cuenta de que estaba atacando a su propio reflejo. Eso no tenía más importancia; es más, era lógico, respondía a lo que uno podía esperar de aquellos bichos: furia sin control, violencia injustificada, en fin, como animales salvajes. Sin embargo, no fue la muestra de furia del motero lo que me había asustado, sino precisamente lo que hizo que esa furia desapareciera y dejara de aporrear el vidrio. Creo… no, estoy seguro, de que el tipo se había reconocido. Que, de alguna manera, había comprendido que lo que veía era él mismo.
Eso sí me acojonó, lo confieso. Me asustó mucho más que el propio hecho de los muertos hubieran “resucitado” para comernos. Porque si resultaba que de alguna forma, tenían consciencia de sí mismos, si eran capaces de pensar, de razonar… joder, eso los hacía infinitamente más peligrosos y a nosotros mucho más vulnerables.
Decidí para mi propia tranquilidad, que aquellos pensamientos no iban a ayudarme precisamente, y los deseché, aunque sabía que seguirían danzando por aquel caos que era ahora mi mente, y que, tarde o temprano, aflorarían de nuevo. En ese instante, Domínguez lanzó un gruñido de fastidio. Se acabó el descanso.
Cogí un cutter y me acerqué al sofá. Domínguez trataba de incoporarse sin mucho éxito cuando me vió, miró la cuchilla en mi mano y abrió desmesuradamente los ojos, meneando la cabeza. El muy idiota seguía pensando que quería hacer salchichas con su cuerpo flaco.
-No voy a hacerle nada, Pablo-, dije con tono conciliador. –Pero no intente moverse o se hará daño en las muñecas. Ese cable es demasiado rígido-. Me senté a su lado:
-Le he atado por su bien. Si promete no montar un pitote, le quitaré la mordaza y le soltaré los pies. Pero tiene que asegurarme que escuchará en silencio y con calma; si no es así, volveré a atarle. ¿Va a colaborar?
Domínguez asintió con la cabeza. Le destapé la boca. No gritó, se limitó a escupir fibras amarillas y a hacer muecas de asco. La verdad es que la idea de la bayeta no había sido muy acertada, pero era lo único que tenía a mano. Luego, corté el cable que le sujetaba los tobillos y le ayudé a sentarse.
-Voy a poner la radio, Pablo. Quiero que escuche usted mismo el comunicado del estado de emergencia-. Me levanté, pero Domínguez dijo:
-No es necesario. Te creo.
Volví a sentarme. Supuse que la aparición del fiambre fanático de las motos ya le había convencido, pero no podía fiarme demasiado del tipo; era un zorro muy listo.
-¿Me cree?
-Sí, joder. Si tu intención hubiera sido matarme, ya lo habrías hecho, has tenido más de una ocasión.
-Es cierto-, le dije.
-Es sólo que… bueno, supongo que se me fue la olla. Entre lo de mi mujer, la borrachera de los huevos… y luego apareces tú con toda esa historia de los atentados. Se me hizo una bola enorme, Bony. Lo… lo siento.
-No se preocupe, Pablo. Yo en su lugar hubiera pensado lo mismo.
-Joder, no sabes lo cerca que estuve de volarte los sesos.
-Y tanto que lo sé, créame. Pero no lo hizo-. Cogí la cuchilla y le liberé las manos. Domínguez comenzó a frotarse las muñecas. -¿Quién era ese… ese hombre?-, preguntó. Supuse que se refería al motero.
-No lo sé. Un infectado.
-Estaba…
-Estaba muerto, sí. Bueno, quiero que había estado muerto en algún momento. Eso es lo que provoca la mierda con la que nos han atacado, Pablo. Hace que los muertos vuelvan a la vida. Y cuando lo hacen, arden en deseos de comernos, literalmente.
-Increíble-, dijo Domínguez. Lo dijo arrastrando las sílabas, como si la propia palabra pudiera dotar de realidad sus pensamientos. Yo también lo pensaba. Era increíble de cojones.
- Ahí afuera está lleno de esas cosas, Pablo. Por eso no podía dejar que usted saliera. Por eso, y porque es necesario evitar cualquier movimiento, cualquier actividad. Ahora andan dispersos, vagando de un lado a otro, pero el bullicio les llama la atención; acuden como moscas a la miel.
Domínguez se levantó y se acercó a la puerta corredera. Desde allí podía verse gran parte del paseo de la Diagonal. Se giró muy serio: -Hay varios. Ahí mismo, en la puerta. Y algunos más en la Rambla.
-Ya, pero no se preocupe, no podrán entrar. Además, si hacemos las cosas con cabeza, tampoco querrán entrar, ¿entiende? Ése es el plan. Ellos no deben saber que estamos aquí dentro.
Domínguez volvió a mirar a la calle. No me gustaba la idea de que se quedara ahí, observando a los bichos. No por nada en particular, simplemente había aprendido que era mejor tener la mente ocupada en otras cosas, y mientras estuviera mirándolos era imposible que pensara en algo que no fueran ellos. Debía sacarlo de su contemplación, pero antes de que se me ocurriera cómo, Domínguez me hizo una señal con el dedo para que me acercara a él.
-Mira, Bony. Mira ese grupo de ahí. Fíjate.
Yo miré. Eran tres bichos que caminaban por la acera, a unos diez metros del edificio. Uno de ellos era un hombre anciano; no, qué coño, era un viejo del copón. Al menos debía tener noventa años. El tipo la habría cascado iguamente, no mucho más tarde, de puro viejo, pensé. A su lado iba una mujer, de unos cincuenta. Vestía pantalones oscuros y un chaleco reflectante naranja con la leyenda “Servei d´Emergències”; aun conservaba un fonendoscopio colgado alrededor del cuello. El tercero era un tipo joven, con auriculares en los oídos. Llevaba una bolsa de lona cruzada sobre el pecho y un vendaje limpio en su mano derecha, uno de esos apósitos compresivos. No ví nada fuera de lugar, nada extraño, a excepción claro, de que todos los transeuntes estuvieran más secos que la mojama. Miré a Domínguez interrogante.
-Mira bien…-, dijo Pablo señalando afuera. -¿Qué es eso verde?
-¿Verde? ¿el qué verde?
- Eso. Están llenos de una especie de polvillo verde, ¿no lo ves?
Entonces lo ví. Era cierto. Los tres estaban manchados de algo que parecía polvo, muy fino, de un verde intenso. Recordaba un poco al azufre, aunque el color era un poco más oscuro. Ninguno de los otros presentaba ese detalle. Y además, reparé en otra cosa. No estaban heridos. Estaban muertos, desde luego; sus ojos tenían el mismo aspecto apagado que los de sus compañeros, y se movían de manera lenta y errática. Pero no había heridas. Ni mordiscos, ni laceraciones, ni disparos. Nada. Ni una puñetera gota de sangre.
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"¿Hacen los zombies la digestión?"  - Página 2 Empty Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"

Mensaje  Bub Mar Mar 08, 2011 9:50 pm

-No los mataron los bichos.
-¿Cómo?-, preguntó Domínguez.
-A esos-, dije señalando a los tres fiambres de la acera.- No han muerto por el ataque de otros bichos. Fíjese, no tienen ni una herida.
-¿Crees que esa cosa verde tiene algo que ver?
Me encogí de hombros.
-Quizás se trate de la toxina-, dijo Domínguez, aunque era más una afirmación que una duda.
-Es posible. Valdés no comentó nada acerca de ese polvo, pero sí, puede ser la mierda que han usado.
-¿Valdés? ¿quién es Valdés?
-Un amigo. Es el tío que me alertó de toda esta historia.
-Espera, espera… ¿tienes contacto con alguien que está ahí afuera?
-Sí, hablamos a través del walkie; él emite desde un coche de los Mossos d´Esquadra.
-¿Es un poli?
-No, no. Valdés es vigilante, como yo. Trabajamos para la misma empresa, pero el tío sabe buscarse la vida, ¿me entiende?
Domínguez asintió.
-¿Y qué más sabe ese Valdés?
-¿A qué se refiere?
-Bueno, está en la calle. Supongo que tendrá información de primera mano de la situación ahí afuera. No sé, operaciones de evacuación, puntos seguros,… coño, el gobierno debe estar haciendo algo, aparte de decretar estados de excepción. El ejército está movilizado, se ha hecho cargo del control ciudadano, así que seguro que hay un plan en marcha…
-No lo sé, Pablo. No puedo contactar con él, emite en una frecuencia demasiado baja, así que no sabría decirle. De todas maneras, dudo que Valdés siga en el “lado oficial”; creo que se lo estará montando por su cuenta.
-Estupendo-, dijo Domínguez con fastidio. -Tenemos un contacto en el exterior y resulta que trabaja por libre.
-Con franqueza, pienso que es lo más inteligente. Ese mensaje del gobierno no tiene nada de tranquilizador; más bien suena como una amenaza. Toda esa historia del toque de queda y de las leyes militares me recuerda demasiado a otra época, una época no muy grata ¿no está de acuerdo?
-No lo sé, Bony. Joder, me siento atrapado, inútil. Es la era de internet, de las redes sociales, de la interacción… ¿cómo es posible que nos veamos en esta situación, incomunicados con el resto del mundo?
Yo no sabía que decir. Entendía cómo se sentía, pero no tenía ningún argumento que pudiera servirle. Para variar, solté lo primero que se me vino a la mente:
-¿Tiene hambre, Pablo?
-¿Hambre?, ¿que si tengo hambre?-. Domínguez sonrió, y fue una sonrisa auténtica, franca, tanto que tuve la sensación de que era la primera sonrisa verdadera que había echado en mucho tiempo. –Si, la verdad es que sí. Tengo un hambre de pelotas.
-Bien-, dije. Preparemos algo para cenar.
-Espera-, contestó. –Arriba tenemos un office. No voy mucho por allí, así que no sé como anda de provisiones, pero seguro que queda algo.
-Déjelo-, contesté sonriendo. –Lo asalté esta tarde, mientras usted dormía en el despacho. Todas las existencias están aquí abajo, incluidas la cafetera y la neverita.
-Bien hecho, Bony. Pero seguro que no has contado con el postre. Ahora vuelvo.
Domínguez se coló en el ascensor. Por un momento pensé en decirle que usara las escaleras, pero tampoco era necesario, mientras uno de nosotos permaneciera en la portería.
Preparé un par de bocadillos. No eran gran cosa, la verdad, pero teníamos que racionar la comida. Ahora éramos dos, y no sabía cuánto tiempo tendríamos que aguantar hasta que vinieran a rescatarnos.
Domínguez bajó un minuto después. Llevaba el Chivas que habíamos abierto en su despacho en una mano, y su bolsa de golfista en la otra, aunque no había ni rastro de los puñeteros palos. Estaba llena de botellas de bourbon.
Comimos los bocadillos en silencio. Domínguez masticaba cansinamente, con los ojos perdidos en el suelo, supongo que enfrascado en mil y una elucubraciones. Yo, sin embargo, estaba convencido de que no sería capaz de tragar ni un bocado, pero cuando comencé a comer, me di cuenta de que estaba realmente hambriento, y al final, me costó horrores contenerme para no ir corriendo a prepararme otro bocata.
Después de cenar, nos servimos un lingotazo de whisky. La verdad es que me preocupaba la generosidad con la que aquel tío llenaba los vasos. No era una buena idea ponernos pedo con la que estaba cayendo, pero había que reconocer que aquel caldo estaba de cojones. Me prometí mentalmente que aquel será mi último trago del día.
Fue Domínguez el que abrió la conversación.
-Vale Bony, lancemos hipótesis, ¿te parece?
-¿Que lancemos qué?
-Hipótesis, teorías, que imaginemos cómo ha ido la película.
-Ah, vale. Lance, lance.
-Bien. Partamos de que ese polvo verde es la toxina que los terroristas han usado. Ingenian algún tipo de artefacto para expandirlo y los colocan en puntos estratégicos, para detonarlos en cadena. En el metro, por ejemplo ¿vale?
-Sí. Según Valdés hubo un accidente en las líneas 1 y 5.
-OK, el metro, en estaciones de tren, aeropuertos… sitios clave, con mucho movimiento. Esas “bombas” explotan. El polvo se expande, y se pega a las personas que están más cerca, pero también a los objetos: maletines, bolsos, a la propia ropa. Enseguida, reina la confusión y el pánico. Nadie sabe qué ha pasado, ni qué coño es ese polvo; imagina cómo debe ser vivir algo así.
-Horrible, supongo.
-Horrible, desde luego. Vale, ahora imaginemos que llegan los servicios de emergencias, sanitarios, bomberos, bueno, no sé, supongo que hay un protocolo de actuación para estos casos. Llegan y comienzan a evaluar la situación. De momento, entran en contacto con la sustancia. Luego, empiezan a desviar a los hospitales a los casos más graves, aunque según parece no hubo heridos de gravedad en un primer momento, ¿no es así?
-Sí. Según dijeron en la radio, no se trató de bombas al uso, ya me entiende. No hubo daños materiales, ni víctimas directas.
-Aparte de los clásicos ataques de ansiedad. Vale, empecemos con éstos, y luego añadamos a todos los que suponen un grupo de riesgo: niños, ancianos, embarazadas… Todo ello sin contar que nadie de los que acuden tiene ni la más mínima idea de qué se trata y que, aunque sólo sea por precaución, hay que llevar a todos los afectados al hospital, cuando menos para tenerlos en observación. ¿Me sigues?
-Sí, pero procure no enrollarse tanto, o al menos, no lo haga tan deprisa.
-Lo siento. Deformación profesional. Bueno, para simplificar, tenemos que los afectados son trasladados a hospitales cercanos aunque en principio, no hay daños evidentes.
-Ahá
-Entonces, esa sustancia, la mierda verde actúa, sin olvidarnos de que ya no sólo se limita a las zonas de los atentados, sino que va adherida en la ropa de los sanitarios, de los bomberos, de los voluntarios de la Cruz Roja, de cuántos hayan acudido al lugar de los ataques…
-Espere, espere. Hay algo que no entiendo. Se supone que eso, ese polvo, consigue que los muertos se reanimen, que vuelvan a la vida… si no hay víctimas en los atentados, si nadie muere,… ¿cómo funciona?
-Ya. Sé por dónde vas. Creo que es la toxina la que los mata. Quizás no de inmediato, pero estoy casi seguro de que es la causa de la muerte. Primero te mata y luego, Dios sabe cómo, vuelve a reanimarte. Supongo que no se trata de algo matemático, quiero decir, que puede que dependa de la resistencia física de la víctima, de la edad, incluso del sexo; o de la cantidad de polvo que hayas recibido, pero tarde o temprano, todos los que habían estado en contacto con ella, han muerto y luego, han regresado como… en fin, como esos bichos de ahí.
-Joder… Todo eso multiplicado por… Mierda. Nosotros mismos nos hemos encargado de propagar esa porquería.
-Actuando de la manera más humana posible: intentando ayudar a los demás. Ya te lo dije. Brillante. Una putada, pero brillante.


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"¿Hacen los zombies la digestión?"  - Página 2 Empty Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"

Mensaje  Bub Miér Mar 09, 2011 6:33 pm



Apuré mi vaso y Domínguez volvió a llenarlo con la rapidez propia de los que están habituados a beber. Me había prometido no pasarme con la priva, pero en ese momento necesitaba el trago.
-Supongo que eso mismo ha ocurrido en todas partes-, dijo Domínguez. –Al menos en los países desarrollados, con infraestructuras y servicios bien organizados, pero ¿qué me dices de los países menos avanzados? ¿Crees que en sitios con menor densidad de población la cosa ha sido tan grave?; quiero decir que, bueno en este caso, no contar con una buena red de comunicaciones ha podido ser una ventaja para la gente, es posible que aun haya zonas remotas, de difícil acceso, perdidas de la mano de Dios, incluso en nuestro país, en las que no tengan ni puñetera idea de lo que está pasando, ¿no te parece?
-Pues sé qué decirle, joder-, contesté aturdido. –Ni siquiera sé cuál es la pregunta; habla usted demasiado, Pablo, sin ánimo de ofender, y a veces no le pillo ni papa, la verdad. ¿A qué se dedica en la compañía, es maestro o algo así?
-Coach, soy coach para ejecutivos
-Ya.
Domínguez sonrió condescendiente.
-En realidad podríamos decir que sí, soy una especie de profesor. Enseño a ejecutivos cómo hacer su trabajo; los hago más competitivos, más agresivos… les enseño a tener hambre, y a morder con fuerza.
-Pues en este nuevo “orden”, alguien como usted estaría en el paro. Esos cabrones de ahí fuera ya vienen con la lección aprendida-, dije sonriendo.
-Sí, eso me temo.
Domínguez llenó su vaso por tercera vez y completó el mío, aunque yo apenas había dado un par de sorbos.
-¿Y esos de la puerta, Anselmo y el otro? ¿Cómo los has dejado tiesos?
-Bueno, yo sólo me he cargado al Anselmo-, dije sin pensar. Al segundo me di cuenta de lo mal que debía haber sonado aquello, pero Domínguez no se inmutó. Supongo que ambos habíamos aceptado tácitamente que se trataba de una guerra. Matar o morir. – Al otro tipo lo tumbó un poli, un agente de la Guardia Urbana.
-¿La poli se dejó caer por aquí? Hostias Bony, ¿por qué coño no me dices estas cosas?
-Porque no era la poli de verdad, Pablo. Sí, era un coche de la policía, pero aquel tío estaba solo. Había perdido la chaveta. Se puso a disparar a discreción desde el coche. Al final, le acertó en la cabeza al tío del sudario, aunque estoy convencido de que fue de chiripa. La cuestión es que el fiambre se quedó quieto. Luego el poli se largó como había venido. El tío estaba como una cabra, se lo juro. Incluso fingió que hablaba con la comisaria, pero la emisora estaba hecha polvo, yo lo vi.
-¿Le disparó en la cabeza y el muerto no volvió a levantarse?
-Sí. Creo que ese es su punto débil. La cabeza, el cerebro. Después apareció el Anselmo, aunque he de decir en mi defensa que ya estaba muerto cuando llegó aquí. Supongo que le atacaron cuando venía al curro, porque llevaba el uniforme. Le… le desgarraron el cuello-, dije señalándome la garganta. –Tenía la camisa llena de sangre.
-Continúa.
-Tuve que matarlo, pensé que era mi deber; joder, el Anselmo era un buen tío, no se merecía acabar convertido en una cosa de esas. Además, intentó entrar en el edificio. ¡¡Usó su llave!!
-No me jodas-, dijo Domínguez.
-Se lo juro. Sacó la llave del bolsillo y trató varias veces de abrir la puerta. De no haber sido por el bloqueo electrónico, hubiera entrado.
-Pero ¿estás diciendo que piensan?, ¿esas cosas son inteligentes?
-Ya no sé qué pensar. El Anselmo llegó hasta aquí, y recordaba cómo entrar… Es más, me habló.
-¡Por el amor de Dios!!!
-Bueno, sólo dijo mi nombre. En realidad, algo que sonaba como mi nombre. Y me miró mientras lo decía. -, pensé en hablarle también de la grotesca sonrisa que el Anselmo me había dedicado, pero decidí que ya sería demasiado.
-La cuestión es que me lo cargué. No estaba seguro de que destruyendo su cerebro lo matara definitivamente, pero no tenía nada que perder. Subí a la marquesina y le lancé uno de esos maceteros de cemento que decoran la fachada. Una chapuza, lo sé, pero funcionó.
-Muy efectiva, desde luego.
Domínguez se levantó del sofá, dejó su vaso sobre el mostrador y se acercó a la bolsa de golf. Sacó una botella de bourbon y la abrió.
-Yo me retiro, Pablo-, dije señalando la botella. En realidad, creo que los dos deberíamos dejarlo por hoy, ¿no le parece?
-Bony, Bony… -, contestó Domínguez meneando la cabeza-, nunca en mi vida he permitido que nadie me dijera cuándo debía parar de beber…pero, ¿sabes qué? Tienes razón. Ahora mismo es importante mantener la mente clara, así que se acabó por esta noche-. Cerró la botella y la dejó junto al teléfono. –Y ahora, ¿dónde está el baño?, necesito echar una meada.
Yo me levanté y señalé el paragüero. –Eso es lo más parecido a un meadero que puedo ofrecerle, Pablo.
-No fastidies, hombre. ¿No tenéis un lavabo aquí abajo?
Me eché a reír. Domínguez me miró con perplejidad, mientras esbozaba una pequeña sonrisa. -¿Qué pasa?
-Hay un baño, en el rellano de la escalera al aparcamiento. Pero no se puede usar.
-¿Está… atascado o algo así?-, preguntó.
-Algo así-, dije. Me acerqué a la puerta del sótano y le di una patada. Al instante, los bichos de la escalera comenzaron a gruñir otra vez, golpeando y arañando la madera. Domínguez dio un respingo mientras gritaba “Jesús”.
-¿Tienes… hay cosas de esas ahí?-, preguntó alarmado.
-Sí. Entraron por el aparcamiento.
-Pero… ¿cómo?
-Fue la primera noche. Valdés me había dicho lo de los accidentes en el metro, y comenzaba a verse movida por la calle, pero aun no sabía de qué iba la historia. Bajé porque saltó una alarma de incendios y el cuadro está en el sótano. Esos bichos ya estaban dentro.
-¿Cómo, cómo pudieron entrar?
-Supongo que lo hicieron cuando alguno de los inquilinos del edificio se disponía a salir. Verían abrirse el portón y acudieron, el movimiento les llama la atención, ya lo ha visto. Los sorprendieron allí abajo, Pablo; los… los mataron.
-¿Te refieres a los inquilinos?
-Sí. Uno de ellos era un trabajador de la Notaría. Cuando yo llegué no quedaba del tío más que un amasijo de carne sangrante. El otro trabajaba con usted; era la directora comercial.
- ¿Carol? ¿Carol está muerta?
-Lo estuvo; ahora… bueno, usted ya me entiende.
-Oh, Dios. Dios mío-. Domínguez se sentó en el sofá y se reclinó sobre el respaldo, con la cabeza hacía atrás. Su nuez sobresalía de la garganta pálida, subiendo y bajando mientras repetía las palabras una y otra vez. Finalmente, pareció calmarse. Se pasó una mano torpe sobre los ojos.
-Tuvimos un lío, ¿sabes? Fue durante una convención, en Lisboa. Es… era una mujer increíble.
Yo asentí. Desde luego que lo era. Era un pedazo de mujer. Entendía que el tipo se lo tomara tan mal, aunque con aquella confesión, mi opinión sobre cierta zorrita a la que le gustaba revolcarse con jovenzuelos amantes del tenis cambiaba bastante.
Decidí que otro trago no iba a hacernos daño a ninguno de los dos. Llené los vasos con bourbon y le di el suyo a Domínguez. El tío lo vació de un solo trago, hizo una mueca salvaje, como si acabara de tragarse un puñado de clavos, y luego me hizo una seña con el vaso para que se lo llenara de nuevo. Qué diablos, pensé, y le serví otro pelotazo.
-Creo que es mejor que se lo cuente todo, Pablo. Desde el principio.
-Sí. No más sorpresas.
Así que se lo conté. Todo. Mi conversación con Valdés, el episodio del párking (en esta parte omití algunos detalles que no venían al caso, como mi inesperada incontinencia urinaria o el intento de felación mutiladora de la jamona), mi desastrosa incursión en la despensa del principal y por último, nuestro encuentro, en el que lo había tomado por una de aquellas cosas. Cuando acabé, Domínguez se había bebido cinco vasos, estaba de pie, y se meneaba nerviosamente, haciendo palmas; parecía un futbolista a punto de entrar al campo, esperando órdenes de su entrenador.
-Muy bien-, dijo. -Y ahora, ¿cuál es el plan?
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Mensaje  Bub Jue Mar 10, 2011 8:20 pm



-¿Plan?, ¿qué plan?-, pregunté.
-¿Cómo que qué plan?, el plan para largarnos de aquí; supongo que habrás ideado alguna forma segura de hacerlo.
-No.
-¿No?
-No, la verdad es que no; salir no está en mi lista de prioridades.
-¿No está en tu lista de “prioridades”? No me jodas. Mira a tu alrededor, muchacho. Estamos siendo testigos de un hecho que hará cambiar el devenir de la historia, un acontecimiento sólo comparable a la extinción de los dinosaurios, al descubrimiento del fuego, al uso de la bomba atómica; esto será una prueba de la capacidad de superación de la humanidad, será el escollo a vencer para demostrar que merecemos la hegemonia de este planeta, que somos dignos de ostentar el título de especie dominante… ¿y tú, elegido por el azar para ser espectador privilegiado de tan magno momento, decides convertirte en el heraldo eremita del fin de los días?????
-Mire, no le he entendido una mierda de lo que ha dicho, pero si se refiere usted a si pienso quedarme aquí metido, pues sí, así es. No voy a moverme de este edificio.
-No me lo puedo creer-, dijo Domínguez con una expresión de perplejidad. –Estoy muy decepcionado.
-No, usted lo que está es borracho, Pablo. Lo mejor sería que se echara y durmiera un poco…
-No necesito dormir, coño. No me trates como a una criatura, sé muy bien lo que me digo.
-Pues no lo parece; salir a la calle es una locura, un suicidio. Me sorprende que lo haya dicho usted en serio.
-Y a mí que tu respuesta a todo esto sea quedarte ahí sentado a verlas venir.
-¡Es la opción más segura!-, grité. Diablos, aquella conversación me estaba sacando de quicio. Pensaba que Domínguez la había iniciado como una broma; yo había asumido que el tipo era consciente de lo peligroso de la situación y que coinicidia conmigo en que quedarnos allí era lo más indicado, pero no; al muy capullo le habían entrado aires de héroe. Me maldije por no haber cortado con el bourbon cuando debía hacerlo. –Escuche, Pablo-, dije volviendo a mi tono sosegado; tenía que reconducir aquello. –Esperar aquí es, por ahora, lo más razonable. Estamos seguros, tenemos comida, y tarde o temprano vendrán a buscarnos. Montarán una operación de rescate de ciudadanos, lo he oído en la radio. El ejército…
-¿El ejército? ¿No eras tú el que decía que no se fiaba del comunicado oficial, que sonaba más bien como una amenaza?
-Me refería al toque de queda.
-Bony, ¿has visto dónde estamos? Esto es la Diagonal; mira a tu alrededor, no hay más que oficinas, empresas, esos edificios están llenos de despachos… ¡No hay gente! Ahora mismo es como si tú y yo no existiéramos para el resto del mundo. Nadie va a enviar una grupo de rescate aquí, maldita sea.
-Pues quizás haya sido una suerte, joder. ¿Se imagina que toda esta mierda nos hubiera salpicado en la Plaza de Catalunya, en Balmes, en pleno corazón de Barcelona? No quiero ni pensar en qué debe sera aquello a estas horas. Cada día circulan miles de personas por esas calles, miles. Mire ahí afuera, ¿ve esos malditos muertos? Pues están ahí sólo porque tenemos la puñetera mala suerte de tener el metro cerca, sólo por eso. ¿Y ahora me dice usted que deberíamos dejar un lugar seguro y salir a la calle, a una ciudad de más de un millón seiscientos mil habitantes, la mayoría de los cuales pueden haber regresado ya de criar malvas con el único objetivo de mordernos el trasero?
Domínguez se sentó en el sofá. De pronto parecía terriblemente cansado; tenía los ojos irritados y hundidos, y no dejaba de humedecerse los labios en un gesto repetitivo que se me antojaba alguna clase de tic. Tuve la esperanza de que le hubiera llegado el bajón post-kurda, y de que se tumbara en el sofá a dormir la borrachera, pero el tío siguió hablando.
-Yo sólo digo que quizás deberíamos intentar llegar a un lugar mejor.
-Un lugar mejor, de acuerdo. ¿Se le ocurre alguno?-, contesté con fastidio. A Domínguez parecía quedarle cuerda para rato.
-No sé.. Un centro comercial, tal vez. Un supermercado. ¿No has visto esa peli? ¿La del helicóptero? Es algo antigua, de finales de los 70. Es un clásico del terror.
-No me gusta el cine de miedo, Pablo. Me parece un rollo; nada de eso es creíble: vampiros, momias, hombres que se convierten en lobo cuando hay luna llena…
-¿Muertos vivientes?-, dijo Domínguez mirando a la calle.
Me quedé en silencio. Un escalofrío recorrió mi espalda como un dedo helado. Hasta ese momento no me había parado a pensar en lo mucho que toda aquella mierda se parecía al argumento de una peli barata de terror, precisamente esas que no me gustaban porque me parecían demasiado inverosímiles.
-No la he visto-, fue lo único que pude decir.
-Bueno, esa gente, un par de polis y una pareja de civiles llegan con su helicóptero hasta un centro comercial. Logran entrar por el tejado y se hacen fuertes en el interior. Allí encuentran armas y comida suficiente para resistir durante meses.
-Pero...
-Vale, al final unos saqueadores les joden la marrana y tienen que marcharse de allí. Es lógico, joder. Es una peli y tenían que inventarse un final impactante, pero eso no tiene por qué pasarnos a nosotros.
-Ya; una peli yankee ¿no?
-Sí.
-Verá, en esas pelis de americanitos todos saben pilotar un helicóptero o un avión, o tienen una cuñada o un amigo que sabe, o aparece un exnovio de la prima que resulta que es piloto. Parece que hay un cacharro de esos aparcado en cada puñetero jardín. Luego está el tema de las armas. Los críos ya nacen con un Colt bajo el brazo, y les regalan un cargador con su primer chupete. Joder, si esa gente consigue M-16 enviando los cupones de las cajas de cereales. Hay pistolas hasta en las farmacias. No fastidie. ¿Se imagina intentar sobrevivir en un Carrefour, en un Dia? Ahí lo más mortal que encontraríamos sería un martillo percutor ¡Y necesitaríamos un enchufe!! Además, ¿cómo coño ibamos a llegar hasta allí?
-Hostia, Bony. Eres único chafando planes-, dijo Domínguez.
-Y usted una mierda dando ánimos-, contesté sonriendo.
Domínguez me guiñó un ojo. Se puso de pie, soltó un larguísimo bostezo y se rascó la cabeza. –Tengo sueño-, dijo. –Creo que ha llegado la hora de irse a la piltra.
-Sí, en eso estoy de acuedo con usted, Pablo. Quédese con el sofá-, dije adelántandome a la pregunta. –Estará más cómodo. Yo estoy acostumbrado a la silla.
-Gracias. Tengo la espalda hecha polvo. Oye, voy a subir a echar un meo, ¿me activas este trasto?
Conecté el ascensor del centro.
-Quizás podamos verla algún día juntos, ¿Qué le parece?
-¿Qué?
-Esa película, la del centro comercial. Cuando todo esto termine, podríamos quedar un día para verla. Me gustaría.
Domínguez me miró muy serio.
-Bony, ¿no te has parado a pensar que tal vez esto no acabe nunca?
El ascensor se abrió. Domínguez entró en la cabina y las puertas se cerraron tras él. Yo me recosté en la silla. Hasta ese jodido momento había tenido ganas de dormir, me apetecía realmente desconectar de todo, descansar, dejar que el sueño me llevara adónde quisiera, pero esa última frase lo había fastidiado todo. Ahora las sombras de la portería se me antojaban más oscuras, más tétricas, y la noche se me presentaba como un larguísimo camino que tendría que recorrer despierto. Cuando el ascensor volvió a bajar, yo cerré los ojos y fingí dormir. Domínguez se tumbó en el sofá procurando no hacer ruído; al rato, roncaba como un bendito. Yo, sin embargo, no pude pegar ojo.
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Mensaje  antonioj Sáb Mar 12, 2011 12:31 am

Sigue asi ....quiero saber mas de la historia Razz smokkker zombie MS 10
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Mensaje  Bub Vie Mar 18, 2011 6:19 pm

"¿Hacen los zombies la digestión?"  - Página 2 Bonyy

Hola compis foreros, os dejo una ilustración del amigo Bony. Estoy pensando en la posibilidad de hacer un comic a partir del relato. Ya veremos. Un saludo.
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