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Segunda prueba
¿Furulas?
"¿Hacen los zombies la digestión?"
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
ajjaajajj el final es cojonudo, jodido Valdes la que lió.
Toletum- Jefe de Los Barbaros
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
-Vale helmano, la he cagado, de acueldo-, dijo Valdés- Cogemos la llave de repuesto y ya está…
-No hay llave de repuesto.
-¿No tienen una copia de la llave?
-No, no la ten… ¡Mierda, Valdés! No me líes; has sido tú el que se la ha dado a la tipa de aperitivo.
-Jodel, estaba junto a la calne. No me he dado cuenta; también podías haberla puesto en un sitio más seguro, ¿sí?
-¡¿Estás diciendo que es culpa mía?!!
-Vaaale, vaaale, vamos a tranquilizalnos…-, dijo el cubano. Se llevó las manos a la cabeza, respiró profundamente, y dijo: -¡Ya está!, la abriremos.
-¿Qué has dicho?
- Vamos a rajal a la madamme. La llave aun no debe habel llegado a su estómago, si es que esas cosas conservan el estómago. Un tajo en la galganta y ya está.
-Tú estás pirado, negro. No vamos a rajar a nadie
-¿Por qué? Está muelta, ni se va a enteral. Le volamos la cabeza, y a otra cosa-, dijo mientras le quitaba el seguro a su Astra.
-¿Es que te has vuelto completamente loco?-, le grité. -¿Vas a meter la mano dentro de su estómago? ¿Te arriesgarás a contagiarte con su sangre, eh? ¿Lo harás?...
Valdés me miró pensativo; luego, volvió a meterse la pistola en el cinturón con cara de fastidio.
-Tienes razón-, contestó al fin. –Nada de cirugía.
De repente, se oyó un pitido, parecido a los que se usan para indicar las horas en la radio, seguido por un chorro de estática.
-Joder-, dije saltando hacia la maleta en la que había guardado el transistor-, es el Jinete. La radio vuelve a funcionar.
-No, no es la radio-, intervino Valdés. –La dejamos apagada… Ha sido el walkie.
Tenía razón. Recordé que tras nuestro fallido intento de recepcionar la emisora del Jinete, le había quitado las baterías al transistor. La estática provenía de uno de nuestros transmisores.
Valdés localizó el walkie que recibía la señal y trató de sintonizar limpiamente la banda que emitía.
-¿Quién coño puede ser?-, le pregunté.
-Shhhht-, contestó el cubano. –Parece que pillo algo-. Subió el volumen al máximo y entonces oímos un eco metálico y después algo parecido a una voz. Sonaba entrecortada. “punto…. Seis uno….base, repito….dos en radio cierre… muchos… sector, tres grados norte…” Luego, más estática.
-Pero, ¿qué dicen?-, insistí.
-Y yo qué sé. No hablan con nosotros, son sólo interferencias-, contestó Valdés.
-¿Interferencias?
-Sí. Estamos dentro del radio de sus emisoras, por eso los copiamos.
-Puede ser la policía-, dije esperanzado de que así fuera.
-O el ejélcito-, repuso Valdés muy serio.
-¿La aviación?
-Tal vez, pero para pillarlos con esta mielda de trasto-, dijo mostrándome el walkie que tenía en la mano-, es que deben estal muy celca-. Valdés tiró el transmisor dentro de la bolsa, cerró la cremallera y añadió:- Nos lalgamos, Bony. Ahora.
-Aun es de día, negro-, le dije mirando a la calle.
-Nos arriesgaremos-, contestó.
En apenas un minuto, preparamos nuestro escaso equipaje y subimos a la marquesina. Valdés salió primero, arrastrándose sobre los nervios de metal, entre los balcones del principal. Llevaba consigo una caja con todos los trastos que habíamos recogido para usarlos como proyectiles y la jodida bolsa de carne picada. El cubano se deslizó por el tejadillo, asomó un poco la cabeza y luego se giró hacia mí con los ojos desorbitados.
-Hay un huevo, helmano-, dijo resoplando. –Espero que lo de la alalmas funcione.
-Funcionará.
Retrocedió y se puso de rodillas. Se mantenía encogido, tratando de que su cuerpo no fuera visible desde abajo. Me señaló un Mercedes plateado, sacó una lata de cerveza, le dio un beso y la lanzó.
La lata describió un arco sobre las copas de los árboles. Pude ver como el sol de la tarde arrancaba un reflejo dorado al envase antes de perderse al otro lado de las ramas. El envase cayó un par de metros a la derecha del coche, rebotó una cuantas veces en la calzada y luego fue rodando hasta detenerse junto al bordillo.
-¡Mielda!-, dijo el cubano.
-No te preocupes, negro-, le animé. –Te has quedado muy cerca, lo conseguiremos.
-Voy a probal con la calne-, susurró Valdés.
Sacó un par de puñados de carne de la bolsa y los lanzó hacia el paseo central de la Diagonal. Las pelotas cayeron en el suelo entre un nutrido grupo de fiambres. Durante algunos segundos nos temimos que los bichos no les hicieran caso, pero de pronto, uno de ellos se arrodilló como accionado por un resorte y cogió un pedazo. De inmediato, el resto de los bichos se abalanzó sobre el primero y comenzaron a disputarse la carne cruda como fieras salvajes.
-De puta madre-, dijimos al unísono. Valdés me guiñó un ojo y sacó otras dos pelotas de la bolsa.
Estas cayeron un poco más lejos que las primeras, hacia la izquierda. La idea era ir trazando con la carne una suerte de camino que alejara a los bichos de la entrada, como en aquel cuento en que marcaban la senda de regreso con miguitas de pan. Otro grupo de fiambres se lanzó en busca de la inesperada manduca. El revuelo que se estaba organizando comenzó a despertar el interés de los que seguían aporreando la puerta; ahora, los golpes eran más dispersos, menos intensos.
Una nueva remesa de carne, y la mitad de los bichos estaba ya a varios metros de la vidriera. Por increíble que pudiera parecer, el plan estaba funcionando. Valdés arrojaba las albóndigas crudas cada vez más lejos, y aquellos seres las seguían como patitos en pos de mamá pato.
Habíamos conseguido llevarlos al punto justo. Ahora era el momento del golpe de gracia. Valdés agarró el martillo, calibró el peso de la herramienta, estiró el brazo al máximo y lo lanzó contra el Mercedes.
“Muy fuerte, va demasiado fuerte”, pensé mientras lo veía volar. El martillo se elevó girando como un aspa, atravesó las ramas de los árboles, y cayó sobre el coche, golpeando directamente en el capó.
No pasó nada.
Valdés me miró con una mueca de incredulidad en la cara. Yo no supe qué decir. Después de todo, habíamos dado por sentado que aquellos jodidos coches tenían alarma; pero también era posible que no la tuvieran.
En ese instante, el sonido estridente y machacón de la alarma lo llenó todo. Valdés soltó un bufido de alivio y yo noté como se me relajaban de nuevo las pelotas.
Los bichos se giraron como sacudidos por una descarga eléctrica y echaron a andar hacia la fuente del sonido. El Mercedes había iniciado su particular espectáculo de luces y sonido, guiñando los faros y sacudiéndose al ritmo de la sirena.
-¿Pruebo con otro?-, preguntó Valdés.
-No, creo que con todo este alboroto será suficiente-, contesté –Una vez que estemos en el balcón de al lado, ya no podrán vernos.
-Pues entonces, vámonos.
Cogí una de las mochilas, me aseguré la carabina a la espalda, y salí a la marquesina. El cubano ya había llegado al extremo del tejadillo y se disponía a saltar al balcón del edificio contiguo, cuando recordé que nos habíamos dejado algo importante.
-Espera, negro-, le dije. –Tengo que volver a entrar un momento.
-Pero qué dices, tío-, se alarmó el cubano. –No sabemos cuánto aguantará la batería del carro.
-Es el ordenador, tío. Voy a buscarlo.
-Déjate de oldenadoles, Bony. Ya encontraremos otro, lalguémonos.
-¿Y si no lo encontramos?-, le dije. –Lo que contiene esa memoria es muy importante, tú mismo lo dijiste. Además, mientras estamos aquí discutiendo, perdemos un tiempo precioso para recuperarlo.
-Está bien, jodel-, claudicó Valdés-, pero date prisa.
Bajé de la escalera lo más rápido que pude. La alarma del Mercedes seguía su estirdente cantinela, atrayendo a los bichos como el canto de una sirena en alta mar. Localicé el portátil sobre el sofá. Me metí el pequeño transformador en el bolsillo de los pantalones, cogí el ordenador y comencé a subir de nuevo los escalones. Apenas había llegado a la mitad de la escalera cuando vi que Valdés reculaba a toda velocidad. El cubano sacó los pies por el ventanuco tan deprisa que estuvo a punto de patearme la cara.
-Valdés, ¿pero qué…-iba a preguntar, cuando Valdés gritó: “¡Al suelo, tírate al sueloooo!!!”
Recuerdo lo que ocurrió a continuación como una sucesión de imágenes sueltas, a cámara lenta. Lo primero fue un silbido, un sonido agudo y continuado que me hizo recordar los fuegos artificiales de las verbenas. Luego, hubo un destello cegador y sentí que unas cuerdas invisibles tiraban de mi cuerpo hacia atrás, al tiempo que una onda de aire abrasador me empujaba violentamente. Choqué contra la columna del mostrador, golpeándome con fuerza la cabeza.
Vi a Valdés volando por encima de mí, rodeado de un millar de lenguas de fuego. Durante un segundo pude observar maravillado como el cuerpo del cubano se desplazaba por el aire mientras millones de fragmentos de cristal le seguían en su caída. En ese momento hubo otra enorme sacudida. El deportivo de los franchutes se elevó como una hoja seca en una ventisca, giró sobre sí mismo y se estrelló contra la entrada, cayendo sobre el sofá.
Yo asistía al increíble espectáculo como si no estuviera allí, como si lo viera a través de una pantalla empañada, lejos. La segunda explosión me había dejado sordo; un pitido terrible y doloroso me atravesaba el cerebro.
Traté de moverme, pero no podía conseguir que mi cuerpo me obedeciera; “Dios mío, me he roto la espalda”, pensé. Entonces sentí un dolor lacerante en la pierna, y supe que mi columna estaba bien. Bajé la cabeza lentamente, en un proceso que pareció durar siglos. Había mucha sangre en el suelo, y vi una herida terrible que me partía en dos el muslo. Comencé a marearme.
Mis ojos empezaban a cerrarse sin que pudiera remediarlo. Sabía que no debía dormirme, pero era imposible hacer algo al respecto. En ese momento, vi que Valdés se levantaba del suelo. El cubano estaba cubierto de cristales, una masa blanquinosa y brillante que le daba el aspecto de haber sido rebozado en harina. Valdés caminó a trompicones entre los restos de cascotes; sus pisadas quedaban marcadas en la alfombra de vidrios como si andara sobre la nieve. Yo mismo tenía polvo de vidrio en la boca, en la nariz, en los párpados, arañándome los ojos al pestañear.
Mirara adonde mirara, había trozos de aquellos bichos por todas partes; brazos, piernas, una cabeza chamuscada y ennegrecida en la que sólo se distinguían los ojos, blancos, penetrantes y aun vivos.
Valdés llegó hasta mí e intentó levantarme. Le sangraba copiosamente la nariz y tenía un ojo casi cerrado. Le acaricié la cara, y le dije “estás herido, negro”, pero ni siquiera estaba seguro de que las palabras hubieran salido de mi boca. No podía oír nada.
Conseguí levantarme; no sentía la pierna derecha, y estuvimos a punto de caernos los dos. Finalmente, el cubano me sostuvo pasándose mi brazo sobre el cuello y comenzamos a caminar hacia el cuartito de la limpieza.
El humo que había llenado la portería empezó a disiparse y vi que había varias figuras en la entrada. Se movían lentamente, de una manera que ya me era terriblemente familiar. “Bichos, negro; hay bichos en la portería, bichos…”. Valdés me miró y dijo algo; no dejaba de golpearme las mejillas y de hablarme, pero yo no oía más que aquel angustioso pitido. “Bichos en la portería”, me repetía a mí mismo mientras trataba de localizar la pistola que me había guardado en el bolsillo mil años antes.
Por fin, llegamos a la pequeña habitación. Valdés me empujó hacia el interior, se apoyó unos segundos sobre la puerta para recuperar el aliento, y luego la cerró, dejándome solo allí dentro.
“No te vayas, no te vayas, negro”, le grité. Arrastrándome, logré alcanzar la puerta y abrirla unos centímetros. Angustiado, vi como Valdés se encaramaba al ventanuco y salía a la marquesina, que ahora no era más que un amasijo de acero retorcido. Entonces, el cubano se giró, sacó la cabeza por la ventana y me hizo una señal para que me metiera en el cuarto. Luego, me guiñó su ojo sano y desapareció.
La portería se llenó de bichos. Algunos rodeaban ya el mostrador. Uno de ellos llevaba puesta una camisa que estaba en llamas; su piel se había fundido con la prenda, pero el tipo seguía adelante. Despedía un olor repugnante. Me metí de nuevo en el cuarto y cerré. Con un último esfuerzo, conseguí volcar las taquillas detrás de la puerta.
Agotado y muy débil, me dejé caer en el suelo, y al hacerlo noté algo en el bolsillo trasero. Por un momento creí que se trataba de la Astra, pero era la grabadora. “Joder, espero que no se haya estropeado”, pensé, y me sorprendí de que aquello fuera lo que más me preocupaba en ese momento.
Miré la herida de mi muslo. No tenía buena pinta, seguía abierta y sangraba mucho. Demasiada sangre. Cerré un momento los ojos, intentando pensar qué iba a hacer, y noté que mi consciencia se escapaba como arena entre los dedos. Al rato, todo se volvió oscuridad.
Bub- Recien llegado al refugio
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
"vaya vaya triboga"menuda putada
womankill- Encargado de las mantas
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
genial "helmano" pensé que ya había terminado tu historia, pero sigues sorprendiéndonos a ver que hace ahora el cubano para salvar al maltrecho bony, por que ahora la situación se puso verdaderamente chunga
the last cowboy- Cazador mediocre
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
No podría asegurar cuánto tiempo pasó hasta que abrí de nuevo los ojos; unas horas, un día, quizás un segundo. Sólo sé que al hacerlo, pensé horrorizado que me había quedado ciego, porque no podía ver nada. Luego, tras unos segundos angustiosos, recordé que me encontraba en el cuartito. Allí no había ventanas, y el interruptor estaba fuera. La única luz era la que se filtraba bajo la puerta.
Poco a poco, mis ojos fueron acostumbrándose a la penumbra; a tientas, alcancé la taquilla del Anselmo. Había sido una suerte que la altura de los armaritos fuera superior al ancho de la habitación; las taquillas habían bloqueado perfectamente la puerta, impidiendo el paso de aquellos bichos.
Abrí el cajoncito de metal y busqué el encendedor que había visto allí una vida antes. Lo encontré entre la ropa interior del Anselmo, y por fortuna aun funcionaba.
Con la débil llama del mechero, comprobé el estado de mi pierna. Ahora ya no me dolía tanto; la sentía acorchada, lejana, pero conservaba algo de sensibilidad. Notaba los latidos de mi corazón en la herida.
Vi un gran charco de sangre seca a mi alrededor. Mis pantalones estaban acartonados y pegados al suelo; debía haber estado inconsciente bastante tiempo. Reprimiendo las nauseas, palpé los bordes de la herida. Era un corte profundo que se extendía desde la rodilla hasta la ingle; había rajado limpiamente el músculo, dejando unos bordes bien definidos, seguramente producido por una gran esquirla de metal o de vidrio. Supuse que no había dañado ninguno de los vasos principales, de lo contrario ya estaría muerto.
Me quité la camisa e improvisé un tosco vendaje con ella. No estaba seguro de que aquello sirviera de algo; aunque la herida ya no sangraba, el tiempo que había estado fuera de combate había sido más que suficiente para que toda clase de bacterias y otras porquerías camparan a sus anchas por mi pierna, pero tenerla vendada me hacía sentir mejor. Pura sugestión.
Amarré las mangas de la camisa tras el muslo haciendo todo la presión que el dolor me permitía, y luego me recosté contra la pared. Me sentía agotado y muy mareado; cualquier pequeño esfuerzo me dejaba rendido debido a la gran cantidad de sangre que había perdido. Desconocía cuánta sangre contenía un cuerpo, pero estaba seguro de que yo debía andar a media carga.
Al cerrar los ojos, acudieron a mi mente las imágenes de aquellas últimas horas. No eran recuerdos lineales ni claros, sino flashes, escenas, como fotogramas de una película. Recordé el sonido, aquel pitido agudo y prolongado que precedió a la explosión, y también un objeto alargado y puntiagudo que se aproximaba rápidamente hacia nosotros, como uno de esos cohetes que aparecían en los dibujos animados con capuchón colorado y seguido por un reguero de humo blanco, aunque no estaba del todo seguro de que ésto último fuera un recuerdo real y no una interpretación de mi mente.
Recordé la lluvia de cristales y metal, y al mazda de Piegh volando sobre el vestíbulo hasta estrellarse contra el sofá. Y a los bichos. Algunos se habían desintegrado literalmente en la cortina de fuego que produjo la explosión; otros muchos acabaron desmembrados por la onda expansiva, llenando de restos chamuscados la portería, pero el resto había sobrevivido, aunque tratándose de aquellas cosas, la palabra adoptara otros significados. Y ahora podía oirlos al otro lado de la puerta, gimiendo, gruñendo, esperándome.
Los militares… Al final, los muy hijos de puta nos habían bombardeado, y ni siquiera habían hecho bien su trabajo.
Pero sobre todo recordaba a Valdés y a su cara desencajada por el terror mientras gritaba “al suelo, al suelo”. Cuando el cuerpo del cubano se había estrellado contra el mármol cubierto de vidrios, me había temido lo peor. Pero luego, el muy cabrón se había levantado y me había salvado la vida. Otra vez.
El hilo de aquellos pensamientos fue conduciéndome hasta un ligero duerme vela. Tenía muchísimo sueño; sabía que no debía dormirme, pero no podía evitarlo. Vi que la camisa comenzaba a empaparse de sangre; la herida había vuelto a abrirse, quizás debido al esfuerzo de arrastrarme hasta la taquilla.
“Ojalá tuviera la Astra”, pensé, aunque al segundo me arrepentí de haberlo hecho. No quería morir.
Se lo debía a Valdés.
GRABACION 1. CINTA 11.
NOTA DEL JEFE DE EXPEDICIÓN
Es la última cinta. Las grabaciones que recoge no se relatan en pasado.
En algún momento, Bony deja de registrar los sucesos como en un diario, posiblemente debido al empeoramiento de su salud.
Las próximas anotaciones son confusas. No hay una distinción clara por parte de Bony de lo que es real y lo que no. Hemos agrupado todos los fragmentos para dar cierta continuidad lógica a los mismos.
¡Click! (…) Creo que es de noche. No os lo podría asegurar, pero no hay luz bajo la puerta, así que… He dormido mucho. No de la manera en que uno duerme normalmente, sino de una forma extraña, a ratos. A veces, con la sensación de tener los ojos abiertos, y otras profundamente. Creo que ha sido la fiebre. Siento que mi piel arde, y supongo que se debe a que la herida se ha infectado, después de todo.(…)
Mientras dormía, o cuando deliraba, no sabría decirlo, he estado hablando con el Anselmo. Estaba aquí mismo, sentado a mi lado, tan real como lo son esas taquillas o la grabadora que sostengo. El tipo tenía buen aspecto, incluso hemos bromeado sobre su peso. Creo que está más gordo.
La herida que esos bichos le hicieron en el cuello está casi curada, y me ha dicho que ya no le duele. Aun así, le va a quedar una buena cicatriz.
Luego me ha preguntado cómo me van las vacaciones. La verdad es que ni siquiera recuerdo haberlas empezado, y así se lo he dicho. Luego, el tipo se ha marchado tranquilamente. Ha salido por la puerta, pero antes ha apartado los armarios. Le he dicho que tuviera cuidado ahí afuera, pero ha contestado que no tenía que preocuparme, que hubiera lo que hubiera al otro lado ya no podía hacerle daño…(…)
¿Os he dicho que no recuerdo mis vacaciones?... Cuando vuelva el Anselmo voy a explicarle lo del coche. No sé cómo coño decírselo de manera que no suene como una locura, pero es que el jodido coche llegó ahí volando, os lo juro. Le pediré que sea él el que hable con el administrador; creo que no le caigo muy bien a ese tipo. (…)
Yo no he dicho que vaya a explotar, sólo digo que si no se enfría el núcleo, hay una vasija que nos va a matar a todos, menos a los insectos y otros bichos. Pregúntaselo a ella, Valdés. Pero antes desátala. Está enferma, y no creo que amarrarla a la silla le convenga (…)
¿Qué quieres decir?, escucha, de verdad, no sé qué tratas de decirme. Ven aquí, si no dejas de moverte de esa manera no voy a entender lo que dices. ¿Morir?, no, no quiero morir. Si me muero, ¿Quién va a cuidar de la portería? Además, ya no podemos contar ni con el consuelo de la muerte, ¿lo has olvidado? ¿Quieres que me convierta en uno de ellos?... no, no voy a morir. Se lo he prometido (…)
Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea… no recuerdo qué más sigue. No me gusta ir a la iglesia; esos pantalones me aprietan y estuve a punto de romperlos al sentarme en el banco. Los otros niños se rieron de mí. Me llaman “Boniflón” y otras cosas desagradables… Mientras asistís al sermón voy a recoger los pedazos del cuerpo de Domínguez. No me gusta verlos ahí fuera, en la acera. (…)
Creo que me estoy muriendo…
Bub- Recien llegado al refugio
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
noooo yo no quiero que bony muera snifff snifff
womankill- Encargado de las mantas
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
12 ÚLTIMOS MINUTOS DE GRABACIÓN
(…) (Hay sonidos de disparos tras la puerta. Es un arma automática; los casquillos caen con un repiqueteo metálico. Después, unos pasos se acercan a la puerta del pequeño cuarto, y alguien golpea repetidamente en la madera.
-¡Bony, Bony!… ¿Puedes oírme?, ¡Bony!- se oye la voz de Valdés. –Si me oyes, haste a un lado; voy a entrar.
Una nueva ráfaga de disparos. Las balas atraviesan la madera con chasquidos secos y luego se oye caer algo, seguramente el pomo. Después, el sonido de las taquillas arrastrándose.
-¿Bony?... ¡Jodel, helmano!-, grita Valdés. –Mielda, Bony. Responde, no me hagas esto, no me hagas esto…
-¿Val… Valdés?-, pregunta Bony. Su voz es muy débil, casi un susurro.
-Sí, tío. Soy yo, soy yo.
-¿Eres real, de… verdad… estás… aquí?
-Ya lo creo, amigo.-, la voz de Valdés se quiebra. –He venido a buscalte.
-Lo… sabía, negro. Sabía… Dios, ¿eres tú de verdad?
-Escucha Bony, tenemos… tenemos que lalgalnos. Me he calgado a esos “hideputas” de la poltería, pero vendrán más…
-Eres tú, tío… Has…has venido…
-Sí, sí. Oye, estás herido. Tenemos que sacalte de aquí, buscal ayuda médica
-No… no negro. Yo… ya no voy a ninguna parte.
-Por supuesto que nos vamos, helmano. Y ahora mismo.
Valdés levanta a Bony. Se oyen un par de quejidos, y luego unos pasos cortos.
-Ep, ep, ep, no te me vayas, helmano-, dice Valdés. - Mírame, mira a los ojos a este negro cabrón, vamos, vamos…
-Estoy… mareado…
-Ya. Intenta hasel un esfuelso, amigo. ¿Puedes movel esa pielna, podrás caminal?... Vamos, tenemos que llegal a la calle, ¿ok?, luego, subiremos al camión y nos lalgaremos lejos de aquí, ¿eh?... Tú solo mírame, no cierres los ojos, tío…
Se oyen pasos pesados, pies que se arrastran. La respiración de Bony es entrecortada.
-Joder… es… es el coche. Está en el… sofá. Está… en el sofá
-Sí, helmano. Venga, nos falta muy poco. Tú aquí conmigo, ¿vale? aquí conmigo…
Unos segundos de silencio. Luego Bony se ríe; es una risa breve, casi un par de suspiros.
-Mira la puerta… negro, mira… la jodida… puerta… La muy puta… sigue en su sitio…
-¿Qué te parece, eh? Al final aguantó; ¿puedes creerlo?, es lo único que ha quedado en pie.
-Te lo dije… te dije que… resistiría…
El sonido de las pisadas se hace diferente, crujiente. Ambos atraviesan el vestíbulo sembrado de cristales y escombros. Luego, se oye un golpe seco.
-Mierda… se… se me ha caído, negro… se… me ha caído.
-¿El qué?-, contesta el cubano. Ahora su voz se oye más lejana.
-Mi grabadora… se ha caído… tengo que recuperarla…
-No, Bony, no podemos peldel tiempo en buscarla, tenemos que subil al camión.
-Pero… la necesito… ha caído ahí mismo….
Los pasos se alejan. Unos segundos más tarde, se oyen las puertas de un vehículo cerrándose y luego el rugido de un potente motor. El sonido se hace más débil, hasta que finalmente desaparece.
Después, sólo silencio… ¡Click!
FIN DE LA GRABACIÓN.
NOTA DEL JEFE DE LA EXPEDICIÓN.
Al amanecer, partiremos hacia el norte. Las cicatrices de la guerra que tuvo lugar en el edificio son todavía visibles, pero no hemos encontrado zombis por aquí. Parece que el rigor de este invierno los mantiene menos activos. Vamos a aprovechar esta inesperada tranquilidad para avanzar lo máximo posible.
Aunque no lo mencionamos entre nosotros, el hallazgo de las cintas y su contenido ha marcado a todo el equipo. Creo que todos compartimos una secreta esperanza para cuando lleguemos a los Pirineos: la de encontrar una potente tractora allí, una tractora conducida por un par de valientes vigilantes. Pero vigilantes de los de verdad, ¿eh?, no esos gorilas hormonados que controlan las puertas de las discotecas…
ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE “HACEN…
Michael Crichton, en su novela “Parque Jurásico”, justifica la imposible reproducción de sus dinosaurios clonados argumentando que se completaron los “huecos” encontrados en las cadenas de ADN de los saurios con material genético de una cierta especie de rana africana, una especie capaz de alterar su género sexual en función de las necesidades de supervivencia del grupo.
Salvando las distancias, los que de alguna forma u otra tratamos de narrar historias sobre nuestros podridos amigos sin alma, nos encontramos muchísimos de estos “huecos”; a falta de ranas capaces de completarlos, es la imaginación del lector, en este caso un público absolutamente incondicional al género, la que consigue completar ese ADN.
Entre esos muchos vacíos por “rellenar”, creo que hay tres que destacan por su importancia.
El primero es ¿por qué ocurre? Es quizás el punto más importante y el que presenta mayor dificultad para afrontar la narración de una buena historia. En el caso de la mayoría de las películas, debido a que están condicionadas a una duración determinada, se pasa un poco de puntillas por el tema, sin profundizar demasiado. En otras ocasiones se simplifica para evitar cierto hastío, y hay veces en que ni siquiera se explica. Todas son opciones válidas, pero saber cómo solucionar este aspecto condicionará toda tu historia.
El segundo punto es tratar de explicar cómo se propaga la infección y por qué lo hace tan deprisa. En realidad, la rapidez del contagio es fundamental para llevar a cabo la historia. Hay que conseguir llevar a nuestros personajes hasta una situación límite si queremos dotar de interés a la narración, y para ello, la extensión de la plaga ha de ser rápida. De otra manera, los organismos estatales o sanitarios, tendrían tiempo de controlarla o incluso detenerla, frustrando así la historia.
Tercer punto: se ha de dar a escala mundial. Sólo así conseguimos un caos estructural global, y hacemos que encontrar un lugar seguro sea una necesidad vital para nuestros personajes. Si la plaga se limita sólo a un pequeño sector, las posibilidades de dotar de interés a la historia desaparecen.
Surgen entonces muchas preguntas, sobre todo desde aquellos posibles lectores que no son incondicionales del género. Preguntas del tipo, ¿y a las pequeñas aldeas africanas, o a las tribus del Amazonas, o a los polos y otras regiones inhóspitas…. ¿cómo llega la infección? Bueno, lo más cómodo es no hablar del tema. Si os dais cuenta, casi nunca se hace. Después de todo, hay algunos de esos lugares a los que ni siquiera ha llegado la luz eléctrica, y el mundo ha seguido girando. Siempre han estado ahí, casi aisladas, así que ¿Por qué no durante un apocalipsis Z? En realidad no es la caída de estos pequeños grupos de civilización lo que origina el caos mundial, sino la de lo que se conoce como primer mundo. Sí, es posible que pensar en huir a estas zonas sea la respuesta más rápida y lógica por parte de un no fan de los z, pero ese recurso no resultaría creíble, ¿verdad?
Otros muchos se cuestionan, “y si están muertos, ¿cómo un virus, una bacteria o una jodida espora extraterrestre consigue reproducirse y mantener con vida al sujeto? Bueno, el género zombi goza de una gran ventaja sobre otros géneros de terror, y es que no existe una tradición “antigua” que condicione el tema. Todo el mundo sabe que la mordedura de un vampiro te convierte en uno de ellos, o que a los vampiros se les mata cortándoles la cabeza, atravesándoles el corazón o exponiéndolos a la luz solar; hay miles de escritos, leyendas, tradiciones que lo reflejan, y aun así, en la literatura reciente, algunos se pasan estas premisas por el arco del triunfo. Lo mismo ocurre con los licántropos, entonces ¿por qué cuestionar la génesis de nuestros queridos podridos? No hay límites a la imaginación, así que sería absurdo cortarnos las alas en este tema. En realidad, sólo existe una verdad absoluta que condiciona al género zombi, como dijera Doc “Frankestein” Logan en “El día de los muertos” de Romero, “destruye el cerebro y todo lo demás morirá”.
En definitiva, creo que todos los que amamos este género, gozamos con una buena historia, y no nos cuestionamos tanto el cómo ni el por qué, sino sólo el ¿y ahora qué? Opino que eso es mucho más interesante; saber qué ocurre con los personajes, cómo van a ser capaces de seguir adelante en un mundo plagado de zombis, si conseguirán restaurar en cierta medida algo parecido a una sociedad, cómo satisfarán las necesidades de energía, de alimentos, de asistencia sanitaria, y sobre todo, en qué manera una catástrofe así hace aflorar la auténtica naturaleza de la condición humana. Me parece un ejercicio mucho más atractivo.
“¿Hacen los zombis la digestión?” no es más que un simple entretenimiento. Fue algo casual que desarrollé un verano mientras disfrutaba de las vacaciones, aunque no lo he plasmado en papel hasta ahora. No tenía más pretensiones que las de divertirme, ocupar algún ratito de ocio, y a la vez permitirme la posibilidad de desarrollar situaciones que siempre me había cuestionado. De lo único que estaba seguro era de que no quería supermanes, sino tipos normales, corrientes, con sus problemas, sus adicciones, sus miedos, y sobre todo, quería romper una lanza en favor del género humano, tan denostado en la mayoría de las películas de zombis. En esta historia me parecía importante demostrar hasta qué punto en un AZ la solidaridad, la amistad y los valores son fundamentales.
Quizás puede sonar pretencioso, pero escribir es sentirse un poco como Dios, el Dios creador de tus personajes, capaz de hacerlos aparecer o eliminarlos sólo pensando, de colocar a tus “criaturas” en situaciones límite y de tratar de sacarlos de una forma atractiva. Es una forma también de hablar de tus temores, de tus inquietudes, y de dar una pequeña parte de ti en ellos.
Tenéis que saber que Bony está basado en una persona real. Segurata también, bonachón, cercano a los sesenta y entrado, muy entrado en carnes. Un tipo normal, de esos con los que nos cruzamos a cientos por la calle cada día. Lo conocí hace algunos años, y me pareció tan auténtico que cuando buscaba a mi personaje, ni lo dudé.
También existe el edificio. Es un bloque de oficinas situado en la Avenida Diagonal 458 de Barcelona, propiedad de Inmobiliaria Colonial. Un bloque con ocho plantas, tres ascensores y una de esas marquesinas que recuerdan un poco a los cines de los 50. Trabajé allí varios años, no como vigilante, pero sí desempeñando una función que me permitió conocer todos y cada uno de los rincones del bloque. Tenía acceso ilimitado a todo el edificio. Por eso elegí ese escenario. Pienso que es importante a la hora de escribir tener una buena “cartografia” mental del lugar en qué se desarrolla la acción. De esta manera, es más fácil evitar caer en errores bastante comunes, y a la vez dotas de cierta veracidad a lo que escribes. Todo lo que aparece en el bloque es cien por cien real, os lo aseguro. Incluida la puerta corredera y la entrada a prueba de balas.
Por supuesto, quiero agradecer profundamente a todos los foreros, y en especial a los que me dejaron comentarios de ánimo, su buena disposición a la hora de aceptar la historia; jamás he recibido crítica alguna, y eso que, os lo aseguro, la historia está llena de errores. Mil gracias por ello.
Y para acabar, quisiera deciros que me apetece muchísimo que las aventuras de Bony y Valdés no acaben aquí. Hay un pen-drive que puede dar mucho juego, y un pueblito con radio que resiste, como aquella pequeña e irreductible aldea gala de los cómics de Asterix, y sobre todo, hay millones y millones de bichos con un hambre insaciable.
Por eso, os dejo un pequeño anticipo de lo que me gustaría que fuera la segunda parte de “¿Hacen… Se titula “Zombis, bourbon y seguratas”.
Un abrazo muy fuerte a todos.
Bub.
ZOMBIS, BOURBON Y SEGURATAS.
PRÓLOGO
No nos engañemos. El fin del mundo fue una putada, se mire por donde se mire. En primer lugar porque nadie supo exactamente cuándo ocurriría, y nos pilló a todos en bragas. Sí, seguro que esos locos fanáticos religiosos, llámense cristianos, musulmanes o budistas te dirán que ya lo sabían, que estábamos avisados,… pero yo digo, ¡y una mierda! Es muy fácil poner el anzuelo a la trucha una vez pescada.
¿Y los mayas?, preguntareis, ¿acaso no lo dejaron escrito hace miles de años? Bueno, es posible; pero también es posible que todos aquellos dibujitos y jerga astrológica no fuera más que una historieta para niños. ¿Quién podría asegurarlo? ¿Sabíais vosotros interpretarlo? ¿Conocíais a alguien que supiera? No, claro que no. Y es que en realidad, era como esas manchas que usan los loqueros; cada uno veía lo que quería ver: mariposas, jarrones, un perrito sobre una nube… Todos menos el psiquiatra, claro. Él veía las cosas más raras del mundo, pero el loco eras tú.
La cuestión es que el fin llegó sin más. Sin avisar.
Otro de los aspectos que jodió bastante fue que nos dimos cuenta, tarde, de la cantidad de cosas que nos hubiera gustado hacer, y que ya nunca haríamos, aunque en el fondo fuera una chorrada, porque la mayoría de ellas no las habríamos podido realizar ni en mil años (el revolcón con la súper modelo es de las más recurrentes). Luego estaban esas otras más nostálgicas, más ñoñas si queréis, del tipo “debí decirle te quiero más a menudo” o “podía haber hecho mucho más por combatir el hambre en el mundo”… ya sabéis, de las que trataban de reconciliarte con tu conciencia, por si allá arriba había algo, después de todo.
Pero lo peor, sin duda, fue la manera en que sucedió. Algunos vaticinaron fuego y azufre, lunas negras y anticristos; otros, terremotos y aguas rugientes que cubrirían el planeta. Los más osados, gigantescas rocas cósmicas descontroladas u hombrecitos verdes de las estrellas con ganas de bronca; un holocausto nuclear era el argumento preferido por los que repudiaban la naturaleza humana.
Sólo unos pocos, aquellos a los que el resto del mundo etiquetó con el término, pretendidamente ofensivo de frikis, intuyeron, sospecharon, e incluso desearon, por qué no decirlo, el apocalipsis que nos esperaba.
Y cuando llegó, sólo ellos estaban preparados.
Mi nombre es Bony, y soy vigilante. El apocalipsis me pilló en el curro. Seis balas en el tambor de mi 38, un edificio vacío y una ciudad repleta de muertos vivientes; ese era el panorama. Y aunque cueste creerlo, sobre todo a mí, conseguí sobrevivir.
Ahora voy en busca de un espejismo, la promesa de un nuevo comienzo en la voz de El Jinete y su emisora fantasma. Tengo a mi lado a Valdés, un cubano valiente y adicto a cualquier cosa que pueda proporcionarle un buen colocón. Y por delante, una tierra ahora desconocida y llena de peligros.
Bub- Recien llegado al refugio
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Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"
Me encantó tu historia, enhorabuena
Y espero que sea para pronto esa continuación, me he quedado con ganas de más
Altheda- Recien llegado al refugio
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