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Segunda prueba
¿Furulas?
RELATO "ALCÁZAR"
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RELATO "ALCÁZAR"
ALCÁZAR
Su emoción era tan incontenible, que bien habría podido soltar dos lágrimas, de no ser porque hacer eso lo hubiera echado todo a perder. Para Jonás no estaba claro si este era el final del camino o tal vez el principio, pero lo que sí sabía es que ya nada volvería a ser igual. Lo tenía, lo tenía entre sus manos y lo atenazaba con ojos encendidos y ansiosos temeroso de que se deshilachara entre sus dedos de golpe, esfumándose como hacen las plácidas ensoñaciones en el implacable azote del despertar.
-Maldito bastardo, he pensado tanto en ti que no creí que eras real-
A decir verdad Jonás expresaba un sentir común entre sus compañeros de gremio, el diario del ilustre D. Bartolomé de Carranza, Arzobispo de Toledo hasta el año 1576, había originado acaloradas discusiones entre los numerosos teólogos, estudiosos e investigadores. Hubo quienes negaban su existencia y los que defendían que aun siendo escrito no debió resistir el fulgor inquisitorio y con toda probabilidad nada debía quedar de él. Solo unos pocos desviados confiaban ciegamente lo que decían las crónicas de la época, por las que el arzobispo, hombre que según se describe en tales anales era aguerrido, generoso y de una honestidad insondable, dejó para la posteridad un diario donde se recogían sus zozobrantes vivencias. Esto no era poco decir, porque ciertamente la vida de Bartolomé en absoluto estuvo exenta de tortuosidad y de infames ultrajes. Apenas le fue otorgado el título de Arzobispo, cayó sobre él un escabroso proceso por el cual se le acusaba de promulgar la doctrina de Lutero en España, de manera que tuvo que ser llevado al tribunal inquisitorial y sufrir un juicio que se iniciaría en Valladolid y acabaría en la misma Roma. El tradicional despropósito que ha acompañado a este país quiso que durante el dilatado proceso, no se cubriera la vacante, pasando D. Bartolomé a ser una autoridad ajusticiada y en el destierro.
-De modo que por fin me vas a dar las respuestas que tanto he andado buscando-
Las respuestas que Jonás esperaba se centraban en la figura del personaje más singular, misterioso y brillante del renacimiento español, alguien de quien sin saberse nada, debería saberse todo, un genio oculto y devorado por la noche de los tiempos, el Leonardo español, Juanelo Torriano.
Jonás retomo la compostura ante el paso de un operario. Conocía bien el protocolo de las salas de investigación y en la biblioteca del Escorial el control no difería mucho del que debía haber en los pasos fronterizos de la antigua RDA. Estaba seguro de que lo mejor era continuar con su pose aséptica para no llamar la atención y asegurarse de que lo dejaran en paz.
El caso de Juanelo era uno de esos puntos oscuros en la vasta historiografía de la España imperial; hombre relacionado con las altas esferas hasta el punto de trabajar para la corte, del emperador Calos I de Austria y posteriormente, una vez afincado en Toledo, creador de algunos de los mayores prodigios de su época. Por inexplicable que todo eso pareciera, ni Juanelo ni sus inventos perduraron en la memoria colectiva; los documentos oficiales hablaban de pagos no recibidos y de una ruina económica que le llevo a la indigencia, pero Jonás no estaba dispuesto a quedarse con la versión oficial. Él era un historiador de raza, un curioso incontenible que siempre tenía que llegar hasta el final de las cosas, tenía que hacerlo por él, por la profesión, por Juanelo, o tal vez simplemente por ser fiel al espíritu de superación humano. Enlazar los eslabones no era fácil, pero ahora tenía al menos la llave de los candados.
La perspicacia de Jonás le hacía estar convencido de que en aquellos decadentes años posteriores a la relegación de la corte, todas las personas notables de Toledo habrían de tener forzosamente contacto entre sí. Por tanto, tener delante el diario del arzobispo podría darle las claves que explicaran el ostracismo de Juanelo.
El móvil de Jonás vibró precipitándole a un inadecuado estado iracundo, había olvidado silenciarlo y varias miradas inyectadas en sangre se clavaban sobre él como si todos aquellos becarios y personal de biblioteca se dispusieran a tumbarle desgarrar cada una de sus membranas. Finalmente lo apago todavía si cabe más contrariado al comprobar que era una llamada de promoción de su compañía. Jonás suspiro para expulsar ardiente rabia asesina y se dispuso a zambullirse en los secretos contenidos dentro del diario de Bartolomé de Carranza.
Busco cuidadosamente y se sitúo en la fecha del 13 de Octubre de 1558, para lo cual tuvo que avanzar aproximadamente hasta la mitad del diario. Fue ese el momento preciso donde el bueno de Bartolomé arribaría en la ciudad de Toledo, el escrito hablaba de una ciudad todavía llorando la muerte del gran emperador Carlos de Austria, las noticias sobre su enfermedad habían circulado con anterioridad y la pérdida de aquel que convirtió a Toledo en la ciudad imperial, supuso un trauma que hasta ese momento Jonás solo era capaz de intuir. Cerró por un momento el libro y se detuvo a reflexionar, sabía lo que todos los manuales decían: que la muerte oficial de Carlos I se produjo al contraer Paludismo tras la picadura de un mosquito proveniente de un estanque construido por Juanelo.
Algún torpe descifrador de sentidos o periodista del tres al cuarto no tardaría en encontrar una relación de causa-efecto entre este hecho luctuoso y el enigmático olvido con cargas de maldición al que la historia condenó a Turriano, pero Jonás no era ningún torpe. Sabía que los asuntos relativos a las altas esferas nunca llegaban a la población de manera nítida, en realidad ni siquiera llegaban en todo aquello que no interesara, por lo que el populacho toledano muy probablemente ni siquiera tuviera claro las causas de la muerte de su emperador. Por otra parte, la hipótesis de algún tipo de represalia institucional carecería de todo rigor, en tanto en cuanto el gran sabio inventor hispano- italiano, siguió recibiendo importantes encargos por parte del sucesor imperial Felipe II, entre ellos el diseñar las campanas del monasterio del Escorial donde él propio Jonás se encontraba.
De modo que tras descartar hipótesis frágiles y facilonas continuó con la lectura. Leyendo comprobaba como el panorama de la ciudad Toledana en las fechas posteriores a la muerte de Carlos era altamente desangelada. Desde la abdicación, ocurrida un par de años antes el monarca desapareció de la esfera pública, y su sucesor Felipe pasaba la mayor parte del tiempo en Madrid. Según contaba el Arzobispo Carranza, en los mentideros de la ciudad se temía que, muerto Carlos y con Felipe en la lejanía, el vacío de poder pudiera provocar la revuelta y el caos en la ciudad, todo esto sin mencionar que se daba por hecho que la villa perdería la capitalidad. Entre los propios toledanos acampaba el temor, la desconfianza, y el pesimismo; huelga decir que en nada ayudaba la miserable situación en la que ingentes capas de la sociedad vivía. Por todo ello, la llegada de Bartolomé de Carranza era tremendamente ansiada, tal y como el propio arzobispo reconocía, la necesidad de una cabeza visible que unificara la ciudad en torno a ella.
Jonás empezó a leer con avidez incrementada los pasajes donde Don Bartolomé describía las acciones que consideró más urgentes de acometer; dispuso de los fondos del arzobispado para sustentar a viudas, equipar los hospitales, potenciar la caridad entre las personas necesitadas así como facilitar el acceso a la universidad a los estudiantes con menos recursos. Como premio a todo ello y antes de que trascurriera un año de tomar cargo, el tribunal de la inquisición le acusó formalmente de hereje y le trasladó apresado hasta Valladolid
Para ese momento, Don Bartolomé ya había relatado ampliamente el grato contacto que el arzobispo mantenía con algunas de las personas más insignes de la ciudad, tal y como él mismo les llamaba. Ese círculo de insignes incluía al arquitecto Alonso de Covarrubias, al Greco y naturalmente al mismísimo Juanelo Torriano.
-Disculpe, pero tendrá que marcharse ya, es la hora de cierre-
El tiempo se había detenido para Jonás hasta el punto de no haberse apercibido del trascurrir del tiempo, siguió un tanto aturdido las indicaciones que el auxiliar archivístico de la Biblioteca del Escorial le marcaba, cuidándose de anotar la signatura con precisión.
Las horas siguientes pasaron para Jonás con la mayor angustia, no conseguía desprenderse del paranoico y obsesivo miedo a no volver a encontrar ese diario, de que tal vez algún operario o algún otro tipo de mano negra lo habría hecho desaparecer al amanecer. Y de esta manera, casi sin dormir, con la cara blanca y unas ojeras donde era posible construir un parking Jonás se plantó en la biblioteca del monasterio para seguir destripando la narración de Carranza.
Le supuso un indescriptible alivio volver a tener entre sus manos el diario y retomarlo en el punto donde lo dejo el día anterior. Así pudo atestiguar que el proceso abierto contra D. Bartolomé reunía todos los parámetros para ser llamado Kafkiano muchísimo antes de que existiera el término y el propio Kafka. La cuestión es que Toledo seguía manteniendo su arzobispo, pero este se encontraba encarcelado y así Carranza no podía gestionar los pormenores de la ciudad, pero nadie en realidad podía hacerlo. Ante tal despropósito el encarcelado contaba amargamente como eran precisamente sus allegados de Toledo los únicos merecedores de su confianza. Por otra parte la calidad del apresado provocaba que este tuviera privilegios inalcanzables para otros reos entre los que estaba disponer de una confortable celda vigilada en la cual pudo mantener realizando escritos y recibir correo. Otro de estos privilegios fue la visita de sus allegados, en particular los notables de Toledo que era la manera en que llamaba al grupo formado por Covarrubias, el Greco y el propio Torriano, así comprobó Jonás que la relación de Juliano con el arzobispo siguió siendo fluida y directa durante esta primera etapa de apresamiento. En las ocasiones en que Juliano viajaba hasta Valladolid, el religioso le imploraba a que no cesará en sus obras, invenciones y proyectos. Era imperioso tener al servicio de Toledo a hombres de su valía e ingenio y seguro como estaba que saldría absuelto del proceso le sabría recompensar a su vuelta.
Tras el entusiasmo inicial Jonás estaba atravesando algunos pasajes de transición donde no era posible hallar nada de particular relevancia, más allá de confirmar el hecho de que Torriano contaba con el favor del arzobispo. Los aspectos más jugosos se centraban en el propio Carranza y en sus particulares vicisitudes con el tribunal inquisitorio y con el propio Felipe II.
Y entonces Jonás leyó algo que le dejo patidifuso….
El relato de Bartolomé cambiaba el registro indignado y autocomplaciente, por otro más lúgubre y quejumbroso al ser informado de un brote de peste dentro de los muros Toledanos. Jonás no daba crédito, el tema de su tesis doctoral trataba sobre la desestructuración social en las principales urbes de la España medieval y moderna. Su conocimiento sobre los diferentes brotes, fechas y localizaciones era portentoso y desde luego ningún registro municipal, ni ninguna otra fuente hablaban de pestilencias acontecidas en Toledo por el año 1565. La más cercana en el tiempo de la que Jonás tenía constancia databa de 1599. Esto era de por sí singular, pero no era lo único que iba a encontrar
-Vaya, vaya, vaya… por fin empezamos a sacar petróleo-
El regocijo del académico no era para menos, aparte de tener material que le haría ser citado en el futuro por numerosos estudiosos posteriores a él, empezaba a también a descubrir jugosos datos sobre Juanelo. De esta forma, supo por los escritos recogidos en el diario, que Juanelo lideraba una suerte de sociedad secreta a cuya causa se habían sumado las mejores mentes de la ciudad. En sus reuniones era frecuente la práctica de saberes prohibidos como la alquimia o incluso la nigromancia. La permisividad del arzobispo se basa en el hecho de que éstas parecían ser prácticas habituales en la alta sociedad de la época, al punto de que, como se delata en los escritos incluso varios miembros de la dinastía imperial de los Austrias la practicaban. La cuestión es que ahora la peste había llegado a la ciudad y este clan de ingenios, a la manera de Bocaccio, buscó junto con sus allegados refugio a la epidemia marchando al castillo de San Servando en la salida noroeste de la ciudad. La descripción de la peste que hace Carranza a partir de conversaciones posteriores con Juanelo, se clavaban sobre el espíritu como lanzas encorajinadas desgarrando el ánimo inmisericordemente. Los cadáveres habitualmente yacían por docenas en las calles sin que nadie los recogiera y en el mejor de los casos se los apilaba en montañas y se les prendía fuego. Los apestados eran marcados y apartados, condenados a pasar sus últimos momentos entre enormes dolores y presa del mayor abandono, privados incluso, del consuelo de padres, hijos o esposas. Para mayor calamidad el éxodo descontrolado provocaba que las clases más pudientes se alejaran, llevándose sus riquezas y posesiones de la ciudad, y naturalmente ningún productor o comerciante estaba dispuesto a sobrepasar los muros de la villa contagiada. En conjunto eso daba como resultado una ciudad donde reinaba, el caos, la muerte el hambre y la desesperación. Un lugar desabastecido y sin el más mínimo orden; en ocasiones morían personas por otras causas o asesinadas, las cuales yacían en el suelo sin que nadie hiciera el menor caso, tampoco eran infrecuentes los episodios de canibalismo. Con todo, había veces en que el infierno en la tierra nos ofrecía muestras de la inmensidad y altura a la que en ocasiones podía llegar el alma humana. Un monje franciscano se empeñó en cavar él solo detrás de la plaza Zocodover unas tremendas fosas comunes donde poder dar sepultura a los muertos, pero esto solo era una débil chispa en un océano de negrura. El abominable lugar donde nadie habría querido estar jamás.
Una de las evidencias que estaba dejando el diario, es que el arzobispo D. Bartolomé de Carranza tenía un interés por encima de todo: la ciudad de Toledo y sus gentes. Los devastadores estragos que la epidemia dejó en la ciudad de su arzobispado, cultivaron en él la pesadumbre de forma mucho más atroz que su apresamiento y acusación. Era tal su desesperación que era un comentaba recurrentemente en su diario que estaría dispuesto a sufrir el martirio y la amputación de los torturadores de la santa inquisición si con ello lograba librar a Toledo de un nuevo azote de la peste.
De manera que decidido en su intención, y en el convencimiento de que hacia lo correcto, el Arzobispo Carranza tomó una decisión intrépida. Tuvo un último encuentro con Juanelo antes de marchar hacia Roma, ya que el papa Pio V exigió que el proceso fuera llevado al la ciudad papal. En ese cara a cara en Valladolid, Bartolomé pidió a Juanelo que utilizará toda su sapiencia y la de su círculo para tratar de hallar una cura a la pestilencia. Torriano era consciente de lo que implicaba, pero sin embargo dio su palabra a su ilustre amigo de que pondría toda su dedicación y conocimiento de los principios químicos de la alquimia para tratar de evitar que la pestilencia volviera a ser el azote de Toledo. Y con este pacto ultra secreto se despidieron.
Cuando Bartolomé llegó a Roma no dejó de tener contacto con Juanelo, la correspondencia llegaba de forma regular y Juanelo estableció una especie de código encriptado para conseguir comunicarse con su amigo. De esta manera evitaban que si el correo era interceptado, algo nada improbable, se encontrará cualquier evidencia que pudiera servir de prueba a sus acusadores.
En esos mensajes crípticos, el inventor y arquitecto confesaba que estaban siendo un trabajo arduo dar con la explicación a la afección, pero que estaba consiguiendo avances que superaban con mucho a los que alcanzaba la medicina de la época, bastante paupérrima. Finalmente y tras varios meses de trabajo, Torriano mandaba una carta emocionada en la que decía que si bien aún no había comprendido del todo el origen del problema, tenía lo más parecido a una solución que El Señor podía poner a su alcance. Juliano consiguió dar con un brebaje que administrado los animales podía mantenerlos vivos casi indefinidamente. Torriano y el arzobispo resolvieron que ese brebaje debía ser suministrado a los habitantes de Toledo. Sin embargo había un problema….
Era preciso, buscar una vía para que los Toledanos tomaran el brebaje, y ambos daban fe de que no lo harían voluntariamente sin saber qué hacían. Sin embargo, Juliano sabía cómo hacer llegar el brebaje a los toledanos, la solución estaba en el ingenio, el segundo ingenio.
El ingenio de Toledo era un acueducto de distribución para hacer llegar el agua desde el Alcázar hasta el centro de la ciudad. Los militares lo usaban pero no lo pagaron y de hecho Juanelo estaba también metido en la realización del segundo ingenio, con un itinerario muy similar. El plan era perfecto la población estaría bebiendo el brebaje y eso les haría estar preparados para la siguiente brote de peste. Y así, de esta manera las aguas de la ciudad toledana circularon con el brebaje subiendo por las gargantas de hombres, mujeres y niños y los toledanos impasibles y ausentes iban y venían, lloraban y reían, compraban y vendían totalmente ausentes de lo que se venía encima. Porque Juanelo sin pretenderlo había provocado el desastre….
El primer caso del que hablaron los mentideros de la urbe castellana no se hizo esperar, y pronto la población afirmaba que el demonio acampaba a sus anchas por la ciudad. Al parecer días antes se requirió la presencia de un sacerdote para que acudiera al hospital de huérfanos de Santa Cruz. El pequeño desamparado había tenido fuertes fiebres y hubo enmudecido, todos le daban por muerto, cuando el sacerdote se acercó para alumbrar los últimos suspiros de su alma, pero justo en ese momento como precipitado por un resorte, el pequeño se revolvió como una alimaña despiadada y agarró la sotana. Antes de que el sacerdote pudiera asimilar nada, una incisión en su cuello le hacía disparar un chorro de sangre, fino pero aleatorio, como un aspersor. Gritaba igual que un cerdo y en cierta manera, lo era, acabó en el suelo desangrado, mientras pataleaba de manera furiosa y desquiciada. Los que lo vieron no podían hacer nada más que mirar aterrorizados y salir corriendo.
En pocos días más, la gente comenzó a guardar aún más reclusión que en los peores momentos de la peste. Todos vivían encerrados rodeados de crucifijos y fortificando sus humildes casas con la idea de que el diablo no entrara en ella. Pero todo era en vano los maldecidos, o los envenenados como se les llamaba demolían con una atrocidad y una persistencia agónica todo lo que se les ponía por delante. Familias enteras, muchos de ellos eran devoradas por las hordas de los malditos, dentro de sus propias casas. Otros atraían a las infames criatura con la luz de sus velas o lámparas. Por desgracia, el hacinamiento habitual de esta época, solo favoreció la expansión de los monstruos devoradores que al conseguir derribar una puerta tenían esperándoles un festín fabuloso. Las casas, al igual que muchas de las angostas calles del centro urbano, se convertirían en ratoneras donde los depredadores amputaban, maceraban y extraían vísceras y trazas de piel humana entre gritos de desesperación y muerte.
La mayoría daba por hecho que el día del juicio final había llegado y prácticamente nadie se planteaba ninguna otra explicación, el convencimiento era tal que muchos simplemente se quedaban en medio de alguna plaza, solos y rezando, lo cual posibilitaba que su vida acabara mucho antes.
Entretanto Juanelo parecía de los pocos que entendía la verdadera dimensión de lo que ocurría. Su experimento fue un verdadero fracaso y Toledo estaba a punto de ser borrada del mapa, tendría que actuar rápido si no quería pasar a la historia como el hombre que hizo efectivo el apocalipsis.
Movilizó las pocas tropas que aun quedaban sanas, y con carruajes, y coches de caballo saco a todos los vivos que aun lo eran de sus casas, la misión era encontrar un punto seguro. pensó en el local donde se hacen las reuniones de alquimia, pero es demasiado pequeño, pero había un lugar que era sencillamente perfecto, era una fortalece y estaba en alto. Había llegado a una conclusión: había que alcanzar el alcázar.
La caravana de supervivientes, utilizaba palas y azadas para contener las embestidas de los maldecidos, hasta que finalmente se pudo atravesar las empedradas calles Toledanas y ganar el Alcázar. Una vez arriba en la cima, y junto al resto del contingente que permanecía en la fortaleza vio la dimensión de la tragedia. Apenas unos pocos miles de vivos, cansados, demacrados y desvalidos, eso más el ejercito, ahí acababa el bagaje de una ciudad que hasta hace muy poco había sido la capital de un imperio, ahora en cambio su propia existencia se tambaleaba. La descomunal manada de poseídos y enrabietados subía como una corriente marina con intención de alcanzarles. Los arqueros comenzaron a realizar su trabajo y muchas de las bestias caían fulminadas de un certero tiro a la cabeza. El esfuerzo era titánico habían de cargar y disparar, una y otra vez. Los resultados eran pírricos porque el flujo infernal no cesaba su avance a pesar de las bajas. Las catapultas resultaron ser más efectivas ya que además de reventar literalmente una buena cantidad de esos tórridos cuerpos, conseguían bloquear el camino y así ganar tiempo.
Fue en esta tesitura, cuando Juanelo sacó a relucir uno de sus inventos, el diavolocupido, Jonás sabía que aquello habría de ser una especie de rudimentaria metralleta, pero le resultó gracioso comprobar qué difícil es mencionar algo para lo que aun no existe un nombre. El invento de Juanelo funcionaba más bien como un fusil de asalto, pero infinitamente mejor que las flechas. Y así, de esta manera y durante cinco días con sus cinco noches, y gracias a la decisión y la inventiva de Juanelo, que fue villano primero y héroe después, fue que la ciudad de Toledo evitó caer en la más cruel y atroz noche del olvido. Aguantando uno de los primeros y seguro el menos conocido asedio al Alcázar jamás contado.
En lo referente al arzobispo, las noticias llegaron de forma directa a través del Greco que fue hasta Roma para trabajar y de paso volver a ver a su gran aliado. Ante lo ocurrió Bartolomé Carranza, pidió al Greco que trasmitiera a Juliano las dos cosas más importantes que habría de hacer, en primer lugar excusarse ante Dios y mostrar el arrepentimiento compartido pues era obvio que la arrogancia les había deparado la ira de Dios.
De otro dejar de ser visible en Toledo, esto es comer de la caridad, unirse a la prole, vivir como ellos, solo así, de esta manera, manteniendo una vida miserable y alejada de todo reconocimiento y sustento, conseguiría estar en paz, debía hacerlo pues con ello, redimiría su alma y se evitaría ser encontrado por la inquisición.
Jonás cerró el libro y noto que le faltaba el aire. Había contenido la respiración. No era para menos. No solo encontró la razón del olvido del Juliano Torriano, también acababa de hallar pruebas para documentar el primer brote zombi de la historia de la humanidad.
Su emoción era tan incontenible, que bien habría podido soltar dos lágrimas, de no ser porque hacer eso lo hubiera echado todo a perder. Para Jonás no estaba claro si este era el final del camino o tal vez el principio, pero lo que sí sabía es que ya nada volvería a ser igual. Lo tenía, lo tenía entre sus manos y lo atenazaba con ojos encendidos y ansiosos temeroso de que se deshilachara entre sus dedos de golpe, esfumándose como hacen las plácidas ensoñaciones en el implacable azote del despertar.
-Maldito bastardo, he pensado tanto en ti que no creí que eras real-
A decir verdad Jonás expresaba un sentir común entre sus compañeros de gremio, el diario del ilustre D. Bartolomé de Carranza, Arzobispo de Toledo hasta el año 1576, había originado acaloradas discusiones entre los numerosos teólogos, estudiosos e investigadores. Hubo quienes negaban su existencia y los que defendían que aun siendo escrito no debió resistir el fulgor inquisitorio y con toda probabilidad nada debía quedar de él. Solo unos pocos desviados confiaban ciegamente lo que decían las crónicas de la época, por las que el arzobispo, hombre que según se describe en tales anales era aguerrido, generoso y de una honestidad insondable, dejó para la posteridad un diario donde se recogían sus zozobrantes vivencias. Esto no era poco decir, porque ciertamente la vida de Bartolomé en absoluto estuvo exenta de tortuosidad y de infames ultrajes. Apenas le fue otorgado el título de Arzobispo, cayó sobre él un escabroso proceso por el cual se le acusaba de promulgar la doctrina de Lutero en España, de manera que tuvo que ser llevado al tribunal inquisitorial y sufrir un juicio que se iniciaría en Valladolid y acabaría en la misma Roma. El tradicional despropósito que ha acompañado a este país quiso que durante el dilatado proceso, no se cubriera la vacante, pasando D. Bartolomé a ser una autoridad ajusticiada y en el destierro.
-De modo que por fin me vas a dar las respuestas que tanto he andado buscando-
Las respuestas que Jonás esperaba se centraban en la figura del personaje más singular, misterioso y brillante del renacimiento español, alguien de quien sin saberse nada, debería saberse todo, un genio oculto y devorado por la noche de los tiempos, el Leonardo español, Juanelo Torriano.
Jonás retomo la compostura ante el paso de un operario. Conocía bien el protocolo de las salas de investigación y en la biblioteca del Escorial el control no difería mucho del que debía haber en los pasos fronterizos de la antigua RDA. Estaba seguro de que lo mejor era continuar con su pose aséptica para no llamar la atención y asegurarse de que lo dejaran en paz.
El caso de Juanelo era uno de esos puntos oscuros en la vasta historiografía de la España imperial; hombre relacionado con las altas esferas hasta el punto de trabajar para la corte, del emperador Calos I de Austria y posteriormente, una vez afincado en Toledo, creador de algunos de los mayores prodigios de su época. Por inexplicable que todo eso pareciera, ni Juanelo ni sus inventos perduraron en la memoria colectiva; los documentos oficiales hablaban de pagos no recibidos y de una ruina económica que le llevo a la indigencia, pero Jonás no estaba dispuesto a quedarse con la versión oficial. Él era un historiador de raza, un curioso incontenible que siempre tenía que llegar hasta el final de las cosas, tenía que hacerlo por él, por la profesión, por Juanelo, o tal vez simplemente por ser fiel al espíritu de superación humano. Enlazar los eslabones no era fácil, pero ahora tenía al menos la llave de los candados.
La perspicacia de Jonás le hacía estar convencido de que en aquellos decadentes años posteriores a la relegación de la corte, todas las personas notables de Toledo habrían de tener forzosamente contacto entre sí. Por tanto, tener delante el diario del arzobispo podría darle las claves que explicaran el ostracismo de Juanelo.
El móvil de Jonás vibró precipitándole a un inadecuado estado iracundo, había olvidado silenciarlo y varias miradas inyectadas en sangre se clavaban sobre él como si todos aquellos becarios y personal de biblioteca se dispusieran a tumbarle desgarrar cada una de sus membranas. Finalmente lo apago todavía si cabe más contrariado al comprobar que era una llamada de promoción de su compañía. Jonás suspiro para expulsar ardiente rabia asesina y se dispuso a zambullirse en los secretos contenidos dentro del diario de Bartolomé de Carranza.
Busco cuidadosamente y se sitúo en la fecha del 13 de Octubre de 1558, para lo cual tuvo que avanzar aproximadamente hasta la mitad del diario. Fue ese el momento preciso donde el bueno de Bartolomé arribaría en la ciudad de Toledo, el escrito hablaba de una ciudad todavía llorando la muerte del gran emperador Carlos de Austria, las noticias sobre su enfermedad habían circulado con anterioridad y la pérdida de aquel que convirtió a Toledo en la ciudad imperial, supuso un trauma que hasta ese momento Jonás solo era capaz de intuir. Cerró por un momento el libro y se detuvo a reflexionar, sabía lo que todos los manuales decían: que la muerte oficial de Carlos I se produjo al contraer Paludismo tras la picadura de un mosquito proveniente de un estanque construido por Juanelo.
Algún torpe descifrador de sentidos o periodista del tres al cuarto no tardaría en encontrar una relación de causa-efecto entre este hecho luctuoso y el enigmático olvido con cargas de maldición al que la historia condenó a Turriano, pero Jonás no era ningún torpe. Sabía que los asuntos relativos a las altas esferas nunca llegaban a la población de manera nítida, en realidad ni siquiera llegaban en todo aquello que no interesara, por lo que el populacho toledano muy probablemente ni siquiera tuviera claro las causas de la muerte de su emperador. Por otra parte, la hipótesis de algún tipo de represalia institucional carecería de todo rigor, en tanto en cuanto el gran sabio inventor hispano- italiano, siguió recibiendo importantes encargos por parte del sucesor imperial Felipe II, entre ellos el diseñar las campanas del monasterio del Escorial donde él propio Jonás se encontraba.
De modo que tras descartar hipótesis frágiles y facilonas continuó con la lectura. Leyendo comprobaba como el panorama de la ciudad Toledana en las fechas posteriores a la muerte de Carlos era altamente desangelada. Desde la abdicación, ocurrida un par de años antes el monarca desapareció de la esfera pública, y su sucesor Felipe pasaba la mayor parte del tiempo en Madrid. Según contaba el Arzobispo Carranza, en los mentideros de la ciudad se temía que, muerto Carlos y con Felipe en la lejanía, el vacío de poder pudiera provocar la revuelta y el caos en la ciudad, todo esto sin mencionar que se daba por hecho que la villa perdería la capitalidad. Entre los propios toledanos acampaba el temor, la desconfianza, y el pesimismo; huelga decir que en nada ayudaba la miserable situación en la que ingentes capas de la sociedad vivía. Por todo ello, la llegada de Bartolomé de Carranza era tremendamente ansiada, tal y como el propio arzobispo reconocía, la necesidad de una cabeza visible que unificara la ciudad en torno a ella.
Jonás empezó a leer con avidez incrementada los pasajes donde Don Bartolomé describía las acciones que consideró más urgentes de acometer; dispuso de los fondos del arzobispado para sustentar a viudas, equipar los hospitales, potenciar la caridad entre las personas necesitadas así como facilitar el acceso a la universidad a los estudiantes con menos recursos. Como premio a todo ello y antes de que trascurriera un año de tomar cargo, el tribunal de la inquisición le acusó formalmente de hereje y le trasladó apresado hasta Valladolid
Para ese momento, Don Bartolomé ya había relatado ampliamente el grato contacto que el arzobispo mantenía con algunas de las personas más insignes de la ciudad, tal y como él mismo les llamaba. Ese círculo de insignes incluía al arquitecto Alonso de Covarrubias, al Greco y naturalmente al mismísimo Juanelo Torriano.
-Disculpe, pero tendrá que marcharse ya, es la hora de cierre-
El tiempo se había detenido para Jonás hasta el punto de no haberse apercibido del trascurrir del tiempo, siguió un tanto aturdido las indicaciones que el auxiliar archivístico de la Biblioteca del Escorial le marcaba, cuidándose de anotar la signatura con precisión.
Las horas siguientes pasaron para Jonás con la mayor angustia, no conseguía desprenderse del paranoico y obsesivo miedo a no volver a encontrar ese diario, de que tal vez algún operario o algún otro tipo de mano negra lo habría hecho desaparecer al amanecer. Y de esta manera, casi sin dormir, con la cara blanca y unas ojeras donde era posible construir un parking Jonás se plantó en la biblioteca del monasterio para seguir destripando la narración de Carranza.
Le supuso un indescriptible alivio volver a tener entre sus manos el diario y retomarlo en el punto donde lo dejo el día anterior. Así pudo atestiguar que el proceso abierto contra D. Bartolomé reunía todos los parámetros para ser llamado Kafkiano muchísimo antes de que existiera el término y el propio Kafka. La cuestión es que Toledo seguía manteniendo su arzobispo, pero este se encontraba encarcelado y así Carranza no podía gestionar los pormenores de la ciudad, pero nadie en realidad podía hacerlo. Ante tal despropósito el encarcelado contaba amargamente como eran precisamente sus allegados de Toledo los únicos merecedores de su confianza. Por otra parte la calidad del apresado provocaba que este tuviera privilegios inalcanzables para otros reos entre los que estaba disponer de una confortable celda vigilada en la cual pudo mantener realizando escritos y recibir correo. Otro de estos privilegios fue la visita de sus allegados, en particular los notables de Toledo que era la manera en que llamaba al grupo formado por Covarrubias, el Greco y el propio Torriano, así comprobó Jonás que la relación de Juliano con el arzobispo siguió siendo fluida y directa durante esta primera etapa de apresamiento. En las ocasiones en que Juliano viajaba hasta Valladolid, el religioso le imploraba a que no cesará en sus obras, invenciones y proyectos. Era imperioso tener al servicio de Toledo a hombres de su valía e ingenio y seguro como estaba que saldría absuelto del proceso le sabría recompensar a su vuelta.
Tras el entusiasmo inicial Jonás estaba atravesando algunos pasajes de transición donde no era posible hallar nada de particular relevancia, más allá de confirmar el hecho de que Torriano contaba con el favor del arzobispo. Los aspectos más jugosos se centraban en el propio Carranza y en sus particulares vicisitudes con el tribunal inquisitorio y con el propio Felipe II.
Y entonces Jonás leyó algo que le dejo patidifuso….
El relato de Bartolomé cambiaba el registro indignado y autocomplaciente, por otro más lúgubre y quejumbroso al ser informado de un brote de peste dentro de los muros Toledanos. Jonás no daba crédito, el tema de su tesis doctoral trataba sobre la desestructuración social en las principales urbes de la España medieval y moderna. Su conocimiento sobre los diferentes brotes, fechas y localizaciones era portentoso y desde luego ningún registro municipal, ni ninguna otra fuente hablaban de pestilencias acontecidas en Toledo por el año 1565. La más cercana en el tiempo de la que Jonás tenía constancia databa de 1599. Esto era de por sí singular, pero no era lo único que iba a encontrar
-Vaya, vaya, vaya… por fin empezamos a sacar petróleo-
El regocijo del académico no era para menos, aparte de tener material que le haría ser citado en el futuro por numerosos estudiosos posteriores a él, empezaba a también a descubrir jugosos datos sobre Juanelo. De esta forma, supo por los escritos recogidos en el diario, que Juanelo lideraba una suerte de sociedad secreta a cuya causa se habían sumado las mejores mentes de la ciudad. En sus reuniones era frecuente la práctica de saberes prohibidos como la alquimia o incluso la nigromancia. La permisividad del arzobispo se basa en el hecho de que éstas parecían ser prácticas habituales en la alta sociedad de la época, al punto de que, como se delata en los escritos incluso varios miembros de la dinastía imperial de los Austrias la practicaban. La cuestión es que ahora la peste había llegado a la ciudad y este clan de ingenios, a la manera de Bocaccio, buscó junto con sus allegados refugio a la epidemia marchando al castillo de San Servando en la salida noroeste de la ciudad. La descripción de la peste que hace Carranza a partir de conversaciones posteriores con Juanelo, se clavaban sobre el espíritu como lanzas encorajinadas desgarrando el ánimo inmisericordemente. Los cadáveres habitualmente yacían por docenas en las calles sin que nadie los recogiera y en el mejor de los casos se los apilaba en montañas y se les prendía fuego. Los apestados eran marcados y apartados, condenados a pasar sus últimos momentos entre enormes dolores y presa del mayor abandono, privados incluso, del consuelo de padres, hijos o esposas. Para mayor calamidad el éxodo descontrolado provocaba que las clases más pudientes se alejaran, llevándose sus riquezas y posesiones de la ciudad, y naturalmente ningún productor o comerciante estaba dispuesto a sobrepasar los muros de la villa contagiada. En conjunto eso daba como resultado una ciudad donde reinaba, el caos, la muerte el hambre y la desesperación. Un lugar desabastecido y sin el más mínimo orden; en ocasiones morían personas por otras causas o asesinadas, las cuales yacían en el suelo sin que nadie hiciera el menor caso, tampoco eran infrecuentes los episodios de canibalismo. Con todo, había veces en que el infierno en la tierra nos ofrecía muestras de la inmensidad y altura a la que en ocasiones podía llegar el alma humana. Un monje franciscano se empeñó en cavar él solo detrás de la plaza Zocodover unas tremendas fosas comunes donde poder dar sepultura a los muertos, pero esto solo era una débil chispa en un océano de negrura. El abominable lugar donde nadie habría querido estar jamás.
Una de las evidencias que estaba dejando el diario, es que el arzobispo D. Bartolomé de Carranza tenía un interés por encima de todo: la ciudad de Toledo y sus gentes. Los devastadores estragos que la epidemia dejó en la ciudad de su arzobispado, cultivaron en él la pesadumbre de forma mucho más atroz que su apresamiento y acusación. Era tal su desesperación que era un comentaba recurrentemente en su diario que estaría dispuesto a sufrir el martirio y la amputación de los torturadores de la santa inquisición si con ello lograba librar a Toledo de un nuevo azote de la peste.
De manera que decidido en su intención, y en el convencimiento de que hacia lo correcto, el Arzobispo Carranza tomó una decisión intrépida. Tuvo un último encuentro con Juanelo antes de marchar hacia Roma, ya que el papa Pio V exigió que el proceso fuera llevado al la ciudad papal. En ese cara a cara en Valladolid, Bartolomé pidió a Juanelo que utilizará toda su sapiencia y la de su círculo para tratar de hallar una cura a la pestilencia. Torriano era consciente de lo que implicaba, pero sin embargo dio su palabra a su ilustre amigo de que pondría toda su dedicación y conocimiento de los principios químicos de la alquimia para tratar de evitar que la pestilencia volviera a ser el azote de Toledo. Y con este pacto ultra secreto se despidieron.
Cuando Bartolomé llegó a Roma no dejó de tener contacto con Juanelo, la correspondencia llegaba de forma regular y Juanelo estableció una especie de código encriptado para conseguir comunicarse con su amigo. De esta manera evitaban que si el correo era interceptado, algo nada improbable, se encontrará cualquier evidencia que pudiera servir de prueba a sus acusadores.
En esos mensajes crípticos, el inventor y arquitecto confesaba que estaban siendo un trabajo arduo dar con la explicación a la afección, pero que estaba consiguiendo avances que superaban con mucho a los que alcanzaba la medicina de la época, bastante paupérrima. Finalmente y tras varios meses de trabajo, Torriano mandaba una carta emocionada en la que decía que si bien aún no había comprendido del todo el origen del problema, tenía lo más parecido a una solución que El Señor podía poner a su alcance. Juliano consiguió dar con un brebaje que administrado los animales podía mantenerlos vivos casi indefinidamente. Torriano y el arzobispo resolvieron que ese brebaje debía ser suministrado a los habitantes de Toledo. Sin embargo había un problema….
Era preciso, buscar una vía para que los Toledanos tomaran el brebaje, y ambos daban fe de que no lo harían voluntariamente sin saber qué hacían. Sin embargo, Juliano sabía cómo hacer llegar el brebaje a los toledanos, la solución estaba en el ingenio, el segundo ingenio.
El ingenio de Toledo era un acueducto de distribución para hacer llegar el agua desde el Alcázar hasta el centro de la ciudad. Los militares lo usaban pero no lo pagaron y de hecho Juanelo estaba también metido en la realización del segundo ingenio, con un itinerario muy similar. El plan era perfecto la población estaría bebiendo el brebaje y eso les haría estar preparados para la siguiente brote de peste. Y así, de esta manera las aguas de la ciudad toledana circularon con el brebaje subiendo por las gargantas de hombres, mujeres y niños y los toledanos impasibles y ausentes iban y venían, lloraban y reían, compraban y vendían totalmente ausentes de lo que se venía encima. Porque Juanelo sin pretenderlo había provocado el desastre….
El primer caso del que hablaron los mentideros de la urbe castellana no se hizo esperar, y pronto la población afirmaba que el demonio acampaba a sus anchas por la ciudad. Al parecer días antes se requirió la presencia de un sacerdote para que acudiera al hospital de huérfanos de Santa Cruz. El pequeño desamparado había tenido fuertes fiebres y hubo enmudecido, todos le daban por muerto, cuando el sacerdote se acercó para alumbrar los últimos suspiros de su alma, pero justo en ese momento como precipitado por un resorte, el pequeño se revolvió como una alimaña despiadada y agarró la sotana. Antes de que el sacerdote pudiera asimilar nada, una incisión en su cuello le hacía disparar un chorro de sangre, fino pero aleatorio, como un aspersor. Gritaba igual que un cerdo y en cierta manera, lo era, acabó en el suelo desangrado, mientras pataleaba de manera furiosa y desquiciada. Los que lo vieron no podían hacer nada más que mirar aterrorizados y salir corriendo.
En pocos días más, la gente comenzó a guardar aún más reclusión que en los peores momentos de la peste. Todos vivían encerrados rodeados de crucifijos y fortificando sus humildes casas con la idea de que el diablo no entrara en ella. Pero todo era en vano los maldecidos, o los envenenados como se les llamaba demolían con una atrocidad y una persistencia agónica todo lo que se les ponía por delante. Familias enteras, muchos de ellos eran devoradas por las hordas de los malditos, dentro de sus propias casas. Otros atraían a las infames criatura con la luz de sus velas o lámparas. Por desgracia, el hacinamiento habitual de esta época, solo favoreció la expansión de los monstruos devoradores que al conseguir derribar una puerta tenían esperándoles un festín fabuloso. Las casas, al igual que muchas de las angostas calles del centro urbano, se convertirían en ratoneras donde los depredadores amputaban, maceraban y extraían vísceras y trazas de piel humana entre gritos de desesperación y muerte.
La mayoría daba por hecho que el día del juicio final había llegado y prácticamente nadie se planteaba ninguna otra explicación, el convencimiento era tal que muchos simplemente se quedaban en medio de alguna plaza, solos y rezando, lo cual posibilitaba que su vida acabara mucho antes.
Entretanto Juanelo parecía de los pocos que entendía la verdadera dimensión de lo que ocurría. Su experimento fue un verdadero fracaso y Toledo estaba a punto de ser borrada del mapa, tendría que actuar rápido si no quería pasar a la historia como el hombre que hizo efectivo el apocalipsis.
Movilizó las pocas tropas que aun quedaban sanas, y con carruajes, y coches de caballo saco a todos los vivos que aun lo eran de sus casas, la misión era encontrar un punto seguro. pensó en el local donde se hacen las reuniones de alquimia, pero es demasiado pequeño, pero había un lugar que era sencillamente perfecto, era una fortalece y estaba en alto. Había llegado a una conclusión: había que alcanzar el alcázar.
La caravana de supervivientes, utilizaba palas y azadas para contener las embestidas de los maldecidos, hasta que finalmente se pudo atravesar las empedradas calles Toledanas y ganar el Alcázar. Una vez arriba en la cima, y junto al resto del contingente que permanecía en la fortaleza vio la dimensión de la tragedia. Apenas unos pocos miles de vivos, cansados, demacrados y desvalidos, eso más el ejercito, ahí acababa el bagaje de una ciudad que hasta hace muy poco había sido la capital de un imperio, ahora en cambio su propia existencia se tambaleaba. La descomunal manada de poseídos y enrabietados subía como una corriente marina con intención de alcanzarles. Los arqueros comenzaron a realizar su trabajo y muchas de las bestias caían fulminadas de un certero tiro a la cabeza. El esfuerzo era titánico habían de cargar y disparar, una y otra vez. Los resultados eran pírricos porque el flujo infernal no cesaba su avance a pesar de las bajas. Las catapultas resultaron ser más efectivas ya que además de reventar literalmente una buena cantidad de esos tórridos cuerpos, conseguían bloquear el camino y así ganar tiempo.
Fue en esta tesitura, cuando Juanelo sacó a relucir uno de sus inventos, el diavolocupido, Jonás sabía que aquello habría de ser una especie de rudimentaria metralleta, pero le resultó gracioso comprobar qué difícil es mencionar algo para lo que aun no existe un nombre. El invento de Juanelo funcionaba más bien como un fusil de asalto, pero infinitamente mejor que las flechas. Y así, de esta manera y durante cinco días con sus cinco noches, y gracias a la decisión y la inventiva de Juanelo, que fue villano primero y héroe después, fue que la ciudad de Toledo evitó caer en la más cruel y atroz noche del olvido. Aguantando uno de los primeros y seguro el menos conocido asedio al Alcázar jamás contado.
En lo referente al arzobispo, las noticias llegaron de forma directa a través del Greco que fue hasta Roma para trabajar y de paso volver a ver a su gran aliado. Ante lo ocurrió Bartolomé Carranza, pidió al Greco que trasmitiera a Juliano las dos cosas más importantes que habría de hacer, en primer lugar excusarse ante Dios y mostrar el arrepentimiento compartido pues era obvio que la arrogancia les había deparado la ira de Dios.
De otro dejar de ser visible en Toledo, esto es comer de la caridad, unirse a la prole, vivir como ellos, solo así, de esta manera, manteniendo una vida miserable y alejada de todo reconocimiento y sustento, conseguiría estar en paz, debía hacerlo pues con ello, redimiría su alma y se evitaría ser encontrado por la inquisición.
Jonás cerró el libro y noto que le faltaba el aire. Había contenido la respiración. No era para menos. No solo encontró la razón del olvido del Juliano Torriano, también acababa de hallar pruebas para documentar el primer brote zombi de la historia de la humanidad.
lestatz- Recien llegado al refugio
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