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Segunda prueba
¿Furulas?
Relato "La plaga"
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Relato "La plaga"
La noche había caído pesadamente en la habitación.
Era una noche densa y fría, alumbrada únicamente por la débil luz que emanaba
de una bombilla que se mecía suavemente de un cable, como el ajusticiado de una
ahorca.
La estancia se veía así salpicada de sombras
grotescas que jugaban entre los muebles y paredes, confiriendo al lugar un
aspecto fantasmagórico.
Sentado en una esquina del cuarto se encontraba Thierry,
un vaso de whiskey en una mano y un revolver en la otra, vestido con un pijama
a rayas y un batín de terciopelo. Frente a él se alzaba, solitaria, la cama de
matrimonio en la que tantas noches había compartido con su esposa Matilde, que
no era más que un cuerpo inmóvil encima de una mancha carmesí, los pies descalzos
asomando por el borde del colchón.
Apuró de un
trago el alcohol que le quedaba en el vaso, colocándolo encima de la mesa que
estaba junto a él, para masajearse la pierna con la mano que le quedaba libre.
Un dolor electrizante le recorrió entonces la pierna, desde el tobillo hasta la
cadera, arrancándole una mueca de los labios.
“Otros dos más y lo hago”-se dijo a sí mismo mientras
cerraba los ojos. Aquello lo llevaba repitiendo desde hacía horas pero siempre
postergaba lo inevitable dos tragos más tarde. Sabía que no era más que una excusa;
- la excusa del cobarde-. Pero aún no se veía capaz de hacer lo que debía. Todo
aquello era una locura.
Abrió los ojos y llenó de nuevo su vaso con torpeza.
A estas alturas la botella estaba ya casi vacía pero no le importaba. Ya nada le
importaba. Sólo estaba su mujer…y su miedo.
Se roció la garganta con el whiskey para seguidamente
recostarse, momentáneamente satisfecho, contra el respaldo de madera de la
silla. Sacó entonces del cajón de la mesa una pitillera, encendió un cigarrillo
y empezó a hacer círculos en el aire, compitiendo con las sombras que habían invadido
su cuarto. Llevaba años sin fumar pero esta vez la ocasión lo requería.
Conforme se elevaban en el aire las volutas de humo,
se agolparon en su mente como una jauría de perros hambrientos los recuerdos
que le atormentaba desde hacía varias semanas.
Recordaba que la primera noticia que tuvo de “la plaga”
fue el día seis de febrero de 1916. Ese día estaba paseando en Montmartre con Matilde,
como hacían cada domingo desde hacía treinta años. Tras mirar los cuadros que
algunos bohemios habían expuesto en la calle, se sentaron en el café al que
acostumbraban ir a menudo. Antes de levantar siquiera la mano para realizar el
pedido ya estaba junto a ellos Antoine, el camarero del Café.
Era un hombrecillo enjuto y profesional, siempre
pulcro y el traje negro impecablemente planchado. Los atendió con gesto solícito,
memorizando el pedido para acudir al poco con una bandeja, un café solo y una
tacita de té con un par de galletitas colocados en perfecto equilibrio en la superficie pulida de la
bandeja. A Matilde le encantaba el té con galletas.
Mientras Thierry removía la cucharilla en la taza,
Antoine le acercó el diario “Le petit
parisien”. Las noticias giraban sobre los combates del frente. La guerra
estaba en el mismo punto que el día anterior, prosiguiéndose la absurda matanza
de unos y otros en aras de un país que les llevaba desfilando en perfecto orden
de revista hacia el matadero.
Pasó con desánimo
las hojas del diario hasta que una pequeña noticia le llamó la atención. No era
mucho más que un diminuto recuadro colocado entre anuncios de brillantina y
navajas de afeitar, pero el contenido del artículo era cuanto menos
inquietante. Decía algo parecido a –una misteriosa enfermedad diezma las
fuerzas alemanas cerca de Saint Mihiel -
Thierry empezó a leer con interés la noticia, que comentaba
que los alemanes habían tenido que huir de sus posiciones y que tras ellos sólo
dejaron piras humeantes de cuerpos carbonizados. Los franceses en cambio pudieron
tomar las trincheras sin sufrir una sola baja. El articulista, siguiendo las
consignas dictadas por el Gobierno, alababa el valor de las tropas francesas y
argumentaba que seguramente la enfermedad era una plaga que mandaba Dios para
castigar al boche por tratar de invadir la Sagrada Patria
Francesa.
Sin embargo no se quedó tranquilo. Aquello no era una
noticia normal. Acostumbraba a estar al tanto de las novedades del frente, como
hacía todo compatriota, sea francés, alemán, inglés o turco, pero la noticia
que relataba el periódico se salía de lo normal. “Si es una plaga como
dice…también podrían infectarse nuestras tropas”-reflexionó en silencio
Thierry, al tiempo que daba un sorbo al café.
Tras abonar la consumición volvieron a casa, charlando
del tiempo y de lo bella que era París en febrero, entreteniéndose en el
escaparate de Madame Huguenot para
contemplar el género que se exponía.
El viernes de la semana siguiente Thierry fue a dar
un paseo con Justin, un antiguo camarada del Ejército que estuvo con él en la
guerra de 1870. La llamaban La Guerra Franco-Prusiana.
Cuando se juntaban solían hablar de sus periplos durante la guerra, recordando la
derrota que sufrieron a manos de los prusianos por culpa de la estupidez de
Napoleón III y el maldito telegrama de Ems. En esa conversación estaban
enfrascados cuando Thierry compró el “Petit
parisien” del día en el quiosco.
Esta vez la noticia estaba en la segunda página. “Una
extraña enfermedad infecciosa aparece en los pueblos del frente. Los médicos militares
controlan la situación.”
Thierry tuvo que releer dos veces más la noticia para
dar crédito. Parecía que la enfermedad se estaba expandiendo a un ritmo
vertiginoso si atendía a las noticias de la semana anterior. Le pasó el
periódico a Justin y le comentó la noticia que estuvo leyendo con Matilde el
domingo pasado.
-No te preocupes Thierry - dijo Justin para
tranquilizarle- ya lo dice el artículo. Los médicos están controlando el brote.
-Ya ya. Eso dice. Pero ya sabes que no se puede hacer
mucho caso a lo que digan los periódicos.
Y más durante la guerra.
Justin se encogió de hombros y siguió caminando en
silencio. Las calles estaban atestadas de gente pero aquello no animaba a
Thierry, que se ensimismó, taciturno. Las infecciones le daban un miedo horrible
a raíz de su propia experiencia en el frente y aquella enfermedad parecía muy
contagiosa y de expansión rápida. En una semana había pasado a estar
protagonizado únicamente por los alemanes para llegar a infectar algunos
pueblos cerca de la primera línea. En unos días podría incluso llegar hasta
París.
Thierry se despidió de Justin y al llegar a casa le
dio un beso a Matilde, que estaba en la cocina preparando el almuerzo. No
quería preocuparla así que no sacó el tema.
Pasó otra semana cuando se despertó sobresaltado por
el ruido que había en la calle. Era seguramente la once de la mañana. Normalmente
solía madrugar pero había pasado una mala noche. El pijama estaba empapado en sudor y las
sábanas se encontraban revueltas. Cuando se desperezó se dio cuenta que Matilde
no estaba. “Seguramente estará comprando” – pensó Thierry mientras se levantaba
de la cama.
Se asomó al balcón para ver qué motivaba tanto ruido
sin importarle mucho que estuviera aún en ropa de cama y sin afeitar a estas
horas.
La primera idea que le vino a la mente es que los
alemanes estaban entrando en Paris, o que al menos se habían detectado
avanzadillas en las afueras. Pero no tenía sentido. El frente estaba lejos y
nadie podía recorrer tanta distancia en tan poco tiempo.
Pero de lo que se enteró fue aún peor.
Llamó a gritos a un mozo que conocía del barrio para
preguntarle qué pasaba. Éste apenas se paró para soltar con voz entrecortada lo
que sabía.
-Dicen que los muertos se han levantado de sus
tumbas. Es el Apocalipsis monsieur.
Thierry quiso replicar al joven cuando ya estaba
desapareciendo detrás de una esquina. La calle estaba invadida por gente de
toda condición que corría por doquier, alarmados. Unos estaban incluso
colocando maderos en sus ventanas. Otros rezaban, de rodillas, el rostro
dirigido al cielo.
Se volvió a meter en el cuarto, se puso encima a toda
prisa el batín de terciopelo y llamó a grito pelado a su mujer en la casa. No
estaba.
Un miedo atroz le surgió de las profundidades de sus
entrañas. Temía por Matilde. Se dirigió entonces a su cómoda y sacó de su
interior su revolver Chamelot. Tras comprobar que estaba municionado se lo
guardó en el bolsillo del batín y salió afuera, en busca de su mujer.
La calle se estaba llenando por momentos. Había
personas que iban en una dirección y otros en la contraria. Los creyentes
encontraron más partidarios y su grupo fue aumentando.
Otros en cambio estaban saqueando el comercio de la
señora Chabin, llevándose colonias y jabón bajo el brazo.
Thierry hizo además de sacar su arma pero se lo pensó
mejor. “tengo que encontrar a Matilde”. Sin embargo, a pesar de saber que
estaba comprando desconocía el lugar al que había acudido.
Se quedó meditando unos segundos mientras le
golpeaban al pasar a su lado los viandantes enloquecidos. Estuvieron a punto de
hacerle caer un par de veces pero consiguió agarrarse a los barrotes de un bajo
y, ahí sujeto, decidió acudir antes a la tienda de verduras del matrimonio Juillet.
“Es el lugar más cercano. De cerca de lejos. Eso es
lo que tengo que hacer”. Se soltó de los barrotes y se dirigió con paso
decidido hacia la tienda. El miedo le consumía por dentro, obligándole a alagar
su zancada muy a su pesar. Ya no tenía la fuerza de antaño y a los pocos metros
ya notaba dolor en la pierna derecha.
Pero tenía que hacerlo. Tenía que sacar fuerzas de
donde ya no las tenía.
Cuando giró la esquina se encontró con un grupo de
personas que estaban golpeando con picos y palas un agente de policía tirado en
el suelo. Pasó al lado del grupo observando de refilón como el agente lanzaba
dentelladas a los que trataban de asesinarle. Tenía los ojos rojos,
desprovistos de vida, y el uniforme desgarrando en varios sitios. La cara era
un amasijo sanguinolento.
Thierry siguió su camino, metió la mano en el
bolsillo del batín y sujetó con fuerzas el arma.
“Matilde, mi vida ¿dónde estas? ¿Qué está pasando?
Por favor Dios mío, haz que la encuentre” – se repetía cada vez más alarmado,
aligerando el paso lo máximo que le dejaba el lacerante dolor de la pierna.
Al final de la calle podía ver por fin la tienda de
los Juillet. Veía a lo lejos el cristal del escaparate fracturado. Del interior
surgían siluetas huidizas que cargaban cajas de puerros y lechugas.
Se acercó lo más rápido posible, sin aliento, a la
tienda. Sacó su arma y se acerco al interior. Quedaban dos personas únicamente adentro.
Un chico y una chica, ambos de unos doce años de edad, atareados en separar las
patatas de las zanahorias. Cuando vieron entrar a Thierry, revolver en mano,
dejaron lo que estaban haciendo y huyeron despavoridos.
No quedaba nadie.
Sin embargo Thierry buscó a su mujer debajo de las
mesas y dentro de los grandes armarios que había en el almacén, fuera a
esconderse en ellos. Pero era inútil, no estaba ella ni tampoco Monsieur y Madame
Juillet. Hubiera querido preguntarles si habían visto a Matilde pero no iba
a sacar nada en claro de allí.
Estaba exhausto por la carrera, la pierna derecha no
era ya un miembro sino una bola de dolor que le obligó a sentarse un rato
encima de una caja de madera.
“A ver, si no está aquí, a lo mejor está en la
mercería de Madame Huguenot” Recordaba
que el día que leyó la noticia de la infección en Saint Mihiel le comentó
Matilde que le gustaba un par de prendas. Odiaba esto, toda esta incertidumbre.
Fuera del local el rumor de la gente huyendo y peleándose por llevarse
mercancías de las tiendas crecían por momentos. Un par de veces escuchó
deflagraciones seguidas de gritos de mujer. Al final la letanía del moribundo
se vio cubierta por más gritos.
Cuando recobró el aliento Thierry se levantó
apoyándose contra la pared. Aún le seguía doliendo la pierna pero le quedaba
mucho por hacer.
Salió a la calle, observando dos cuerpos exánimes
cerca del portal 19 de la calle. Al lado de uno de los cuerpos se encontraba
una joven, agarrada al cuerpo, llorando desconsoladamente.
Thierry se encaminó hacia la derecha y dejó aquella
calle sumiéndose en el caos.
Dos calles más tarde irrumpió en la avenida en la que
estaba la tienda. Desde donde estaba parecía que el escaparate estaba bien.
Aquello le dio esperanzas. Se encaminó lo más rápido posible, arrastrando tras
de sí la pierna dolorida.
Cuando sólo había recorrido diez pasos salieron en
tromba de un portal un grupo de personas de distinta edad y vestimenta. Era un
grupo heterogéneo pero todos parecían temer lo mismo. Y era a un hombre
corpulento, vestido con un elegante traje hecho a medida ensangrentado, que se
dirigía tambaleante hacia al grupo que huía.
Thierry se encontró en un santiamén entre el ser y
las personas que huían. Unos habían desaparecido de la calle y otros en cambio
permanecieron a su lado, escobas y palos en mano.
-Es un infectado, que no se acerque-gritó un joven de
quince años, agarrando con fuerza un tizón.
-¡Que alguien lo mate maldita sea! – lanzó una mujer
a su lado, visiblemente fuera de sí.
Y mientras tanto el ser seguía caminando hacia ellos,
los ojos inyectados en sangre y las uñas desprendidas de los dedos, colgando
únicamente de un hilillo de piel.
No se lo pensó esta vez. Sacó el revolver del bolsillo,
estiró el brazo hacia el ser, colocándose de perfil respecto a él, aguantó la
respiración y disparó. Solamente un tiro.
La cabeza del infectado se proyectó hacia atrás como
si le hubieran impactado con un palo, salpicando de sangre el portal del que había
salido.
Cuando se giró hacia los demás para preguntar qué
diablos era aquello comprobó que se habían largado todos, incluso el crío.
“Joder, vaya mierda” – masculló entre dientes. “¿¡Qué
diablos se supone que es ESO!? Se decía a sí mismo, contemplando el cadáver que
yacía muerto a sus pies. Los ojos le recordaron los de aquel policía que
trataban de ensartar con palos varias calles más atrás.
Y en aquel momento lo recordó. La maldita infección
del frente. La misma que decía Le petit
parisien que los médicos tenían controlado y que era cuestión de días para
que desapareciera.
Thierry sonrió, recordando la charla que tuvo con
Justin. “Ves como tenía razón. Ni caso a lo que digan”
Sonrió débilmente mientras se dirigía hacia la
mercería. Permanecía con la pistola en la mano, mirando a su alrededor, no
fuera a aparecer otro engendro medio vivo medio muerto. Ya había visto dos y no
quería volver a encontrarse con esos monstruos.
La puerta de la mercería estaba abierta. En su
interior los cajones estaban tirados en el suelo, el género extendido como una
alfombra de encajes y muselina. No parecía que hubiera ahí tampoco nadie.
Miró detrás del mostrador. Nada. Cuando iba a salir
escuchó una ligera tos apagada detrás de una puerta. Era la puerta que daba
acceso a la casa de Madame Huguenot.
Se dirigió hacia la fuente del sonido con la pistola
hacia delante. No se escuchaba nada más pero siguió avanzando a pesar de todo.
Una vez a la altura de la puerta se colocó a un lado y giró suavemente el
picaporte de la puerta, que chirrió débilmente.
Solo entreabrió unos centímetros la puerta cuando
escuchó el grito de Madame Huguenot
-¡Coja lo que quiera pero váyase, VÁYASE!
Estaba histérica. Era la primera vez que la veía
despeinada, cayéndole largos rizos negros en los hombros y el pecho. Un pequeño
mechón le tapaba un ojo. Era hermosa a su manera. Pero también tenía en la mano
un cuchillo de carnicero.
-Madame Huguenot,
tranquila, soy yo, el marido de Matilde – replicó Thierry con la misma voz que
se usa para tranquilizar a las yeguas.
La mujer estaba agarrada al cuchillo. Una mano
sujetaba el mango y la otra, la hoja. De sus dedos prietos brotaban regueros de
sangre que empapaba los botines de Madame
Huguenot.
-Debe de ayudarme. ¿Ha visto Matilde?
Pero estaba totalmente fuera de sí, en estado de
shock. Thierry la agarró por los hombros y le abofeteó con la mano desarmada.
-He…he visto niños que se comían a sus padres…los he
visto. Lo juro.
No podía ser. Había llegado a la mercería, podría
saber si su mujer había pasado por ahí pero todo iba a ser en vano.
-Los he visto. Se los comían Thierry…¿Se lo puede
usted creer?
Ya estaba perdiendo la paciencia. Iba a abofetear
nuevamente a la dueña de la tienda cuando asomó detrás de Madame Huguenot la cabecita dorada de Matilde.
-Thierry, haz que calle. Estoy aquí – susurró su
mujer, que estaba sujetando otro cuchillo.
Un sensación de alivió recorrió todo su cuerpo. Podía
incluso notar como las contracciones de su espalda y del vientre se relajaron.
La bajada de adrenalina hizo su efecto y empezó a temblar.
-Matilde, mi amor. Temía por tí – balbuceó Thierry,
las lágrimas en los ojos.
-Y yo, pero por favor, ¡que se calle!
Thierry tapó con su mano la boca de Madame Huguenot, que seguía
desvariando. Entró en la estancia en la
que estaba su mujer y la dueña del comercio, cerrando a sus espaldas la puerta
que daba al local.
-Cariño, estaba preocupado. Me desperté esta mañana y
no te vi en casa. Luego, ya sabes…¿Qué esta pasando?
Matilde aflojó la presión en el mango del cuchillo.
Parecía que fuera a responder cuando se lanzó a los brazos de Thierry,
pillándole desprevenido. Ya tenía Matilde cerca de setenta años pero seguía
siendo una hermosa mujer, de temperamento resuelto y figura esbelta.
-¡Ay, lo siento Thierry! Tenía tanto miedo. Ni te imaginas
lo que ha ocurrido aquí.
-Me hago una idea. Le disparé antes a un hombre.
Bueno, ya no era un hombre. Era más bien una “cosa”.
La mujer asintió débilmente con la cabeza.
-Sí, los he visto también, así como Madame Huguenot. Desde entonces está
así.
-¿Qué vistéis mi vida? – inquirió Thierry.
Matilde quedó en silencio un instante, meditando lo
que iba a decir a su marido.
-Estábamos en la mercería Madame Huguenot y yo a solas cuando escuchamos algarabía de la
calle. Nos asomamos y vimos los niños del matrimonio Jeunet en la calle, caminando…
-¿Y? – preguntó Thierry con curiosidad.
-Pues que caminaban de un lado a otro, como si
estuvieran bebidos, detrás de Monsieur
y Madame Jeunet. Si vieras lo que les
hicieron. Se paró primero su madre. Los niños se abalanzaron a su cuello y la
tiraron al suelo. El padre acudió a ayudarla pero le mordieron en la mano.
Finalmente quedaron tendidos en el suelo, devorados por dos críos de no más de
seis años.
Thierry no daba crédito a lo que estaba escuchando.
Dos niños, devorando a sus propios padres como si fueran vulgares bestias en pos
de alimento.
-¿Por qué ocurre esto Thierry? La gente rumorea que
es un castigo de Dios por la guerra.
Su marido negó con la cabeza a la vez que le
respondía que únicamente era una plaga. Una enfermedad muy contagiosa que se
había originado en el frente.
-Puede que sea una especie de peste Matilde. No es
ningún castigo divino, créeme.
Quedaron entonces en silencio, de pie, mientras que Madame Huguenot estaba sentada, abrazada
a sus rodillas, tambaleándose de lado a lado. Definitivamente había perdido la
razón.
No sabría decir a ciencia cierta el tiempo en el que
estuvieron ahí sentados. Finalmente, cuando se dieron cuenta que no podían
hacer nada por Madame Huguenot
decidieron dejarla ahí, en su casa.
Primero salió de la mercería Thierry, en guardia.
Parecía que al menos en esa calle el alboroto había menguado considerablemente.
Sin embargo se escuchaba flotando en el aire el sonido de tablas de madera
clavándose a los marcos de las ventanas.
-Tendríamos que hacer lo mismo cuando lleguemos –
comentó Thierry a su esposa, que asintió a su lado. La miró con dulzura. Era
increíblemente bella para su edad. Le colocó un mechón rubio que le caía en la
frente encima de la oreja, dándole seguidamente un beso largo y húmedo.-
Volvamos a casa Matilde.
Pasaron delante del ser que Thierry mató de un
disparo de camino a la mercería. No se había movido del lugar. “Al menos éste
no se levantará más”
Se dirigieron hacia su casa por el mismo camino que
había tomado momentos antes Thierry. Los efluvios de locura que se habían
destilado anteriormente habían desaparecido por el momento. Sólo quedaban
cuerpos exánimes tirados en las calles, abandonados a su suerte, así como
muebles y enseres personales.
Incluso los nutridos grupos de creyentes que se
pararon a rezar en la calle huyeron. Era comprensible. Cualquier haría eso al
ver a un monstruo tambaleante decidido a morderle. Para impedirlo no había
milagro, solamente un buen disparo entre ceja y ceja. Eso lo sabía bien
Thierry.
Dejaron atrás las tiendas asaltadas y un cuerpo
ahorcado a una farola. El viento le mecía suavemente como si estuviera bailando
un vals con la muerte. Matilde ni siquiera apartó la mirada y siguió caminando
al lado de Thierry, agarrándole el brazo con determinación.
Quedaba ya poco para llegar a casa y por ahora todo
iba bien. No había nadie en la calle más que el viento y los vestigios de los
ataques anteriores. Sin embargo, al girar la última esquina vieron un grupo de
personas cerca de la puerta de su casa, de espaldas a ellos.
Estaban sencillamente de pie, inmóviles como velas.
En el grupo se veían mujeres, niños y ancianos, apretados unos contra otros,
creando así una barrera inexpugnable de cuerpos en descomposición.
-¿Cómo entramos? Me da miedo Thierry. No quiero pasar
por ahí – suplicó Matilde cuando se dio cuenta que eran infectados.
Thierry calculaba distancias y valoraba estrategias
pero era inútil. Debían entrar en casa. Ahí estarían seguros, podrían bloquear
la puerta y las ventanas y tenían comida para resistir varios días. No era
seguro aventurarse en casas desconocidas sin saber si había infectados en su
interior. Y aún menos en tiendas, con las cristaleras tan grandes que tenían en
guisa de escaparates.
-Observa Matilde – señaló con el dedo a su mujer - no
hay infectados entre nosotros y la puerta de casa. Ellos están unos diez o
veinte metros más allá. Creo que si nos acercamos en silencio seguirán de
espaldas y ni se darán cuenta que hemos ido. Además los he visto moverse y son
muy lentos.
Matilde tragó saliva y estuvo de acuerdo con su
marido. Al menos aparentemente puesto que su rostro transmitía el miedo que la
envolvía.
Thierry le indicó a su mujer que se quitara los
zapatos, haciendo lo propio él mismo. Los dejaron en el suelo y empezaron a
recorrer la distancia que les separaba de su destino.
Encabezó la marcha Thierry, apuntando el arma hacia
las figuras siniestras que se alzaban, mortales, en el atardecer. Detrás suya
se encontraba Matilde, sujetando el batín de su marido con fuerza.
Primero dieron un paso, suave y delicado. Luego otro.
Y otro. Y otro más. Las figuras no parecían inmutarse. Se relajaron,
prosiguiendo la marcha hacia la vivienda que les aguardaba metros más adelante.
De repente, cuando habían recorrido escasos tres
metros una figura negra, ataviada con un traje de camarero otrora
impecablemente planchado se dio la vuelta. Sus cuencas estaban vacías y de la
garganta salía la lengua, similar a una corbata carnosa teñida de sangre.
A pesar del aspecto Thierry lo reconoció al instante.
Era Antoine, el amable camarero del café de Montmartre al que acudían Matilde y
él todos los domingos.
Pareció que Antoine con aquel movimiento dio la voz
de alarma entre los infectados, que se giraron al unísono como cuervos infernales
hacia el matrimonio aterrado. Una duda nació de las entrañas de Thierry. “Nos
huelen. No nos dará tiempo”.
Gritó entonces a su mujer para que corriera detrás
suya y que no se soltara del batín. Emprendieron una huida hacia delante, rumbo
a casa mientras que los infectados caminaban con pasitos torpes rumbo a su
comida.
La distancia que los separaba de la salvación era
cada vez menor, aunque la distancia que los separaba de los “seres” era, así
mismo, cada vez más pequeña.
Thierry decidió no disparar el arma a no ser que
fuera imprescindible. Quedaban pocos pasos para llegar a la puerta y los
infectados seguían relativamente lejos. “Vamos a conseguirlo, Dios mío, vamos a
conseguirlo” – pensó, victorioso Thierry.
Cuando finalmente llegaron a la puerta Matilde seguía
sujeta a su marido, el cual estaba rebuscando en el bolsillo del batín las
llaves de casa.
-Joder, no. ¡No! ¿Dónde están las putas llaves? –
lanzó Thierry
-Rápido que llegan. ¡Date prisa por lo que más
quieras! – La voz de Matilde se tornó aguda al final de la frase. Los
infectados ganaban terreno y parecía que el olor a carne fresca les infundía
fuerzas. Eran muchos y estaban hambrientos.
Thierry giraba
su mano sin cesar en el bolsillo del batín. Temía haber perdido las llaves en
la calle. Cuando casi los infectados estaban encima de ellos su mujer adelantó
su mano delante de Thierry. En ella estaba su juego de llaves.
Cogió con rapidez el manojo de llaves y trató de
acertar en la cerradura. Sus manos temblaban, presas del pánico. La agonía de
los infectados emanaba de sus gargantas moribundas. Sus dedos estaban
agarrotados, dirigidos hacia delante, tratando de agarrar a sus presas.
Por fin consiguió meter la llave en la cerradura. La
giró y dio empujón con el hombro para abrir lo más rápidamente posible la
puerta. Pero el gesto le hizo trastabillar y su pierna aún dolorida no le
aguantó por más tiempo, cayendo de bruces en el suelo.
Su mujer se quedó un instante paralizada al verle
caer. Fue un instante largo y tenso. De repente, todo cambió. Cuando quiso
darse cuenta Thierry, dos infectados habían agarrado la larga caballera rubia
de Matilde y empezaron a lanzar dentelladas contra su delicado cuello. Antoine
en cambio agarró un brazo y le mordió hasta el hueso, escuchándose como se
partía bajo el impacto.
La escena tomó de sorpresa a Thierry, que se levantó
como pudo. Apuntó hacia los tres infectados que estaban atacando a su mujer.
Disparó cuatro veces. Las deflagraciones no le hicieron siquiera parpadear. No
podía desconcentrarse en aquel momento.
Las tres cabezas lanzaron al aire filamentos de
sangre cuando reventaron bajo el impacto de la munición.
Thierry pudo entonces agarrar con una mano a su mujer
y arrastrarla al interior del domicilio, dejando detrás los cuerpos muertos por
segunda vez de sus atacantes, devorados por los demás infectados.
Y ahí estaba.
Solo en su habitación. La noche había caído ya. Parecía que los infectados se
habían largado de delante de su casa. Probablemente se fueran cuando acabaron
el festín que Thierry les había dejado delante del portal.
Apagó lo que quedaba de cigarrillo y tomó otro trago,
repitiéndose a continuación lo que llevaba diciéndose horas – “Otros dos más y
lo hago”.
No sabía cuánto tiempo tardaría su mujer en
convertirse a su vez en infectada pero sabía que iba a ser rápido y que
finalmente sería una de ellos. Lo había visto antes.
Matilde expiró en sus brazos hacía apenas una
hora. No le dio tiempo más que a meterla
en el dormitorio, cuando su vida ya se escapaba del cuerpo. Thierry usó las
sábanas para tratar de detener la hemorragia pero todo fue en vano. Mientras
Matilde se apagaba lentamente en la fría noche. Pudo escucharla decirle con voz
queda que le quería. Y que la matara cuando se infectase a su turno.
Pero estaba
sumido en un mar de confusión. Había hecho la cuenta y le quedaba un único
cartucho. “Ha muerto por mi culpa. Si no hubiera caído estaríamos ahora juntos,
cenando” – se torturaba Thierry, mirando a su pobre mujer exánime en un mar de
sangre.
Vivir o morir. Esa era la cuestión. Y no sabía qué
hacer. “Otros dos más y lo hago” se volvió a decir cuando apuró finalmente la
botella de whiskey.
Se quedó sumido en la desesperación, ahí sentado en
la silla de esparto y madera, contemplando la sombra proyectada de su mujer en
la pared. Tenía una silueta parecida a la de una rata tal y como estaba tumbada
en la cama.
Mientras estaba mirando a su mujer se percató que su
tobillo se movía. Su mano le siguió. Seguidamente un gorgoteo húmedo fue
expulsado de la boca de Matilde, que trataba de ponerse en pie.
Thierry miró apenado a su mujer que daba traspiés
para tratar de erguirse. No conseguía separar esa visión de la que fuera antes
su mujer.
El cuerpo de Matilde empezó entonces a dirigirse
hacia Thierry, que a estas alturas ya estaba sollozando como un niño. Cada paso
que daba en su dirección sumía en la más profunda desesperación al hombre, que
trataba de apuntar, patético, al cuerpo de su amada esposa.
Pero ella no parecía inmutarse por la débil amenazaba
que representaba aquel ser vivo. Cuando sus dedos agarrotados estuvieron a
punto de agarrar del batín a Thierry, esté dejó de apuntar a Matilde para
colocar el cañón contra la sien.
-No puedo hacerlo. Te quiero mi
amor – susurró en llanto.
El tiro retumbó en la habitación, cayendo Thierry de
lado en el suelo, la pierna enferma aún en la silla. Matilde se abalanzó
entonces sobre él, agradecida por tener a punto la cena.
Era una noche densa y fría, alumbrada únicamente por la débil luz que emanaba
de una bombilla que se mecía suavemente de un cable, como el ajusticiado de una
ahorca.
La estancia se veía así salpicada de sombras
grotescas que jugaban entre los muebles y paredes, confiriendo al lugar un
aspecto fantasmagórico.
Sentado en una esquina del cuarto se encontraba Thierry,
un vaso de whiskey en una mano y un revolver en la otra, vestido con un pijama
a rayas y un batín de terciopelo. Frente a él se alzaba, solitaria, la cama de
matrimonio en la que tantas noches había compartido con su esposa Matilde, que
no era más que un cuerpo inmóvil encima de una mancha carmesí, los pies descalzos
asomando por el borde del colchón.
Apuró de un
trago el alcohol que le quedaba en el vaso, colocándolo encima de la mesa que
estaba junto a él, para masajearse la pierna con la mano que le quedaba libre.
Un dolor electrizante le recorrió entonces la pierna, desde el tobillo hasta la
cadera, arrancándole una mueca de los labios.
“Otros dos más y lo hago”-se dijo a sí mismo mientras
cerraba los ojos. Aquello lo llevaba repitiendo desde hacía horas pero siempre
postergaba lo inevitable dos tragos más tarde. Sabía que no era más que una excusa;
- la excusa del cobarde-. Pero aún no se veía capaz de hacer lo que debía. Todo
aquello era una locura.
Abrió los ojos y llenó de nuevo su vaso con torpeza.
A estas alturas la botella estaba ya casi vacía pero no le importaba. Ya nada le
importaba. Sólo estaba su mujer…y su miedo.
Se roció la garganta con el whiskey para seguidamente
recostarse, momentáneamente satisfecho, contra el respaldo de madera de la
silla. Sacó entonces del cajón de la mesa una pitillera, encendió un cigarrillo
y empezó a hacer círculos en el aire, compitiendo con las sombras que habían invadido
su cuarto. Llevaba años sin fumar pero esta vez la ocasión lo requería.
Conforme se elevaban en el aire las volutas de humo,
se agolparon en su mente como una jauría de perros hambrientos los recuerdos
que le atormentaba desde hacía varias semanas.
Recordaba que la primera noticia que tuvo de “la plaga”
fue el día seis de febrero de 1916. Ese día estaba paseando en Montmartre con Matilde,
como hacían cada domingo desde hacía treinta años. Tras mirar los cuadros que
algunos bohemios habían expuesto en la calle, se sentaron en el café al que
acostumbraban ir a menudo. Antes de levantar siquiera la mano para realizar el
pedido ya estaba junto a ellos Antoine, el camarero del Café.
Era un hombrecillo enjuto y profesional, siempre
pulcro y el traje negro impecablemente planchado. Los atendió con gesto solícito,
memorizando el pedido para acudir al poco con una bandeja, un café solo y una
tacita de té con un par de galletitas colocados en perfecto equilibrio en la superficie pulida de la
bandeja. A Matilde le encantaba el té con galletas.
Mientras Thierry removía la cucharilla en la taza,
Antoine le acercó el diario “Le petit
parisien”. Las noticias giraban sobre los combates del frente. La guerra
estaba en el mismo punto que el día anterior, prosiguiéndose la absurda matanza
de unos y otros en aras de un país que les llevaba desfilando en perfecto orden
de revista hacia el matadero.
Pasó con desánimo
las hojas del diario hasta que una pequeña noticia le llamó la atención. No era
mucho más que un diminuto recuadro colocado entre anuncios de brillantina y
navajas de afeitar, pero el contenido del artículo era cuanto menos
inquietante. Decía algo parecido a –una misteriosa enfermedad diezma las
fuerzas alemanas cerca de Saint Mihiel -
Thierry empezó a leer con interés la noticia, que comentaba
que los alemanes habían tenido que huir de sus posiciones y que tras ellos sólo
dejaron piras humeantes de cuerpos carbonizados. Los franceses en cambio pudieron
tomar las trincheras sin sufrir una sola baja. El articulista, siguiendo las
consignas dictadas por el Gobierno, alababa el valor de las tropas francesas y
argumentaba que seguramente la enfermedad era una plaga que mandaba Dios para
castigar al boche por tratar de invadir la Sagrada Patria
Francesa.
Sin embargo no se quedó tranquilo. Aquello no era una
noticia normal. Acostumbraba a estar al tanto de las novedades del frente, como
hacía todo compatriota, sea francés, alemán, inglés o turco, pero la noticia
que relataba el periódico se salía de lo normal. “Si es una plaga como
dice…también podrían infectarse nuestras tropas”-reflexionó en silencio
Thierry, al tiempo que daba un sorbo al café.
Tras abonar la consumición volvieron a casa, charlando
del tiempo y de lo bella que era París en febrero, entreteniéndose en el
escaparate de Madame Huguenot para
contemplar el género que se exponía.
El viernes de la semana siguiente Thierry fue a dar
un paseo con Justin, un antiguo camarada del Ejército que estuvo con él en la
guerra de 1870. La llamaban La Guerra Franco-Prusiana.
Cuando se juntaban solían hablar de sus periplos durante la guerra, recordando la
derrota que sufrieron a manos de los prusianos por culpa de la estupidez de
Napoleón III y el maldito telegrama de Ems. En esa conversación estaban
enfrascados cuando Thierry compró el “Petit
parisien” del día en el quiosco.
Esta vez la noticia estaba en la segunda página. “Una
extraña enfermedad infecciosa aparece en los pueblos del frente. Los médicos militares
controlan la situación.”
Thierry tuvo que releer dos veces más la noticia para
dar crédito. Parecía que la enfermedad se estaba expandiendo a un ritmo
vertiginoso si atendía a las noticias de la semana anterior. Le pasó el
periódico a Justin y le comentó la noticia que estuvo leyendo con Matilde el
domingo pasado.
-No te preocupes Thierry - dijo Justin para
tranquilizarle- ya lo dice el artículo. Los médicos están controlando el brote.
-Ya ya. Eso dice. Pero ya sabes que no se puede hacer
mucho caso a lo que digan los periódicos.
Y más durante la guerra.
Justin se encogió de hombros y siguió caminando en
silencio. Las calles estaban atestadas de gente pero aquello no animaba a
Thierry, que se ensimismó, taciturno. Las infecciones le daban un miedo horrible
a raíz de su propia experiencia en el frente y aquella enfermedad parecía muy
contagiosa y de expansión rápida. En una semana había pasado a estar
protagonizado únicamente por los alemanes para llegar a infectar algunos
pueblos cerca de la primera línea. En unos días podría incluso llegar hasta
París.
Thierry se despidió de Justin y al llegar a casa le
dio un beso a Matilde, que estaba en la cocina preparando el almuerzo. No
quería preocuparla así que no sacó el tema.
Pasó otra semana cuando se despertó sobresaltado por
el ruido que había en la calle. Era seguramente la once de la mañana. Normalmente
solía madrugar pero había pasado una mala noche. El pijama estaba empapado en sudor y las
sábanas se encontraban revueltas. Cuando se desperezó se dio cuenta que Matilde
no estaba. “Seguramente estará comprando” – pensó Thierry mientras se levantaba
de la cama.
Se asomó al balcón para ver qué motivaba tanto ruido
sin importarle mucho que estuviera aún en ropa de cama y sin afeitar a estas
horas.
La primera idea que le vino a la mente es que los
alemanes estaban entrando en Paris, o que al menos se habían detectado
avanzadillas en las afueras. Pero no tenía sentido. El frente estaba lejos y
nadie podía recorrer tanta distancia en tan poco tiempo.
Pero de lo que se enteró fue aún peor.
Llamó a gritos a un mozo que conocía del barrio para
preguntarle qué pasaba. Éste apenas se paró para soltar con voz entrecortada lo
que sabía.
-Dicen que los muertos se han levantado de sus
tumbas. Es el Apocalipsis monsieur.
Thierry quiso replicar al joven cuando ya estaba
desapareciendo detrás de una esquina. La calle estaba invadida por gente de
toda condición que corría por doquier, alarmados. Unos estaban incluso
colocando maderos en sus ventanas. Otros rezaban, de rodillas, el rostro
dirigido al cielo.
Se volvió a meter en el cuarto, se puso encima a toda
prisa el batín de terciopelo y llamó a grito pelado a su mujer en la casa. No
estaba.
Un miedo atroz le surgió de las profundidades de sus
entrañas. Temía por Matilde. Se dirigió entonces a su cómoda y sacó de su
interior su revolver Chamelot. Tras comprobar que estaba municionado se lo
guardó en el bolsillo del batín y salió afuera, en busca de su mujer.
La calle se estaba llenando por momentos. Había
personas que iban en una dirección y otros en la contraria. Los creyentes
encontraron más partidarios y su grupo fue aumentando.
Otros en cambio estaban saqueando el comercio de la
señora Chabin, llevándose colonias y jabón bajo el brazo.
Thierry hizo además de sacar su arma pero se lo pensó
mejor. “tengo que encontrar a Matilde”. Sin embargo, a pesar de saber que
estaba comprando desconocía el lugar al que había acudido.
Se quedó meditando unos segundos mientras le
golpeaban al pasar a su lado los viandantes enloquecidos. Estuvieron a punto de
hacerle caer un par de veces pero consiguió agarrarse a los barrotes de un bajo
y, ahí sujeto, decidió acudir antes a la tienda de verduras del matrimonio Juillet.
“Es el lugar más cercano. De cerca de lejos. Eso es
lo que tengo que hacer”. Se soltó de los barrotes y se dirigió con paso
decidido hacia la tienda. El miedo le consumía por dentro, obligándole a alagar
su zancada muy a su pesar. Ya no tenía la fuerza de antaño y a los pocos metros
ya notaba dolor en la pierna derecha.
Pero tenía que hacerlo. Tenía que sacar fuerzas de
donde ya no las tenía.
Cuando giró la esquina se encontró con un grupo de
personas que estaban golpeando con picos y palas un agente de policía tirado en
el suelo. Pasó al lado del grupo observando de refilón como el agente lanzaba
dentelladas a los que trataban de asesinarle. Tenía los ojos rojos,
desprovistos de vida, y el uniforme desgarrando en varios sitios. La cara era
un amasijo sanguinolento.
Thierry siguió su camino, metió la mano en el
bolsillo del batín y sujetó con fuerzas el arma.
“Matilde, mi vida ¿dónde estas? ¿Qué está pasando?
Por favor Dios mío, haz que la encuentre” – se repetía cada vez más alarmado,
aligerando el paso lo máximo que le dejaba el lacerante dolor de la pierna.
Al final de la calle podía ver por fin la tienda de
los Juillet. Veía a lo lejos el cristal del escaparate fracturado. Del interior
surgían siluetas huidizas que cargaban cajas de puerros y lechugas.
Se acercó lo más rápido posible, sin aliento, a la
tienda. Sacó su arma y se acerco al interior. Quedaban dos personas únicamente adentro.
Un chico y una chica, ambos de unos doce años de edad, atareados en separar las
patatas de las zanahorias. Cuando vieron entrar a Thierry, revolver en mano,
dejaron lo que estaban haciendo y huyeron despavoridos.
No quedaba nadie.
Sin embargo Thierry buscó a su mujer debajo de las
mesas y dentro de los grandes armarios que había en el almacén, fuera a
esconderse en ellos. Pero era inútil, no estaba ella ni tampoco Monsieur y Madame
Juillet. Hubiera querido preguntarles si habían visto a Matilde pero no iba
a sacar nada en claro de allí.
Estaba exhausto por la carrera, la pierna derecha no
era ya un miembro sino una bola de dolor que le obligó a sentarse un rato
encima de una caja de madera.
“A ver, si no está aquí, a lo mejor está en la
mercería de Madame Huguenot” Recordaba
que el día que leyó la noticia de la infección en Saint Mihiel le comentó
Matilde que le gustaba un par de prendas. Odiaba esto, toda esta incertidumbre.
Fuera del local el rumor de la gente huyendo y peleándose por llevarse
mercancías de las tiendas crecían por momentos. Un par de veces escuchó
deflagraciones seguidas de gritos de mujer. Al final la letanía del moribundo
se vio cubierta por más gritos.
Cuando recobró el aliento Thierry se levantó
apoyándose contra la pared. Aún le seguía doliendo la pierna pero le quedaba
mucho por hacer.
Salió a la calle, observando dos cuerpos exánimes
cerca del portal 19 de la calle. Al lado de uno de los cuerpos se encontraba
una joven, agarrada al cuerpo, llorando desconsoladamente.
Thierry se encaminó hacia la derecha y dejó aquella
calle sumiéndose en el caos.
Dos calles más tarde irrumpió en la avenida en la que
estaba la tienda. Desde donde estaba parecía que el escaparate estaba bien.
Aquello le dio esperanzas. Se encaminó lo más rápido posible, arrastrando tras
de sí la pierna dolorida.
Cuando sólo había recorrido diez pasos salieron en
tromba de un portal un grupo de personas de distinta edad y vestimenta. Era un
grupo heterogéneo pero todos parecían temer lo mismo. Y era a un hombre
corpulento, vestido con un elegante traje hecho a medida ensangrentado, que se
dirigía tambaleante hacia al grupo que huía.
Thierry se encontró en un santiamén entre el ser y
las personas que huían. Unos habían desaparecido de la calle y otros en cambio
permanecieron a su lado, escobas y palos en mano.
-Es un infectado, que no se acerque-gritó un joven de
quince años, agarrando con fuerza un tizón.
-¡Que alguien lo mate maldita sea! – lanzó una mujer
a su lado, visiblemente fuera de sí.
Y mientras tanto el ser seguía caminando hacia ellos,
los ojos inyectados en sangre y las uñas desprendidas de los dedos, colgando
únicamente de un hilillo de piel.
No se lo pensó esta vez. Sacó el revolver del bolsillo,
estiró el brazo hacia el ser, colocándose de perfil respecto a él, aguantó la
respiración y disparó. Solamente un tiro.
La cabeza del infectado se proyectó hacia atrás como
si le hubieran impactado con un palo, salpicando de sangre el portal del que había
salido.
Cuando se giró hacia los demás para preguntar qué
diablos era aquello comprobó que se habían largado todos, incluso el crío.
“Joder, vaya mierda” – masculló entre dientes. “¿¡Qué
diablos se supone que es ESO!? Se decía a sí mismo, contemplando el cadáver que
yacía muerto a sus pies. Los ojos le recordaron los de aquel policía que
trataban de ensartar con palos varias calles más atrás.
Y en aquel momento lo recordó. La maldita infección
del frente. La misma que decía Le petit
parisien que los médicos tenían controlado y que era cuestión de días para
que desapareciera.
Thierry sonrió, recordando la charla que tuvo con
Justin. “Ves como tenía razón. Ni caso a lo que digan”
Sonrió débilmente mientras se dirigía hacia la
mercería. Permanecía con la pistola en la mano, mirando a su alrededor, no
fuera a aparecer otro engendro medio vivo medio muerto. Ya había visto dos y no
quería volver a encontrarse con esos monstruos.
La puerta de la mercería estaba abierta. En su
interior los cajones estaban tirados en el suelo, el género extendido como una
alfombra de encajes y muselina. No parecía que hubiera ahí tampoco nadie.
Miró detrás del mostrador. Nada. Cuando iba a salir
escuchó una ligera tos apagada detrás de una puerta. Era la puerta que daba
acceso a la casa de Madame Huguenot.
Se dirigió hacia la fuente del sonido con la pistola
hacia delante. No se escuchaba nada más pero siguió avanzando a pesar de todo.
Una vez a la altura de la puerta se colocó a un lado y giró suavemente el
picaporte de la puerta, que chirrió débilmente.
Solo entreabrió unos centímetros la puerta cuando
escuchó el grito de Madame Huguenot
-¡Coja lo que quiera pero váyase, VÁYASE!
Estaba histérica. Era la primera vez que la veía
despeinada, cayéndole largos rizos negros en los hombros y el pecho. Un pequeño
mechón le tapaba un ojo. Era hermosa a su manera. Pero también tenía en la mano
un cuchillo de carnicero.
-Madame Huguenot,
tranquila, soy yo, el marido de Matilde – replicó Thierry con la misma voz que
se usa para tranquilizar a las yeguas.
La mujer estaba agarrada al cuchillo. Una mano
sujetaba el mango y la otra, la hoja. De sus dedos prietos brotaban regueros de
sangre que empapaba los botines de Madame
Huguenot.
-Debe de ayudarme. ¿Ha visto Matilde?
Pero estaba totalmente fuera de sí, en estado de
shock. Thierry la agarró por los hombros y le abofeteó con la mano desarmada.
-He…he visto niños que se comían a sus padres…los he
visto. Lo juro.
No podía ser. Había llegado a la mercería, podría
saber si su mujer había pasado por ahí pero todo iba a ser en vano.
-Los he visto. Se los comían Thierry…¿Se lo puede
usted creer?
Ya estaba perdiendo la paciencia. Iba a abofetear
nuevamente a la dueña de la tienda cuando asomó detrás de Madame Huguenot la cabecita dorada de Matilde.
-Thierry, haz que calle. Estoy aquí – susurró su
mujer, que estaba sujetando otro cuchillo.
Un sensación de alivió recorrió todo su cuerpo. Podía
incluso notar como las contracciones de su espalda y del vientre se relajaron.
La bajada de adrenalina hizo su efecto y empezó a temblar.
-Matilde, mi amor. Temía por tí – balbuceó Thierry,
las lágrimas en los ojos.
-Y yo, pero por favor, ¡que se calle!
Thierry tapó con su mano la boca de Madame Huguenot, que seguía
desvariando. Entró en la estancia en la
que estaba su mujer y la dueña del comercio, cerrando a sus espaldas la puerta
que daba al local.
-Cariño, estaba preocupado. Me desperté esta mañana y
no te vi en casa. Luego, ya sabes…¿Qué esta pasando?
Matilde aflojó la presión en el mango del cuchillo.
Parecía que fuera a responder cuando se lanzó a los brazos de Thierry,
pillándole desprevenido. Ya tenía Matilde cerca de setenta años pero seguía
siendo una hermosa mujer, de temperamento resuelto y figura esbelta.
-¡Ay, lo siento Thierry! Tenía tanto miedo. Ni te imaginas
lo que ha ocurrido aquí.
-Me hago una idea. Le disparé antes a un hombre.
Bueno, ya no era un hombre. Era más bien una “cosa”.
La mujer asintió débilmente con la cabeza.
-Sí, los he visto también, así como Madame Huguenot. Desde entonces está
así.
-¿Qué vistéis mi vida? – inquirió Thierry.
Matilde quedó en silencio un instante, meditando lo
que iba a decir a su marido.
-Estábamos en la mercería Madame Huguenot y yo a solas cuando escuchamos algarabía de la
calle. Nos asomamos y vimos los niños del matrimonio Jeunet en la calle, caminando…
-¿Y? – preguntó Thierry con curiosidad.
-Pues que caminaban de un lado a otro, como si
estuvieran bebidos, detrás de Monsieur
y Madame Jeunet. Si vieras lo que les
hicieron. Se paró primero su madre. Los niños se abalanzaron a su cuello y la
tiraron al suelo. El padre acudió a ayudarla pero le mordieron en la mano.
Finalmente quedaron tendidos en el suelo, devorados por dos críos de no más de
seis años.
Thierry no daba crédito a lo que estaba escuchando.
Dos niños, devorando a sus propios padres como si fueran vulgares bestias en pos
de alimento.
-¿Por qué ocurre esto Thierry? La gente rumorea que
es un castigo de Dios por la guerra.
Su marido negó con la cabeza a la vez que le
respondía que únicamente era una plaga. Una enfermedad muy contagiosa que se
había originado en el frente.
-Puede que sea una especie de peste Matilde. No es
ningún castigo divino, créeme.
Quedaron entonces en silencio, de pie, mientras que Madame Huguenot estaba sentada, abrazada
a sus rodillas, tambaleándose de lado a lado. Definitivamente había perdido la
razón.
No sabría decir a ciencia cierta el tiempo en el que
estuvieron ahí sentados. Finalmente, cuando se dieron cuenta que no podían
hacer nada por Madame Huguenot
decidieron dejarla ahí, en su casa.
Primero salió de la mercería Thierry, en guardia.
Parecía que al menos en esa calle el alboroto había menguado considerablemente.
Sin embargo se escuchaba flotando en el aire el sonido de tablas de madera
clavándose a los marcos de las ventanas.
-Tendríamos que hacer lo mismo cuando lleguemos –
comentó Thierry a su esposa, que asintió a su lado. La miró con dulzura. Era
increíblemente bella para su edad. Le colocó un mechón rubio que le caía en la
frente encima de la oreja, dándole seguidamente un beso largo y húmedo.-
Volvamos a casa Matilde.
Pasaron delante del ser que Thierry mató de un
disparo de camino a la mercería. No se había movido del lugar. “Al menos éste
no se levantará más”
Se dirigieron hacia su casa por el mismo camino que
había tomado momentos antes Thierry. Los efluvios de locura que se habían
destilado anteriormente habían desaparecido por el momento. Sólo quedaban
cuerpos exánimes tirados en las calles, abandonados a su suerte, así como
muebles y enseres personales.
Incluso los nutridos grupos de creyentes que se
pararon a rezar en la calle huyeron. Era comprensible. Cualquier haría eso al
ver a un monstruo tambaleante decidido a morderle. Para impedirlo no había
milagro, solamente un buen disparo entre ceja y ceja. Eso lo sabía bien
Thierry.
Dejaron atrás las tiendas asaltadas y un cuerpo
ahorcado a una farola. El viento le mecía suavemente como si estuviera bailando
un vals con la muerte. Matilde ni siquiera apartó la mirada y siguió caminando
al lado de Thierry, agarrándole el brazo con determinación.
Quedaba ya poco para llegar a casa y por ahora todo
iba bien. No había nadie en la calle más que el viento y los vestigios de los
ataques anteriores. Sin embargo, al girar la última esquina vieron un grupo de
personas cerca de la puerta de su casa, de espaldas a ellos.
Estaban sencillamente de pie, inmóviles como velas.
En el grupo se veían mujeres, niños y ancianos, apretados unos contra otros,
creando así una barrera inexpugnable de cuerpos en descomposición.
-¿Cómo entramos? Me da miedo Thierry. No quiero pasar
por ahí – suplicó Matilde cuando se dio cuenta que eran infectados.
Thierry calculaba distancias y valoraba estrategias
pero era inútil. Debían entrar en casa. Ahí estarían seguros, podrían bloquear
la puerta y las ventanas y tenían comida para resistir varios días. No era
seguro aventurarse en casas desconocidas sin saber si había infectados en su
interior. Y aún menos en tiendas, con las cristaleras tan grandes que tenían en
guisa de escaparates.
-Observa Matilde – señaló con el dedo a su mujer - no
hay infectados entre nosotros y la puerta de casa. Ellos están unos diez o
veinte metros más allá. Creo que si nos acercamos en silencio seguirán de
espaldas y ni se darán cuenta que hemos ido. Además los he visto moverse y son
muy lentos.
Matilde tragó saliva y estuvo de acuerdo con su
marido. Al menos aparentemente puesto que su rostro transmitía el miedo que la
envolvía.
Thierry le indicó a su mujer que se quitara los
zapatos, haciendo lo propio él mismo. Los dejaron en el suelo y empezaron a
recorrer la distancia que les separaba de su destino.
Encabezó la marcha Thierry, apuntando el arma hacia
las figuras siniestras que se alzaban, mortales, en el atardecer. Detrás suya
se encontraba Matilde, sujetando el batín de su marido con fuerza.
Primero dieron un paso, suave y delicado. Luego otro.
Y otro. Y otro más. Las figuras no parecían inmutarse. Se relajaron,
prosiguiendo la marcha hacia la vivienda que les aguardaba metros más adelante.
De repente, cuando habían recorrido escasos tres
metros una figura negra, ataviada con un traje de camarero otrora
impecablemente planchado se dio la vuelta. Sus cuencas estaban vacías y de la
garganta salía la lengua, similar a una corbata carnosa teñida de sangre.
A pesar del aspecto Thierry lo reconoció al instante.
Era Antoine, el amable camarero del café de Montmartre al que acudían Matilde y
él todos los domingos.
Pareció que Antoine con aquel movimiento dio la voz
de alarma entre los infectados, que se giraron al unísono como cuervos infernales
hacia el matrimonio aterrado. Una duda nació de las entrañas de Thierry. “Nos
huelen. No nos dará tiempo”.
Gritó entonces a su mujer para que corriera detrás
suya y que no se soltara del batín. Emprendieron una huida hacia delante, rumbo
a casa mientras que los infectados caminaban con pasitos torpes rumbo a su
comida.
La distancia que los separaba de la salvación era
cada vez menor, aunque la distancia que los separaba de los “seres” era, así
mismo, cada vez más pequeña.
Thierry decidió no disparar el arma a no ser que
fuera imprescindible. Quedaban pocos pasos para llegar a la puerta y los
infectados seguían relativamente lejos. “Vamos a conseguirlo, Dios mío, vamos a
conseguirlo” – pensó, victorioso Thierry.
Cuando finalmente llegaron a la puerta Matilde seguía
sujeta a su marido, el cual estaba rebuscando en el bolsillo del batín las
llaves de casa.
-Joder, no. ¡No! ¿Dónde están las putas llaves? –
lanzó Thierry
-Rápido que llegan. ¡Date prisa por lo que más
quieras! – La voz de Matilde se tornó aguda al final de la frase. Los
infectados ganaban terreno y parecía que el olor a carne fresca les infundía
fuerzas. Eran muchos y estaban hambrientos.
Thierry giraba
su mano sin cesar en el bolsillo del batín. Temía haber perdido las llaves en
la calle. Cuando casi los infectados estaban encima de ellos su mujer adelantó
su mano delante de Thierry. En ella estaba su juego de llaves.
Cogió con rapidez el manojo de llaves y trató de
acertar en la cerradura. Sus manos temblaban, presas del pánico. La agonía de
los infectados emanaba de sus gargantas moribundas. Sus dedos estaban
agarrotados, dirigidos hacia delante, tratando de agarrar a sus presas.
Por fin consiguió meter la llave en la cerradura. La
giró y dio empujón con el hombro para abrir lo más rápidamente posible la
puerta. Pero el gesto le hizo trastabillar y su pierna aún dolorida no le
aguantó por más tiempo, cayendo de bruces en el suelo.
Su mujer se quedó un instante paralizada al verle
caer. Fue un instante largo y tenso. De repente, todo cambió. Cuando quiso
darse cuenta Thierry, dos infectados habían agarrado la larga caballera rubia
de Matilde y empezaron a lanzar dentelladas contra su delicado cuello. Antoine
en cambio agarró un brazo y le mordió hasta el hueso, escuchándose como se
partía bajo el impacto.
La escena tomó de sorpresa a Thierry, que se levantó
como pudo. Apuntó hacia los tres infectados que estaban atacando a su mujer.
Disparó cuatro veces. Las deflagraciones no le hicieron siquiera parpadear. No
podía desconcentrarse en aquel momento.
Las tres cabezas lanzaron al aire filamentos de
sangre cuando reventaron bajo el impacto de la munición.
Thierry pudo entonces agarrar con una mano a su mujer
y arrastrarla al interior del domicilio, dejando detrás los cuerpos muertos por
segunda vez de sus atacantes, devorados por los demás infectados.
Y ahí estaba.
Solo en su habitación. La noche había caído ya. Parecía que los infectados se
habían largado de delante de su casa. Probablemente se fueran cuando acabaron
el festín que Thierry les había dejado delante del portal.
Apagó lo que quedaba de cigarrillo y tomó otro trago,
repitiéndose a continuación lo que llevaba diciéndose horas – “Otros dos más y
lo hago”.
No sabía cuánto tiempo tardaría su mujer en
convertirse a su vez en infectada pero sabía que iba a ser rápido y que
finalmente sería una de ellos. Lo había visto antes.
Matilde expiró en sus brazos hacía apenas una
hora. No le dio tiempo más que a meterla
en el dormitorio, cuando su vida ya se escapaba del cuerpo. Thierry usó las
sábanas para tratar de detener la hemorragia pero todo fue en vano. Mientras
Matilde se apagaba lentamente en la fría noche. Pudo escucharla decirle con voz
queda que le quería. Y que la matara cuando se infectase a su turno.
Pero estaba
sumido en un mar de confusión. Había hecho la cuenta y le quedaba un único
cartucho. “Ha muerto por mi culpa. Si no hubiera caído estaríamos ahora juntos,
cenando” – se torturaba Thierry, mirando a su pobre mujer exánime en un mar de
sangre.
Vivir o morir. Esa era la cuestión. Y no sabía qué
hacer. “Otros dos más y lo hago” se volvió a decir cuando apuró finalmente la
botella de whiskey.
Se quedó sumido en la desesperación, ahí sentado en
la silla de esparto y madera, contemplando la sombra proyectada de su mujer en
la pared. Tenía una silueta parecida a la de una rata tal y como estaba tumbada
en la cama.
Mientras estaba mirando a su mujer se percató que su
tobillo se movía. Su mano le siguió. Seguidamente un gorgoteo húmedo fue
expulsado de la boca de Matilde, que trataba de ponerse en pie.
Thierry miró apenado a su mujer que daba traspiés
para tratar de erguirse. No conseguía separar esa visión de la que fuera antes
su mujer.
El cuerpo de Matilde empezó entonces a dirigirse
hacia Thierry, que a estas alturas ya estaba sollozando como un niño. Cada paso
que daba en su dirección sumía en la más profunda desesperación al hombre, que
trataba de apuntar, patético, al cuerpo de su amada esposa.
Pero ella no parecía inmutarse por la débil amenazaba
que representaba aquel ser vivo. Cuando sus dedos agarrotados estuvieron a
punto de agarrar del batín a Thierry, esté dejó de apuntar a Matilde para
colocar el cañón contra la sien.
-No puedo hacerlo. Te quiero mi
amor – susurró en llanto.
El tiro retumbó en la habitación, cayendo Thierry de
lado en el suelo, la pierna enferma aún en la silla. Matilde se abalanzó
entonces sobre él, agradecida por tener a punto la cena.
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