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Carne Muerta, by David Mateo

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Mensaje  tobias_grumm Vie Dic 25, 2009 1:08 pm

Hola amigos, mi nombre es David Mateo, escritor de fantasía con varias novelas entre pecho y espalda. Me gusta mucho la temática zombi, hasta el punto que he logrado colar el cuento 'Marchitas por dentro' en la antología que Dolmen Editorial va a sacar próximamente.
Ahora me llevo entre manos una novela titulada 'Carne muerta', basada en el mismo universo que 'Marchitas por dentro' y he subido los dos primeros capítulos a un blog que creé recientemente. Me gustaría que la peña que tanto entiende sobre historias apocalípticas en este foro, le echara una ojeada, a ver qué os parece. Os estaría muy agradecido, sobre todo por vuestros comentarios.

Caítulo 1
12 de Noviembre de 2011
Valencia, España

La habitación estaba tranquila, serena, llena de libros, de muebles de caoba y de cuadros expresionistas que parecían vigilarla desde los marcos. Cuando entró por primera vez en aquel despacho, hace ya casi un año, Nuria se sintió tan turbada ante el ambiente ampuloso que la rodeaba que en más de una ocasión había llorado desconsolada por tener que acudir a la cita. Hoy, en cambio, aquel era su remanso de paz. La plaza fuerte donde se resguardaba cuando el frenesí diario desbordaba su resistencia y el mundo parecía ahogarse bajo un tsunami de procesos mentales devastadores.
—¿Cuál fue la última reacción que no pudiste controlar?
Nuria suspiró.
—No quiera saberlo.
—No… de verdad, dígamelo, me interesa.
A veces se sorprendía por la influencia que aquel hombre ejercía sobre ella. El doctor Cuesta había obrado un milagro, de eso no cabía duda, había logrado lo que ninguno de sus colegas había conseguido: restablecer, ladrillo a ladrillo, su psique. Ni siquiera Marc había conseguido conectar con su mente de la manera como lo había hecho él. En ocasiones, Nuria se había sentido desnuda. Asustada por la vulnerabilidad que exhibía impúdicamente ante la mirada concienzuda de Emilio Cuesta. Pero aquel hombre no dejaba de demostrarle la caballerosidad que requería su oficio. Se limitaba a escuchar, contemplar, pensar y responder con la palabra más adecuada o con el adjetivo que Nuria necesitaba para resurgir del pozo de inquina en el que había caído y renacer como el Ave Fénix. Aquel hombre podía definirse como un caballero andante moderno, solícito y sabio, poderoso y sutil.
—Antes acláreme usted una cosa. Dijo que ya me encontraba mucho mejor, pero hay veces que todavía me encuentro mal. —Nuria no pudo impedir que aquel brote autodestructivo surgiera de las cenizas de la enfermedad.
—Se encuentra mucho mejor.
—¿Entonces?
—Las señales, doctora Jiménez, las señales. Las señales son importantes para llegar al verdadero problema.
Nuria se removió incómoda en el diván.
—Bueno… le va a sonar ridículo… a mí ahora me suena ridículo, casi me da vergüenza admitirlo.
—No se corte.
—No, no me corto, supongo que para eso le pago setenta euros la hora, para no cortarme. El caso es que el detonante de la última crisis fue una estúpida gotera en el techo. Ya sabe cómo son las cosas en Valencia cuando llueve y comienza la gota fría. Se desbordan los ríos, caen puentes, hay accidentes, falla la red eléctrica… y en mi casa se abren goteras. Coño, pago mil setecientos euros de mantenimiento por ese ático y no debería haber una puñetera gotera. Pero la hay. Comenzó a caer en mitad de la noche, al lado de la ventana, hacía tanto ruido que casi daba la sensación de que el Turia se colaba por el techo de mi casa. Me desperté por culpa de la gotera… Marc no, eso también me jode, él seguía durmiendo a pierna suelta, no necesita pastillas, vive feliz. Yo desde que tuvimos a Sandra tengo el sueño muy ligero. El caso es que me quedé muy quieta, vi toda esa agua chorrear por encima de las estanterías, de los libros, de los diplomas, de mis viejos apuntes de la universidad y… y… y estallé… estallé como una loca. Le pegué una patada a Marc para que abriera los ojos y viera la gotera que a mí me había desvelado. Entonces comencé a gritar que todo nos pasaba a nosotros, que estábamos mal, que desde lo de mi padre y lo de… y lo de Carlos… no levantábamos cabeza. Marc dijo que no era nada, que solo era una gotera… y yo sabía que era una gotera. Joder, sólo tenía que levantar la cabeza y ver caer el agua. Estaba ahí, delante de mí. Pero en ese momento me sentí terriblemente mal, como cuando estaba enferma…
—Como cuando dejó de trabajar por la depresión.
—Sí, eso. Me sentía igual de mal. Primero me cabreé con Marc y cuando me di cuenta de que él no tenía la culpa, me cabreé conmigo misma… pero eso no impidió que siguiera cabreada con Marc. Cabrearse con Marc es lo más fácil del mundo. Entonces Sandra comenzó a llorar en su cuarto y tuve que ir a su cama, a consolarla. A consolarla a ella y a consolarme a mí misma. Marc creo que durmió en el sofá, o en la habitación de invitados… no sé, en algún lado dormiría. Y la gotera continuó chorreando toda la noche.
—Espero que hayan llamado a un albañil.
Nuria respondió con una risa tonta.
—Sí, sí, claro. A la mañana siguiente hablamos con el administrador y lo llenamos todo de plásticos, pusimos un montón de cubos y palanganas y Marc y yo nos quedamos un buen rato mirando el suelo encharcado. Estúpida gotera. Ella tiene la culpa de todo. En realidad… yo… yo estaba bien, se lo aseguro, Emilio, estaba bien. Pero al ver esa gotera el mundo se me vino encima.
—Es una reacción lógica.
—Sí… lo sé…
—Lo importante es que usted lo asumió.
—Sí, lo asumí enseguida. Incluso cuando me estaba dando la rabieta me decía que estaba actuando de manera ilógica, que mi reacción era desproporcionada.
—Eso es bueno. Hay dos tipos de dolor, el dolor físico y el dolor sensorial. El dolor físico es eludible. Te levantas en mitad de la noche, te pegas un golpe en la espinilla y ves las estrellas. Pero no pasa nada, unos cuantos arrumacos y la cabeza se distrae y el dolor deja de molestar. Pero el dolor de la mente no se burla tan fácil. Supongo que tendrás muy presente lo que te pasó cuando estabas de baja.
—¡Cómo olvidarlo!
—El dolor psíquico es muy persistente. Siempre arremete hasta que logras superarlo. Ni se puede esquivar, ni se puede evitar, ni se puede soportar con calmantes. Es un anatema que sólo disminuye con terapia… y aun así amenaza con regresar a la más mínima oportunidad. Esa es la gran diferencia entre nosotros y nuestro subconsciente, entre lo físico y las emociones que componen nuestro interior. Vivimos para existir y debemos controlar esa existencia. No nos queda más remedio si deseamos continuar siendo felices. Pero hay veces que nosotros mismos nos negamos la felicidad.
—Tendemos a ser sadomasoquistas mentales.
Emilio lanzó una carcajada. Una carcajada agradable y sensorial que flotó en el ambiente e hizo que Nuria estuviera más cómoda.
—Yo no diría tanto, pero tal vez lleve un poco de razón. Tratamos de definir nuestra personalidad, y por extensión nuestra existencia, con felicidad y con bienestar. Todos aspiramos a vivir en paz con nuestro entorno y, popularmente, existe la percepción de que esa es la gran realidad. Pero en la mayoría de las ocasiones el miedo es el condicionante más eficaz para burlar la felicidad.
—Vamos, Emilio, no me venga con milongas. Todos somos apostadores natos, jugamos continuamente con la vida para alcanzar nuestro propio bienestar. Nos endeudamos, escalamos laboralmente y socialmente, incluso nos casamos para alcanzar esa utopía que es el escenario perfecto de nuestras vidas. El miedo puede ser una condición pero no es determinante.
—Se sorprendería de los estudios que el miedo ha provocado en el campo del psicoanálisis. Uno de los primeros ensayos realizados consistía en coger a un mendigo situado en la escala más baja de nuestra sociedad. Un paria de la calle, un sintecho. El psicoanalista lo sentaba en el sillón y diseccionaba sus neuronas hasta hallar todos los males que carcomían su mente y lograba curarlos. Al cabo de los años, el nuevo individuo estaba listo para entrar en sociedad, es decir, se le daba una casa, un empleo de cuarenta horas semanales, y todo estaba dispuesto para que formara una familia y se enfrentara a un futuro halagüeño. Teniendo en cuenta esta situación, ¿sabe cual fue la reacción del mendigo, doctora Jiménez?
Nuria se encogió de hombros.
—Renunció a todo y volvió a las calles. Al poco tiempo, el psicoanlista comprendió que ese hombre no estaba mentalmente preparado para enfrentarse a la realidad. Que los miedos indujeron su capitulación. Que en cierta manera, su subconsciente le empujaba a vivir en callejones, entre ratas y cubos de basura, en vez de llevar una vida digna con responsabilidades. —Emilio hizo una pausa, se aproximó a una mesa redonda de madera esmaltada, llenó un vaso con agua de una jarra y volvió a sentarse en su poltrona. Lo hizo todo con elegancia y sutileza, exhibiendo las líneas moderadas del traje con el que solía recibir a sus pacientes—. Aunque no lo crea, vivimos condicionados por nuestros miedos. Hay gente que demuestra mayor resistencia a ellos y otros simplemente viven acomplejados. El miedo, en ocasiones, es el mayor inductor del dolor, y ese mismo miedo es el que nos impide enfrentarnos a una situación y acaba abocándonos a una crisis.
—¿De verdad piensa que soy tan débil? ¿Qué la reacción de la otra noche fue una muestra de… miedo?
—En absoluto, usted ya demostró todo lo que tenía que demostrar cuando hizo frente a su depresión y volvió al trabajo con la cabeza bien alta. Hizo frente a sus fantasmas y se volvió más fuerte. Pero eso no impide que deba seguir estando alerta ante las señales. Las señales son importantes para discernir el verdadero mal. Ahora que se ha dado cuenta de que su reacción ha sido desproporcionada regrese a casa, abrace a su hija, haga las paces con Marc y, lo más importante, tape la gotera antes de que regresen las lluvias.
Nuria agachó la cabeza, aturdida.
—¿Cree que eso es lo que debo de hacer? ¿Cree que esa es la decisión que debería tomar el mendigo para alcanzar la felicidad?
—No lo sé, doctora, la felicidad es una compañera intrínseca al porvenir… en este caso «a su porvenir». Piense en su futuro y en el de su familia, y luego piense en sus prioridades. Uno debe actuar en función a su conciencia. Nada puede encadenarla a una vida que usted no quiere ni desea, ¿entiende? La vida es demasiado corta para limitarla aún más.
—¿Y cuando algo te aísla? ¿Y si una situación se vuelve insoportable pero ineludible a la vez?
—Pues se asume el cambio y se toman las medidas adecuadas para superarla correctamente. Uno no puede poner trabas a su propia felicidad. No se puede vivir coaccionado por el miedo. Hay que aceptar lo inevitable para actuar con responsabilidad. Seguro que usted, con lo inteligente que es, actuará de la mejor manera posible.
Nuria se quedó pensando un instante y, al final, sonrió. Su rostro seguía siendo bonito, aunque trataba de disimular con maquillaje los estragos que había dejado la crisis por la muerte de Carlos entorno a sus ojos y en la comisura de los labios.
—Lo crea o no, doctor, esta última sesión me ha sido de muchísima ayuda. Ha esclarecido un montón de dudas.
Nuria se levantó de su asiento, estrechó la mano de Cuesta y se empapó de la calidez de sus dedos. En alguna ocasión había fantaseado con la idea de ponerle los cuernos a Marc y pasar una velada con su terapeuta. Pero a lo largo de aquellos últimos meses, si algo había sacado en claro de aquellas sesiones, era que el doctor Cuesta poseía un temperamento férreo y, dada su condición conyugal, difícilmente se lo llevaría al huerto.
—La semana que viene continuaremos hablando de todo esto. Seguro que en cuanto arreglen la gotera de su habitación, verá el mundo con mayor optimismo.
—Tal vez, pero tenía usted razón, no hay que preocuparse por esos pequeños detalles. Además, la semana que viene no podré acudir a nuestra cita.
Cuesta inclinó la ceja de su ojo derecho en un movimiento casi imperceptible. Una muestra fugaz de que aquella noticia le había molestado. Nuria fantaseó una vez más con la posibilidad de que aquel hombre guardara en lo más profundo de su mente algún deseo inapropiado hacia ella.
—¿Algún otro viaje fuera del país por asuntos de trabajo?
—No… me parece que no. Los viajes de corbata han terminado. Voy a hacerle caso y voy a cogerme unas vacaciones. Una segunda luna de miel que me reconcilie con la vida. Mucho me temo, Emilio, que esta será nuestra última sesión.
Nuria no supo definir muy bien la reacción de su terapeuta. Los ademanes introvertidos de Emilio no podían traducirse fácilmente, así que aquel lapso de silencio podría esconder su sorpresa o su malestar por la noticia recibida.
—¿Está segura de lo que está diciendo? —inquirió Emilio cuando pudo reaccionar.
—No… hoy en día una no puede estar segura de nada, pero… ¿qué otra opción nos queda? —Nuria volvió a despedirse de Emilio con un beso. En su interior flameó una chispa libidinosa ante el olor que desprendía la loción de afeitado de sus mejillas. Se demoró un segundo y después se retiró con estoicidad hacia la salida, pero antes de abandonar para siempre el despacho de su terapeuta, le dirigió unas últimas palabras—. Yo de usted cerraría por hoy la consulta, Emilio. Regrese a casa, reúnase con su familia, cene opíparamente y arrope a sus hijos en sus camas. La vida siempre nos da una última oportunidad y hay que aprovecharla. —Nuria miró el techo unos segundos y lanzó una carcajada—. ¡Ya ve, soy una narcisista, al final incluso acabo dándole consejos a mi terapeuta! Hasta siempre, Emilio.
Era de noche cuando Nuria salió de la finca renacentista donde Emilio Cuesta tenía su consulta, siguió hasta la Gran Vía y bajó al parking donde había dejado el coche. Desde allí fue al ático que compartía con su familia. La ciudad estaba muy viva aquel viernes por la noche. Decenas de luces recorriendo el asfalto, buscando las autovías para pasar el fin de semana en los chalets, coqueteando con los primeros garitos nocturnos y alejándose del centro donde hordas voraces de oficinistas desconectaban sus ordenadores con un suspiro de alivio. Todo en la ciudad desprendía vida, y a través del cristal de su Opel Vectra se convertía en uno de esos caleidoscopios negros y luminosos que su madre le regalaba de pequeña.
Después de pasar los últimos meses de vida sumergida en el abismo, Nuria disfrutaba de aquella explosión de vida. No le importaba el chirrido de los neumáticos al frenar, el quejido estridente de los claxons, ni el pitido de los ineficaces guardias de tráfico que se afanaban en poner orden en las calles. Para ella todo eso significaba vida. Un paréntesis agradable al duelo solitario por la muerte de Carlos. Y es que en el fondo todo aquel estruendo que retumbaba en su subconsciente y convertía a Valencia en una ciudad muy viva se convertía en algo más que una diversión o una sensación de bienestar. La vida exterior aviva los rescoldos marchitos de su alma y la alentaba a seguir observando el mundo con claridad.
Le costó casi una hora bajar desde la Gran Vía hasta la salida del Palacio de Congresos. Metió el coche en el garaje y permaneció cinco minutos sentada tras el volante, recapacitando. Al principio pensó en todo lo que había hablado con Emilio e, inevitablemente, su mente saltó al recuerdo de Carlos y al de su padre. Ambos habían muerto el año pasado, el primero en terribles circunstancias y el segundo a causa de un carcinoma en el estómago. Después le dio vueltas a su trabajo, a los viajes, a las reuniones en Moscú, en Tel Aviv, en Bélgica, en Madrid, en París, en Buenos Aires, en Londres… y eso la condujo hasta un camino de único sentido que la llevaba hasta su fe.
De nuevo su fe.
El Apóstol Santiago había escrito en el Antiguo Testamento: «Todo lo que pasa en nuestra vida tiene un propósito y es importante que cada uno de nosotros vivamos cada una de las experiencias que Dios ha planeado…». El plan maestro de Dios. Cualquiera de sus colegas, escépticos por naturaleza, se hubiera descojonado ante aquellas palabras. Pero su fe era inquebrantable. Había visto demasiado en los últimos tiempos para desmoronarse ahora. Ni siquiera en los peores momentos de su crisis había puesto en duda su fe. Podía dudar de Marc, de Emilio, incluso podía dudar de Carlos y de su padre… pero su fe no tenía fisuras.
Bajó del coche y cogió el ascensor que la llevaba hasta el ático. Las puertas se abrieron a las ocho y veinte y Nuria entró en su apartamento treinta segundos después. Sandra corrió a abrazarse a sus rodillas en cuanto traspasó el umbral de casa. Sus carcajadas desenfadadas sonaron por el pasillo y Nuria no pudo evitar la súplica de aquellos bracitos, así que la levantó en alto. Sandra gritó con fuerza mientras alzaba sus manos como si pudiera rozar el techo del pasillo. Para ella el viernes también resultaba especial, era el lapso de tiempo que incomprensiblemente papá y mamá estaban en casa.
Encontró a María José en el salón, viendo una serie para niñatos de la MTV. La muchacha hizo gala de aquella sonrisa que dibujaba un arrebato casi obsceno de belleza adolescente en su cara y se apresuró a alisarse las arrugas de su minifalda. A su alrededor estaban escampados todos los juguetes de Sandra.
—Hoy se ha portado como una campeona, señora Jiménez. Hizo todas sus tareas en cuanto llegó de la guardería, después se comió la merienda y se echó una siesta. Luego se ha pasado toda la tarde corriendo por el pasillo. A las siete tuve que ducharla porque estaba muy sudada. Luego le he hecho la cena y también se la ha comido toda. Esta noche no les dará mucho el follón.
María José se sonrojó al darse cuenta de que tal vez había dicho algo inconveniente.
Nuria, haciendo frente a las palmaditas que Sandra no dejaba de asestarle en la cara, echó mano de su bolso y sacó un billete de cincuenta que María José guardó con codicia en el bolsillito de su falda.
—Este fin de semana no hará falta que te pases por casa. Marc y yo no vamos a salir, así que nos ocuparemos de Sandra.
La muchacha esbozó una sonrisa, miró con cierto anhelo la tele, como si le fastidiara dejarse a medias el episodio de los Jonash Brothers, y tras depositar un beso en la frente de Sandra, se dispuso a salir del apartamento.
—Oye… —le preguntó Nuria antes de que pudiera cruzar la puerta—… ¿vas a salir con tu novio este fin de semana?
—¿Con Nacho?
—Sí… es un chico muy majo.
—Espero que no esté pensando en quitármelo, señora Jiménez. —María José lanzó una risita ante su propia ocurrencia—. No lo sé. La cosa está chunga. Nacho hace esta semana el turno de noche en el burguer, así que lo mismo toca fiesta de amigas. No sé…
Nuria se quedó un momento inmóvil, con la alocada Sandra en los brazos y la mirada perdida en el corredor.
—Fiesta de amigas —dijo como ensimismada—… una pena.
Maria José aguardó algún otro tipo de reacción, pero al ver que Nuria seguía en la inopia, se encogió de hombros y abandonó el ático con una extraña sensación en el pecho.

Nuria Jiménez metió a Sandra en la cama a las nueve menos diez, casi una hora antes de lo habitual, por eso le costó tanto que la pequeña se abandonara a los brazos de Morfeo. Normalmente aguardaban despiertas a que Marc llegara a casa, pero aquel día las cosas iban a ser distintas. Nuria deseaba sorprender a su marido y no estaba dispuesta a que ni siquiera Sandra les fastidiara la fiesta.
Se dio una ducha, se cambió de ropa y eligió para la ocasión un body de encaje rojo que apenas dejaba nada a la imaginación. Marc se lo había regalado durante su quinto aniversario y tras usarlo un par de veces, había acabado en el fondo del armario. Sandra se miró en el espejo y esbozó una mueca de satisfacción al ver que el conjunto todavía le sentaba bien.
Atemperó las luces de la casa, puso unas cuantas velitas en el recibidor y apagó la televisión a la espera de que Marc hiciera su entrada triunfal. A partir de ese momento, Nuria pensó mucho en el sexo. Ella y Marc habían llevado una vida sexual plena… al menos hasta la llegada de Carlos, a partir de ese momento las cosas se habían puesto un poco más difíciles y su hijo había levantado una barrera invisible entre ambos. El nacimiento de Sandra había puesto las cosas un poquito más complicadas. Nuria jamás hubiera imaginado que el estigma de ser madre pudiera condicionar tanto una sexualidad que hasta ahora había practicado sin inhibiciones. La muerte de Carlos había terminado de marchitar el tallo de la fecundidad. Durante los diez meses que duró la depresión, no había permitido que Marc le pusiera una mano encima. Habían convivido en camas separadas, en cuartos separados, con un largo pasillo de por medio. Durante ese tiempo, Nuria se había sentido lisiada, como si sus órganos sexuales se hubieran contagiado de la conmoción que predominaba en su vida y hubieran decidido ponerse de huelga indefinida.
Ahora, aquel viernes de mediados de noviembre, vestida como una fulana de lujo, húmeda por dentro, maldecía aquel tiempo perdido y maldecía el poco sentido que le había dado a su vida. Marc era un buen hombre, de eso no cabía duda, la había cuidado desde el primer día que se conocieron en la facultad de medicina y en ningún momento la había agobiado con sus preguntas. Había aceptado su trabajo y su estilo de vida. Y no solo eso, sino que había asumido con estoicidad sus largas ausencias de casa y no había buscado en otra el consuelo del que le privaba su mujer.
La puerta se abrió a las once menos cuarto. Marc cerraba la consulta invariablemente a las diez de la noche y acudía a casa sin pérdida de tiempo, rechazando una última copa con sus empleados o con las enfermeras que trataban de coquetear con él. Marc era uno de esos tipos que parecían ajenos al transcurso del tiempo. Su fachada seria resguardaba un alma desprendida y curiosa. Seguía pareciendo una chaval de treinta y pocos aunque los cuarenta ya no los volvería a cumplir. Cuidaba mucho su imagen, aunque la mayoría de las ocasiones trataba de exhibir cierto desprendimiento que chocaba con su cargo de gerente en una de las clínicas más importantes de la ciudad. Eso hacía que las enfermeras y las secretarias revolotearan a su alrededor como abejas atraídas por la miel.
A Marc le causó cierta sorpresa encontrarla vestida de esa manera en el sofá de casa. Hicieron el amor en el comedor y luego acabaron en el dormitorio. A su alrededor la casa dormía y el único sonido perceptible era el de sus gemidos y jadeos. A eso de la medianoche, Marc se quedó transpuesto, vencido por el trasiego de una jornada inacabable y un fin de fiesta que había llevado al límite su resistencia.
Nuria le acarició el rostro, se deleitó con la expresión de serenidad que dibujaban sus facciones y se levantó de la cama.
Se deslizó desnuda hasta la caja de seguridad que guardaba con tanto celo en su despacho. Introdujo el código secreto y sacó del interior un estuche de mármol y un contenedor rígido identificado como «Diagnostic Samples». Colocó con mucho cuidado el contenedor sobre la mesa y centró su atención en el estuche de mármol. En su interior dormitaba una pistola de armazón sintético adaptada para silenciador. Nuria empuñó el arma, introdujo cinco balas del calibre treinta y dos en el cargador y observó durante un instante el cañón de ciento ocho milímetros. El arma exhalaba un silencio amedrentador, pero el puño de Nuria no aflojó en ningún momento. Regresó de nuevo al dormitorio y descargó dos de las cinco balas en la cabeza de Marc. Su marido ni siquiera se movió. Siguió con los ojos cerrados, sumergido en un charco de sangre y trocitos de masa encefálica que chorreaban por la almohada.
—De nada —murmuró Nuria mientras depositaba un beso en su mejilla.
Después caminó hasta el cuarto de Sandra y se sentó en el regazo de su cama. Mantuvo pegado el cañón del arma contra el muslo, a pesar de que quemaba como hierro al rojo. La niña no se movía, pero mantenía los ojos abiertos. ¿Habría escuchado los disparos de la pistola? No, imposible, el silenciador había estrangulado los estallidos hasta convertirlos en un suspiro sofocado.
—Estás desnuda, mamá…
—Lo sé, hija. Mamá tiene mucho calor.
—¿Por qué?
—No lo sé. Es esta noche tan peculiar, me produce escalofríos.
—¿Estas malita?
Nuria negó con la cabeza.
—No… nosotras no nos pondremos malas. Papá sí, pero ya lo he arreglado. Mamá siempre lo arregla todo.
—Estás rara.
—No, que bah, estoy bien. En realidad estoy muy bien y tú también lo estarás. Mamá no dejará que te pase nada. ¿Lo entiendes? Mamá lo hace todo por vosotros. Por papá, por ti… y por Carlos. Pero sobre todo por ti. ¿Entiendes?
La pequeña no parecía muy convencida, pero afirmó lentamente con la cabeza. Sus ojos devoraban el mundo, con curiosidad y una pizca de miedo.
Nuria apretó un poco la empuñadura de la pistola. Se estremeció por la impotencia y, durante un segundo, dudó. Se preguntó si quería a Sandra y cuando llegó a la conclusión de que a más que nada en el mundo, cogió un almohadón de plumas, lo colocó sobre el rostro de la niña y disparó otras dos veces contra su cabeza.
Los ojos de Sandra desaparecieron de su memoria. Todo quedó eclipsado tras una nube de plumas. Decenas y decenas de suaves copos flotando frente a la retina de sus ojos. Algo pegajoso manchó sus dedos. Bajó la mirada y comprobó que todavía apretaba la almohada contra la carita de Sandra. Un fino hilillo de sangre se filtraba por el agujero y empapaba sus dedos.
Apartó inmediatamente la mano de la almohada y se levantó de la cama. Retrocedió hasta chocar contra la pared del cuarto, sosteniendo todavía la pistola humeante. El olor a pólvora saturaba sus fosas nasales. Se ahogaba en él. Le costaba respirar. No podía apartar la vista del pequeño bulto que se escondía bajo las sábanas y desaparecía bajo el almohadón. Casi podía sentir la mirada acusadora de Sandra bajo aquel salpicón de plumas e hilos carbonizados.
—Lo siento… lo siento… lo siento…
Pero inmediatamente pensó que ahora Sandra estaba con Marc, con Carlos y con su padre, en un lugar mejor de lo que era aquel mundo. Regresó al estudio y dejó el arma sobre la mesa. Ya no había vuelta atrás. Su fe había vencido. Y ahora ya no se superponía solo a los muertos, si no también a los vivos.
Descolgó el teléfono fijo y marcó un número internacional que se sabía de memoria. Luego marcó tres dígitos que activaban una clave secreta: 666. Al otro lado sonó un rápido chasquido seguido de tonos intermitentes que dejaban bien claro que la comunicación se había cortado.
—Aceptar lo inevitable y actuar con responsabilidad.
Nuria no reconoció el tono de su voz. Era como verse a sí misma desde una mirilla y no ser dueña de sus movimientos. Y aun así caminó hasta la mesa, donde le aguardaba el contenedor metálico. Desenroscó con cuidado la tapa y extrajo de su interior un segundo contenedor marcado con la etiqueta de «Virus isolates». Repitió la acción anterior y del contenedor secundario sacó un tercer recipiente de metal en el que se leían claramente las siglas:

NERÓN
Code UN2814

El metal al tacto estaba muy frío. Nadie había tocado aquel recipiente primario. Las muestras habían sido introducidas por métodos artificiales en una cámara de seguridad. Ella era la primera en entrar en contacto con él.
—No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.
No se tomó la molestia de rezar entero el Padre Nuestro. Bastaba con eso.
Desenroscó el último contenedor y sacó con mucho cuidado de su interior una cápsula inyectable en donde flotaban las muestras. Azul era el color de la muerte. Azul era el color de las circunstancias de Nuria. Lo mantuvo en alto un buen rato e imaginó a otras cincuenta y ocho personas como ella llevando a cabo esa misma acción en cincuenta y ocho países distintos de todo el mundo. Después miró el reloj: la una menos cuarto. Demasiado tarde, probablemente fuera la última, así que tampoco había marcha atrás. Cogió con delicadeza el compresor, lo aproximó a su brazo derecho y tras palpar la vena con el índice, introdujo la aguja en un ángulo perfecto de cuarenta y cinco grados que le permitió llegar a la vena y no atravesarla. Las muestras entraron en su torrente sanguíneo con la energía de un subidón de adrenalina, sin dolor. Aguardó un minuto a que le llegara al corazón y el virus se expandiera por el resto de su organismo.
Respiró hondo. Allí estaba, en el aire, perfectamente destilado, el aliento de Dios.
Tiró la cápsula inyectable al suelo y vagó por el pasillo hasta su habitación. Apenas reparó en las sábanas manchadas de rojo, ni en los charcos de sangre que comenzaban a manar por los bordes de la cama y se derramaban al piso. Sólo miró el techo y vio el moho condensado alrededor de la gotera.
—Las señales —repitió medio ida y mareada—… eso es lo más importante. Las señales que ayudan a discernir el verdadero mal.


Capítulo 2
14 de Noviembre de 2011
Abu Dis, Jerusalén

Mousa Aberahman le dio la bienvenida desde detrás de la barra. El tabernero echó un rápido vistazo a su alrededor, buscando enemigos donde sólo habían sombras y moscas, y por fin se decidió a esbozar una sonrisa en su rostro de esparto.
—Te está esperando —dijo mientras le guiñaba un ojo—. Supongo que habrás comprobado que nadie te siguiera.
Ibbah afirmó con la cabeza.
—Las calles están vacías. Apestan a miedo.
—La situación está muy tensa desde que esos bastardos saquearon Al Aqsa. La Policía ha redoblado la vigilancia del muro y oprime los campos de refugiados de Kalandia y Kufr Aqab. Aquí ya no huele a miedo, cariño, huele a muerte.
Mousa le hizo un gesto para que la siguiera y la guió hasta la parte posterior de la taberna. Tras una última ojeada a su alrededor, el tabernero apartó una cortinilla y le hizo un gesto para que entrara.
Si en el resto del local reinaba un hermetismo aplastante, en el escondrijo de Mousa esa misma cerrazón se condensaba hasta el punto de hacerla sudar como una cerda. Apenas cinco metros cuadrados aislados por un suelo y unas paredes de cemento que oprimían más que el muro que separaba en dos la ciudad.
Sólo había una mesa y dos sillas, y una de ellas estaba ocupada por un hombre que ni siquiera parecía árabe, pues a pesar de que llevaba el uniforme de la Autoridad Nacional, tenía la piel pálida y el pelo muy rizado. En cuanto entraron en la estancia, el ceño de aquel tipo se enarcó hasta ofrecer un aspecto brutal y sus labios se fruncieron en una mueca impávida. Frente a él tenía una botella de araq con un par de vasos preparados con agua. El Kalashnikov aguardaba apoyado en una esquina, sediento de un brazo que lo empuñara.
—Esta es Ibbah Sabih —anunció Mousa mientras daba una palmadita en el hombro de la recién llegada. La voz le temblaba, señal de que incluso él se sentía impresionado por la presencia del militar.
El hombretón no dijo nada. Llenó el vaso con la botella de araq, hasta que el agua adquirió una tonalidad lechosa, y se echó los cuarenta grados de alcohol al coleto sin pestañear. Después le pegó un puntapié a la silla que tenía delante para que la muchacha se sentara.
Ibbah obedeció, consciente de que se jugaba demasiadas cosas.
—Insha Allah —saludó con voz entrecorta.
El soldado torció su sonrisa hasta que su rostro adquirió un gesto pendenciero.
—Allah ya no complace a nadie y menos a los que viven en este estercolero de mierda. —El soldado hablaba con tono cascado, llevándose continuamente el dorso de la mano a la frente para enjugarse el sudor que no dejaba de gotear por su cabello—. Dile a Mousa lo que quieres y que se largue con su pestilente aliento a otra parte.
—Taybeh…
—Nada de cerveza —se anticipó el soldado. Tras pensárselo mejor, eligió él mismo la bebida de su invitada—. Tráele hielo, le servirá para tragar el araq.
Mousa hizo un gesto afirmativo y desapareció rápidamente al otro lado de la cortinilla. En cambio, Ibbah no se mostró tan entusiasmada. Odiaba aquel licor aguado.
—¿Y tú de qué agujero sales, niña?
Ibbah observó que el militar la estudiaba detenidamente, con el ceño eternamente fruncido. Desde luego no debía aparentar la imagen viva de la revolución. Estrecha de hombros y no muy alta, con el cabello rapado para que los piojos no acamparan y la cara más sucia que un vendedor de alpargatas del mercado de Mahane Yehuda.
La muchacha agachó la cabeza. Le incomodaba mirar directamente a otras personas y que éstas respondieran de la misma forma.
—Bi’ilin, muy cerca de Ramalah.
—Ya. ¿Y tu historia?
—Los soldados israelíes entraron en mi casa cuando yo tenía once años, mataron a mi madre y a mi padre por colaboracionistas de Al Fatah y se llevaron a todos mis hermanos al Establecimiento 1391. Ya no los he vuelto a ver. A mí me sacaron a rastras de la cama, me vendaron los ojos y me metieron en un jeep. Allí me violaron varias veces, luego me abofetearon, me golpearon y me patearon hasta que perdí el conocimiento. En la base militar me interrogaron sobre cosas que no entendía. No hubo abogados, no hubo médicos, me tuvieron esposada de día y de noche y ni siquiera me permitieron dormir. —Para ofrecer una muestra de lo que decía, Ibbah puso las manos encima de la mesa y se arremangó la camisa. Todavía conservaba las marcas de las tenazas de acero en la piel canela—. Nadie movió un dedo por defenderme, ni el Centro Palestino de Derechos Humanos ni las autoridades de Bi’ilin. Al primer médico judío que vi, le rompí el cuello para escapar de la celda de bloqueo donde me habían metido. Por entonces mi cabeza ya tenía un precio, siete mil shekels, más dinero que veré en toda mi vida.
En ese momento, Mousa entró en la estancia con una bandeja con un par de bocadillos de garbanzo en pan de pita. Echó un par de hielos en el vaso de Ibbah y mezcló el agua con araq.
—¿Y para mí no hay nada? —preguntó el militar.
—Cuando te salgan tetas —respondió Mousa. Después dio media vuelta y abandonó la estancia.
Ibbah agarró uno de los bocadillos como si fuera el primer manjar que veía en años y comenzó a tragárselo a grandes dentelladas.
—Sigue contando, niña.
—Desde entonces he viajado mucho: Cisjordania, Siria, Jordania. Al final me cansé del este y me fui al sur. Argelia, Iraq, Túnez, Marruecos… Durante un tiempo estuve en Sierra Leona, Liberia y Guinea, colaborando con el Frente Revolucionario Unido y exportando diamantes para los británicos, pero la cosa se puso fea cuando llegaron otros mercenarios sudafricanos contratados por el gobierno de Sierra Leona y los putos ingleses para limpiar la zona de guerrilleros. Se derramó mucha sangre, demasiada para mí, así que regresé a Ramala y me uní a un nuevo grupo que se estaba formando con el apoyo de una célula yihadista: Al Yaish al Muminin.
—El Ejército de los Creyentes.
—El grupo actuaba a espaldas del movimiento nacionalista palestino de Al Fatah. Durante una temporada sus objetivos fueron institutos y universidades: la Escuela Internacional de Bet Lahia, la escuela Rahabat al-Wardia o la Universidad Al-Quds. La cosa se complicó un poco cuando se llevó a cabo un atentado contra la biblioteca de la Asociación de Jóvenes Cristianos. Ahí saltaron las autoridades de la ONU e incluso Ahmad Abdul Rahman de Al Fatah levantó su voz en nuestra contra.
—¿Te sientes orgullosa por haber matado a tanta gente?
Ibbah no dijo nada. Se limitó a coger el vaso de araq y a beber de él, sin importarle la película blancuzca que se había formado en la superficie.
—¿Por quién aprietas el gatillo? ¿Por Allah, por tus hermanos muertos, por tus padres, por la Tercera Intifada, por la Jihad o por la gloriosa Palestina libre?
—Lo hago por los cinco tíos que me metieron su polla en el jeep cuando tenía once años.
El militar encajó la respuesta con una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes sarrosos.
—Haces bien, hoy en día ni yo mismo distingo a los sunitas, chíitas y drusos de los alawitas, ismaelitas, coptos o de los malditos protestantes. Todo Israel parece haberse convertido en el vómito de Allah. Las creencias son importantes, pero las creencias y el dolor personal son el todo. Si has de morir, muere con hambre, si no más vale que te quedes en casa porque acabarás siendo el desayuno de otro. —El militar volvió a llenar su vaso de araq, sin molestarse en cambiarlo por uno nuevo, y engulló el contenido de un solo trago—. Mi nombre es Hussein Sahour, comandante de las fuerzas de seguridad del Movimiento Nacional. Me rompí el culo por primera vez por este puto país en 1967, en el frente norte, en los Altos del Golán, primero bombardeando Galilea con la artillería Siria mientras los judíos destruían nuestros aviones y entraban como cucarachas desde Cisjordania y luego derramando sangre en Quneitra. Estuve con Arafat en Qabatiya, en Nablus, en Ramallah y, finalmente, en Jordania. Participé en la creación de los fedayines y organicé parte de los atentados de finales del 67. Permanecí fiel a Arafat tras la crisis del Líbano y dirigí muchas de las incursiones de las Brigadas de los Mártires de Al-Aqsa durante la Segunda Intifada. Recientemente he estado con las brigadas de Hamas durante el bloqueo de Gaza, viendo como esos maricones mataban niños y cortaban la electricidad y el agua para que nos pudriéramos en medio del desierto. Nos hicieron polvo con sus Merkavas y sus Apaches, mientras nosotros utilizábamos esos cohetes rusos y chinos para acojonar a las plañideras de Tel-Aviv. Al final, alguien se dio cuenta de que los cuatro perros que resistíamos en Gaza no teníamos nada que ver con Hezbolá y se declaró el alto el fuego con la resolución 1860 que volvió a abrillantar el expediente de los israelíes y enterró un poco más profundo a nuestros mártires. Desde entonces, sigo trabajando para Fatah y para Mahmud Abbas, pero me divierte más hacer estallar autobuses con rabinos dentro.
»Ahora a los judíos les está dando por mudarse al este. No contentos con mearse en el muro desde su lado, quieren hacerlo desde el nuestro. Hace dos años, éramos ochenta mil palestinos en Abu Dis y mil judíos. En los últimos tiempos, la policía israelita ha permitido que los mamporreros de Ateret Cohanim metan veinte mil judíos más. Compran nuestro suelo con sus sucios shekels y el gobierno no deja de proporcionarles hectáreas. Y mientras tanto, nuestros hijos no pueden traspasar la barrera para ir a la escuela ni nuestros campesinos pueden cultivar los campos. Mierda de país.
—¿Y la mezquita Al Aqsa?
—Los judíos extremistas entraron en el Monte del Templo al amanecer, pero los fieles lograron rechazarlos con piedras y palos antes de que llegaran a la mezquita. Muchos de los nuestros se atrincheraron allí con familias y con el jeque muftí al frente de todos ellos. Bañaron el piso con aceite y aguardaron durante toda la mañana a que llegara la policía. El encontronazo se produjo a primera hora de la tarde. La policía israelí acordonó la Ciudad Vieja para que no entraran más de los nuestros e irrumpió en la Explanada sin miramientos, cargando contra niños y mujeres. Detuvieron a más de trescientos hermanos y hubo diez víctimas, la mayoría ancianos. Al final del día la sangre llegaba hasta las columnas de la Cúpula de la Roca. Inmediatamente, los voceras de la policía eludieron la responsabilidad de los judíos alegando que la intromisión en la mezquita había sido provocada por turistas radicales, mientras que el ministro de Asuntos de Jerusalén de la Autoridad Nacional Palestina dijo que la policía utilizó balas recubiertas de caucho para dispersar a los protestantes.
»Pero lo peor llegó por la noche, cuando los judíos volvieron a arremeter y esta vez ya no encontraron oposición pues la policía se había ocupado de quitarla del medio. Lincharon al jeque y a todos los que estaban dentro y saquearon la mezquita, después le prendieron fuego. Esta vez ya no se pudo hacer nada porque la policía llegó antes y nadie tuvo huevos de detener la catástrofe. El cuerpo de bomberos fue negligente, se permitió el saqueo del sancto sanctorum y las autoridades miraron hacia otro lado. Al día siguiente hubo sangre en las calles, como el día en que las hienas israelitas llevaron a Sharón a pasear por la mezquita. Pero ahora ya no hay vuelta atrás, la Organización para la Liberación de Palestina ha declarado su repulsa total hacia los hechos acaecidos en Jerusalén, cada uno de sus componentes están a favor de la Intifada: Al Fatah, el Frente Popular y el Democrático, la Palestina Democrática, As Saiqa, el Frente Árabe Palestino, e incluso algunos grupos contrarios a la OLP, como Hamas o la Yihad Islámica. Por eso estoy yo aquí, para imponer un caos ordenado e impedir que la voluntad de Allah ciegue a nuestros conversos. No quiero mártires, no quiero fundamentalistas, no quiero radicales imbéciles. Las guerras no se ganan con el corazón, si no con la cabeza. Mañana no quiero a ineptos con bombas en las calles, quiero a soldados sembrando el terror.
Hussein se estiró sobre la mesa, agarró las manos de Ibbah por las muñecas y extendió sus brazos. La mirada ceñuda del militar repasó las marcas que habían dejado los grilletes en su niñez.
—Esas heridas anchas de ahí y esos roces son de argollas de acero. Pero esas cicatrices más profundas que tienen marcas de coseduras en los bordes son de un objeto afilado. ¿Qué pasó realmente después de que salieras de la base militar israelí?
Ibbah permaneció en silencio. Ya había devorado los bocadillos que le había traído Mousa, pero el vaso de araq seguía igual de lleno. Los hielos se habían derretido por el calor.
Hussein se reclinó en su silla, estiró el brazo y cogió el fusil que tenía juste detrás de él. Antes de que Ibbah pudiera parpadear, el cañón del Kalashnikov le apuntaba entre los ojos.
—Como te he dicho antes, mañana no quiero fanáticos en las calles, así que te lo preguntaré una vez más, ¿por qué te cortaste las venas? ¿Estabas tan jodida que estabas dispuesta a seguir el camino sagrado de Mahoma hacia el todopoderoso Allah?
Ibbah se levantó de la mesa, caminó hasta el militar y, tras apoderarse del cañón del fusil, lo colocó justo sobre su cabeza. Apenas varió el rictus mientras el dedo de Hussein se tensaba sobre el gatillo. Sus ojos rasgados y marrones estaban clavados en el suelo, pero no expresaban ningún miedo.
—Me abrí las venas cuando tenía doce años y en ningún momento pensé que Allah, Yahvéh o Dios pudiera acogerme en su seno. Me abrí las venas porque quería morir simplemente y pudrirme en el infierno. Desde entonces han pasado trece años y las heridas son lo que ve… cicatrices.
Hussein permaneció con el rifle templado unos segundos más, pero al final optó por bajar el arma.
—Vuelve a sentarte.
Ibbah obedeció.
—En estos momentos, mis hombres están dejando en tu albergue una mochila con una carga explosiva con temporizador de ciento cincuenta kilos. Tú serás la responsable de coordinar a otros diez hombres que tendrán la misma cantidad de explosivos y de guiarlos hasta el objetivo. Si alguno elude su responsabilidad, no dudes en matarlo y dejarlo atrás. Activaremos desde una posición remota la carga.
—¿Tal como están las cosas en la ciudad quiere que guíe a un grupo de radicales suicidas? Nos detendrán antes de llegar al objetivo.
—No lo creo, mañana comenzará una nueva Intifada en Jerusalén. He coordinado diferentes ataques por toda la zona occidental de la ciudad. Se producirá una serie de atentados encadenados que comenzarán en el monte Herzl, con la caída del monumento Yad VaShem, se atacará a continuación el Parlamento, el hospital Hadassah, varias universidades judías, el Monasterio Ortodoxo de la Cruz y el corazón del movimiento sionista ultraortodoxo, el barrio de Mea Shearim. Mientras se llevan a cabo estos ataques selectivos, habrá explosiones por toda la ciudad y se atentará contra diferentes edificios oficiales judíos con explosivos, autobuses y cualquier instrumento que sirva de arma. Jerusalén arderá en un mar de llamas, mientras el camino se os abre hasta el muro.
—¿El muro? —Ibbah parpadeó perpleja—. ¿Queréis derribar el muro que aísla Abu Dis? ¿Y qué conseguiréis con eso?
Hussein negó con la cabeza y sonrió.
—Ese muro no. El antiguo Muro de Salomón.

Ibbah salió de la posada de Mousa y se dirigió directamente al hostal que Hussein Sahour le había proporcionado. Las calles, tal como había adelantado el comandante, se habían convertido en un hormiguero revuelto. Gritos de «Allah es grande» se entremezclaban con proclamas atroces que convertían a cada israelita en un asesino condenado. Pancartas con símbolos antisemitas descendían por las carreteras, esgrimidas por espectros camuflados por kufiyas y chilabas. La noche caía sobre Abu Dis y los muros de hormigón de los edificios eyaculaban sangre entre las grietas, como si el sol destilara una hemorragia caliente que hiciera hervir la ciudad.
Evitó los cordones que la policía había entretejido por los barrios y llegó hasta el hostal. A través de las paredes se filtraban lamentos agónicos, como si todo el dolor que vagaba por las calles calase en aquellos zulos diminutos donde reinaba la miseria.
Ibbah cerró la puerta a sus espaldas y se aseguró de que las persianas estuvieran bajadas. A su alrededor tan sólo una mesa, una cama y cuatro paredes agrietadas. Una cucaracha roja y grande surgió de una boca mellada y correteó por la pared en busca de otro agujero donde guarecerse. En un rincón de la habitación había un macuto con los cuatro trapos que se había traído desde Faqua y una mochila que le habían dejado de regalo sus anfitriones. Era una bolsa impermeable, de color rosa, con un dibujo de Hellow Kitty en relieve bordado con brillos. El complemento perfecto para una turista ingenua en su primer viaje por una de las ciudades más peligrosas del planeta. Sin embargo, en su interior no había perfumes, ni maquillaje, ni pañuelos, si no suficiente explosivo como para convertirla en una mancha en la pared.
Sobre la cama, el uniforme de trabajo para el día siguiente: una camiseta negra de manga corta con una corona de laurel estampada y unos pantalones vaqueros blancos. También había una peluca morena y algo de maquillaje. Un disfraz acorde al complemento letal que al día siguiente tendría que transportar sobre los hombros.
Llenó la ducha con agua caliente y permaneció casi tres horas a remojo. Sentía todo el cuerpo en tensión, los músculos agarrotados y atenazados por nudos. Su mirada volvía una y otra a la mochila repleta de explosivos que aguardaba junto a la cama. Hussein le había asegurado que la bomba incluía un temporizador, pero también había dicho que existía otro detonador remoto que podía accionarse desde la distancia, lo cual dejaba una cosa clara: al día siguiente caminaría por las calles de Jerusalén con una carga de ciento cincuenta kilos de explosivos que podría detonar en cualquier momento.
Por un instante sintió miedo. En cada misión, en cada incursión en terreno enemigo, ella había sido la única dueña de sus actos. Jamás había consentido que nadie le cubriera la espalda. Si una bala perdida volaba hacia su cabeza, sólo ella tenía la potestad de esquivarla o de acabar con un agujero en los sesos. Mañana saldría a la calle y una mano anónima decidiría sobre su vida o su muerte. Nada le garantizaba que Hussein o quién diablos se encargara de manipular el control remoto se pusiera demasiado nervioso y oprimiera el botón rojo antes de llegar al objetivo.
Escuchó disparos fuera del edificio. Jerusalén afrontaría su segunda noche de disturbios tras la profanación de Al Aqsa. Hasta ese instante, las autoridades israelíes habían logrado contener las revueltas a este lado del muro y por la información que daban los boletines se respiraba cierta tranquilidad en los barrios sionistas del otro lado. Pero nada garantizaba que la ola de violencia aumentara por la noche y llegara a su máximo apogeo antes del amanecer, momento en que Hussein había dispuesto que comenzara su Intifada terrorista. ¿Y si el caos incontrolado se desbordaba antes de que se iniciara el caos controlado? ¿Y si el pueblo accionaba los resortes de la revolución antes de que el Movimiento Nacional decidiera dar el primer paso? Volvió a observar la bomba y sintió un nudo en el estómago que le impidió permanecer por más tiempo en el agua.
Se plantó desnuda ante el espejo y se probó la peluca que le habían dejado de regalo los hombres de Hussein. De no ser por aquellos ojos resentidos, jamás se hubiera reconocido. Era como tener en frente a una gemela que hubiera logrado conquistar todas las metas que a ella se le habían escapado, una de esas niñas que alguna vez había visto en alguna película europea: risueña, despreocupada, libre… ingenua. Bastaba desplazar la mirada por debajo del cuello para hallar los zurcidos de varias cuchilladas entre las costillas, una marca de bala unos centímetros más abajo de la clavícula izquierda que a punto había estado de llevársela al otro barrio o las cicatrices que habían dejado las partículas de metralla de los guerrilleros libaneses. Por más que quisiera negarlo, jamás dejaría de ser una mujer palestina a la que habían violado y torturado cuando no era más que una niña. Una huérfana privada de vida y de sentimientos. Al menos, cuando salió del campo de concentración israelí había albergado un mísero sentimiento que le había llevado a abrirse las venas, pero ahora contemplaba su desnudez en la superficie del espejo y no sentía nada, ni siquiera una pizca de pena por la miserable criatura que retrataban todas aquellas heridas de guerra.
Pasó el resto de la noche atenazada por una sensación intranquila que apenas le permitió cerrar los ojos un par de ocasiones. Alzaba la mirada sobre las sábanas y se encontraba una y otra vez con la careta macabra de Hellow Kitty, enmascarando al verdadero monstruo que yacía en el interior de la mochila. Un monstruo que en cualquier momento podía abrir sus ojos enfermizos y saltar sobre ella.

Atravesó la Puerta de Damasco al amanecer. Sobre las almenas erigidas por el sultán Solimán se desplegaba una borrasca que no presagiaba nada bueno. La policía israelí controlaba las muchedumbres que se formaban en la plaza y que querían acceder al barrio musulmán. Tuvo que enseñar varias veces el pasaporte que le habían proporcionado para viajar hasta Tel Aviv y que la hacía pasar por una turista francesa con raíces sefardíes.
Aquel día las paradas de taxis y de autobuses vomitaban decenas de turistas que rápidamente eran atajadas por los agentes de la ley que exigían los documentos de identificación necesarios para acceder a los lugares sagrados. Casi podía palparse en el aire una vibración tensa derivada de los disturbios nocturnos. Ibbah se preguntó si los ultraortodoxos judíos habrían vuelto a atacar alguna de las mezquitas de la Explanada. Durante buena parte de la noche había escuchado algaradas por los barrios de Abu Dis, pero no estaba segura si los disturbios habían ido más allá de la zona palestina.
Las calles más próximas a la muralla bullían con el habitual frenesí. Los vendedores trataban de llamar la atención de los paseantes ofreciendo toda clase de tallas en madera de oliva y alhajas y joyas falsas. En los cafés, los ancianos discutían sobre lo ocurrido durante la noche mientras bebían te de menta. El avispero estaba excitado, inquieto, como si fuera consciente de que en cualquier momento pudiera producirse la detonación inicial que diera paso a una riada de sangre.
Pero la situación se volvía más delicada en los callejones que subían al Monte Moria. Allí grupos de musulmanes se congregaban e impedían el paso de los turistas, formando largas colas que eran aplacadas por las autoridades locales. Ibbah hacía rato que había perdido de vista a los hombres escogidos por Hussein para llevar el terror hasta el mismo corazón de la sinagoga. Las muchedumbres imposibilitaban el contacto visual, por lo que Ibbah tenía que hacer verdaderos esfuerzos para esquivar la lluvia de codazos y empujones que amenazaba con retrasarla. Por un instante se preguntó si valía la pena seguir adelante, el camino hasta su objetivo cada vez resultaba más empinado y se volvía más peligroso, pero también era consciente de que si reculaba, el sistema insertado en su mochila transmitiría alguna señal electrónica de alarma y los asesinos de Hussein no dudarían en accionar el detonador a distancia.
Un grito hizo que redujera la marcha. Le llamó la atención un grupo de individuos que se hacinaba en una bancada de piedra situada bajo un tenderete, formando una barrera impenetrable. Ibbah caminó hasta el otro extremo de la calle y pudo distinguir a un hombre recostado sobre una losa de piedra que se convulsionaba con violencia. Llevaba pantalón corto y una camisa caqui, a su lado una mujer deliraba por el miedo. Supuso que debían de ser turistas y por la manera en que se retorcía el hombre debía de sufrir alguna clase de ataque epiléptico.
No tuvo tiempo para cavilar sobre la situación. De pronto, los cimientos del Casco Antiguo de Jerusalén retumbaron bajo sus pies. Un gran estallido la dejó sorda y la sacudió como si fuera un simple títere de trapo. Cayó al suelo violentamente, revolviéndose en el último instante para que su pecho absorbiera la mayor parte del impacto y la mochila quedara a salvo. Trató de incorporarse pero no pudo. A su alrededor la calle seguía vibrando, como si los últimos ecos de un terremoto zarandearan las raíces de la ciudad. Una ola de polvo sobrevino de las calles bajas y subió hacia el monte, dejando tras de sí una nube tóxica. Ibbah tuvo que agarrarse a la pared para recobrar la verticalidad. Escuchó muchos gritos, lamentos y el estruendo desgarrador de varias casas derrumbándose. Tuvo que frotarse los ojos para desprenderse del polvo, pero la sensación de conmoción perduró en su pecho durante un buen rato.
No tardó en comprender que la ola de terror que Hussein había decretado con la salida del sol había comenzado con aquella detonación. Las masas respondieron lanzándose en una alocada carrera hacia las murallas de la ciudad, arrollando y pisoteando a los que todavía se encontraban maltrechos en el suelo. Pero Ibbah calculó que la bomba debía de provenir de alguno de los autobuses aparcados junto a la Puerta de Damasco, así que resultaba casi inevitable que la gente que huía de los barrios bajos acabaran colisionando contra los aterrados vecinos que trataban de salir de la ciudad.
Ibbah comprendió que si quería llegar hasta las ruinas del Templo de Salomón debía aprovechar aquellos momentos. En cuanto las bombas comenzaran estallar en la parte nueva y antigua de la ciudad, el caos se convertiría en un enemigo incontrolable y las autoridades emplearían la fuerza bruta para sofocar los disturbios, llevándose por delante a cualquiera que se pusiera en su camino.
Aferró con ambas manos la mochila y siguió subiendo por las callejuelas que llevaban hasta la gran Explanada. Terrazas de piedra y adobe dejaron paso a los edificios más antiguos de la ciudad. A lo lejos divisó los antiguos minaretes árabes, las mansiones suntuosas de los jeques y la enorme cúpula dorada de la Mezquita de la Roca. Sonaban muchas campanas sobreponiéndose a la continua cacofonía de gritos que parecía emerger de cada recoveco de la ciudad. Ibbah apenas aflojó la marcha, a pesar de que sentía el corazón estrujado y que la mochila cada vez le pesaba más a la espalda.
Se escuchó otra explosión, esta vez procedente de una zona más alejada, quizás del tranquilo barrio armenio. Corrió más deprisa, consciente de que la escalada de muerte seguiría subiendo conforme transcurrieran los minutos. Ahora estaba segura de que Hussein había presionado el botón que detonaría en cadena las bombas situadas por toda la ciudad.
Pronto se extendió ante ella la explanada que llevaba a las ruinas de Salomón y de Herodes, los últimos vestigios de un santuario que tanto babilonios como romanos habían arrasado y que no volvería a resurgir hasta la llegada del Mesías Verdadero. La plaza empedrada mostraba un rostro inusual, con apenas un puñado de judíos formalmente ataviados con ropas occidentales y su gorrito kipá, mujeres ortodoxas cubiertas con pañuelos y largas faldas, laicos que gritaban en polaco o en ruso, asideos con levita y ridículos rizos que colgaban por la frente e infinidad de rabinos con abrigos negros, sombreros de fieltro y barbas recogidas en tirabuzones. Pero aquella mañana no había gritos, ni cánticos ni vino corriendo entre los enfebrecidos devotos. No había colas ante el Muro Occidental y los hombres y las mujeres se mezclaban en un tumulto incontrolable que se extendía por las travesías adyacentes. Había muchos jóvenes armados que se abrían paso con las culatas de sus fusiles y buscaban las escaleras que abandonaban la gran sinagoga. Todo el mundo gritaba, pero no con devoción, si no con miedo, con histerismo, con un terror tan angustioso que incluso Ibbah se sintió acongojada.
Cogió un pañuelo negro olvidado en el suelo y se cubrió la cabeza con él para no llamar demasiado la atención. Supuso que debía ser la primera en llegar al Muro Occidental, aunque a su alrededor se extendía tal marabunta que no se atrevía a poner la mano en el fuego. Se escucharon más gritos, disparos, algunas personas cayeron a su alrededor. Los oradores que se daban cabezazos contra la enorme barrera de piedra comenzaron a retorcerse, a estirar los brazos, a hundir los dedos entre las estrías de las piedras en donde florecían las plegarias de los creyentes. A su alrededor creció un eco desconcertante, como si todas las almas que se congregaban en aquel lugar se consumieran en una llamarada exudada desde el infierno. Y lo cierto era que los cuerpos bailaban en un frenesí maléfico, golpeándose unos con otros, arrollándose y arrojando al suelo las hileras de sillas agrupadas frente al Muro de Salomón.
Ibbah se detuvo en seco.
Aquella corriente fulminante no podía obedecer a ningún ataque terrorista. Resultaba demasiado… excesivo. A su alrededor todo el mundo gritaba y se sacudía como si una enfermedad repentina les subiera por el vientre y desgarrase cada célula de sus entrañas. La mayoría de los niños se desplomaron al suelo, sufrieron dos o tres convulsiones y ya no se volvieron a levantar. Los adultos resistieron más. Chillaban como cerdos, aullaban como lobos, arrancándose los cabellos y las ropas en una orgía descontrolada que parecía sacudir toda la Tierra. Ibbah se dio la vuelta, más asustada que en toda su vida de mercenaria, y se estremeció cuando vio que a su alrededor aquel mal se propagaba en brotes cada vez más violentos. Algunos cuerpos, sometidos a tanta tensión, se desplomaron con contracturas inverosímiles en las piernas y en los brazos. El suelo se cubrió de vómitos y el olor acre se filtró en la piedra y persistió hasta el fin de los días. Algunos hombres dejaban de respirar y se hinchaban hasta que sus rostros se retorcían en muecas desencajadas y sus pulmones reventaban por dentro, entonces la sangre salía a borbotones de sus bocas, de sus narices, de sus oídos, y los ojos les saltaban de las órbitas y las lenguas caían al suelo después de mordérselas y seccionarlas a dentellada limpia.
Un individuo seboso se precipitó sobre ella y la empujó contra una de las barandas que flanqueaban las escalinatas que rodeaban la plaza. Contuvo el aliento cuando la mochila rebotó contra la piedra y por un instante llegó a temer que algo despertara en su interior. Cerró los ojos, apretó los puños y aguardó la detonación inevitable que pondría fin a su vida, pero poco a poco sus piernas dejaron de temblar y lo único que escuchó fueron los berridos del cabrón que la había agredido. Ibbah se quitó la mochila y la arrojó lejos de sí, después la emprendió a patadas con el cerdo barrigudo que se retorcía en el suelo, aplastándose los dedos contra el empedrado a puñetazo limpio y pataleando como un niño recién nacido. Su boca se había convertido en un geiser de espuma que poco a poco fue tiñéndose de rojo. Ibbah continuó asestándole patadas hasta que escuchó el sonido de las costillas al romperse, después, se apartó de él sudorosa y se dejó caer contra la pared.
A su alrededor se propagaba un silencio amorfo, como el de un poblado después de un bombardeo aéreo, como el de un cementerio a medianoche, como el silencio que arrastra el tiempo y que nace de civilizaciones marchitas sobre la faz del mundo. Miró a su alrededor y sólo vio cuerpos desplomados, decenas y decenas de hombres reducidos a ovillos inermes. Desde las calles que llegaban a la explanada hasta el nicho donde se alzaba el Muro, los cadáveres sembraban el suelo y se multiplicaban en una hueste infinita. Y a su alrededor se alzaba apenas un minúsculo grupo de mujeres, delicados tallos que miraban a su alrededor y eran incapaces de concebir las imágenes que les mostraban sus ojos.
Ibbah trató de recuperar el aliento después de luchar contra el mundo.
Por un momento pensó que formaba parte de una pesadilla. El aire olía a bilis, a angustia… condensándose y mezclándose con el eco de los muertos que había quedado impreso entre las cúpulas de las mezquitas. Casi daba la sensación de que vivían rodeadas de espectros. Una de las mujeres rompió a llorar, luego otra y otra… hasta que aquel lamento se extendió por todo Jerusalén.
Ibbah caminó medio ida entre el bosque de extremidades. Los hombres se habían desplomado y retorcido hasta adoptar las más extrañas posturas. Pensó que estaba en el infierno, navegando entre ríos de sangre y naufragando en costas donde los arrecifes eran los cuerpos de los hombres. Se detuvo y volvió a mirar alrededor: demasiada muerte… demasiada muerte…
Los llantos alcanzaron un grado casi físico y esta vez Ibbah estuvo segura de que ya no formaba parte de la realidad. Todo a su alrededor pasaba de forma volátil y ajena… el tiempo, el aire, la vida, la muerte… Vio algo brillar entre las ropas ensangrentadas. Se arrodilló y arrancó un colgante del cuello de uno de los cadáveres. Lo levantó en alto y el sol naciente arrancó un destello plateado de una mano simétrica con la estrella de David. Se trataba de una jamsa judía. Ibbah volvió a mirar la explanada, escuchó los lamentos, se encogió por el miedo y, por primera vez en toda su vida, besó el talismán religioso mientras rogaba a algún Dios que se apiadara de ella.


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Mensaje  NEO Vie Dic 25, 2009 4:13 pm

Hola tobias.

Primero decirte que esta seccion esta creada no para poner links externos a webs o blogs unicamente, sino para exponer tus trabajos escritos en el foro mismo. Osea, si quieres poner tu historia, bienvenida sera pero deberias ponerla en plan copy past en el foro y no unicamente el link a ella.

Segundo, te recomendaria que te leyeras lñas normas del foro antes de postear y veras que aparte de este error que has cometido, tampoco te has puesto un avatar (imprescindible tenerlo antes de postear)

Aparte de estos dos errores que espero que subsanes, te doy la bienvenida y espero que disfrutes del foro.

PD- En el foro ya existe otro relato con ese mismo nombre Very Happy Very Happy Very Happy [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]

PD2- Si quieres promocion de tu historia te recomendaria que me mandes por privado un resumen muy breve de la misma para asi poderla incluir en futuros especiales sobre relatos zombie que suelo poner en el blog [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
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Mensaje  tobias_grumm Vie Dic 25, 2009 5:24 pm

Perdón perdón Embarassed

Si me dais dos o tres días prometo subsanarlo.
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Mensaje  NEO Vie Dic 25, 2009 5:35 pm

ok, intenta no tardar en ponerlo correctamente.
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