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Segunda prueba
¿Furulas?
LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
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LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
LA ERA DE DIÓGENES
Capítulo I
Principio
Se tiende comúnmente a pensar que nada hay peor que la pérdida irreversible de un ser querido. Nada deja tras de sí vacío tan profundo (inundado por un frío desolador que se extiende por toda el alma), como esa pérdida. Nada se nos adhiere de forma tan asfixiantemente amarga, ni hurga en las entrañas de nuestra sensatez guiándonos por el camino de la ira primordial hasta la locura y el odio profundo a la propia vida, como ésta extirpación violenta del objeto de nuestros afectos. El dolor del espacio en blanco, dilatadamente aterrador tras un, sangrantemente rotundo, punto y final.
Buena muestra de ello nos la daría el joven Jan, hijo de la tercera generación de la Era de Diógenes, nato ya cautivo entre paredes de húmeda roca y educado en la nueva doctrina subterránea; donde la recolección de bienes y su almacenaje en las nuevas casas-cajonera son mandamientos fundamentales y otorgan un nuevo sentido a esta también nueva forma de vida.
Buena muestra de ello nos la daría el joven Jan si no fuera por que una pérfida cadena de hechos, que le condujo a abandonar el mundo en el que viva, no le hubiera mostrado un mal aún más lastimoso. Un dolor insondable, agudo y profundo. El flagelo con lo que aquello olvidado y devorado por el presente, renace; desgarrando la piel con la acidez efervescente de un veneno que licua todo tejido de esperanza. Fundiendo incluso la más cicatrizada armadura y abriendo puertas a trombas de la más agria hiel. Ahora, ante los ojos de Jan, el dolor causado por la pérdida del ser querido se volvía ridículo en contraste con ése nuevo dolor, cruel e insoportable, que nacía del reencuentro con su amada… tiempo después de verla morir.
Pero no es lícito inaugurar un relato con tan trágica escena, así como tampoco es conveniente anticipar acontecimientos de tanta trascendencia sin conocer a sus protagonistas y sus circunstancias.
Los tres últimos hombres del paraíso
Imaginad la luz del sol envolviendo cálidamente la exuberante naturaleza, el siseo confidencial de las hojas bailarinas al frotarse unas con otras, el aire puro y vigorizante peinando las cabelleras verdosas de los valles, y el agua clara y cristalina brotando, luminosa y fresca, de la roca firme… Imaginad ahora que, tiempo ha, todo eso quedó reducido a tan solo la agradable escenografía de las fábulas contadas por aquellos que guardaban aún en sus memorias, sumergiéndose cada vez más en las turbias aguas del olvido, breves retales de experiencias vividas en una infancia lejana. La infancia de tres pobres ancianos acaecida más allá de los muros y corredores que ahora delimitaban su mundo. Recuerdos de parajes perdidos, abiertos, ilimitados… Tan extensos como pudiera llegarlo a ser la misma noción de extensión. Un mundo pretérito a la Era de Diógenes que ahora, des de la reclusión de los nuevos tiempos, se les antojaba vanagloriado por el filtro de la memoria y desligado de toda su naturaleza mundana. Un jardín perlado de delicias… perdidas para siempre. Un paraíso condenado por todos sus pecados. Pecados que se mofarían de aquellas banales chiquilladas bíblicas acometidas a dúo, donde fue solo la inocencia lo que movió a actuar, y no el saber ni el ansia de dominio de toda una especie.
Jan disfrutaba de los relatos que narraban los tres últimos hombres nacidos en el paraíso y por ello acudía diariamente a su encuentro, allí en sus cajoneras. Se deleitaba con cada uno de los pequeños detalles de sus narraciones, maravillándose al pensar que esos ojos, ahora secos y petrificados dentro de las cuencas de sus agrietados rostros, habían contemplado prodigios que él jamás sería capaz de imaginar y aun menos de hallar entre las laberínticas catacumbas en las que ahora transcurría la vida.
Mas esos ratos rememorativos y evocadores eran también aguardados por sus propios narradores, pues Jan era el único que mostraba interés por sus vivencias. Nadie acudió jamás con tanta devoción a escuchar a los ancianos e incluso sus vivencias habían sido menospreciadas siempre por aquellos que las habían escuchado alguna vez.
Ese desinterés general se debía al trasiego diario de la recolección de los hongos y las pequeñas criaturitas húmedas y crujientes de las que se alimentaban, así como de la recogida de agua de los pozos, sin olvidar las expediciones de reconocimiento y su previa preparación, que mantenían a la mayor parte de los habitantes de ese paraje constantemente ocupados…
O al menos eso alegaba Jan para excusar la manca de interés general hacia esas tertulias de las que personalmente quedaba tan satisfecho. Recibiendo por respuesta su esfuerzo por justificar cordialmente a sus aledaños el calor de tres sonrisas desdentadas.
-¡Jan!- se decían siempre los ancianos después de despedirse de él- nadie hizo honor como él a su nombre.
Lo que nunca imaginaron fue que sus relatos encaminarían al bueno de Jan hacia un destino nefasto.
Pero no es tampoco ahora momento de vestirse de luto por la desventura de nuestro héroe, pues aun no lo conocemos y desconocemos la naturaleza de las fieras a las que diariamente se enfrentaba.
Fieras terribles e implacables que vagaban perpetuamente entre los infinitos corredores que se extendían más allá de los tres cruces.
El bueno de Jan
-Soy uno de seis. ¡Uno de seis! ¡Quiero pasar!
-No.
-Aun no se ven grietas.
-Cuando me agriete ya no tendré fuerzas para lo que quiero hacer.
-Cuando surjan las grietas podrás pasar.
-¡Soy uno de seis! ¡Uno de seis! Jan vendrá conmigo. ¿Verdad? No hay peligro.
-…
-Sin grietas el camino está cerrado.
Jan, nacido de entraña forastera junto a cinco hermanos, fue sorteado al morir su madre. Rifado entre todos para convertirse en compañía para uno.
Dado a luz, por estrecho sendero sin esperanza. Lanzado a un mundo hostil al que finalmente sobrevivió, doblemente afortunado y victorioso. Afortunado por sobrevivir a tan embotada estancia y resultando, de la inclemente expulsión de la cálida entraña materna, victorioso. Afortunado por recibir por compañía el alma más afable del nuevo hogar adoptivo. Resultando, de todas las tareas que se le asignaron, victorioso.
Su madre, liberada de las garras de las fieras y conducida a tierras seguras, lo parió ante las miradas de ojos ignorantes que nunca antes contemplaron escena igual. Ojos sorprendidos, gobernados por espíritus curiosos y corazones excitados, incapaces de imaginar que las nuevo-natas criaturas representarían el papel más valioso en los planes de supervivencia de todas las expediciones de expansión y búsqueda, y por tanto el más valioso para toda la comunidad.
Seis hijos prodigiosos, dotados con agudos sentidos. Capaces de descubrir fieras a más de tres cruces de distancia, se convirtieron en alarmas naturales que advertirían del peligro que lentamente se arrastraba por los túneles. Capaces de sobrevivir por sí mismos más allá de los tres cruces. Los hijos aventajados de la nueva Era.
Mas sin grietas visibles el paso estaba prohibido. Así lo dictaba la ley vigente en el punto de control del tercer cruce. Hasta que las grietas no le surcaran el rostro a uno, no se estaría autorizado a penetrar en tierras inseguras… Por mucho que uno fuese uno de seis, por mucha compañía prodigiosa que se tuviera… Ser uno de seis no le otorgaba a uno el poder de transgredir la ley, no señor. Ser uno de seis no significaba absolutamente nada. Y aun menos para los dos guardianes del cruce. Ser uno de seis solo era la señal que acreditaba que en una ocasión se tuvo un golpe de suerte. Un golpe de suerte y nada más.
Ese era el parecer de los guardianes, así fueron educados y nunca nada les haría cambiar.
-Vamos Jan. Alejémonos de este par de obsesos por el desgaste facial.
-…
-Vamos, buen Jan. Vamos…
Jan obedecía siempre, sin vacilación, las órdenes de su compañero.
-¡Uno de seis, dice!
-Ojalá el sorteo me hubiera favorecido a mí. ¡Vaya si no me hubiera llenado la panza hace tiempo!
-¿Crees que se puede comer?...
-¡Claro que sí! Estoy harto de setas y caracoles.
-¡Joder, y yo!... No está entero.
-¿Jan? No. Si estuviera entero no le hubiera puesto su mismo nombre. Yo no lo habría hecho si me hubiese tocado a mí. Si me hubiese tocado a mi, lo habría metido en la olla. ¡Odio las setas y los caracoles!
Jan volvió sobre sus pasos acompañado por su fiel y anónimo perro Jan, con quien compartía vida y nombre. Más allá del compañerismo, se relación se adentraba en el ámbito de la simbiótica, la complementación total, participando de una misma esencia vital: la de ser el bueno de Jan.
-Soy afortunado de tenerte, Jan. Tu y yo somos uno.
-…
Pasaron por el segundo cruce y ya estaban cerca del primero cuando el animal, girándose repentinamente, gimió aterrorizado. Olfateó frenéticamente el aire en dirección al tercer cruce y, profiriendo un alarido como Jan nunca había oído antes, emprendió una histérica carrera rumbo al hogar. El alarido lastimero resonó por los pasadizos metiéndose por todos los rincones de la comunidad donde los habitantes dejaron a un lado sus tareas rutinarias. Ahora, asustados por la alarma, abandonaban la recolección de alimentos y el filtraje del agua para agruparse en pequeños comités temblorosos, inconscientes aun del peligro que se acercaba al punto de control, éste, lejos de ser el habitual, cambiaría la noción que tenían de las fieras para siempre.
Se acercaba un nuevo peligro. Un nuevo peligro encarnado en un viejo conocido.
Los guardianes del cruce proseguían con sus disertaciones gastronómicas cuando en la esquina más próxima, más allá del territorio controlado, una zarpa horripilantemente humana se apoyaba, ensangrentada, sobre la pared alicatada. Un instante después, un tramo más allá, la zarpa se apoyaba de nuevo para dejar al retirarse una roja y llorosa huella estrellada, impresa justo debajo de un letrero que con letras grandes y blancas sobre un fondo verde desgastado por el tiempo, anunciaba:
Capítulo I
Principio
Se tiende comúnmente a pensar que nada hay peor que la pérdida irreversible de un ser querido. Nada deja tras de sí vacío tan profundo (inundado por un frío desolador que se extiende por toda el alma), como esa pérdida. Nada se nos adhiere de forma tan asfixiantemente amarga, ni hurga en las entrañas de nuestra sensatez guiándonos por el camino de la ira primordial hasta la locura y el odio profundo a la propia vida, como ésta extirpación violenta del objeto de nuestros afectos. El dolor del espacio en blanco, dilatadamente aterrador tras un, sangrantemente rotundo, punto y final.
Buena muestra de ello nos la daría el joven Jan, hijo de la tercera generación de la Era de Diógenes, nato ya cautivo entre paredes de húmeda roca y educado en la nueva doctrina subterránea; donde la recolección de bienes y su almacenaje en las nuevas casas-cajonera son mandamientos fundamentales y otorgan un nuevo sentido a esta también nueva forma de vida.
Buena muestra de ello nos la daría el joven Jan si no fuera por que una pérfida cadena de hechos, que le condujo a abandonar el mundo en el que viva, no le hubiera mostrado un mal aún más lastimoso. Un dolor insondable, agudo y profundo. El flagelo con lo que aquello olvidado y devorado por el presente, renace; desgarrando la piel con la acidez efervescente de un veneno que licua todo tejido de esperanza. Fundiendo incluso la más cicatrizada armadura y abriendo puertas a trombas de la más agria hiel. Ahora, ante los ojos de Jan, el dolor causado por la pérdida del ser querido se volvía ridículo en contraste con ése nuevo dolor, cruel e insoportable, que nacía del reencuentro con su amada… tiempo después de verla morir.
Pero no es lícito inaugurar un relato con tan trágica escena, así como tampoco es conveniente anticipar acontecimientos de tanta trascendencia sin conocer a sus protagonistas y sus circunstancias.
Los tres últimos hombres del paraíso
Imaginad la luz del sol envolviendo cálidamente la exuberante naturaleza, el siseo confidencial de las hojas bailarinas al frotarse unas con otras, el aire puro y vigorizante peinando las cabelleras verdosas de los valles, y el agua clara y cristalina brotando, luminosa y fresca, de la roca firme… Imaginad ahora que, tiempo ha, todo eso quedó reducido a tan solo la agradable escenografía de las fábulas contadas por aquellos que guardaban aún en sus memorias, sumergiéndose cada vez más en las turbias aguas del olvido, breves retales de experiencias vividas en una infancia lejana. La infancia de tres pobres ancianos acaecida más allá de los muros y corredores que ahora delimitaban su mundo. Recuerdos de parajes perdidos, abiertos, ilimitados… Tan extensos como pudiera llegarlo a ser la misma noción de extensión. Un mundo pretérito a la Era de Diógenes que ahora, des de la reclusión de los nuevos tiempos, se les antojaba vanagloriado por el filtro de la memoria y desligado de toda su naturaleza mundana. Un jardín perlado de delicias… perdidas para siempre. Un paraíso condenado por todos sus pecados. Pecados que se mofarían de aquellas banales chiquilladas bíblicas acometidas a dúo, donde fue solo la inocencia lo que movió a actuar, y no el saber ni el ansia de dominio de toda una especie.
Jan disfrutaba de los relatos que narraban los tres últimos hombres nacidos en el paraíso y por ello acudía diariamente a su encuentro, allí en sus cajoneras. Se deleitaba con cada uno de los pequeños detalles de sus narraciones, maravillándose al pensar que esos ojos, ahora secos y petrificados dentro de las cuencas de sus agrietados rostros, habían contemplado prodigios que él jamás sería capaz de imaginar y aun menos de hallar entre las laberínticas catacumbas en las que ahora transcurría la vida.
Mas esos ratos rememorativos y evocadores eran también aguardados por sus propios narradores, pues Jan era el único que mostraba interés por sus vivencias. Nadie acudió jamás con tanta devoción a escuchar a los ancianos e incluso sus vivencias habían sido menospreciadas siempre por aquellos que las habían escuchado alguna vez.
Ese desinterés general se debía al trasiego diario de la recolección de los hongos y las pequeñas criaturitas húmedas y crujientes de las que se alimentaban, así como de la recogida de agua de los pozos, sin olvidar las expediciones de reconocimiento y su previa preparación, que mantenían a la mayor parte de los habitantes de ese paraje constantemente ocupados…
O al menos eso alegaba Jan para excusar la manca de interés general hacia esas tertulias de las que personalmente quedaba tan satisfecho. Recibiendo por respuesta su esfuerzo por justificar cordialmente a sus aledaños el calor de tres sonrisas desdentadas.
-¡Jan!- se decían siempre los ancianos después de despedirse de él- nadie hizo honor como él a su nombre.
Lo que nunca imaginaron fue que sus relatos encaminarían al bueno de Jan hacia un destino nefasto.
Pero no es tampoco ahora momento de vestirse de luto por la desventura de nuestro héroe, pues aun no lo conocemos y desconocemos la naturaleza de las fieras a las que diariamente se enfrentaba.
Fieras terribles e implacables que vagaban perpetuamente entre los infinitos corredores que se extendían más allá de los tres cruces.
El bueno de Jan
-Soy uno de seis. ¡Uno de seis! ¡Quiero pasar!
-No.
-Aun no se ven grietas.
-Cuando me agriete ya no tendré fuerzas para lo que quiero hacer.
-Cuando surjan las grietas podrás pasar.
-¡Soy uno de seis! ¡Uno de seis! Jan vendrá conmigo. ¿Verdad? No hay peligro.
-…
-Sin grietas el camino está cerrado.
Jan, nacido de entraña forastera junto a cinco hermanos, fue sorteado al morir su madre. Rifado entre todos para convertirse en compañía para uno.
Dado a luz, por estrecho sendero sin esperanza. Lanzado a un mundo hostil al que finalmente sobrevivió, doblemente afortunado y victorioso. Afortunado por sobrevivir a tan embotada estancia y resultando, de la inclemente expulsión de la cálida entraña materna, victorioso. Afortunado por recibir por compañía el alma más afable del nuevo hogar adoptivo. Resultando, de todas las tareas que se le asignaron, victorioso.
Su madre, liberada de las garras de las fieras y conducida a tierras seguras, lo parió ante las miradas de ojos ignorantes que nunca antes contemplaron escena igual. Ojos sorprendidos, gobernados por espíritus curiosos y corazones excitados, incapaces de imaginar que las nuevo-natas criaturas representarían el papel más valioso en los planes de supervivencia de todas las expediciones de expansión y búsqueda, y por tanto el más valioso para toda la comunidad.
Seis hijos prodigiosos, dotados con agudos sentidos. Capaces de descubrir fieras a más de tres cruces de distancia, se convirtieron en alarmas naturales que advertirían del peligro que lentamente se arrastraba por los túneles. Capaces de sobrevivir por sí mismos más allá de los tres cruces. Los hijos aventajados de la nueva Era.
Mas sin grietas visibles el paso estaba prohibido. Así lo dictaba la ley vigente en el punto de control del tercer cruce. Hasta que las grietas no le surcaran el rostro a uno, no se estaría autorizado a penetrar en tierras inseguras… Por mucho que uno fuese uno de seis, por mucha compañía prodigiosa que se tuviera… Ser uno de seis no le otorgaba a uno el poder de transgredir la ley, no señor. Ser uno de seis no significaba absolutamente nada. Y aun menos para los dos guardianes del cruce. Ser uno de seis solo era la señal que acreditaba que en una ocasión se tuvo un golpe de suerte. Un golpe de suerte y nada más.
Ese era el parecer de los guardianes, así fueron educados y nunca nada les haría cambiar.
-Vamos Jan. Alejémonos de este par de obsesos por el desgaste facial.
-…
-Vamos, buen Jan. Vamos…
Jan obedecía siempre, sin vacilación, las órdenes de su compañero.
-¡Uno de seis, dice!
-Ojalá el sorteo me hubiera favorecido a mí. ¡Vaya si no me hubiera llenado la panza hace tiempo!
-¿Crees que se puede comer?...
-¡Claro que sí! Estoy harto de setas y caracoles.
-¡Joder, y yo!... No está entero.
-¿Jan? No. Si estuviera entero no le hubiera puesto su mismo nombre. Yo no lo habría hecho si me hubiese tocado a mí. Si me hubiese tocado a mi, lo habría metido en la olla. ¡Odio las setas y los caracoles!
Jan volvió sobre sus pasos acompañado por su fiel y anónimo perro Jan, con quien compartía vida y nombre. Más allá del compañerismo, se relación se adentraba en el ámbito de la simbiótica, la complementación total, participando de una misma esencia vital: la de ser el bueno de Jan.
-Soy afortunado de tenerte, Jan. Tu y yo somos uno.
-…
Pasaron por el segundo cruce y ya estaban cerca del primero cuando el animal, girándose repentinamente, gimió aterrorizado. Olfateó frenéticamente el aire en dirección al tercer cruce y, profiriendo un alarido como Jan nunca había oído antes, emprendió una histérica carrera rumbo al hogar. El alarido lastimero resonó por los pasadizos metiéndose por todos los rincones de la comunidad donde los habitantes dejaron a un lado sus tareas rutinarias. Ahora, asustados por la alarma, abandonaban la recolección de alimentos y el filtraje del agua para agruparse en pequeños comités temblorosos, inconscientes aun del peligro que se acercaba al punto de control, éste, lejos de ser el habitual, cambiaría la noción que tenían de las fieras para siempre.
Se acercaba un nuevo peligro. Un nuevo peligro encarnado en un viejo conocido.
Los guardianes del cruce proseguían con sus disertaciones gastronómicas cuando en la esquina más próxima, más allá del territorio controlado, una zarpa horripilantemente humana se apoyaba, ensangrentada, sobre la pared alicatada. Un instante después, un tramo más allá, la zarpa se apoyaba de nuevo para dejar al retirarse una roja y llorosa huella estrellada, impresa justo debajo de un letrero que con letras grandes y blancas sobre un fondo verde desgastado por el tiempo, anunciaba:
METRO.
LÍNEA 4.
LÍNEA 4.
Última edición por homunculus el Lun Ago 24, 2009 1:18 am, editado 1 vez
Re: LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
Aquí está el pprimer capítulo de mi relato por entregas, traducido.
Espero que os guste ya me direis.
Algunas cosas se han perdido en la traducción, por ejempo el juego de palabras con el nombre Jan (el protagonista). La frase "El Bueno de Jan" en catalán és "El bon Jan" que és lo mismo que "El bon jan" que significa "Buen muchacho". Pero me aconsejaron conservar el nombre de Jan ycreo que fue un buen consejo.
Espero que os guste ya me direis.
Algunas cosas se han perdido en la traducción, por ejempo el juego de palabras con el nombre Jan (el protagonista). La frase "El Bueno de Jan" en catalán és "El bon Jan" que és lo mismo que "El bon jan" que significa "Buen muchacho". Pero me aconsejaron conservar el nombre de Jan ycreo que fue un buen consejo.
Re: LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
buen relato, espero el proximo.
Toletum- Jefe de Los Barbaros
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Fecha de inscripción : 12/04/2009
Re: LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
gracias! Está en camino el segundo capítulo, con más sangre, más sexo y más humor que el primero.
Re: LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
Buen relato, espero la traducción del próximo...
Saludos
Saludos
Facalj- Jefe del refugio
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Re: LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
si quereis tambien lo podeis seguir en:
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Re: LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
aqui teneis 2/3 del Capítulo II
Mañana (supongo pndré la última parte)
Capítulo II
Naturaleza.
Miles de cuentos anteriores a la Era de Diógenes narraban horripilantes historias sobre pérfidos lobos. Lobos embaucadores y hambrientos, feroces y sanguinarios. Anónimos autores identificaban en ellos todo el mal de los hombres para prevenir a los chiquillos que los escuchaban atemorizados, hasta que al final de sus narraciones explotaban en eufórica alegría al oír como heroicos cazadores los mataban y desollaban por el bien común. Mas estas narraciones se perdieron por siempre y la metáfora que en ellas se reflejaba hacía ya tiempo que quedó anegada por las turbias aguas del mar del olvido.
Ahora, en plena Era de Diógenes, nada se sabía acerca de lobos. Nada se recordaba sobre sentencias de sabios que predicaban que el hombre era lobo para el hombre. Ahora el hombre era hombre para el hombre, y ser hombre podía significar, quizás, ser fiera. Fiera feroz y salvaje. Fiera fiera. Mas Jan nada sabía sobre lobos, nada sabía sobre metáforas ni nada sabía de pérfidas metamorfosis.
Los dientes de las fieras ya no eran colmillos, ni sus gritos eran aullidos. Con su piel no podrían confeccionarse alfombras. Sus dientes eran humanos y traslúcidos mas seguían clavándose en carne humana como los de aquellos lobos y sus ahogados gemidos seguían encogiendo el corazón de los hombres en las noches solitarias. Su piel ya no calentaba los pies a no ser que fuera a base de carreras y se les había convertido en papiro reseco y ajado por el paso del tiempo.
Para Jan, el peligro se ocultaba entre túneles de piedra firme, no en la profundidad de macabros bosques de ramas retorcidas. Las fieras y los hombres a su parecer compartían casi la misma naturaleza. Erguidos ambos sobre sus piernas rebuscaban entre las ruinas de un mundo condenado a la reclusión, esperando satisfacer sus deseos, apaciguando sus desazones. Fieras y hombres eran realmente las dos caraas de una misma moneda y eso sería revelado pronto. El hombre y la fiera eran una y la misma cosa.
Lo que jamás se hubieran imaginado en la comunidad de Jan es que el hombre podía convertirse en fiera y volver hambriento hasta el hogar para sembrar en él la semilla de la tragedia y de la muerte. Un cambio de perspectiva se arrastraba hacia el tercer cruce para cambiar para siempre la concepción que los hijos de Diógenes tenían del peligro que les amenazaba.
Una migo, un compañero, un familiar… un lobo traidor se acercaba dejando tras de sí gotitas de sangre, que ningún pájaro devoraría, señalando para siempre el camino hacia el hogar. Camino que seguirían tarde o temprano sus compañeros. Una horda de fieras que se agrupaban lejos, muy lejos aun, pero que en algún momento, inevitablemente, acabarían por seguir aquel rastro y entonces…
Los tres últimos hombres del paraíso.
-Entonces me hicieron entrar y después… oscuridad.
-¿Nada más?
-Nada más. Después ya estaba aquí, como tu. Y tu también.
-No sé que debió ocurrir…
-Recuerdo lo que decían mis padres. Apocalipsis.
-Apocalipsis.
-Apocalipsis.
-Apocalipsis, sí.
-Me suena.
-I a mi…
-¿Recordáis a vuestros padres?
-No.
-En absoluto.
-Yo sí.
El aullido estremecedor de Jan sembró agujas de hielo en el corazón de los tres ancianos, enmudeciéndoles por el pánico, angustiándoles profundamente. El terror que desprendía de ese alarido de alarma conmovía demasiado como para ladearlo.
-¿Qué ha sido eso?- pronunció uno de los ancianos tras un largo silencio.
-¿Jan?
-Jan.
-No vamos bien.
Armándose de valor se levantaron pesadamente y doblemente entumecidos, por el pánico y por la edad. Temblorosos se acercaron a los demás vecinos que empezaban a congestionar el primer cruce, lugar habitual de reunión y mercadeo.
Jan se acercaba ajetreado corriendo tras su inseparable compañero. Intentándole alcanzar y pidiéndole que se parase. Y ya estaba a punto de atraparlo cuando, al llegar a la multitud, una delicada mano se aferró a su brazo para llevarlo dentro de una cajonera.
El perro hallándose ya en tierra segura se tranquilizó y buscó el calor de la compañía de los tres ancianos, que era la única compañía que toleraba al mancarle la de su querido dueño. Los vecinos curiosos siguieron al perro con la mirada, tranquilizándose al ritmo que también lo hacía el animal.
-Tranquilo, eres un buen niño.- Susurró dulcemente uno de los ancianos acariciándole el lomo. -No sé qué puede haberle hecho chillar de ese modo…
Aquello que le había hecho chillar también hizo chillar a los dos vigilantes del tercer cruce.
Pero sus gritos fueron ahogados.
Los de uno por abruptas y burbujeantes gárgaras sangrientas, nacidas de la unión incisiva de los dientes de la fiera con el suave tejido de su cuello. Los del otro por el más profundo y crudo terror. Por un horror paralizante que le atravesó las entrañas.
La sangre salpicó la pared alicatada cuando la carne del pobre infeliz se desgarró deshilachada ante los ojos de su aterrorizado compañero que contempló la escena impotente. Con la total certeza que moriría del mismo modo. La sangre que brotaba de la carne viva de su compañero así como sus ojos clementes clavados en los suyos propios lo abrumaron de tal modo que nada pudo hacer por defenderse o huir.
Y cuando inevitablemente los dientes de la fiera abandonaron su primera presa para penetrar en su tierna carne, solo dos imágenes se cruzaron por su mente:
Un perro y una olla.
Y escurriéndosele la vida gota a gota, la sangre tiñó su camiseta y la orina su pantalón.
Los tres ancianos, ignorando los fluidos vitales que se derramaban a tan poca distancia, se dirigieron a su cajonera relajados al fin. Olvidando ya el clemente lamento del perro que tanto los había conmovido.
Pero alguien reavivó de nuevo las brasas de la histeria, chillando a voz en grito mientras señalaba con el dedo hacia el pasadizo por el que hacía breves instantes habían corrido los dos Janes.
-¡Una fiera!- Chilló con voz quebrada.- ¡Ha pasado el tercer cruce!
Y reinó el caos.
Carreras anticiparon empujones y los ahogos contuvieron las lágrimas que se derramarían cuando los ojos espiaran tras las puertas protectoras de sus respectivas cajoneras, queriendo ver lo que menos querían ver.
-Corred. Esconderos. Yo me ocupo.- Proclamo un hombre robusto, de torso desnudo, entre el ajetreo frenético de la muchedumbre. Era uno de los miembros del grupo de expansión y búsqueda (dedicado a expandir el territorio seguro más allá del tercer cruce). Se trataba de un hombre que doblaba la edad a Jan, en su rostro ya agrietado lucía una barba larga y blanca, y su pecho hinchado era duro como la roca. Las fieras para él eran su pan de cada día, y luchar contra ellas era algo mecánico grabado ya entre sus actos reflejos.
Todos se apartaron salvo él y los tres hombres del paraíso. Ellos contemplaban des de lejos la escena, paralizados. Dos atraídos por la rareza de lo que estaban presenciando. Uno anonadado por lo que contemplaba; saturado por lo que creía reconocer acercándose por el pasadizo.
Por el pasadizo apareció la fiera, arrastrando los pies y chorreando sangre ajena. Sus movimientos eran erráticos en comparación con los del hombre robusto, el cual tomó su lanza y la hizo girar con ambas manos delante de sí, para acabar dejándola reposar sobre su hombro mientras, torciendo la cabeza hacia un lado, hacía crujir su cuello.
-¡Venga, acércate! ¡Que no tenemos todo el día!- Desafió escupiendo al suelo.
La fiera se acercó lentamente pero sin pausas, levantando los brazos y arañando el aire como si intentara agarrarlo. Gemía frustrada por no tocar lo que veía moverse ante ella, pero paso a paso iba acercándose peligrosamente a su víctima. El hombre cogió su lanza con las dos manos y se precipitó en enérgica carrera alzando la punta de su arma para clavarla en el cuello de la fiera…
De repente de seis rincones de la comunidad sonaron los aullidos de los seis perros al unísono, provocando un gran escándalo que resonó entre las paredes estrechas y sobresaltando a todo el mundo.
El cazador falló su golpe.
No sería él quien mataría al lobo, tampoco quien lo desollara.
La lanza resbaló por el dorso del cuello de la fiera precipitando al robusto hombre entre sus brazos.
Atrapado entre sus zarpas, desarmado y desconcertado por haber fallado ahí donde siempre venció, el hombre que doblaba la edad de Jan intentó desembarazarse del abrazo mortífero que le ceñía.
La fiera intentó clavar los dientes en la dulce carne de su presa y el hombre ya notaba el contacto de sus dientes cuando de improviso la cabeza de la fiera giró sobre si misma acariciando con su pelo las barbas de su presa.
El crujir de su cuello enmudeció a los perros.
La fiera cayó sobre aquel que hubiera sido su víctima de no ser por la intervención de unas manos suaves y frágiles en apariencia.
Los tres ancianos se llevaron una sorpresa. Dos al comprobar quien había salvado a la comunidad, uno por reconocer durante toda la escena el rostro de la fiera.
Mañana (supongo pndré la última parte)
Capítulo II
Naturaleza.
Miles de cuentos anteriores a la Era de Diógenes narraban horripilantes historias sobre pérfidos lobos. Lobos embaucadores y hambrientos, feroces y sanguinarios. Anónimos autores identificaban en ellos todo el mal de los hombres para prevenir a los chiquillos que los escuchaban atemorizados, hasta que al final de sus narraciones explotaban en eufórica alegría al oír como heroicos cazadores los mataban y desollaban por el bien común. Mas estas narraciones se perdieron por siempre y la metáfora que en ellas se reflejaba hacía ya tiempo que quedó anegada por las turbias aguas del mar del olvido.
Ahora, en plena Era de Diógenes, nada se sabía acerca de lobos. Nada se recordaba sobre sentencias de sabios que predicaban que el hombre era lobo para el hombre. Ahora el hombre era hombre para el hombre, y ser hombre podía significar, quizás, ser fiera. Fiera feroz y salvaje. Fiera fiera. Mas Jan nada sabía sobre lobos, nada sabía sobre metáforas ni nada sabía de pérfidas metamorfosis.
Los dientes de las fieras ya no eran colmillos, ni sus gritos eran aullidos. Con su piel no podrían confeccionarse alfombras. Sus dientes eran humanos y traslúcidos mas seguían clavándose en carne humana como los de aquellos lobos y sus ahogados gemidos seguían encogiendo el corazón de los hombres en las noches solitarias. Su piel ya no calentaba los pies a no ser que fuera a base de carreras y se les había convertido en papiro reseco y ajado por el paso del tiempo.
Para Jan, el peligro se ocultaba entre túneles de piedra firme, no en la profundidad de macabros bosques de ramas retorcidas. Las fieras y los hombres a su parecer compartían casi la misma naturaleza. Erguidos ambos sobre sus piernas rebuscaban entre las ruinas de un mundo condenado a la reclusión, esperando satisfacer sus deseos, apaciguando sus desazones. Fieras y hombres eran realmente las dos caraas de una misma moneda y eso sería revelado pronto. El hombre y la fiera eran una y la misma cosa.
Lo que jamás se hubieran imaginado en la comunidad de Jan es que el hombre podía convertirse en fiera y volver hambriento hasta el hogar para sembrar en él la semilla de la tragedia y de la muerte. Un cambio de perspectiva se arrastraba hacia el tercer cruce para cambiar para siempre la concepción que los hijos de Diógenes tenían del peligro que les amenazaba.
Una migo, un compañero, un familiar… un lobo traidor se acercaba dejando tras de sí gotitas de sangre, que ningún pájaro devoraría, señalando para siempre el camino hacia el hogar. Camino que seguirían tarde o temprano sus compañeros. Una horda de fieras que se agrupaban lejos, muy lejos aun, pero que en algún momento, inevitablemente, acabarían por seguir aquel rastro y entonces…
Los tres últimos hombres del paraíso.
-Entonces me hicieron entrar y después… oscuridad.
-¿Nada más?
-Nada más. Después ya estaba aquí, como tu. Y tu también.
-No sé que debió ocurrir…
-Recuerdo lo que decían mis padres. Apocalipsis.
-Apocalipsis.
-Apocalipsis.
-Apocalipsis, sí.
-Me suena.
-I a mi…
-¿Recordáis a vuestros padres?
-No.
-En absoluto.
-Yo sí.
El aullido estremecedor de Jan sembró agujas de hielo en el corazón de los tres ancianos, enmudeciéndoles por el pánico, angustiándoles profundamente. El terror que desprendía de ese alarido de alarma conmovía demasiado como para ladearlo.
-¿Qué ha sido eso?- pronunció uno de los ancianos tras un largo silencio.
-¿Jan?
-Jan.
-No vamos bien.
Armándose de valor se levantaron pesadamente y doblemente entumecidos, por el pánico y por la edad. Temblorosos se acercaron a los demás vecinos que empezaban a congestionar el primer cruce, lugar habitual de reunión y mercadeo.
Jan se acercaba ajetreado corriendo tras su inseparable compañero. Intentándole alcanzar y pidiéndole que se parase. Y ya estaba a punto de atraparlo cuando, al llegar a la multitud, una delicada mano se aferró a su brazo para llevarlo dentro de una cajonera.
El perro hallándose ya en tierra segura se tranquilizó y buscó el calor de la compañía de los tres ancianos, que era la única compañía que toleraba al mancarle la de su querido dueño. Los vecinos curiosos siguieron al perro con la mirada, tranquilizándose al ritmo que también lo hacía el animal.
-Tranquilo, eres un buen niño.- Susurró dulcemente uno de los ancianos acariciándole el lomo. -No sé qué puede haberle hecho chillar de ese modo…
Aquello que le había hecho chillar también hizo chillar a los dos vigilantes del tercer cruce.
Pero sus gritos fueron ahogados.
Los de uno por abruptas y burbujeantes gárgaras sangrientas, nacidas de la unión incisiva de los dientes de la fiera con el suave tejido de su cuello. Los del otro por el más profundo y crudo terror. Por un horror paralizante que le atravesó las entrañas.
La sangre salpicó la pared alicatada cuando la carne del pobre infeliz se desgarró deshilachada ante los ojos de su aterrorizado compañero que contempló la escena impotente. Con la total certeza que moriría del mismo modo. La sangre que brotaba de la carne viva de su compañero así como sus ojos clementes clavados en los suyos propios lo abrumaron de tal modo que nada pudo hacer por defenderse o huir.
Y cuando inevitablemente los dientes de la fiera abandonaron su primera presa para penetrar en su tierna carne, solo dos imágenes se cruzaron por su mente:
Un perro y una olla.
Y escurriéndosele la vida gota a gota, la sangre tiñó su camiseta y la orina su pantalón.
Los tres ancianos, ignorando los fluidos vitales que se derramaban a tan poca distancia, se dirigieron a su cajonera relajados al fin. Olvidando ya el clemente lamento del perro que tanto los había conmovido.
Pero alguien reavivó de nuevo las brasas de la histeria, chillando a voz en grito mientras señalaba con el dedo hacia el pasadizo por el que hacía breves instantes habían corrido los dos Janes.
-¡Una fiera!- Chilló con voz quebrada.- ¡Ha pasado el tercer cruce!
Y reinó el caos.
Carreras anticiparon empujones y los ahogos contuvieron las lágrimas que se derramarían cuando los ojos espiaran tras las puertas protectoras de sus respectivas cajoneras, queriendo ver lo que menos querían ver.
-Corred. Esconderos. Yo me ocupo.- Proclamo un hombre robusto, de torso desnudo, entre el ajetreo frenético de la muchedumbre. Era uno de los miembros del grupo de expansión y búsqueda (dedicado a expandir el territorio seguro más allá del tercer cruce). Se trataba de un hombre que doblaba la edad a Jan, en su rostro ya agrietado lucía una barba larga y blanca, y su pecho hinchado era duro como la roca. Las fieras para él eran su pan de cada día, y luchar contra ellas era algo mecánico grabado ya entre sus actos reflejos.
Todos se apartaron salvo él y los tres hombres del paraíso. Ellos contemplaban des de lejos la escena, paralizados. Dos atraídos por la rareza de lo que estaban presenciando. Uno anonadado por lo que contemplaba; saturado por lo que creía reconocer acercándose por el pasadizo.
Por el pasadizo apareció la fiera, arrastrando los pies y chorreando sangre ajena. Sus movimientos eran erráticos en comparación con los del hombre robusto, el cual tomó su lanza y la hizo girar con ambas manos delante de sí, para acabar dejándola reposar sobre su hombro mientras, torciendo la cabeza hacia un lado, hacía crujir su cuello.
-¡Venga, acércate! ¡Que no tenemos todo el día!- Desafió escupiendo al suelo.
La fiera se acercó lentamente pero sin pausas, levantando los brazos y arañando el aire como si intentara agarrarlo. Gemía frustrada por no tocar lo que veía moverse ante ella, pero paso a paso iba acercándose peligrosamente a su víctima. El hombre cogió su lanza con las dos manos y se precipitó en enérgica carrera alzando la punta de su arma para clavarla en el cuello de la fiera…
De repente de seis rincones de la comunidad sonaron los aullidos de los seis perros al unísono, provocando un gran escándalo que resonó entre las paredes estrechas y sobresaltando a todo el mundo.
El cazador falló su golpe.
No sería él quien mataría al lobo, tampoco quien lo desollara.
La lanza resbaló por el dorso del cuello de la fiera precipitando al robusto hombre entre sus brazos.
Atrapado entre sus zarpas, desarmado y desconcertado por haber fallado ahí donde siempre venció, el hombre que doblaba la edad de Jan intentó desembarazarse del abrazo mortífero que le ceñía.
La fiera intentó clavar los dientes en la dulce carne de su presa y el hombre ya notaba el contacto de sus dientes cuando de improviso la cabeza de la fiera giró sobre si misma acariciando con su pelo las barbas de su presa.
El crujir de su cuello enmudeció a los perros.
La fiera cayó sobre aquel que hubiera sido su víctima de no ser por la intervención de unas manos suaves y frágiles en apariencia.
Los tres ancianos se llevaron una sorpresa. Dos al comprobar quien había salvado a la comunidad, uno por reconocer durante toda la escena el rostro de la fiera.
Re: LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
Muy bueno...
Espero las próximas traducciones...
Saludos
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Facalj- Jefe del refugio
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Re: LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
Aqui teneis la ercera parte del segundo capítulo.
El bueno de Jan.
Jan debió oler algo, algo peligroso, y corría como loco. Debía intentar atraparlo y calmarlo pues no quería tener más problemas. Ya lo miraban suficientemente mal como para encima montar un escándalo. Debía atrapar a Jan y consolarlo, calmarlo, los vigilantes del cruce ya se ocuparían de todo. No quería verlo sufrir ni perderle de vista. No quería perderlo de vista otra vez porque la última vez que lo perdió de vista…
¡Maldito vigilante! Ojalá recibiera lo que se merece. Lo odiaba, lo odiaba con toda su alma, y no solo por no dejarlo pasar más allá del tercer cruce. Lo odiaba por lo que había hecho la última vez que perdió a Jan de vista…
Eso pensaba Jan que corría ahogado tras su amado perro hasta que fue interrumpido por las manos más suaves y blancas de toda la comunidad.
-Ven aquí Jan.
Eva era la criatura más dulce que Jan jamás había probado. Con ella se olvidaba de sus inquietudes más profundas par adquirir otras más punzantes y agudas, más cáusticas y efervescentes.
La dulce y pasional Eva. Amable y melosa. Fuerte y malcarada. Solo ella era capaz de hacerle olvidar a Jan el sufrimiento que le causaba el hecho de no saber donde estaba su perro. Solo ella podía hacerle olvidar el peligro amenazador de las fieras. La dulce Eva, menuda y perfumada. Ni bruna ni robusta, de cabellera roja y lisa, de cara fina y mirada felina. La pasional Eva, de amplias caderas y muslos firmes.
Jan no opuso resistencia a su secuestro fortuito y cedió sin oposición a la reclusión repentina en la cajonera de Eva. No protestó. Calló cuando sus labios cerraron su boca con tan dulce y mudo diálogo de ascuas y mordiscos.
-¿Dónde te habías metido, eh? Querías escaparte…
-Yo…- el pobre Jan, sobresaltado por la pasión de la frenética Eva, fue incapaz de añadir más palabras a su disertación.
-¿No tienes suficientes fieras aquí que las quieres ir a buscar fuera? Antes de que te devoren a saber donde, deja que te devoren en casa.
-Yo…- la devoraría. La mordería. Se la comería. Deseaba su piel y su carne tan intensamente que creyó perder el juicio.
Eva se le agarraba y arrapaba desesperada y, a cada beso que robaba de la boca de su amante, el motor que hervía en sus caderas aumentaba su fuerza dinámica. Un motor que giraba y giraba tomando las riendas el timón de su cuerpo, ladeando la razón, perdiéndola en mareas de anhelos febriles. La euforia empezaba a chorrear por todos sus poros y la fricción quemaba incandescente en lo más profundo de su motor…
Pero un aullido rasgo el tejido que la separaba de ese mundo hostil reventando la apasionada burbuja en la que se habían cobijado.
Eva, dura y cortante, no toleraba aquel tipo de intromisiones. Las odiaba. La cegaban de tal modo que, de improvisto, salió de su cajonera.
Jan ahogado por la pasión del momento asistió, incrédulo, a la escena más sorprendente que podía protagonizar su amada.
La dulce Eva, la melosa i tierna Eva, se acercó con decisión a la fiera que abrazaba al hombre robusto. Y poniéndose de puntillas y con una fuerza sobrehumana, nacida de la ira de la interrupción, retorció el cuello de la fiera. El crujir de los huesos resonó entre las paredes de hormigón. Y bajo la mirada perpleja del hombre barbudo, de los tres ancianos, de Jan y de aquellos que miraba escondidos tras sus puertas, proclamó a voz en grito:
-¡¿Es que no podemos tener ni un momento de tranquilidad?!- y girando sobre sí misma volvió a su cajonera donde Jan recibiría la más gloriosa muestra de aquella fuerza salvaje que se escondía dentro de ese cuerpo pequeño y delicado.
Más allá, uno de los tres ancianos como en trance susurraba de modo casi inaudible:
-Pa… dre…
El bueno de Jan.
Jan debió oler algo, algo peligroso, y corría como loco. Debía intentar atraparlo y calmarlo pues no quería tener más problemas. Ya lo miraban suficientemente mal como para encima montar un escándalo. Debía atrapar a Jan y consolarlo, calmarlo, los vigilantes del cruce ya se ocuparían de todo. No quería verlo sufrir ni perderle de vista. No quería perderlo de vista otra vez porque la última vez que lo perdió de vista…
¡Maldito vigilante! Ojalá recibiera lo que se merece. Lo odiaba, lo odiaba con toda su alma, y no solo por no dejarlo pasar más allá del tercer cruce. Lo odiaba por lo que había hecho la última vez que perdió a Jan de vista…
Eso pensaba Jan que corría ahogado tras su amado perro hasta que fue interrumpido por las manos más suaves y blancas de toda la comunidad.
-Ven aquí Jan.
Eva era la criatura más dulce que Jan jamás había probado. Con ella se olvidaba de sus inquietudes más profundas par adquirir otras más punzantes y agudas, más cáusticas y efervescentes.
La dulce y pasional Eva. Amable y melosa. Fuerte y malcarada. Solo ella era capaz de hacerle olvidar a Jan el sufrimiento que le causaba el hecho de no saber donde estaba su perro. Solo ella podía hacerle olvidar el peligro amenazador de las fieras. La dulce Eva, menuda y perfumada. Ni bruna ni robusta, de cabellera roja y lisa, de cara fina y mirada felina. La pasional Eva, de amplias caderas y muslos firmes.
Jan no opuso resistencia a su secuestro fortuito y cedió sin oposición a la reclusión repentina en la cajonera de Eva. No protestó. Calló cuando sus labios cerraron su boca con tan dulce y mudo diálogo de ascuas y mordiscos.
-¿Dónde te habías metido, eh? Querías escaparte…
-Yo…- el pobre Jan, sobresaltado por la pasión de la frenética Eva, fue incapaz de añadir más palabras a su disertación.
-¿No tienes suficientes fieras aquí que las quieres ir a buscar fuera? Antes de que te devoren a saber donde, deja que te devoren en casa.
-Yo…- la devoraría. La mordería. Se la comería. Deseaba su piel y su carne tan intensamente que creyó perder el juicio.
Eva se le agarraba y arrapaba desesperada y, a cada beso que robaba de la boca de su amante, el motor que hervía en sus caderas aumentaba su fuerza dinámica. Un motor que giraba y giraba tomando las riendas el timón de su cuerpo, ladeando la razón, perdiéndola en mareas de anhelos febriles. La euforia empezaba a chorrear por todos sus poros y la fricción quemaba incandescente en lo más profundo de su motor…
Pero un aullido rasgo el tejido que la separaba de ese mundo hostil reventando la apasionada burbuja en la que se habían cobijado.
Eva, dura y cortante, no toleraba aquel tipo de intromisiones. Las odiaba. La cegaban de tal modo que, de improvisto, salió de su cajonera.
Jan ahogado por la pasión del momento asistió, incrédulo, a la escena más sorprendente que podía protagonizar su amada.
La dulce Eva, la melosa i tierna Eva, se acercó con decisión a la fiera que abrazaba al hombre robusto. Y poniéndose de puntillas y con una fuerza sobrehumana, nacida de la ira de la interrupción, retorció el cuello de la fiera. El crujir de los huesos resonó entre las paredes de hormigón. Y bajo la mirada perpleja del hombre barbudo, de los tres ancianos, de Jan y de aquellos que miraba escondidos tras sus puertas, proclamó a voz en grito:
-¡¿Es que no podemos tener ni un momento de tranquilidad?!- y girando sobre sí misma volvió a su cajonera donde Jan recibiría la más gloriosa muestra de aquella fuerza salvaje que se escondía dentro de ese cuerpo pequeño y delicado.
Más allá, uno de los tres ancianos como en trance susurraba de modo casi inaudible:
-Pa… dre…
Re: LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
el siguente capítulo tardará, pues aun no lo tengo escrito.
Re: LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
esta chulo, que bueno.
Toletum- Jefe de Los Barbaros
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Re: LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
Está bueno, esperaré al próximo...
Saludos
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Facalj- Jefe del refugio
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Re: LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
yo seguire leyendola mañana,me quede antes de leer los tres ultimos hombres del paraiso,eso lo leere mañana,la historia esta bastante bien,tambien me hice seguidor del blog.
saludos
saludos
Re: LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
Ei, pues ya me dirás que te pareze. A ver si me pongo con el capítulo 3.
Re: LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
cuando la lea toda,te dare una opinion,aun asi me gusta como escribes.
saludos
saludos
Re: LA ERA DE DIÓGENES (cuento por entregas. Capítulo I & II)
mercy, mola porque de golpe están comenzando a salir relatos a saco. nos dió la vena creativa, jaja
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