" Los Hijos de Noé"

“Los Hijos de Noé”
Preámbulo. Día 1 del comienzo, o del fin; qué más da.

Hoy he sabido que Salvottore Vicenzo ha muerto. Para ser exactos, se suicidó. El buen doctor subió a la azotea del Hospital Universitario de Roma y se cortó las venas. Un tajo preciso en la arteria radial ¡zas!, y se sentó a mirar plácidamente cómo la vida se escapaba por sus muñecas. Una muerte dulce, si tenemos en cuenta que el cáncer que le devoraba el estómago hubiera acabado con él no mucho más tarde, y de una forma mucho más cruel. Bien por el viejo.
Días después, la locura ya se había apoderado de la Ciudad Eterna, pero esa noche Vicenzo aún pudo gozar de la hermosa vista de la Basílica de San Pedro, y recrearse en los maravillosos mosaicos de Bramante y en la cúpula en forma de cruz que diseñara el genial Miguel Ángel en una época en que los hombres aún eran dueños de su destino. Nostalgia. Paz. Vicenzo siempre tuvo clase…
¿Quién soy yo?
Mi nombre es Tomasso Agnelli. Me licencié en Medicina en la Universidad de Bolonia en 1976. Fui director del Hospital Universitario de Roma de 1984 a 1998. En 1989 obtuve el Premio Nobel de Medicina. En el futuro, sin embargo, los libros de historia, suponiendo que quede alguien para escribirlos, incluirán mi nombre no por estos méritos, sino por otro motivo, mucho más fortuito.
En septiembre de 2011 conseguí aislar un genoma viral altamente infeccioso y mortífero al que llamaron “virus de Agnelli”.
En enero de 2012, el virus de Agnelli había afectado al 85 por ciento de la población mundial.
El virus los mató a todos.
Luego, les devolvió la vida.

2. Prólogo.
Roma, finales de octubre de 2011

El anciano se acerca a la ventana. El viento ha arreciado y la lluvia golpea con fuerza los cristales, dejando extrañas firmas fugaces. Hace horas que la ciudad está a oscuras. La red eléctrica ha sucumbido y con seguridad ya no volverá a restablecerse. Entre las masas oscuras de los edificios sólo distingue los destellos intermitentes de las sirenas. Hay cientos. Por toda la ciudad, formando un microcosmos de estrellas rojizas.
El sonido de los gritos queda amortiguado por los gruesos muros del edificio, pero el hombre los nota más cerca. Y los disparos. Ahora ya no hay ningún lugar seguro, se lamenta. Por un momento, cree ver a alguien corriendo entre los pasillos exteriores del edificio. No hace mucho, aquel lugar era inaccesible para la mayoría, pero hoy ya no queda nadie para vigilarlo. Incluso hay varias pintadas en los muros que rodean los jardines. “Dios ha muerto”, reza una de ellas con letras sangrantes. El hombre corre los gruesos cortinajes y luego se deja caer de nuevo en el sillón, frente al cuadro.
“La resurrección de Lázaro” de Caravaggio domina la estancia. Durante muchos años, el lienzo ha ejercido una gran fascinación en el anciano. De las muchas obras maestras que decoran aquellas salas, ésta es, sin duda, su preferida. Pero no es su innegable calidad artística lo que le atrae, sino la escena que representa.
En la tela, Cristo, con la cara semioculta en la penumbra del claroscuro levanta una mano hacia el interior del sepulcro. Dentro, sobre la fría piedra, el cuerpo de Lázaro, rescatado de las manos de la muerte por el Maestro, se retuerce entre los restos de la mortaja. Marta y María son testigos del asombro. La una sujeta el cuerpo reanimado de su hermano, la otra alza las manos al cielo al tiempo que llora. Alrededor del conjunto, un grupo de hombres contempla el milagro. Los apóstoles miran a Jesús mientras elige a Lázaro de entre los muertos: “Lázaro, sal”. Y detrás, entre las sombras magistralmente pintadas, unos miran más allá del Maestro, hacia una luz que parece venir de fuera de la tela, y que envuelve al Señor en un halo fantasmagórico.
Es Dios.
No es uno más de los muchos prodigios descritos en los evangelios, sino el prodigio por excelencia: el premio máximo a una vida dedicada a Dios.
El hombre se mueve inquieto en el sillón.
Una vez, alguien en aquella sala, delante del lienzo, le había preguntado: ¿Qué hubiera pasado si Cristo no hubiera llamado a Lázaro por su nombre?, ¿y si simplemente hubiera dicho levántate?”. Él había contestado sin dudar un momento: “Todos los muertos habrían salido de sus tumbas”. En aquella ocasión, su fe había hablado por él. Ahora, sin embargo, la certeza de sus palabras le provoca un desagradable escalofrío.
Por primera vez en toda su vida, el hombre percibe una intensa lucha en su interior. Se siente como un chiquillo al que su padre llevara al dentista con engaños. Siente que su padre le ha decepcionado y, sin embargo, le ama tan profundamente que es incapaz de odiarlo.
Deja escapar un profundo suspiro y se reclina hacia atrás. Al hacerlo, algo tintinea sobre su pecho. Colgada de una fina cadena de oro, lleva una chapa metálica. Es una chapa sencilla, burda, como las que se usan para identificar a los militares fallecidos. En su superficie cromada sólo hay un signo grabado. Es su grupo sanguíneo. Una marca que lo convierte en un elegido. Pero no es la marca de los liberados. Es más bien el signo de la Bestia. Su permiso de residencia en el Infierno.
La puerta de la estancia se abre. Un joven con restos de acné en sus mejillas corre hacia el hombre. Coge la mano del anciano y besa su anillo:
”Santidad, debemos irnos”.
El anciano asiente con la cabeza y acaricia el hombro del muchacho en un gesto paternal. El joven sacerdote vuelve a salir apresuradamente al corredor. Allí esperan los cardenales y el resto de la curia Vaticana.
El anciano se acerca al cuadro. Mira el rostro de Jesús con tristeza. Luego, besa la imagen del Maestro y sale de la habitación.
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