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Segunda prueba
¿Furulas?
[b]DEVASTATION[/b]
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[b]DEVASTATION[/b]
Hola a todos en el foro, os presente mi relato "DEVASTATION". Una historia de infectados y caos. Una historia de como los pilares del gobierno y la comunidad se tambalean hasta desplomarse. Estos son los primeros dos capítulos, son bastante largos. Les agradecería enormemente a los que lo lean que dejaran un comentario, crítica o burla por breve que fuera. Dicho esto, disfruten.
Martes 4 de junio de 2002.
Serían alrededor de las 9:20 de la mañana cuando el suave rumor de lo que parecían unas sirenas lejanas me sacó de mi sueño. Hacía una mañana perfecta, con un inmenso cielo azul y un sol espléndido. Tomé una bocanada de la fresca brisa matinal y me fui a la ducha. Al acabar bajé a la cocina, encendí el pequeño televisor de la encimera y me preparé algo rápido para desayunar.
Vertía leche en mi tazón de cereales sin prestar demasiada atención a lo que daban en la televisión. No obstante, me disponía tomar la primera cucharada de cereales cuando una palabra pronunciada por la reportera de las noticias del canal 4 llamó mi atención: “zombies”. Intrigado, subí el volumen del diminuto televisor para ver de que variopinta noticia se trataba.
La reportera, visiblemente nerviosa, informaba sobre una enorme masa de personas que descontroladas estaba sembrando el pánico en las calles de la ciudad. Además, y esto me pareció de lo más surrealista, comunicaba que: “los disparos efectuados por los agentes de policía no logran detenerlos […], siguen caminando hacia los coches de la policía sin que los agentes logren abatirlos”. Intenté averiguar el lugar del que se trataba, donde estaba ocurriendo tal locura. Pude reconocer la calle Broadway Boulevard detrás de la reportera, en Kansas City MO.
Parecía ser la retransmisión de un tiroteo entre la policía y un grupo de individuos completamente fuera de control, algún tipo de batalla campal o algo así. Había muchos policías apostados tras sus coches patrulla disparando a las personas que corrían a toda velocidad hacia ellos. Sin embargo, aquellos hacían caso omiso de los boquetes que las balas de los rifles y escopetas hacían en sus cuerpos. Los individuos se aproximaban a los agentes de policía a toda carrera. Poseían un gesto de furia en sus ensangrentados rostros apenas humano. Las cámaras de video aficionados captaron como algunos agentes eran alcanzados por aquellos individuos, e incluso el cámara que retransmitía la noticia tuvo la sangre fría de mantenerse en su puesto y filmar uno de aquellos salvajes ataques:
Un policía abría fuego desesperadamente contra uno de aquellos individuos que a toda carrera, cargaba contra él. Antes de que al agente le diera tiempo a reaccionar, el tipo se le abalanzó. En el suelo, el policía intentaba alcanzar su arma que se hallaba a cinco metros de él y que había volado por los aires por el violento impacto. Pedía ayuda a sus compañeros, a escasos metros de él, desbordados por las incesantes oleadas de individuos que como aquel parecía haber sucumbido a la locura.
Aquel hombre forcejeaba con el policía e ignoraba los disparos que los otros le hacían a escasos metros mientras intentaba abrirse paso entre los antebrazos del agente a mordiscos y zarpazos como un animal rabioso. Cuando consiguió traspasar la barrera que el agente creaba con sus brazos el furioso atacante fue directo a la cara del policía. De un solo bocado le arrancó la nariz, de la cuál brotó un géiser chisporroteante de sangre. Después de desfigurarle la cara al agente de policía, le desgarró gran parte del cuello de una poderosa dentellada.
En ese momento, varios compañeros acudieron en su ayuda y lograron, por fin, quitárselo de encima. Los dos policías lo sujetaron por ambos brazos, procurando mantenerse fuera del alcance de sus dentelladas. Entonces un tercero colocó el cañón de su arma frente al rostro del rabioso individuo y abrió fuego. Sólo entonces el animal rabioso que era aquel hombre reposó inerte sobre el asfalto mientras un charco de sangre se expandía desde el boquete que la bala había abierto en la parte trasera de su cráneo.
Desgraciadamente, ya era demasiado tarde para el policía herido. Hacía tiempo que sus gritos se habían ahogado bajo las bocanadas de sangre que el hombre expulsaba con cada expiración en su intento por respirar mientras su vida se le escapaba con cada chorro de viva sangre arterial que su yugular, completamente seccionada, proyectaba a varios metros de distancia.
De improvisto, uno de aquellos individuos rabiosos cargó contra los medios que se habían apostado al otro lado de la calle para retransmitir la noticia seguido de media docena más. Todos los reporteros y cámaras salieron corriendo en estampida mientras eran perseguidos por aquellas bestias. En la huída la cámara siguió recogiendo una tambaleante imagen de los pies del cámara y el suelo. Unos minutos más tarde la imagen se cortó al caerse la cámara al suelo.
No recuerdo cuanto tiempo permanecí allí sentado mirando la nieve de la pantalla del televisor en estado casi catatónico, con una cucharada de pasados y fríos cereales aún en la mano. Cuando volví en mí, me puse en pie de un salto y descolgué violentamente el teléfono de la pared. Intenté llamar a mi hermana menor Alex que trabajaba en el centro de la ciudad. Era relaciones públicas de una empresa de telecomunicaciones a pocas manzanas de donde había ocurrido aquel incidente.
Intenté una y otra vez contactar con ella, tenía que saber si estaba bien. Además, ella me podría aclarar que demonios estaba ocurriendo allí. ¡Podría ser alguna estrategia promocional de una puta película de Hollywood! Mi cabeza intentaba buscar una explicación racional mientras esperaba que el teléfono diera tono. Sin embargo, y para mi mayor preocupación, una grabación con voz femenina me informaba de que todas las líneas se encontraban ocupadas.
Comprendí que algo iba realmente mal. Me tomé un minuto para ordenar la maraña de pensamientos que en esos momentos era mi cabeza e intentar pensar que debía hacer.
Lo único en lo que podía pensar era en que lo que acababa de ver no podía ser verdad: ¡Los zombies no existen! ¡La gente no se come entre sí, al menos en Missouri joder!- gritaba dentro de mi cabeza. La imagen de aquellos individuos corriendo furiosamente hacia los policías sin que la descarga de disparos en sus cuerpos les afectara lo más mínimo rebatía todas las teorías que desesperadamente intentaba desarrollar mentalmente.
De repente, un nombre se apareció en letras mayúsculas en mi cabeza: BOB.
Bob McKnight era mi vecino más cercano, el único en kilómetros a la redonda. Nos conocíamos de siempre y había sido como un padre para mi desde que el murió. Bob era un tipo muy cuerdo y razonable, su fuerte y optimista personalidad me haría ver las cosas con más calma. Necesitaba hablar con alguien urgentemente.
Ni siquiera se me ocurrió coger el coche. No sé por qué motivo en ese momento me pareció mejor idea ir a pie y así lo hice. Simplemente no paré de correr, luchando contra el alboroto de mi cabeza y algún que otro tirón que me daba en mis desentrenadas piernas, corrí hasta que la casa de los McKnight.
Conocía a Bob desde que era niño, entonces él era un respetable agente del Departamento de Policía de Kansas City MO. Por otro lado, tras trasladarme a la ciudad para ir a la universidad y, después de licenciarme en Historia y conseguir un trabajo como profesor suplemente en un instituto de Topeka, nuestra relación se había limitado a las visitas que les hacía en las breves vacaciones en las que aprovechaba para ir a casa de mis padres.
Sin embargo, tras la muerte de mis padres decidí trasladarme a la casa familiar, donde mi hermana y yo nos habíamos criado. Una pequeña casa a las afueras de la ciudad, situada en una zona agrícola- ganadera rodeada de hectáreas y hectáreas de terreno delimitadas por interminables cercas de madera que marcaban el final de la tierra de una familia y el comienzo de la de otra. Bob y su familia eran los únicos vecinos en varios kilómetros a la redonda. Su casa, relativamente cerca, estaba a menos de un kilómetro de la de mis padres.
Cuando me trasladé Bob llevaba retirado cuatro años tras treinta y siete en el cuerpo. Después de su jubilación Bob se dedicó junto a su mujer a comercializar leche y carne que les proporcionaban las más de doscientas vacas que poseían. Su esposa Esther era una mujer que había pasado toda su vida trabajando en su granja y criando a sus dos hijas, Claire de siete años y Samanta de catorce. Eran como la noche y el día. Dos polos opuestos, que lejos de atraerse, chocaban constantemente. Claire era una chica dulce y cariñosa, y Samanta había sacado el carácter fuerte de su padre. Le gustaba practicar con la escopeta de su padre y galopar a lomos de Bucéfalo, su caballo. El nombre se lo había puesto por el caballo de Alejandro Magno, personaje que le fascinaba.
Mientras corría hacia la casa de Bob, me reconfortaba pensando que Bob estaría jugando con sus hijas o charlando con su esposa en el jardín sin dar la más mínima importancia a lo que decían las noticias. Pero la situación que me encontré en casa de los McKnight estaba lejos de tranquilizarme.
Toqué a la puerta y una voz masculina al otro me preguntó con dureza:
- ¿Quién es?- pregunto Bob al otro lado de la puerta.
- ¡Bob soy yo, Charlie!- logré decir con la voz entrecortada por la carrera.
Me pareció ver alguien asomado entre las cortinas, luego pude escuchar como arrastraban algo muy pesado y finalmente se abrió la puerta que estaba cerrada con llave. Al entrar me encontré con un Bob visiblemente preocupado que sostenía en la mano una escopeta.
- ¿Qué tal Charlie?- me pregunto tendiéndome la mano.
- ¿Bob has visto por la tele…?- pregunté, pero antes que acabara Bob me respondió.
- Si- dijo anticipándose, sabiendo perfectamente a lo que me refería.
Miré a mi derecha y vi como Samantha arrastraba los muebles del salón hacia las ventanas bloqueándolas. Después miré a mi izquierda y Esther hacía lo mismo que su hija con los muebles del comedor.
- ¡¿Qué está pasando Bob?!- le pregunté sin dejar de apretar los dientes.
- No lo sé Charlie. Pero no pinta bien- dijo con pose preocupada pero calmada.
Bob fue hacia la cocina con la escopeta aún en la mano y yo detrás de él. Cruzamos la cocina y salimos por la puerta que daba al gran jardín trasero de la casa. Allí Bob estaba recolectando tablas de madera de todo los tamaños. Yo no dejaba de hacerle preguntas intentando entender lo que estaba pasando:
- ¿Has visto lo de los ataques a los policías en el centro de la ciudad?- le pregunté desesperado.
- Si. Lo llevan repitiendo toda la mañana.- dijo mientras continuaba aumentando su colección de listones de madera.
- ¡¿Pero quién son esos tipos, son terroristas?!- pregunté muy preocupado.
- No lo creo.- murmuró continuando con lo suyo sin siquiera mirarme.
- ¡¿Son de alguna mafia?!- volví a preguntar.
- No… - murmuró Bob.
- ¡¿Entonces qué, son de algún tipo de secta?!- seguí preguntando.
- ¡No Charlie, no son de una secta!- me imperó por fin mirándome.
Nada tenía sentido, no conseguía encontrarle la lógica a lo que estaba ocurriendo.
Caminé por el jardín con las manos sobre la cabeza, esperando que en cualquier momento me despertara o al menos se me ocurriera algo. Fijé mi mirada en el horizonte, en la silueta difusa de la ciudad. Me quedé unos minutos observando y pude distinguir lo que parecían ser columnas de humo ascendiendo desde ella. De repente, el sonido de unos rotores me sacó de mi ensimismamiento. Un helicóptero militar se dirigía hacia allí. En ese instante el nombre de mi hermana me vino a la cabeza con angustia.
- ¡ALEX!- grité en mi cabeza.
Me giré hacia Bob que seguía reuniendo diferentes cosas e intenté buscar un poco de alivio en su calmada forma de ser. Pero nada más lejos.
- ¿Crees que esto es muy serio?- le pregunté esperando recibir una respuesta tranquilizadora.
- No lo sé...- dijo mirándome a los ojos.
- ¿Quiénes son esa gente que atacó a la policía?- pregunté.
- Mejor di… “Qué”- dijo.
- ¿Cómo?- estaba desconcertado.
- ¿Te fijaste en como las balas de las pistolas no los derribaban?- preguntó, dejando las cosas y parando por primera vez desde que iniciamos la conversación.
- Si- dije intentando averiguar a donde quería llegar.
- ¿Y supongo que viste lo que hacían cuando alcanzaban a los agentes de policía, no?- me preguntó con una mezcla de indignación y lástima por sus compañeros caídos.
- Si…- respondí con un gesto de repulsión al recordar como aquel individuo había desgarrado el cuello del policía de un mordisco.
Bob se quedó en silencio para permitirme a mi llegar a una conclusión que, si bien ya había barajado, descarté con igual rapidez al considerarla descabellada. Cuando le di vueltas y vueltas a todas las teorías que se me ocurrían y me percaté de que en realidad se reducían a una sola, miré a Bob, que seguía con lo suyo y me atreví a preguntarle.
- -¿No estarás pensando que son… zombies o algo así?- pregunté sin convicción alguna pero con cierta inquietud, temiendo la respuesta de Bob.
- ¿Zombies? No…- respondió rotundamente.
- Menos mal, pensaba que ibas a decir que eran…- logré decir antes de que me interrumpiera.
- Infectados más bien…- dijo.
- ¿¿Qué??- pregunté completamente descolocado.
- Personas infectadas.- no había el más mínimo atisbo de duda en sus palabras.
Hice un esfuerzo por olvidar el grado de dispárate que había alcanzado aquella conversación y seguí preguntando a Bob sobre su teoría a cerca de lo que estaba ocurriendo.
- ¿Infectadas por qué?- pregunté intrigado.
- Ni idea.- no se molestó en teorizar al respecto.
Bob era veterano de la polémica e infame Guerra de Vietnam, y había sido testigo del resurgimiento de la guerra química en Oriente Próximo por parte de Saddam Hussein. Esto había hecho que desarrollara una desconfianza en lo que hacían los gobiernos, o más bien en lo que no se veía que hacían (desarrollo secreto de armas químicas y biológicas, experimentos en animales y quién sabe si en humanos, etc.) que le bastaba para convencerse de que aquello era una clara señal de que algo no iba bien en absoluto.
- -¿Bob, crees que esto vaya a más?- le pregunté.
- Me temo que si.- dijo convencido.
- Bob…, debo ir a la ciudad. Alex aún sigue allí. – le dije esperando algún consejo.
Bob me miró con el gesto desencajado.
- ¿Alex?- preguntó horrorizado. Para él era como una hija más.
- Si…- dije casi sin voz.
- Charlie, te acompañaría pero debo terminar aquí, mis hijas…- dijo con sentimiento de culpa.
- Lo sé Bob, no te preocupes.- le contesté, poniéndole la mano en el hombro para reconfortarle.
- Espera- me dijo y entró en la casa como si se hubiera acordado que tenía la comida al fuego.
No dejaba de pensar, de planear como iba a ir a la ciudad, recoger a mi hermana y salir de allí. No tenía porque pasar nada. Con suerte ella me llamaría diciéndome que se encontraba bien.
Bob volvió del interior de la casa con una pequeña bolsa negra en la mano. Del interior sacó una pistola.
- ¿Y eso?- pregunté inquietado.
- Esto es una Glock 9mm. Una de las pistolas más fiables que existen.- dijo mientras la sujetaba por su empuñadura y la examinaba.
- ¿Qué vas a hacer con ella?- le pregunté un poco preocupado.
- Es para ti.- dijo ofreciéndomela por la empuñadura.
- ¿Para mí, para qué quiero yo una pistola?- pregunté, sujetando la pistola como si sostuviera una bomba a punto de explotar.
- Para protegerte hasta que vuelvas. No sabes con lo que te vas a encontrar en la ciudad.- dijo muy serio.
Me di cuenta de que iba completamente en serio y eso me confirmó la gravedad de la situación. Sujetaba aquella arma con mucho respeto temiendo que en cualquier momento se fuera a disparar y me volara mi propio pie. Bob la cogió por la parte superior y comenzó a darme un cursillo intensivo de dos minutos sobre el funcionamiento y manejo de aquella arma.
- Mira Charlie, esto es el cargador, dentro hay 17 balas.- dijo. Había apretado un diminuto botón y el cargador había caído por su propio peso. Me lo mostró y lo volvió a introducir con un rápido movimiento.
- Entonces tiras hacia atrás de la corredera. Así.- seguía mostrándome.- Ahora hay una bala en la recámara.
Asentía sin entender del todo lo que me estaba explicando.
- ¿Ves este botón de aquí, en el gatillo?- Bob señaló otro diminuto botón en el mismo gatillo de la pistola.
- Si- dije. Hasta entonces sólo había asentido con la cabeza a cada pregunta que me hacía Bob.
- Bien. Esto es el seguro. Se desactiva cuando disparas y se vuelve a activar automáticamente cuando paras. Por lo que el arma esta siempre lista para ser disparada y es segura en todo momento. No estés preocupado porque te dispares en las pelotas o algo así.- bromeó con una leve sonrisa.- No se disparará si tú no quieres que se dispare.
- Vale. – respondí y volví a asentir, por qué no admitirlo, más aliviado.
- Toma, ahora repítelo tú mismo desde el principio.- me dijo ofreciéndome el arma.
Cogí el arma procurando que no me temblara el pulso. Al sentir el peso que le daba al arma el cargador lleno de balas, comprendí que eran ellas las que le conferían al arma su amado y odiado peligro mortal. La sola idea de saber que ese artefacto que sujetaba con la mano podía arrebatar una vida con la facilidad de apretar un gatillo fue suficiente para que el brazo me empezara temblar sin control.
Bob cogió la pequeña bolsa negra que había puesto sobre la mesa en la que había reunido la madera, y sacó de ella otros dos cargadores.
- Charlie, aquí tienes otros dos cargadores, ¿de acuerdo?- me dijo mientras los sujetaba con una misma mano como si fueran un par de cartas de una baraja de naipes.
Cogí la bolsa e introduje la pistola dentro junto con los cargadores de repuesto. Bob me tendió la mano con una leve sonrisa y nos dimos un abrazo como padre e hijo más que como dos amigos. Él había sido desde la muerte de mi padre la única figura paterna que yo había tenido y por eso lo quería como a un padre, y aunque nunca se lo había dicho, estaba seguro de que él lo sabía.
Abandoné la casa de Bob y fui corriendo a mi casa con la oscura bolsa bajo el hombro. Al entrar en casa para coger las llaves del coche encendí el televisor para ver si estaban dando noticias nuevas sobre la horrible situación. Reproducían un mensaje de emergencia:
“Se le pide a la población del estado de Missouri que mantengan la calma. No abandonen sus hogares si no es estrictamente necesario.
Si deben circular por las autopistas, por favor, háganlo con orden y calma.
Repetimos, no abandonen sus hogares si no es absolutamente necesario, si se encuentra en la carretera conduzca con calma y responsabilidad.”
Al verlo supe que mi viaje hasta la ciudad no iba a ser nada fácil, ni tan tranquilo como esperaba que fuese.
Salí de mi casa con las llaves del coche en la mano. Coloqué la bolsa bajo el asiento del conductor y arranqué el coche. Pisé el acelerador y salí a toda velocidad, levantando tras de mi una enorme nube de polvo. Aún no sabía lo que me deparaba mi viaje a la ciudad…
Conduje por una carretera secundaria camino de la autopista sin dejar de pisar el acelerador al máximo. La carretera se extendía dieciséis kilómetros entre frondosos bosques y terrenos de cultivos pertenecientes a las granjas familiares repartidas por todo el condado.
Me sorprendió la tranquilidad que se respiraba. El sol brillaba en el cielo despejado y la larga carretera que se extendía frente a mí se encontraba desierta, como de costumbre. Por un momento olvidé todo lo que estaba pasando; olvidé la horrible situación en la que se encontraba la ciudad. Las terribles imágenes de caos y sangre que llevaban martilleando mi cabeza toda la mañana se disolvieron en una sensación de serenidad casi adormecedora. Todo volvía a la normalidad, a su cauce de calma absoluta.
Sin embargo, una perturbadora visión me devolvería a la cruda realidad de la que me había conseguido evadir por unos minutos. Al pasar junto a la casa de los Stevenson, otros granjeros de la zona, vi como cargaban su coche a toda prisa con todo tipo de cosas mientras sus hijos lloraban asustados en el interior del coche. Miraba por el espejo retrovisor a los desesperados Stevenson en la distancia sin poder evitar pensar en los McKnight y, sobre todo, en mi hermana. En esos momentos mi prioridad era encontrarla y ponerla a salvo.
En los siguientes kilómetros las situaciones como la de los Stevenson se repetirían en cada casa que dejara atrás: familias que abarrotaban sus coches y caravanas de provisiones antes de irse, muchos de ellos sin cerrar siquiera las puertas de sus casas.
Cerca de la entrada a la autopista las carreteras ya no estaban tan despejadas como kilómetros atrás. La gente atestaba las carreteras en sus vehículos, ignorando la advertencia que se estaba dado por la televisión y la radio de evitar en lo posible utilizar el coche para mantener las principales vías de acceso despejadas. Me descubrí pensando en lo irresponsable y temeraria que era toda aquella gente, cargando sus coches hasta los topes y arrastrando muchos de ellos tambaleantes remolques cargados en exceso, amenazantes de volcar y provocar un accidente en cadena que taponaría la carretera sin remedio.
Entonces caí en la cuenta de que yo era uno de ellos. De que al igual que aquellas personas yo también había abandonado mi casa, haciendo caso omiso de las advertencias, y había huido en mi coche para poner a salvo a mi familia. La diferencia era que mi única familia era mi hermana Alex, y aún debería ir hasta el mismísimo epicentro de todo aquel caos para ponerla a salvo.
En la carretera muchos llevaban remolques abarrotados, lanchas e incluso remolques de caballos. A medida que me acercaba a la autopista la densidad de coches aumentaba, haciéndose más lenta la marcha kilómetro a kilómetro, hasta que a tres de la entrada a la autopista el flujo de automóviles se detuvo por completo.
Esperé unos diez minutos dentro mi coche moviendo nerviosamente el pie sobre el pedal del acelerador, aguardando el momento en el que se reanudara la circulación. Pero los coches no se movieron un solo centímetro. Decidí salir del coche y acercarme andando hasta la entrada de la autopista para ver cuál era el motivo del atasco. Cuando llegué vi que la autopista estaba completamente atestada de vehículos de todas las clases y tamaños, los cuáles obstruían hasta el último metro de calzada.
La gente estaba abandonando sus vehículos y continuando a pie por los estrechos huecos que quedaban entre los coches detenidos. Cargaban con las cosas que podían llevar a cuestas, lo que no quiere decir siempre fuera lo imprescindible. No tardé en deducir que la circulación llevaba bastante tiempo estancada y que, por desgracia, no se volvería a reanudar.
Volví corriendo a mi coche y cogí de debajo de mi asiento la bolsa que contenía la pistola y los dos cargadores. Saqué la pistola y me la puse en la parte trasera del pantalón, tapándola con la camisa. Luego saqué los dos cargadores que me había dado Bob, me los metí en los bolsillos y empecé a correr por la autopista en sentido contrario al de la gente.
A diferencia de los cuatro carriles que salían de la ciudad, que estaban saturados de vehículos detenidos; los otros cuatro con dirección a la ciudad permanecían relativamente desiertos. Excepto por los puntuales convoyes militares que se dirigían a la ciudad, permanecía libre de tráfico. Salté el guarda carril que separaba los dos sentidos de circulación y seguí corriendo en dirección Kansas City. Sin embargo, al ser casi atropellado por un camión que transportaba militares decidí salir de la autopista y continuar siguiéndola por el lado exterior. De ese modo podría correr sin temer ser arrollado por los vehículos militares que iban hacia la ciudad a toda velocidad.
Continué siguiendo la autopista hasta que llegué al perímetro de la zona central de la ciudad. Instintivamente me agaché al ver que habían instalado un puesto militar fuertemente armado en los límites de la ciudad. Estaban restringiendo la entrada únicamente a las fuerzas militares, por lo que me tuve que desviar hacia el este y dar un rodeo en busca de algún otro lugar por el que acceder a la ciudad.
Avancé por los parques de las periferias, buscando algún resquicio en el fuerte control militar. Corrí furtivamente por las orillas del Blue River que atraviesa la ciudad de noreste a suroeste, intentando no ser detectado por los helicópteros que sobrevolaban la zona ni por los “humbees” que inspeccionaban los alrededores. A lo largo de todo el perímetro de la zona administrativa de la ciudad estaban estableciendo puestos de control fuertemente armados, conectados entre sí por enormes barreras de alambre de espino. Si no fuera poco, desde los helicópteros “Little Bird” se estaban desplegando francotiradores y apostándose en las azoteas de los altos edificios que rodeaban la zona centro de la ciudad.
Por fin conseguí encontrar una posible vía de acceso al centro de la ciudad. Había un conducto que supuse que pertenecería al sistema de alcantarillado de la ciudad y que desembocaba cerca del Blue River. No estaba seguro de que fuera buena idea adentrarme en aquel mugriento cilindro de hormigón. No tenía ni idea de como me iba a orientar allí dentro ni de si tendría siquiera espacio para moverme. No obstante, cuando quise darme cuenta ya estaba gateando por aquel conducto hacia la oscuridad, que me engulló por completo a medida que avanzaba hacia interior.
Descubriría más tarde que todos aquellos militares tenían mayores preocupaciones que la de evitar que un ciudadano desobediente se colase en la zona de guerra en la que se había convertido el centro de la ciudad de Kansas City. Comprendí que no estaban evitando que entrara nadie en la ciudad, sino que saliera.
Avancé entre aguas residuales y cucarachas mientras los ojos se me acostumbraban a la oscuridad casi total, y hasta que la estrecha abertura dio paso a un sistema laberíntico de galerías abovedadas. Ya me encontraba bajo la ciudad. El sonido de los disparos y los gritos desgarradores de las personas atrapadas retumbaban en las pestilentes paredes del subsuelo. Intenté guiarme en aquel infierno de pasillos y conductos en los que el omnipresente olor a desechos humanos viciaba el aire y hacía insoportable el simple hecho de respirar.
Para ello ascendía periódicamente a la superficie y levantaba levemente las tapas del alcantarillado hasta que apenas quedaba una franja brillante de luz. Por otro lado, el alivio de poder respirar aire fresco se veía ahogado por las imágenes de la gente corriendo por las calles como si el mismísimo Diablo las persiguiera. Aunque no era el Diablo quien las perseguía, sino ingentes hordas de rabiosos infectados. Y ten por seguro, que cuando las alcanzaban no demostraban el más mínimo atisbo de humanidad. No dudaban en desmembrarlas a dentelladas como si de un grupo de hienas que despedazan a un antílope se tratara.
Contemplé horrorizado como un infectado lograba atrapar a la carrera a una mujer pelirroja de unos cuarenta y pocos años. La mujer llevaba una camisa azul claro de seda con flores blancas y una falda beige rasgada por los lados. Iba descalza y me imaginé que la pobre mujer habría perdido zapatos en la huída, o se habría descalzado para poder correr mejor y huir de las hordas de infectados que habían sitiado la ciudad.
Aquel infectado la agarró por la camisa y la mujer calló de espaldas con un golpe seco sobre la acera que hasta a mi me dejó sin respiración. Antes de que a la mujer le diera tiempo a reaccionar, le asestó varias dentelladas en el cuello, desgarrándoselo casi por completo. La cabeza bamboleante quedó sujeta al cuerpo únicamente por una expuesta columna vertebral y unos pocos músculos y tendones. El infectado amputó de un solo mordisco la lengua que se había retraído y que asomaba por el conducto de la laringe.
Los borbotones de sangre que manaban de la caverna que segundos antes había albergado la tráquea, parecieron enloquecer aún más a aquel infectado que de pronto pareció obstinarse en llegar hasta el lugar del que brotaba aquella sangre. Empezó a abrirse paso nerviosamente por el rugoso conducto, tráquea abajo, mientras la mujer aún convulsionaba. De pronto apareció un grupo de infectados que envolvió a la agonizante mujer y comenzaron a despedazarla. Unos infectados tiraban y clavaban sus dientes en las piernas y la cadera de la mujer. Desgarraban los muslos a la vez que otros intentaban acceder al interior del torso ya sin brazos a través del abdomen. Los infectados tiraban en direcciones opuestas y el cadáver de la mujer se contorsionaba como un maniquí ensangrentado.
Finalmente, el desmembrado torso de la mujer sucumbió a las fuertes tensiones y se partió en dos, derramando sus entrañas por toda la acera. Cuando el grupo se dispersó atraído por los gritos que impregnaban el aire de la ciudad, lo único que quedaba de la mujer era un montón sanguinolento no mayor que un amasijo informe de carne y huesos. En medio del frenesí de sangre y vísceras la cabeza decapitada había rodado hasta quedar atascada en un desagüe cercano.
Las náuseas despertaron en mi estómago como un volcán a punto de hacer erupción. Apenas me dio tiempo a bajar la escalera de metal hasta el interior de la cloaca antes de que por mi esófago ebulliera un géiser de vómito ácido y ardiente. Mi mente era incapaz de asimilar lo que acababa de presenciar. No lograba procesar la carnicería que acababa de contemplar y me esforzaba en permanecer centrado en mi prioridad: evitar que Alex sufriera el mismo destino de aquella pobre mujer.
Continué andando más de una hora por el laberinto de cloacas, ascendiendo a la superficie periódicamente para guiarme. En cada ocasión que levantaba las pesadas tapas de hierro, las imágenes de violencia y caos se repetían: gente corriendo por calles llenas de cadáveres mutilados, huyendo de los infectados. Fui testigo del fracaso del ejército en la actuación de contención de la invasión. A los soldados les era imposible contener a las hordas de infectados, que ignoraban los disparos y les arrinconaban tras sus vehículos. Los desconcertados soldados disparaban sus armas a la desesperada sin entender por qué aquellas personas no se desplomaban, o si lo hacían, por qué volvían a levantarse. Entonces, incapaces de dar abasto, era rodeados y finalmente masacrados de una forma brutal.
Seguí avanzando por el subsuelo pero a un par de manzanas del edificio de mi hermana una puerta de metal con rejas me impidió proseguir. Tuve que abandonar el refugio que me brindaban las alcantarillas y continuar por la superficie, expuesto al caos de la ciudad.
La calle estaba abarrotada de coches abandonados. Al salir me resguardé tras uno de ellos, y ojeé por encima del capó del coche los alrededores antes de desplazarme hasta un furgón de reparto que estaba cruzado en la carretera, invadiendo la acera. En el último momento tuve que abortar la idea, un grupo de infectados diseminados entre los coches andaban con parsimonia en mi dirección. Había inspeccionado los alrededores en busca de infectados cuando salí de las alcantarillas pero no me había percatado de ellos porque desde la boca de alcantarilla la gran cantidad de coches abandonados me limitaban considerablemente el campo visual.
Apoyado de cuclillas contra el coche, luchaba conmigo mismo por no caer presa del pánico. La arteria carótida me palpitaba en el cuello y me provocaba un dolor taladrante en las sienes. Casi podía notar en mi boca el sabor de la adrenalina, saturándome el torrente sanguíneo. Me saqué la pistola de la parte trasera del pantalón en un primer acto reflejo, y la amartillé lenta y suavemente, procurando no alertar de mi presencia a los infectados que cada vez se encontraban más cerca. No podía correr hacia ningún otro sitio, casi los tenía encima. La única opción era meterme bajo el coche tras el que me escondía y rezar porque no repararan en mí y siguieran de largo.
Me arrastré bajo él y permanecí lo más inmóvil y callado posible, sin perder de vista los pies de aquellos infectados. Algunos estaban descalzos, podía saber que algunos de ellos eran mujeres porque llevaban zapatos de tacón u otros zapatos femeninos. Los que no habían perdido los zapatos, los tenían rotos o se les habían roto los tacones y caminaban con cojera. Incluso sus zapatos o sus pies, estaban cubiertos de sangre seca.
Algunos de ellos tenían los pies en carne viva. Sus uñas habían desaparecido o las tenían colgando; las plantas de sus pies descalzos habían perdido gran parte de la piel y dejaban a su paso huellas sangrientas en el asfalto. Recuerdo uno de ellos, una mujer o eso di por sentado. Llevaba unos altos tacones amarillos de charol, pero había perdido uno ellos, el derecho. Cubierto por manchas de sangre seca, tenía grietas y rozamientos que le quitaban gran parte de su brillo. El pie descalzo llevaba una media negra raída y desgastada por correr por el asfalto. La sangre parcialmente coagulada le goteaba de la planta del pie despellejado. Su piel era clara, casi amarillenta. El tono pálido de la piel contrastaba con el de la pintura color cereza de las uñas que aún conservaba.
La mujer se paró cuando llegó a mi altura y se giró hacia el coche. Mi corazón se detuvo. Pensé que me habría visto u oído, por lo que me preparé para lo peor y empuñé con fuerza la pistola, apuntando a sus piernas por si en cualquier momento fuera a por mí. La mujer permaneció allí unos segundos, inmóvil, y entonces empezó a aporrear el coche que se bamboleaba de un lado para el otro con el quejido metálico de los amortiguadores. Ya estaba preparado para afrontar la situación de un ataque cuando la mujer paró sin más con sus golpes y continuó con su lenta y coja marcha. Tal vez habría visto su reflejo en una de las lunas del coche y pensaría que había alguien dentro. Justo en el coche bajo el que me escondía temblando como una nenaza, cómo no.
Cuando todos habían pasado junto al coche y se habían alejado bastante, esperé unos minutos más para asegurarme y ojear bien los alrededores. Comencé a arrastrarme hasta el coche de en frente que se encontraba casi pegado al mío. Así hice con varios coches, arrastrarme bajo ellos y ojear a mí alrededor para no ser sorprendido por otro grupo de infectados que pudieran pasar desapercibidos entre los vehículos.
Continué con ese “modus operandi” hasta que la densidad de coches abandonados disminuyó y el espacio entre ellos se amplió. Entonces el ir a rastras se volvió más peligroso ya que me podría ver sorprendido mientras me deslizaba por el suelo. En tal caso no tendría demasiadas posibilidades de salir de una pieza.
Corrí hacia una cafetería delante de mí situada en una esquina. Desde allí, a doscientos metros, podía ver la entrada del edificio donde trabajaba mi hermana. Inspeccioné el terreno, observé los alrededores en busca de infectados y empecé a correr lo más rápido y furtivamente que pude.
La puerta de cristal de la entrada del edificio estaba hecha añicos. Al entrar las paredes estaban llenas de salpicaduras de sangre y marcas de manos ensangrentadas, y en el suelo había un reguero de sangre que iba desde el mostrador de recepción hasta los ascensores. A juzgar por aquella espantosa estampa algo horrible había tenido lugar allí.
Me dirigí a los ascensores pero al apretar el botón no obtuve ninguna respuesta. No había corriente eléctrica en los ascensores por lo que tuve que subir por las escaleras los seis pisos que había hasta la planta donde trabajaba mi hermana. La adrenalina me ayudaba a que los calambres resultaran más llevaderos y que apenas me percatara de que los sufría. Sin embargo, no surtía efecto alguno en mis pulmones, que al llegar a la sexta planta me ardían en el pecho como si se cocieran desde dentro en brasas candentes.
La puerta que conducía a las oficinas estaba entreabierta y tenía manchas de sangre, algunas de ellas con formas palmares. Abrí cautelosamente la puerta pistola en mano para acceder a la zona de trabajo. Todo estaba en absoluta tranquilidad, no había presencia de infectados ni de otras personas. Un silencio sepulcral inundaba la planta, interrumpido ocasionalmente por sirenas y sonidos amortiguados de disparos lejanos. El suelo estaba cubierto de papeles multicolores y demás material de oficina esparcido por todos los pasillos. Los rastros de sangre continuaban por paredes, suelo y las puertas cerradas del ascensor al otro lado de la sala.
Me dirigía hacia la mesa de mi hermana, caminando entre los diminutos cubículos de trabajo cuando escuché algo al fondo, detrás de mí. Era un leve ruido al otro lado de la planta, procedente del interior de un despacho. Creí que habría alguien dentro e instintivamente grité el nombre de mi hermana:
- ¡Alex! ¡¿Alex eres tú?!- exclamé, deseando con todas mis fuerzas que fuera ella.
Al escuchar mi voz lo que estuviera dentro del despacho empezó a golpear con violencia la puerta, que apenas consiguió contenerlo unos segundos, hasta que la endeble cerradura cedió y la puerta se abrió con el crujido de las bisagras al romperse. Del interior salió disparado un tipo que al verme cargó hacia mí a toda velocidad. Era un hombre alto y delgado, con el pelo moreno engominado y vestido con un sofisticado traje de color gris brillante. Su cara estaba desencajada en un gesto indescriptible de furia y ansia irrefrenable, la cual irradiaba a través de sus ojos inyectados en sangre. Su boca abierta y ensangrentada mostraba su letal dentadura lista para despedazarme sin un ápice de remordimiento.
Permanecí allí estático con la pistola en la mano pensando que hacer mientras aquella bestia con forma humana cargaba contra mí. No dejaba de repetir en mi cabeza lo estúpido que era por andar gritando sin asegurarme de quien o qué quedaba aún en el edificio. Di unos pasos hacia atrás y levanté la mano pidiéndole que se detuviera:
- ¡Señor… por favor… deténgase! - le pedí mientras cargaba contra mí.
Aquel hombre siguió corriendo hacia mí sin dar la mínima señal de poder comprenderme. Entonces le apunté temblorosamente con la pistola y, entornando los ojos, apreté el gatillo. Le disparé dos veces, acertándole en el esternón y debajo de la clavícula izquierda. El tipo se desplomó de bruces en el suelo enmoquetado delante de mi. Miraba a aquel hombre tirado boca abajo en el suelo con los dos agujeros de las balas en su caro y hortera traje sin poder evitar pensar si realmente estaría infectado o si simplemente querría que le ayudase. Comenzaba a convencerme de que había matado fríamente a una persona inocente cuando aquel tipo abrió los ojos y empezó a moverse:
-¡Joder! ¡¿Cómo puede ser?! ¡Pero si le he disparado dos veces!- exclamé incrédulo. Di unos pasos hacia atrás para no caerme de culo de la impresión.
Aún con los dos balazos en el cuerpo aquel individuo seguía intentando incorporarse para darme caza. Se arrastraba por el suelo, rezumando un fluido oscuro por los orificios de bala. Del interior de su garganta borboteaba una secreción negruzca y burbujeante debido a la cuál producía un espeluznante grito ahogado. Espantado e incapaz de asimilar la grotesca realidad que se arrastraba por el suelo hacia mí, levanté la pistola y, apuntándole a la cabeza, abrí fuego. La bala le penetró por la frente y le atravesó por completo el cráneo. Un chorro de oscura sangre semicoagulada, bombeada irregularmente desde el interior de la cabeza, le mano del orificio abierto por el proyectil al salir por la parte trasera del cráneo. Aquel disparo en la cabeza consiguió que el tipo permaneciera, definitivamente, inmóvil en el suelo. Entonces me cercioré de que el ruido de los disparos no había atraído a mas infectados y continué buscando pistas del paradero de Alex.
En el cubículo de mi hermana todo estaba como lo había dejado antes de tener que huir: una foto de nosotros dos de niños con mama y papa en unas vacaciones de verano que fuimos al Gran Cañón en una visita a la tía MaryLou (hermana de mi madre) que vive en Arizona en el condado de Mohave; una taza medio vacía de café de Aerosmith ya completamente frío y un pequeño peluche de Garfield que había ganado para ella hacia tiempo en una feria (solo había sido capaz de acertar una vez en el tiro al blanco de las cinco necesarias para optar al premio, por lo que creo que el feriante me dio el peluche mas por compasión que por otra cosa).
La pantalla del ordenador había dado paso hacia tiempo a un salvapantallas animado de un fondo submarino de vivos colores. No conseguía encontrar ninguna pista de donde podría haber ido mi hermana. Ojeaba los papeles que había sobre la mesa cuando por accidente volqué la taza de café, que derramó su contenido sobre el teclado del ordenador y los papeles repartidos por toda la mesa. Mientras me apresuraba a salvar los documentos del frío café me di cuenta de que el salvapantallas se había desactivado al mover sin darme cuenta el ratón. Allí estaba. Un mensaje escrito de mi hermana:
Charlie voy a casa. Vuelve cuanto antes y ten cuidado por favor. Te quiero.
Alex.
Lo habría escrito cuando se hizo evidente la necesidad de huir de allí. Seguramente habría estado intentando ponerse en contacto conmigo de todas las maneras posibles y al serle imposible, decidiría ir al sitio que le parecía más seguro en esos momentos: la casa de nuestros padres. Dio por sentado que al igual que ella yo intentaría ponerme en contacto con ella y que al no conseguirlo, iría a buscarla de inmediato para ponerla a salvo. En tal caso lo único que podía hacer era mostrarme cuales eran sus planes y esperar conocerme lo suficiente como para que los descubriese, algo que acababa de confirmar.
Abandoné las oficinas y comencé a bajar las escaleras a toda prisa. De repente unos infectados irrumpieron en las escaleras unos pisos mas abajo. Alertados de mi presencia empezaron a subir atropelladamente las escaleras. Gritaban y jadeaban mientras yo luchaba con los atrofiados músculos de mis piernas para subir las escaleras y escapar de aquellos animales rabiosos que me pisaban los talones cada vez más. Entonces una voz femenina, procedente de los pisos superiores, me gritó:
- ¡Aquí! ¡Aquí, sube! ¡Rápido!- me exclamó una chica pelirroja tres pisos más arriba.
Hice un último esfuerzo y exprimí la poca energía que me quedaba en un desesperado sprint final. Al llegar, me colé por el estrecho hueco de la puerta entre abierta antes de que la cerraran rápidamente tras de mí. Varias personas empezaron a colocar contra la puerta mesas, sillas y demás mobiliario de las oficinas para bloquearla. Los infectados aporreaban la puerta, que se estremecía con cada impacto mientras nos apoyábamos contra ella para sujetarla, temerosos de que no soportara las fuertes embestidas.
Tras cinco minutos interminables los infectados cesaron en su intento por entrar y el silencio se hizo al otro lado de la puerta. Preocupado por si pudiesen entrar desde otro punto, le pregunté a los tipos que estaban sujetando la puerta junto a mí:
-¿No podrán entrar por otro sitio?- dije aún apoyado contra la puerta.
- No, sólo hay esta puerta y los ascensores, y los hemos inutilizado.- dijo un tipo alto y corpulento a mi lado.
Una vez la adrenalina volvió a unos límites razonables y nos pudimos permitir relajarnos, me giré hacia las personas que se habían dispuesto entorno a la puerta:
- Hola soy Charlie- me atreví a romper el hielo.
- Yo soy Ben- me dio la mano con firmeza, empujando a una chica al hacerlo. Un tipo alto y con gafas de unos veintiocho años. Una incipiente calvicie empezaba asomar por su coronilla y la parte alta de la cabeza. Era quien me había aclarado lo de los ascensores cuando estábamos apoyados contra la puerta.
- Yo soy Rosemary – una chica bajita y pecosa con una rojiza melena ondulada que me ofreció la mano con cierta timidez. Era la chica a la que Ben había empujado al tenderme la mano.
- Robert, pero puedes llamarme Robbie- dijo un tipo bajo y corpulento, tendiéndome la mano. Con el pelo corto y ligeramente engominado, llevaba una camiseta de manga corta a cuadros y una corbata marrón que descansaba sobre una abultada barriga. Inspiraba confianza y humildad, a diferencia de Ben que desprendía prepotencia y petulancia por cada poro de su grasienta piel.
- Ella es Stacie- me señalo Rosemary, refiriéndose a una chica rubia sentada sobre una mesa apartada del grupo. Con un elaborado maquillaje y una manicura impecable, mascaba un chicle con desgana. En lugar de tenderme la mano me regaló un leve saludo con la mano, acompañado de una pompa de chicle fucsia.
Se respiraba un sentimiento de incertidumbre y resignación en el grupo, que estaba disperso por toda la sala. Los miraba como permanecían sentados, inactivos sin que hacer nada para salir y escapar de todo aquello. No comprendía que se limitasen a esperar. ¿Pero esperar a qué? ¿A que empeorase la situación aún más? ¿A que los infectados lograsen por fin derribar la puerta? Era ridículo. Debía salir de allí y reunirme cuanto antes con mi hermana:
- Bueno, ¿y cuál es el plan?- pregunté esperando encender alguna chispa de animo en ellos.
Todos se miraron entre sí en silencio, esperando a que alguno diera la mala noticia:
- El plan es quedarnos aquí y esperar a que esta locura acabe. No serán más que unos hippies puestos de LSD y anfetaminas manifestándose para salvar la selva amazónica o unos estupidos demócratas idealistas exigiendo otra vez una reforma de la sanidad, o quizás una mezcla de ambos - dijo Ben imponiendo su pensamiento sobre el grupo.
- ¿Que? ¿Pero de que demonios estas hablando? ¿Dónde has estado las últimas siete horas? ¿A caso le has echado un vistazo a la televisión? ¿A caso has mirado por la ventana el caos que hay en las calles?- dije estupefacto por lo estupidamente ajeno que permanecía a todo el horror que se vivía en esos momentos en la ciudad.
- Bah…, yo ya se lo que esta pasando. Esto ya se vio en los disturbios de Los Ángeles de 1992. Entonces la gente acabó comprendiendo a base de disparos y botellazos que lo mejor era atrincherarte con un bate en donde te encontraras y esperar a que la policía controlara la situación. Y eso es lo que vamos a hacer: permaneceremos aquí, a salvo, hasta que las fuerzas de seguridad les den una patada en el culo a esos yonquis anarquistas y los metan a todos en la puta cárcel de por vida- decía una vez mas imponiendo su voluntad sobre los demás como un dictador en su propio reino sometido que era la planta en la que nos encontrábamos, y Stacie, Robbie y Rosemary sus súbditos.
- ¡¿Qué!? ¡Esto no tiene nada que ver con los disturbios de Los Ángeles Ben, esto es mucho más serio! ¡Esas personas no están drogadas, esas personas han sido infectadas por algo y están matando a todo el mundo sin contemplaciones! ¡Debemos salir de aquí ya, debemos ir a un lugar seguro!- le gritaba exasperado, intentando hacerle entrar en razón.
- ¿Salir? ¿Salir ahí afuera? Ni hablar. Esperaré a que la policía lo solucione y entonces podremos salir.- dijo Stacie sin dejar de examinar su manicura en busca de alguna imperfección.
- No pueden arreglarlo. Esto solo puede ir a peor. Está yendo a peor.- le dije sin creer su ingenuidad casi infantil respecto a lo que estaba ocurriendo.
- ¿Y que podemos hacer…?- se atrevió a preguntar Rosemary con una voz casi inaudible.
- Debemos salir de aquí, debemos irnos de la ciudad. Conozco a una gente que tiene una casa a las afueras, allí estaremos a salvo- les dije esperando que entraran en razón.
Se quedaron en silencio mirándose nuevamente entre sí. Ben los fulminaba a cada uno con una mirada con la que parecía pretender subyugarlos a todos bajo su voluntad:
- Me parece buena idea. - dijo Robbie, que había permanecido en silencio hasta entonces.- Es mejor que quedarse aquí a esperar.
- Y a mi…- le siguió tímidamente Rosemary...
Ben se quedó mirándolos sin creer que se atrevieran a cuestionar su decisión. Stacie y el seguían siendo reacios a irse, seguían teniendo la ingenua esperanza de que los acabarían rescatando.
- Es lo mejor que podemos hacer, aquí no nos podemos quedar. Tarde o temprano acabaran entrando- les dije señalando con la mirada la maltrecha puerta bloqueada con sillas y mesas, que empezaba a mostrar alguna que otra grieta.
- ¿Y cómo tienes pensado hacerlo mmm… Charlie? Los ascensores están fuera de juego y los yonquis esos nos esperan tras esa puerta.- preguntó Ben con cierta condescendencia, aunque al menos empezaba a mostrar cierto interés por la idea de salir de allí.
- ¿Los ascensores están definitivamente inutilizados?- pregunté.
- Pues claro. Yo mismo me los cargué.- se apresuró a contestar Ben con orgullo.
- Puede que no. Tal vez podría hacerlos funcionar de nuevo.- aclaró Robbie, frotándose la perilla en gesto pensativo.
Robbie y yo fuimos hasta el panel eléctrico que se encontraba en un pequeño cuarto al lado del ascensor. Ben no se había molestado en buscar los cables concretos y desconectarlos, sino que los había arrancado de cuajo indiscriminadamente. Rowie encendió la pequeña linterna, y sujetándola con los dientes, empezó a rehacer las conexiones. Después de un rato, y alguna que otra pequeña descarga, Robbie consiguió restablecer el suministro eléctrico en la planta y el ascensor.
Para nuestro desconcierto, a medida que el ascensor se aproximaba a nuestra planta se podía escuchar un leve gemido en su interior. Ben, Robbie y yo aguardamos delante de las puertas del ascensor preparados para lo que estuviera dentro. Ben portaba un palo de golf, yo empuñaba mi pistola de nueve milímetros y Robbie lo que parecía un trofeo transparente de metacrilato con forma piramidal en el que se leía en letras grabadas: “Al mejor manager comercial Aston Murray 2001”.
Cuando el ascensor llegó a nuestra planta, las puertas se abrieron con un pitido. En el interior yacía una mujer sentada en el suelo, apoyada contra una de las paredes del ascensor. Parecía estar muerta o eso habría sido lo normal ya que le sobresalían los intestinos del abdomen y la pierna izquierda la tenía completamente fracturada a la altura de la espinilla. Sin embargo, al reparar en nosotros pareció reanimarse y empezó a arrastrarse ansiosamente hacia nosotros con sus ojos vidriosos clavados en nosotros. Tambaleante, semejante a una persona ebria, se apoyo en el umbral de las puertas del ascensor y a duras penas logró ponerse en pie. Iba hacia nosotros arrastrando la pierna rota por la que asomaban los huesos a través de los músculos desgarrados y la piel:
- ¡Es Stephanie!- exclamó incrédula Rosemary al reconocer a la mujer.
- ¿Quién?- pregunté sin quitarle los ojos de encima.
- Es… la recepcionista – murmuró Robbie con el pesado trofeo en las manos.
Enseguida caí en la cuenta: el reguero de sangre que había visto en la recepción pertenecía a esa mujer. Tal vez la habrían atacado y, tras conseguir huir, se refugiaría en el ascensor hasta sucumbir finalmente a la infección.
Todos permanecían atónitos a una distancia prudencial, viendo como aquella mujer, aun con las vísceras colgando del abdomen, seguía caminando con relativa normalidad. Tuve la impresión de que era la primera vez que tenían un contacto tan cercano con la infección y veían de ese modo lo que ello significaba:
- ¡¿Pero que coño?! ¡¿Qué es eso?! ¡¿Como puede seguir andando con las tripas colgando joder; pero si tiene la pierna destrozada, es que no le duele?! ¡Joder!- grito Ben aterrorizado mientras mantenía el palo de golf delante de el a modo de espada, el cual se movía temblorosamente a medida que se acercaba la mujer a nosotros.
- Esto es lo que te estaba intentando explicar. ¿Qué Ben, crees que ira puesta de LSD?- le pregunté con sorna, aprovechándome de su estado de “cagaditis aguda”.
La mujer pareció decantarse por Ben, que al verse acorralado contra el dispensador de agua la golpeó con fuerza en el lado izquierdo de la cabeza. La recepcionista perdió el equilibrio sin remedio al no contar con más apoyo que su única pierna “sana” y cayo sobre una mesa cercana. Antes de que le diera tiempo a reaccionar la mujer se abalanzó sobre Ben y le mordió en el cuello. Ben consiguió quitársela de encima, y mientras le sujetaba los brazos para evitar las mortíferas dentelladas que lanzaba a escasos centímetros de su cara, Robbie aprovechó para acercársele por detrás y hundirle el pesado trofeo piramidal de metacrilato en el cráneo. La mujer se desplomó como si de una marioneta a la que le cortaran todos los hilos que la mantienen erguida de golpe se tratara:
- ¿Estas bien?- le pregunto Robbie a Ben, con el cadáver de la mujer desmoronado de cualquier forma a sus pies.
- Si… Estoy bien, es superficial.- respondió Ben con la mano sobre la marca de la dentadura que le había dejado en el cuello la recepcionista Stephanie.
Comenzamos a entrar en el cubículo del ascensor, evitando con una mezcla de miedo y repulsión el cadáver de la recepcionista. Ben y Stacie abandonaron por fin su estupida idea de permanecer allí esperando y acabaron uniéndose con nosotros dentro del ascensor. Cuando todos hubieron entrado, Robbie apretó el botón de la planta cero y el ascensor empezó a descender con una leve sacudida inicial. Al llegar a la recepción nos preparamos para la posibilidad de que estuviera tomada por los infectados. Ben, Robbie y yo nos colocamos junto a la puerta en guardia, preparados para lo peor. Sin embargo, cuando las puertas se abrieron las puertas nos encontramos con una recepción completamente desierta. Entonces salimos con cautela del ascensor y sin más rodeos, nos preparamos para abandonar el edificio. Nos aseguramos de que la calle estaba despejada y era seguro salir, y entonces emprendimos nuestra marcha uno detrás del otro, corriendo pegados a la pared del edificio.
Las calles de la ciudad estaban extrañamente desiertas, los sonidos de disparos se escuchaban a lo lejos y no había rastro de infectados. No obstante, si lo había de su paso. Los cadáveres mutilados de los civiles y soldados que no llegaron a convertirse en rabiosos infectados, yacían descomponiéndose en las calles desoladas. Además serían alrededor de las tres de la tarde y los cerca de treinta grados que habrían contribuían a que los cuerpos comenzaran a desprender un hedor casi insoportable.
Fuimos en busca de algún vehículo con el que poder abandonar la ciudad con rapidez.
La verdad es que no nos llevo mucho tiempo encontrar uno, las calles estaban atestadas de ellos. Encontramos una Cadillac Luxury gris metalizado intacto con las llaves aun en el contacto, abandonado junto a una oficina de turismo que ofertaba excursiones a Sant Louis para visitar el Gateway Arch a orillas del Missisipi. Estaba detenido frente a un enorme embotellamiento que ocupaba todo el ancho de la calle. Un camión de bomberos había volcado en medio de la calzada, taponando la circulación en ambos sentidos. La escalera estaba desplegada y al caer había cortado la fachada de un edificio, dejando una larga cicatriz en los grandes ventanales de cristal.
Condujimos dirección sur con la idea de dar con alguna carretera secundaria por la que llegar hasta casa de Bob y de ese modo evitar las colapsadas autopistas y demás vías principales. Pero cuando llegamos a los límites del área metropolitana nos topamos con la barrera que el ejército había dispuesto alrededor de la ciudad para retener la invasión. Frente a ella una montaña pestilente de cadáveres de más de dos metros de altura se extendía a lo largo de toda la alambrada. Hombres, mujeres y niños infectados yacían apilados uno encima de otro, cosidos a balazos. De la presencia militar no quedaba ni rastro, salvo algunos cuerpos desmembrados irreconocibles con uniformes militares hechos jirones. Era jodidamente evidente que habían fracasado conteniendo la infección.
Detuvimos el coche frente aquella montaña pestilente para buscar algún punto por el que atravesarla. Inspeccionábamos los alrededores y posibles vías de acceso a través de la barrera cuando Stacie empezó a gritar desde el coche:
- ¡Aaaaahh! ¡Esas cosas, vienen hacia aquí!- gritaba histérica desde el asiento trasero del coche.
Cientos o quizás miles de infectados corrían hacia nosotros desde el otro extremo de la calle a toda velocidad. No había tiempo para planear una elaborada estrategia de escape, así que nos subimos a toda prisa en el coche y dimos marcha atrás dispuestos a atravesar aquella barricada de cuerpos humanos como fuera. Pise al máximo el pedal del acelerador y el coche salio disparado con el chirrido de las ruedas humeantes al derrapar en el asfalto. Nos sujetamos con firmeza a lo que pudimos antes alcanzar violentamente aquella montaña blanda de carne a noventa kilómetros por hora. El coche, con la tracción a las cuatro ruedas actuando sobre torsos, extremidades y rostros, rodó sobre los cuerpos apilados como si de una rampa putrefacta se tratara, volando por los aires a más de siete metros de distancia. Una sensación de vértigo nos encogió el estómago al sobrevolar la barrera de alambre de espino.
Aterrizamos pesadamente en la carretera al otro lado de la alambrada. El coche toco suelo primero con la parte delantera, que se doblo y retorció con la facilidad del metal más maleable. Los amortiguadores alcanzaron su límite de compresión, los bajos del coche se estamparon contra el asfalto y los neumáticos se oprimieron contra la carrocería. El neumático trasero izquierdo no soportó la presión y estallo con el estruendo de un potente petardo. Aun así seguí exprimiendo el acelerador al máximo, no podía permitirme detener el coche hasta que hubiésemos escapado de la ciudad y el alcance de las hordas de infectados.
Mientras nos alejábamos del centro de la ciudad con la yanta trasera desnuda, expulsando un chorreo de chispas a nuestro paso, miraba por el espejo retrovisor como los infectados escalaban la montaña de cadáveres y traspasaban el alambre de espino sin dificultad, ya no quedaba ninguna fuerza militar que opusiera resistencia ante la invasión. Aquella horrible imagen me dejo entrever que desde ese momento no dejaríamos de huir, aquellos infectados nos perseguirían allá donde fuéramos.
DEVASTATION
Capítulo 1.
Fresca Mañana
El Comienzo
Fresca Mañana
El Comienzo
Martes 4 de junio de 2002.
Serían alrededor de las 9:20 de la mañana cuando el suave rumor de lo que parecían unas sirenas lejanas me sacó de mi sueño. Hacía una mañana perfecta, con un inmenso cielo azul y un sol espléndido. Tomé una bocanada de la fresca brisa matinal y me fui a la ducha. Al acabar bajé a la cocina, encendí el pequeño televisor de la encimera y me preparé algo rápido para desayunar.
Vertía leche en mi tazón de cereales sin prestar demasiada atención a lo que daban en la televisión. No obstante, me disponía tomar la primera cucharada de cereales cuando una palabra pronunciada por la reportera de las noticias del canal 4 llamó mi atención: “zombies”. Intrigado, subí el volumen del diminuto televisor para ver de que variopinta noticia se trataba.
La reportera, visiblemente nerviosa, informaba sobre una enorme masa de personas que descontroladas estaba sembrando el pánico en las calles de la ciudad. Además, y esto me pareció de lo más surrealista, comunicaba que: “los disparos efectuados por los agentes de policía no logran detenerlos […], siguen caminando hacia los coches de la policía sin que los agentes logren abatirlos”. Intenté averiguar el lugar del que se trataba, donde estaba ocurriendo tal locura. Pude reconocer la calle Broadway Boulevard detrás de la reportera, en Kansas City MO.
Parecía ser la retransmisión de un tiroteo entre la policía y un grupo de individuos completamente fuera de control, algún tipo de batalla campal o algo así. Había muchos policías apostados tras sus coches patrulla disparando a las personas que corrían a toda velocidad hacia ellos. Sin embargo, aquellos hacían caso omiso de los boquetes que las balas de los rifles y escopetas hacían en sus cuerpos. Los individuos se aproximaban a los agentes de policía a toda carrera. Poseían un gesto de furia en sus ensangrentados rostros apenas humano. Las cámaras de video aficionados captaron como algunos agentes eran alcanzados por aquellos individuos, e incluso el cámara que retransmitía la noticia tuvo la sangre fría de mantenerse en su puesto y filmar uno de aquellos salvajes ataques:
Un policía abría fuego desesperadamente contra uno de aquellos individuos que a toda carrera, cargaba contra él. Antes de que al agente le diera tiempo a reaccionar, el tipo se le abalanzó. En el suelo, el policía intentaba alcanzar su arma que se hallaba a cinco metros de él y que había volado por los aires por el violento impacto. Pedía ayuda a sus compañeros, a escasos metros de él, desbordados por las incesantes oleadas de individuos que como aquel parecía haber sucumbido a la locura.
Aquel hombre forcejeaba con el policía e ignoraba los disparos que los otros le hacían a escasos metros mientras intentaba abrirse paso entre los antebrazos del agente a mordiscos y zarpazos como un animal rabioso. Cuando consiguió traspasar la barrera que el agente creaba con sus brazos el furioso atacante fue directo a la cara del policía. De un solo bocado le arrancó la nariz, de la cuál brotó un géiser chisporroteante de sangre. Después de desfigurarle la cara al agente de policía, le desgarró gran parte del cuello de una poderosa dentellada.
En ese momento, varios compañeros acudieron en su ayuda y lograron, por fin, quitárselo de encima. Los dos policías lo sujetaron por ambos brazos, procurando mantenerse fuera del alcance de sus dentelladas. Entonces un tercero colocó el cañón de su arma frente al rostro del rabioso individuo y abrió fuego. Sólo entonces el animal rabioso que era aquel hombre reposó inerte sobre el asfalto mientras un charco de sangre se expandía desde el boquete que la bala había abierto en la parte trasera de su cráneo.
Desgraciadamente, ya era demasiado tarde para el policía herido. Hacía tiempo que sus gritos se habían ahogado bajo las bocanadas de sangre que el hombre expulsaba con cada expiración en su intento por respirar mientras su vida se le escapaba con cada chorro de viva sangre arterial que su yugular, completamente seccionada, proyectaba a varios metros de distancia.
De improvisto, uno de aquellos individuos rabiosos cargó contra los medios que se habían apostado al otro lado de la calle para retransmitir la noticia seguido de media docena más. Todos los reporteros y cámaras salieron corriendo en estampida mientras eran perseguidos por aquellas bestias. En la huída la cámara siguió recogiendo una tambaleante imagen de los pies del cámara y el suelo. Unos minutos más tarde la imagen se cortó al caerse la cámara al suelo.
No recuerdo cuanto tiempo permanecí allí sentado mirando la nieve de la pantalla del televisor en estado casi catatónico, con una cucharada de pasados y fríos cereales aún en la mano. Cuando volví en mí, me puse en pie de un salto y descolgué violentamente el teléfono de la pared. Intenté llamar a mi hermana menor Alex que trabajaba en el centro de la ciudad. Era relaciones públicas de una empresa de telecomunicaciones a pocas manzanas de donde había ocurrido aquel incidente.
Intenté una y otra vez contactar con ella, tenía que saber si estaba bien. Además, ella me podría aclarar que demonios estaba ocurriendo allí. ¡Podría ser alguna estrategia promocional de una puta película de Hollywood! Mi cabeza intentaba buscar una explicación racional mientras esperaba que el teléfono diera tono. Sin embargo, y para mi mayor preocupación, una grabación con voz femenina me informaba de que todas las líneas se encontraban ocupadas.
Comprendí que algo iba realmente mal. Me tomé un minuto para ordenar la maraña de pensamientos que en esos momentos era mi cabeza e intentar pensar que debía hacer.
Lo único en lo que podía pensar era en que lo que acababa de ver no podía ser verdad: ¡Los zombies no existen! ¡La gente no se come entre sí, al menos en Missouri joder!- gritaba dentro de mi cabeza. La imagen de aquellos individuos corriendo furiosamente hacia los policías sin que la descarga de disparos en sus cuerpos les afectara lo más mínimo rebatía todas las teorías que desesperadamente intentaba desarrollar mentalmente.
De repente, un nombre se apareció en letras mayúsculas en mi cabeza: BOB.
Bob McKnight era mi vecino más cercano, el único en kilómetros a la redonda. Nos conocíamos de siempre y había sido como un padre para mi desde que el murió. Bob era un tipo muy cuerdo y razonable, su fuerte y optimista personalidad me haría ver las cosas con más calma. Necesitaba hablar con alguien urgentemente.
Ni siquiera se me ocurrió coger el coche. No sé por qué motivo en ese momento me pareció mejor idea ir a pie y así lo hice. Simplemente no paré de correr, luchando contra el alboroto de mi cabeza y algún que otro tirón que me daba en mis desentrenadas piernas, corrí hasta que la casa de los McKnight.
Conocía a Bob desde que era niño, entonces él era un respetable agente del Departamento de Policía de Kansas City MO. Por otro lado, tras trasladarme a la ciudad para ir a la universidad y, después de licenciarme en Historia y conseguir un trabajo como profesor suplemente en un instituto de Topeka, nuestra relación se había limitado a las visitas que les hacía en las breves vacaciones en las que aprovechaba para ir a casa de mis padres.
Sin embargo, tras la muerte de mis padres decidí trasladarme a la casa familiar, donde mi hermana y yo nos habíamos criado. Una pequeña casa a las afueras de la ciudad, situada en una zona agrícola- ganadera rodeada de hectáreas y hectáreas de terreno delimitadas por interminables cercas de madera que marcaban el final de la tierra de una familia y el comienzo de la de otra. Bob y su familia eran los únicos vecinos en varios kilómetros a la redonda. Su casa, relativamente cerca, estaba a menos de un kilómetro de la de mis padres.
Cuando me trasladé Bob llevaba retirado cuatro años tras treinta y siete en el cuerpo. Después de su jubilación Bob se dedicó junto a su mujer a comercializar leche y carne que les proporcionaban las más de doscientas vacas que poseían. Su esposa Esther era una mujer que había pasado toda su vida trabajando en su granja y criando a sus dos hijas, Claire de siete años y Samanta de catorce. Eran como la noche y el día. Dos polos opuestos, que lejos de atraerse, chocaban constantemente. Claire era una chica dulce y cariñosa, y Samanta había sacado el carácter fuerte de su padre. Le gustaba practicar con la escopeta de su padre y galopar a lomos de Bucéfalo, su caballo. El nombre se lo había puesto por el caballo de Alejandro Magno, personaje que le fascinaba.
Mientras corría hacia la casa de Bob, me reconfortaba pensando que Bob estaría jugando con sus hijas o charlando con su esposa en el jardín sin dar la más mínima importancia a lo que decían las noticias. Pero la situación que me encontré en casa de los McKnight estaba lejos de tranquilizarme.
Toqué a la puerta y una voz masculina al otro me preguntó con dureza:
- ¿Quién es?- pregunto Bob al otro lado de la puerta.
- ¡Bob soy yo, Charlie!- logré decir con la voz entrecortada por la carrera.
Me pareció ver alguien asomado entre las cortinas, luego pude escuchar como arrastraban algo muy pesado y finalmente se abrió la puerta que estaba cerrada con llave. Al entrar me encontré con un Bob visiblemente preocupado que sostenía en la mano una escopeta.
- ¿Qué tal Charlie?- me pregunto tendiéndome la mano.
- ¿Bob has visto por la tele…?- pregunté, pero antes que acabara Bob me respondió.
- Si- dijo anticipándose, sabiendo perfectamente a lo que me refería.
Miré a mi derecha y vi como Samantha arrastraba los muebles del salón hacia las ventanas bloqueándolas. Después miré a mi izquierda y Esther hacía lo mismo que su hija con los muebles del comedor.
- ¡¿Qué está pasando Bob?!- le pregunté sin dejar de apretar los dientes.
- No lo sé Charlie. Pero no pinta bien- dijo con pose preocupada pero calmada.
Bob fue hacia la cocina con la escopeta aún en la mano y yo detrás de él. Cruzamos la cocina y salimos por la puerta que daba al gran jardín trasero de la casa. Allí Bob estaba recolectando tablas de madera de todo los tamaños. Yo no dejaba de hacerle preguntas intentando entender lo que estaba pasando:
- ¿Has visto lo de los ataques a los policías en el centro de la ciudad?- le pregunté desesperado.
- Si. Lo llevan repitiendo toda la mañana.- dijo mientras continuaba aumentando su colección de listones de madera.
- ¡¿Pero quién son esos tipos, son terroristas?!- pregunté muy preocupado.
- No lo creo.- murmuró continuando con lo suyo sin siquiera mirarme.
- ¡¿Son de alguna mafia?!- volví a preguntar.
- No… - murmuró Bob.
- ¡¿Entonces qué, son de algún tipo de secta?!- seguí preguntando.
- ¡No Charlie, no son de una secta!- me imperó por fin mirándome.
Nada tenía sentido, no conseguía encontrarle la lógica a lo que estaba ocurriendo.
Caminé por el jardín con las manos sobre la cabeza, esperando que en cualquier momento me despertara o al menos se me ocurriera algo. Fijé mi mirada en el horizonte, en la silueta difusa de la ciudad. Me quedé unos minutos observando y pude distinguir lo que parecían ser columnas de humo ascendiendo desde ella. De repente, el sonido de unos rotores me sacó de mi ensimismamiento. Un helicóptero militar se dirigía hacia allí. En ese instante el nombre de mi hermana me vino a la cabeza con angustia.
- ¡ALEX!- grité en mi cabeza.
Me giré hacia Bob que seguía reuniendo diferentes cosas e intenté buscar un poco de alivio en su calmada forma de ser. Pero nada más lejos.
- ¿Crees que esto es muy serio?- le pregunté esperando recibir una respuesta tranquilizadora.
- No lo sé...- dijo mirándome a los ojos.
- ¿Quiénes son esa gente que atacó a la policía?- pregunté.
- Mejor di… “Qué”- dijo.
- ¿Cómo?- estaba desconcertado.
- ¿Te fijaste en como las balas de las pistolas no los derribaban?- preguntó, dejando las cosas y parando por primera vez desde que iniciamos la conversación.
- Si- dije intentando averiguar a donde quería llegar.
- ¿Y supongo que viste lo que hacían cuando alcanzaban a los agentes de policía, no?- me preguntó con una mezcla de indignación y lástima por sus compañeros caídos.
- Si…- respondí con un gesto de repulsión al recordar como aquel individuo había desgarrado el cuello del policía de un mordisco.
Bob se quedó en silencio para permitirme a mi llegar a una conclusión que, si bien ya había barajado, descarté con igual rapidez al considerarla descabellada. Cuando le di vueltas y vueltas a todas las teorías que se me ocurrían y me percaté de que en realidad se reducían a una sola, miré a Bob, que seguía con lo suyo y me atreví a preguntarle.
- -¿No estarás pensando que son… zombies o algo así?- pregunté sin convicción alguna pero con cierta inquietud, temiendo la respuesta de Bob.
- ¿Zombies? No…- respondió rotundamente.
- Menos mal, pensaba que ibas a decir que eran…- logré decir antes de que me interrumpiera.
- Infectados más bien…- dijo.
- ¿¿Qué??- pregunté completamente descolocado.
- Personas infectadas.- no había el más mínimo atisbo de duda en sus palabras.
Hice un esfuerzo por olvidar el grado de dispárate que había alcanzado aquella conversación y seguí preguntando a Bob sobre su teoría a cerca de lo que estaba ocurriendo.
- ¿Infectadas por qué?- pregunté intrigado.
- Ni idea.- no se molestó en teorizar al respecto.
Bob era veterano de la polémica e infame Guerra de Vietnam, y había sido testigo del resurgimiento de la guerra química en Oriente Próximo por parte de Saddam Hussein. Esto había hecho que desarrollara una desconfianza en lo que hacían los gobiernos, o más bien en lo que no se veía que hacían (desarrollo secreto de armas químicas y biológicas, experimentos en animales y quién sabe si en humanos, etc.) que le bastaba para convencerse de que aquello era una clara señal de que algo no iba bien en absoluto.
- -¿Bob, crees que esto vaya a más?- le pregunté.
- Me temo que si.- dijo convencido.
- Bob…, debo ir a la ciudad. Alex aún sigue allí. – le dije esperando algún consejo.
Bob me miró con el gesto desencajado.
- ¿Alex?- preguntó horrorizado. Para él era como una hija más.
- Si…- dije casi sin voz.
- Charlie, te acompañaría pero debo terminar aquí, mis hijas…- dijo con sentimiento de culpa.
- Lo sé Bob, no te preocupes.- le contesté, poniéndole la mano en el hombro para reconfortarle.
- Espera- me dijo y entró en la casa como si se hubiera acordado que tenía la comida al fuego.
No dejaba de pensar, de planear como iba a ir a la ciudad, recoger a mi hermana y salir de allí. No tenía porque pasar nada. Con suerte ella me llamaría diciéndome que se encontraba bien.
Bob volvió del interior de la casa con una pequeña bolsa negra en la mano. Del interior sacó una pistola.
- ¿Y eso?- pregunté inquietado.
- Esto es una Glock 9mm. Una de las pistolas más fiables que existen.- dijo mientras la sujetaba por su empuñadura y la examinaba.
- ¿Qué vas a hacer con ella?- le pregunté un poco preocupado.
- Es para ti.- dijo ofreciéndomela por la empuñadura.
- ¿Para mí, para qué quiero yo una pistola?- pregunté, sujetando la pistola como si sostuviera una bomba a punto de explotar.
- Para protegerte hasta que vuelvas. No sabes con lo que te vas a encontrar en la ciudad.- dijo muy serio.
Me di cuenta de que iba completamente en serio y eso me confirmó la gravedad de la situación. Sujetaba aquella arma con mucho respeto temiendo que en cualquier momento se fuera a disparar y me volara mi propio pie. Bob la cogió por la parte superior y comenzó a darme un cursillo intensivo de dos minutos sobre el funcionamiento y manejo de aquella arma.
- Mira Charlie, esto es el cargador, dentro hay 17 balas.- dijo. Había apretado un diminuto botón y el cargador había caído por su propio peso. Me lo mostró y lo volvió a introducir con un rápido movimiento.
- Entonces tiras hacia atrás de la corredera. Así.- seguía mostrándome.- Ahora hay una bala en la recámara.
Asentía sin entender del todo lo que me estaba explicando.
- ¿Ves este botón de aquí, en el gatillo?- Bob señaló otro diminuto botón en el mismo gatillo de la pistola.
- Si- dije. Hasta entonces sólo había asentido con la cabeza a cada pregunta que me hacía Bob.
- Bien. Esto es el seguro. Se desactiva cuando disparas y se vuelve a activar automáticamente cuando paras. Por lo que el arma esta siempre lista para ser disparada y es segura en todo momento. No estés preocupado porque te dispares en las pelotas o algo así.- bromeó con una leve sonrisa.- No se disparará si tú no quieres que se dispare.
- Vale. – respondí y volví a asentir, por qué no admitirlo, más aliviado.
- Toma, ahora repítelo tú mismo desde el principio.- me dijo ofreciéndome el arma.
Cogí el arma procurando que no me temblara el pulso. Al sentir el peso que le daba al arma el cargador lleno de balas, comprendí que eran ellas las que le conferían al arma su amado y odiado peligro mortal. La sola idea de saber que ese artefacto que sujetaba con la mano podía arrebatar una vida con la facilidad de apretar un gatillo fue suficiente para que el brazo me empezara temblar sin control.
Bob cogió la pequeña bolsa negra que había puesto sobre la mesa en la que había reunido la madera, y sacó de ella otros dos cargadores.
- Charlie, aquí tienes otros dos cargadores, ¿de acuerdo?- me dijo mientras los sujetaba con una misma mano como si fueran un par de cartas de una baraja de naipes.
Cogí la bolsa e introduje la pistola dentro junto con los cargadores de repuesto. Bob me tendió la mano con una leve sonrisa y nos dimos un abrazo como padre e hijo más que como dos amigos. Él había sido desde la muerte de mi padre la única figura paterna que yo había tenido y por eso lo quería como a un padre, y aunque nunca se lo había dicho, estaba seguro de que él lo sabía.
Abandoné la casa de Bob y fui corriendo a mi casa con la oscura bolsa bajo el hombro. Al entrar en casa para coger las llaves del coche encendí el televisor para ver si estaban dando noticias nuevas sobre la horrible situación. Reproducían un mensaje de emergencia:
“Se le pide a la población del estado de Missouri que mantengan la calma. No abandonen sus hogares si no es estrictamente necesario.
Si deben circular por las autopistas, por favor, háganlo con orden y calma.
Repetimos, no abandonen sus hogares si no es absolutamente necesario, si se encuentra en la carretera conduzca con calma y responsabilidad.”
Al verlo supe que mi viaje hasta la ciudad no iba a ser nada fácil, ni tan tranquilo como esperaba que fuese.
Salí de mi casa con las llaves del coche en la mano. Coloqué la bolsa bajo el asiento del conductor y arranqué el coche. Pisé el acelerador y salí a toda velocidad, levantando tras de mi una enorme nube de polvo. Aún no sabía lo que me deparaba mi viaje a la ciudad…
Capítulo 2
Estado de sitio.
Parte 1
Estado de sitio.
Parte 1
Conduje por una carretera secundaria camino de la autopista sin dejar de pisar el acelerador al máximo. La carretera se extendía dieciséis kilómetros entre frondosos bosques y terrenos de cultivos pertenecientes a las granjas familiares repartidas por todo el condado.
Me sorprendió la tranquilidad que se respiraba. El sol brillaba en el cielo despejado y la larga carretera que se extendía frente a mí se encontraba desierta, como de costumbre. Por un momento olvidé todo lo que estaba pasando; olvidé la horrible situación en la que se encontraba la ciudad. Las terribles imágenes de caos y sangre que llevaban martilleando mi cabeza toda la mañana se disolvieron en una sensación de serenidad casi adormecedora. Todo volvía a la normalidad, a su cauce de calma absoluta.
Sin embargo, una perturbadora visión me devolvería a la cruda realidad de la que me había conseguido evadir por unos minutos. Al pasar junto a la casa de los Stevenson, otros granjeros de la zona, vi como cargaban su coche a toda prisa con todo tipo de cosas mientras sus hijos lloraban asustados en el interior del coche. Miraba por el espejo retrovisor a los desesperados Stevenson en la distancia sin poder evitar pensar en los McKnight y, sobre todo, en mi hermana. En esos momentos mi prioridad era encontrarla y ponerla a salvo.
En los siguientes kilómetros las situaciones como la de los Stevenson se repetirían en cada casa que dejara atrás: familias que abarrotaban sus coches y caravanas de provisiones antes de irse, muchos de ellos sin cerrar siquiera las puertas de sus casas.
Cerca de la entrada a la autopista las carreteras ya no estaban tan despejadas como kilómetros atrás. La gente atestaba las carreteras en sus vehículos, ignorando la advertencia que se estaba dado por la televisión y la radio de evitar en lo posible utilizar el coche para mantener las principales vías de acceso despejadas. Me descubrí pensando en lo irresponsable y temeraria que era toda aquella gente, cargando sus coches hasta los topes y arrastrando muchos de ellos tambaleantes remolques cargados en exceso, amenazantes de volcar y provocar un accidente en cadena que taponaría la carretera sin remedio.
Entonces caí en la cuenta de que yo era uno de ellos. De que al igual que aquellas personas yo también había abandonado mi casa, haciendo caso omiso de las advertencias, y había huido en mi coche para poner a salvo a mi familia. La diferencia era que mi única familia era mi hermana Alex, y aún debería ir hasta el mismísimo epicentro de todo aquel caos para ponerla a salvo.
En la carretera muchos llevaban remolques abarrotados, lanchas e incluso remolques de caballos. A medida que me acercaba a la autopista la densidad de coches aumentaba, haciéndose más lenta la marcha kilómetro a kilómetro, hasta que a tres de la entrada a la autopista el flujo de automóviles se detuvo por completo.
Esperé unos diez minutos dentro mi coche moviendo nerviosamente el pie sobre el pedal del acelerador, aguardando el momento en el que se reanudara la circulación. Pero los coches no se movieron un solo centímetro. Decidí salir del coche y acercarme andando hasta la entrada de la autopista para ver cuál era el motivo del atasco. Cuando llegué vi que la autopista estaba completamente atestada de vehículos de todas las clases y tamaños, los cuáles obstruían hasta el último metro de calzada.
La gente estaba abandonando sus vehículos y continuando a pie por los estrechos huecos que quedaban entre los coches detenidos. Cargaban con las cosas que podían llevar a cuestas, lo que no quiere decir siempre fuera lo imprescindible. No tardé en deducir que la circulación llevaba bastante tiempo estancada y que, por desgracia, no se volvería a reanudar.
Volví corriendo a mi coche y cogí de debajo de mi asiento la bolsa que contenía la pistola y los dos cargadores. Saqué la pistola y me la puse en la parte trasera del pantalón, tapándola con la camisa. Luego saqué los dos cargadores que me había dado Bob, me los metí en los bolsillos y empecé a correr por la autopista en sentido contrario al de la gente.
A diferencia de los cuatro carriles que salían de la ciudad, que estaban saturados de vehículos detenidos; los otros cuatro con dirección a la ciudad permanecían relativamente desiertos. Excepto por los puntuales convoyes militares que se dirigían a la ciudad, permanecía libre de tráfico. Salté el guarda carril que separaba los dos sentidos de circulación y seguí corriendo en dirección Kansas City. Sin embargo, al ser casi atropellado por un camión que transportaba militares decidí salir de la autopista y continuar siguiéndola por el lado exterior. De ese modo podría correr sin temer ser arrollado por los vehículos militares que iban hacia la ciudad a toda velocidad.
Continué siguiendo la autopista hasta que llegué al perímetro de la zona central de la ciudad. Instintivamente me agaché al ver que habían instalado un puesto militar fuertemente armado en los límites de la ciudad. Estaban restringiendo la entrada únicamente a las fuerzas militares, por lo que me tuve que desviar hacia el este y dar un rodeo en busca de algún otro lugar por el que acceder a la ciudad.
Avancé por los parques de las periferias, buscando algún resquicio en el fuerte control militar. Corrí furtivamente por las orillas del Blue River que atraviesa la ciudad de noreste a suroeste, intentando no ser detectado por los helicópteros que sobrevolaban la zona ni por los “humbees” que inspeccionaban los alrededores. A lo largo de todo el perímetro de la zona administrativa de la ciudad estaban estableciendo puestos de control fuertemente armados, conectados entre sí por enormes barreras de alambre de espino. Si no fuera poco, desde los helicópteros “Little Bird” se estaban desplegando francotiradores y apostándose en las azoteas de los altos edificios que rodeaban la zona centro de la ciudad.
Por fin conseguí encontrar una posible vía de acceso al centro de la ciudad. Había un conducto que supuse que pertenecería al sistema de alcantarillado de la ciudad y que desembocaba cerca del Blue River. No estaba seguro de que fuera buena idea adentrarme en aquel mugriento cilindro de hormigón. No tenía ni idea de como me iba a orientar allí dentro ni de si tendría siquiera espacio para moverme. No obstante, cuando quise darme cuenta ya estaba gateando por aquel conducto hacia la oscuridad, que me engulló por completo a medida que avanzaba hacia interior.
Descubriría más tarde que todos aquellos militares tenían mayores preocupaciones que la de evitar que un ciudadano desobediente se colase en la zona de guerra en la que se había convertido el centro de la ciudad de Kansas City. Comprendí que no estaban evitando que entrara nadie en la ciudad, sino que saliera.
Avancé entre aguas residuales y cucarachas mientras los ojos se me acostumbraban a la oscuridad casi total, y hasta que la estrecha abertura dio paso a un sistema laberíntico de galerías abovedadas. Ya me encontraba bajo la ciudad. El sonido de los disparos y los gritos desgarradores de las personas atrapadas retumbaban en las pestilentes paredes del subsuelo. Intenté guiarme en aquel infierno de pasillos y conductos en los que el omnipresente olor a desechos humanos viciaba el aire y hacía insoportable el simple hecho de respirar.
Para ello ascendía periódicamente a la superficie y levantaba levemente las tapas del alcantarillado hasta que apenas quedaba una franja brillante de luz. Por otro lado, el alivio de poder respirar aire fresco se veía ahogado por las imágenes de la gente corriendo por las calles como si el mismísimo Diablo las persiguiera. Aunque no era el Diablo quien las perseguía, sino ingentes hordas de rabiosos infectados. Y ten por seguro, que cuando las alcanzaban no demostraban el más mínimo atisbo de humanidad. No dudaban en desmembrarlas a dentelladas como si de un grupo de hienas que despedazan a un antílope se tratara.
Contemplé horrorizado como un infectado lograba atrapar a la carrera a una mujer pelirroja de unos cuarenta y pocos años. La mujer llevaba una camisa azul claro de seda con flores blancas y una falda beige rasgada por los lados. Iba descalza y me imaginé que la pobre mujer habría perdido zapatos en la huída, o se habría descalzado para poder correr mejor y huir de las hordas de infectados que habían sitiado la ciudad.
Aquel infectado la agarró por la camisa y la mujer calló de espaldas con un golpe seco sobre la acera que hasta a mi me dejó sin respiración. Antes de que a la mujer le diera tiempo a reaccionar, le asestó varias dentelladas en el cuello, desgarrándoselo casi por completo. La cabeza bamboleante quedó sujeta al cuerpo únicamente por una expuesta columna vertebral y unos pocos músculos y tendones. El infectado amputó de un solo mordisco la lengua que se había retraído y que asomaba por el conducto de la laringe.
Los borbotones de sangre que manaban de la caverna que segundos antes había albergado la tráquea, parecieron enloquecer aún más a aquel infectado que de pronto pareció obstinarse en llegar hasta el lugar del que brotaba aquella sangre. Empezó a abrirse paso nerviosamente por el rugoso conducto, tráquea abajo, mientras la mujer aún convulsionaba. De pronto apareció un grupo de infectados que envolvió a la agonizante mujer y comenzaron a despedazarla. Unos infectados tiraban y clavaban sus dientes en las piernas y la cadera de la mujer. Desgarraban los muslos a la vez que otros intentaban acceder al interior del torso ya sin brazos a través del abdomen. Los infectados tiraban en direcciones opuestas y el cadáver de la mujer se contorsionaba como un maniquí ensangrentado.
Finalmente, el desmembrado torso de la mujer sucumbió a las fuertes tensiones y se partió en dos, derramando sus entrañas por toda la acera. Cuando el grupo se dispersó atraído por los gritos que impregnaban el aire de la ciudad, lo único que quedaba de la mujer era un montón sanguinolento no mayor que un amasijo informe de carne y huesos. En medio del frenesí de sangre y vísceras la cabeza decapitada había rodado hasta quedar atascada en un desagüe cercano.
Las náuseas despertaron en mi estómago como un volcán a punto de hacer erupción. Apenas me dio tiempo a bajar la escalera de metal hasta el interior de la cloaca antes de que por mi esófago ebulliera un géiser de vómito ácido y ardiente. Mi mente era incapaz de asimilar lo que acababa de presenciar. No lograba procesar la carnicería que acababa de contemplar y me esforzaba en permanecer centrado en mi prioridad: evitar que Alex sufriera el mismo destino de aquella pobre mujer.
Continué andando más de una hora por el laberinto de cloacas, ascendiendo a la superficie periódicamente para guiarme. En cada ocasión que levantaba las pesadas tapas de hierro, las imágenes de violencia y caos se repetían: gente corriendo por calles llenas de cadáveres mutilados, huyendo de los infectados. Fui testigo del fracaso del ejército en la actuación de contención de la invasión. A los soldados les era imposible contener a las hordas de infectados, que ignoraban los disparos y les arrinconaban tras sus vehículos. Los desconcertados soldados disparaban sus armas a la desesperada sin entender por qué aquellas personas no se desplomaban, o si lo hacían, por qué volvían a levantarse. Entonces, incapaces de dar abasto, era rodeados y finalmente masacrados de una forma brutal.
Seguí avanzando por el subsuelo pero a un par de manzanas del edificio de mi hermana una puerta de metal con rejas me impidió proseguir. Tuve que abandonar el refugio que me brindaban las alcantarillas y continuar por la superficie, expuesto al caos de la ciudad.
La calle estaba abarrotada de coches abandonados. Al salir me resguardé tras uno de ellos, y ojeé por encima del capó del coche los alrededores antes de desplazarme hasta un furgón de reparto que estaba cruzado en la carretera, invadiendo la acera. En el último momento tuve que abortar la idea, un grupo de infectados diseminados entre los coches andaban con parsimonia en mi dirección. Había inspeccionado los alrededores en busca de infectados cuando salí de las alcantarillas pero no me había percatado de ellos porque desde la boca de alcantarilla la gran cantidad de coches abandonados me limitaban considerablemente el campo visual.
Apoyado de cuclillas contra el coche, luchaba conmigo mismo por no caer presa del pánico. La arteria carótida me palpitaba en el cuello y me provocaba un dolor taladrante en las sienes. Casi podía notar en mi boca el sabor de la adrenalina, saturándome el torrente sanguíneo. Me saqué la pistola de la parte trasera del pantalón en un primer acto reflejo, y la amartillé lenta y suavemente, procurando no alertar de mi presencia a los infectados que cada vez se encontraban más cerca. No podía correr hacia ningún otro sitio, casi los tenía encima. La única opción era meterme bajo el coche tras el que me escondía y rezar porque no repararan en mí y siguieran de largo.
Me arrastré bajo él y permanecí lo más inmóvil y callado posible, sin perder de vista los pies de aquellos infectados. Algunos estaban descalzos, podía saber que algunos de ellos eran mujeres porque llevaban zapatos de tacón u otros zapatos femeninos. Los que no habían perdido los zapatos, los tenían rotos o se les habían roto los tacones y caminaban con cojera. Incluso sus zapatos o sus pies, estaban cubiertos de sangre seca.
Algunos de ellos tenían los pies en carne viva. Sus uñas habían desaparecido o las tenían colgando; las plantas de sus pies descalzos habían perdido gran parte de la piel y dejaban a su paso huellas sangrientas en el asfalto. Recuerdo uno de ellos, una mujer o eso di por sentado. Llevaba unos altos tacones amarillos de charol, pero había perdido uno ellos, el derecho. Cubierto por manchas de sangre seca, tenía grietas y rozamientos que le quitaban gran parte de su brillo. El pie descalzo llevaba una media negra raída y desgastada por correr por el asfalto. La sangre parcialmente coagulada le goteaba de la planta del pie despellejado. Su piel era clara, casi amarillenta. El tono pálido de la piel contrastaba con el de la pintura color cereza de las uñas que aún conservaba.
La mujer se paró cuando llegó a mi altura y se giró hacia el coche. Mi corazón se detuvo. Pensé que me habría visto u oído, por lo que me preparé para lo peor y empuñé con fuerza la pistola, apuntando a sus piernas por si en cualquier momento fuera a por mí. La mujer permaneció allí unos segundos, inmóvil, y entonces empezó a aporrear el coche que se bamboleaba de un lado para el otro con el quejido metálico de los amortiguadores. Ya estaba preparado para afrontar la situación de un ataque cuando la mujer paró sin más con sus golpes y continuó con su lenta y coja marcha. Tal vez habría visto su reflejo en una de las lunas del coche y pensaría que había alguien dentro. Justo en el coche bajo el que me escondía temblando como una nenaza, cómo no.
Cuando todos habían pasado junto al coche y se habían alejado bastante, esperé unos minutos más para asegurarme y ojear bien los alrededores. Comencé a arrastrarme hasta el coche de en frente que se encontraba casi pegado al mío. Así hice con varios coches, arrastrarme bajo ellos y ojear a mí alrededor para no ser sorprendido por otro grupo de infectados que pudieran pasar desapercibidos entre los vehículos.
Continué con ese “modus operandi” hasta que la densidad de coches abandonados disminuyó y el espacio entre ellos se amplió. Entonces el ir a rastras se volvió más peligroso ya que me podría ver sorprendido mientras me deslizaba por el suelo. En tal caso no tendría demasiadas posibilidades de salir de una pieza.
Corrí hacia una cafetería delante de mí situada en una esquina. Desde allí, a doscientos metros, podía ver la entrada del edificio donde trabajaba mi hermana. Inspeccioné el terreno, observé los alrededores en busca de infectados y empecé a correr lo más rápido y furtivamente que pude.
Estado de sitio.
Parte 2
Parte 2
La puerta de cristal de la entrada del edificio estaba hecha añicos. Al entrar las paredes estaban llenas de salpicaduras de sangre y marcas de manos ensangrentadas, y en el suelo había un reguero de sangre que iba desde el mostrador de recepción hasta los ascensores. A juzgar por aquella espantosa estampa algo horrible había tenido lugar allí.
Me dirigí a los ascensores pero al apretar el botón no obtuve ninguna respuesta. No había corriente eléctrica en los ascensores por lo que tuve que subir por las escaleras los seis pisos que había hasta la planta donde trabajaba mi hermana. La adrenalina me ayudaba a que los calambres resultaran más llevaderos y que apenas me percatara de que los sufría. Sin embargo, no surtía efecto alguno en mis pulmones, que al llegar a la sexta planta me ardían en el pecho como si se cocieran desde dentro en brasas candentes.
La puerta que conducía a las oficinas estaba entreabierta y tenía manchas de sangre, algunas de ellas con formas palmares. Abrí cautelosamente la puerta pistola en mano para acceder a la zona de trabajo. Todo estaba en absoluta tranquilidad, no había presencia de infectados ni de otras personas. Un silencio sepulcral inundaba la planta, interrumpido ocasionalmente por sirenas y sonidos amortiguados de disparos lejanos. El suelo estaba cubierto de papeles multicolores y demás material de oficina esparcido por todos los pasillos. Los rastros de sangre continuaban por paredes, suelo y las puertas cerradas del ascensor al otro lado de la sala.
Me dirigía hacia la mesa de mi hermana, caminando entre los diminutos cubículos de trabajo cuando escuché algo al fondo, detrás de mí. Era un leve ruido al otro lado de la planta, procedente del interior de un despacho. Creí que habría alguien dentro e instintivamente grité el nombre de mi hermana:
- ¡Alex! ¡¿Alex eres tú?!- exclamé, deseando con todas mis fuerzas que fuera ella.
Al escuchar mi voz lo que estuviera dentro del despacho empezó a golpear con violencia la puerta, que apenas consiguió contenerlo unos segundos, hasta que la endeble cerradura cedió y la puerta se abrió con el crujido de las bisagras al romperse. Del interior salió disparado un tipo que al verme cargó hacia mí a toda velocidad. Era un hombre alto y delgado, con el pelo moreno engominado y vestido con un sofisticado traje de color gris brillante. Su cara estaba desencajada en un gesto indescriptible de furia y ansia irrefrenable, la cual irradiaba a través de sus ojos inyectados en sangre. Su boca abierta y ensangrentada mostraba su letal dentadura lista para despedazarme sin un ápice de remordimiento.
Permanecí allí estático con la pistola en la mano pensando que hacer mientras aquella bestia con forma humana cargaba contra mí. No dejaba de repetir en mi cabeza lo estúpido que era por andar gritando sin asegurarme de quien o qué quedaba aún en el edificio. Di unos pasos hacia atrás y levanté la mano pidiéndole que se detuviera:
- ¡Señor… por favor… deténgase! - le pedí mientras cargaba contra mí.
Aquel hombre siguió corriendo hacia mí sin dar la mínima señal de poder comprenderme. Entonces le apunté temblorosamente con la pistola y, entornando los ojos, apreté el gatillo. Le disparé dos veces, acertándole en el esternón y debajo de la clavícula izquierda. El tipo se desplomó de bruces en el suelo enmoquetado delante de mi. Miraba a aquel hombre tirado boca abajo en el suelo con los dos agujeros de las balas en su caro y hortera traje sin poder evitar pensar si realmente estaría infectado o si simplemente querría que le ayudase. Comenzaba a convencerme de que había matado fríamente a una persona inocente cuando aquel tipo abrió los ojos y empezó a moverse:
-¡Joder! ¡¿Cómo puede ser?! ¡Pero si le he disparado dos veces!- exclamé incrédulo. Di unos pasos hacia atrás para no caerme de culo de la impresión.
Aún con los dos balazos en el cuerpo aquel individuo seguía intentando incorporarse para darme caza. Se arrastraba por el suelo, rezumando un fluido oscuro por los orificios de bala. Del interior de su garganta borboteaba una secreción negruzca y burbujeante debido a la cuál producía un espeluznante grito ahogado. Espantado e incapaz de asimilar la grotesca realidad que se arrastraba por el suelo hacia mí, levanté la pistola y, apuntándole a la cabeza, abrí fuego. La bala le penetró por la frente y le atravesó por completo el cráneo. Un chorro de oscura sangre semicoagulada, bombeada irregularmente desde el interior de la cabeza, le mano del orificio abierto por el proyectil al salir por la parte trasera del cráneo. Aquel disparo en la cabeza consiguió que el tipo permaneciera, definitivamente, inmóvil en el suelo. Entonces me cercioré de que el ruido de los disparos no había atraído a mas infectados y continué buscando pistas del paradero de Alex.
En el cubículo de mi hermana todo estaba como lo había dejado antes de tener que huir: una foto de nosotros dos de niños con mama y papa en unas vacaciones de verano que fuimos al Gran Cañón en una visita a la tía MaryLou (hermana de mi madre) que vive en Arizona en el condado de Mohave; una taza medio vacía de café de Aerosmith ya completamente frío y un pequeño peluche de Garfield que había ganado para ella hacia tiempo en una feria (solo había sido capaz de acertar una vez en el tiro al blanco de las cinco necesarias para optar al premio, por lo que creo que el feriante me dio el peluche mas por compasión que por otra cosa).
La pantalla del ordenador había dado paso hacia tiempo a un salvapantallas animado de un fondo submarino de vivos colores. No conseguía encontrar ninguna pista de donde podría haber ido mi hermana. Ojeaba los papeles que había sobre la mesa cuando por accidente volqué la taza de café, que derramó su contenido sobre el teclado del ordenador y los papeles repartidos por toda la mesa. Mientras me apresuraba a salvar los documentos del frío café me di cuenta de que el salvapantallas se había desactivado al mover sin darme cuenta el ratón. Allí estaba. Un mensaje escrito de mi hermana:
Charlie voy a casa. Vuelve cuanto antes y ten cuidado por favor. Te quiero.
Alex.
Lo habría escrito cuando se hizo evidente la necesidad de huir de allí. Seguramente habría estado intentando ponerse en contacto conmigo de todas las maneras posibles y al serle imposible, decidiría ir al sitio que le parecía más seguro en esos momentos: la casa de nuestros padres. Dio por sentado que al igual que ella yo intentaría ponerme en contacto con ella y que al no conseguirlo, iría a buscarla de inmediato para ponerla a salvo. En tal caso lo único que podía hacer era mostrarme cuales eran sus planes y esperar conocerme lo suficiente como para que los descubriese, algo que acababa de confirmar.
Abandoné las oficinas y comencé a bajar las escaleras a toda prisa. De repente unos infectados irrumpieron en las escaleras unos pisos mas abajo. Alertados de mi presencia empezaron a subir atropelladamente las escaleras. Gritaban y jadeaban mientras yo luchaba con los atrofiados músculos de mis piernas para subir las escaleras y escapar de aquellos animales rabiosos que me pisaban los talones cada vez más. Entonces una voz femenina, procedente de los pisos superiores, me gritó:
- ¡Aquí! ¡Aquí, sube! ¡Rápido!- me exclamó una chica pelirroja tres pisos más arriba.
Hice un último esfuerzo y exprimí la poca energía que me quedaba en un desesperado sprint final. Al llegar, me colé por el estrecho hueco de la puerta entre abierta antes de que la cerraran rápidamente tras de mí. Varias personas empezaron a colocar contra la puerta mesas, sillas y demás mobiliario de las oficinas para bloquearla. Los infectados aporreaban la puerta, que se estremecía con cada impacto mientras nos apoyábamos contra ella para sujetarla, temerosos de que no soportara las fuertes embestidas.
Tras cinco minutos interminables los infectados cesaron en su intento por entrar y el silencio se hizo al otro lado de la puerta. Preocupado por si pudiesen entrar desde otro punto, le pregunté a los tipos que estaban sujetando la puerta junto a mí:
-¿No podrán entrar por otro sitio?- dije aún apoyado contra la puerta.
- No, sólo hay esta puerta y los ascensores, y los hemos inutilizado.- dijo un tipo alto y corpulento a mi lado.
Una vez la adrenalina volvió a unos límites razonables y nos pudimos permitir relajarnos, me giré hacia las personas que se habían dispuesto entorno a la puerta:
- Hola soy Charlie- me atreví a romper el hielo.
- Yo soy Ben- me dio la mano con firmeza, empujando a una chica al hacerlo. Un tipo alto y con gafas de unos veintiocho años. Una incipiente calvicie empezaba asomar por su coronilla y la parte alta de la cabeza. Era quien me había aclarado lo de los ascensores cuando estábamos apoyados contra la puerta.
- Yo soy Rosemary – una chica bajita y pecosa con una rojiza melena ondulada que me ofreció la mano con cierta timidez. Era la chica a la que Ben había empujado al tenderme la mano.
- Robert, pero puedes llamarme Robbie- dijo un tipo bajo y corpulento, tendiéndome la mano. Con el pelo corto y ligeramente engominado, llevaba una camiseta de manga corta a cuadros y una corbata marrón que descansaba sobre una abultada barriga. Inspiraba confianza y humildad, a diferencia de Ben que desprendía prepotencia y petulancia por cada poro de su grasienta piel.
- Ella es Stacie- me señalo Rosemary, refiriéndose a una chica rubia sentada sobre una mesa apartada del grupo. Con un elaborado maquillaje y una manicura impecable, mascaba un chicle con desgana. En lugar de tenderme la mano me regaló un leve saludo con la mano, acompañado de una pompa de chicle fucsia.
Se respiraba un sentimiento de incertidumbre y resignación en el grupo, que estaba disperso por toda la sala. Los miraba como permanecían sentados, inactivos sin que hacer nada para salir y escapar de todo aquello. No comprendía que se limitasen a esperar. ¿Pero esperar a qué? ¿A que empeorase la situación aún más? ¿A que los infectados lograsen por fin derribar la puerta? Era ridículo. Debía salir de allí y reunirme cuanto antes con mi hermana:
- Bueno, ¿y cuál es el plan?- pregunté esperando encender alguna chispa de animo en ellos.
Todos se miraron entre sí en silencio, esperando a que alguno diera la mala noticia:
- El plan es quedarnos aquí y esperar a que esta locura acabe. No serán más que unos hippies puestos de LSD y anfetaminas manifestándose para salvar la selva amazónica o unos estupidos demócratas idealistas exigiendo otra vez una reforma de la sanidad, o quizás una mezcla de ambos - dijo Ben imponiendo su pensamiento sobre el grupo.
- ¿Que? ¿Pero de que demonios estas hablando? ¿Dónde has estado las últimas siete horas? ¿A caso le has echado un vistazo a la televisión? ¿A caso has mirado por la ventana el caos que hay en las calles?- dije estupefacto por lo estupidamente ajeno que permanecía a todo el horror que se vivía en esos momentos en la ciudad.
- Bah…, yo ya se lo que esta pasando. Esto ya se vio en los disturbios de Los Ángeles de 1992. Entonces la gente acabó comprendiendo a base de disparos y botellazos que lo mejor era atrincherarte con un bate en donde te encontraras y esperar a que la policía controlara la situación. Y eso es lo que vamos a hacer: permaneceremos aquí, a salvo, hasta que las fuerzas de seguridad les den una patada en el culo a esos yonquis anarquistas y los metan a todos en la puta cárcel de por vida- decía una vez mas imponiendo su voluntad sobre los demás como un dictador en su propio reino sometido que era la planta en la que nos encontrábamos, y Stacie, Robbie y Rosemary sus súbditos.
- ¡¿Qué!? ¡Esto no tiene nada que ver con los disturbios de Los Ángeles Ben, esto es mucho más serio! ¡Esas personas no están drogadas, esas personas han sido infectadas por algo y están matando a todo el mundo sin contemplaciones! ¡Debemos salir de aquí ya, debemos ir a un lugar seguro!- le gritaba exasperado, intentando hacerle entrar en razón.
- ¿Salir? ¿Salir ahí afuera? Ni hablar. Esperaré a que la policía lo solucione y entonces podremos salir.- dijo Stacie sin dejar de examinar su manicura en busca de alguna imperfección.
- No pueden arreglarlo. Esto solo puede ir a peor. Está yendo a peor.- le dije sin creer su ingenuidad casi infantil respecto a lo que estaba ocurriendo.
- ¿Y que podemos hacer…?- se atrevió a preguntar Rosemary con una voz casi inaudible.
- Debemos salir de aquí, debemos irnos de la ciudad. Conozco a una gente que tiene una casa a las afueras, allí estaremos a salvo- les dije esperando que entraran en razón.
Se quedaron en silencio mirándose nuevamente entre sí. Ben los fulminaba a cada uno con una mirada con la que parecía pretender subyugarlos a todos bajo su voluntad:
- Me parece buena idea. - dijo Robbie, que había permanecido en silencio hasta entonces.- Es mejor que quedarse aquí a esperar.
- Y a mi…- le siguió tímidamente Rosemary...
Ben se quedó mirándolos sin creer que se atrevieran a cuestionar su decisión. Stacie y el seguían siendo reacios a irse, seguían teniendo la ingenua esperanza de que los acabarían rescatando.
- Es lo mejor que podemos hacer, aquí no nos podemos quedar. Tarde o temprano acabaran entrando- les dije señalando con la mirada la maltrecha puerta bloqueada con sillas y mesas, que empezaba a mostrar alguna que otra grieta.
- ¿Y cómo tienes pensado hacerlo mmm… Charlie? Los ascensores están fuera de juego y los yonquis esos nos esperan tras esa puerta.- preguntó Ben con cierta condescendencia, aunque al menos empezaba a mostrar cierto interés por la idea de salir de allí.
- ¿Los ascensores están definitivamente inutilizados?- pregunté.
- Pues claro. Yo mismo me los cargué.- se apresuró a contestar Ben con orgullo.
- Puede que no. Tal vez podría hacerlos funcionar de nuevo.- aclaró Robbie, frotándose la perilla en gesto pensativo.
Robbie y yo fuimos hasta el panel eléctrico que se encontraba en un pequeño cuarto al lado del ascensor. Ben no se había molestado en buscar los cables concretos y desconectarlos, sino que los había arrancado de cuajo indiscriminadamente. Rowie encendió la pequeña linterna, y sujetándola con los dientes, empezó a rehacer las conexiones. Después de un rato, y alguna que otra pequeña descarga, Robbie consiguió restablecer el suministro eléctrico en la planta y el ascensor.
Para nuestro desconcierto, a medida que el ascensor se aproximaba a nuestra planta se podía escuchar un leve gemido en su interior. Ben, Robbie y yo aguardamos delante de las puertas del ascensor preparados para lo que estuviera dentro. Ben portaba un palo de golf, yo empuñaba mi pistola de nueve milímetros y Robbie lo que parecía un trofeo transparente de metacrilato con forma piramidal en el que se leía en letras grabadas: “Al mejor manager comercial Aston Murray 2001”.
Cuando el ascensor llegó a nuestra planta, las puertas se abrieron con un pitido. En el interior yacía una mujer sentada en el suelo, apoyada contra una de las paredes del ascensor. Parecía estar muerta o eso habría sido lo normal ya que le sobresalían los intestinos del abdomen y la pierna izquierda la tenía completamente fracturada a la altura de la espinilla. Sin embargo, al reparar en nosotros pareció reanimarse y empezó a arrastrarse ansiosamente hacia nosotros con sus ojos vidriosos clavados en nosotros. Tambaleante, semejante a una persona ebria, se apoyo en el umbral de las puertas del ascensor y a duras penas logró ponerse en pie. Iba hacia nosotros arrastrando la pierna rota por la que asomaban los huesos a través de los músculos desgarrados y la piel:
- ¡Es Stephanie!- exclamó incrédula Rosemary al reconocer a la mujer.
- ¿Quién?- pregunté sin quitarle los ojos de encima.
- Es… la recepcionista – murmuró Robbie con el pesado trofeo en las manos.
Enseguida caí en la cuenta: el reguero de sangre que había visto en la recepción pertenecía a esa mujer. Tal vez la habrían atacado y, tras conseguir huir, se refugiaría en el ascensor hasta sucumbir finalmente a la infección.
Todos permanecían atónitos a una distancia prudencial, viendo como aquella mujer, aun con las vísceras colgando del abdomen, seguía caminando con relativa normalidad. Tuve la impresión de que era la primera vez que tenían un contacto tan cercano con la infección y veían de ese modo lo que ello significaba:
- ¡¿Pero que coño?! ¡¿Qué es eso?! ¡¿Como puede seguir andando con las tripas colgando joder; pero si tiene la pierna destrozada, es que no le duele?! ¡Joder!- grito Ben aterrorizado mientras mantenía el palo de golf delante de el a modo de espada, el cual se movía temblorosamente a medida que se acercaba la mujer a nosotros.
- Esto es lo que te estaba intentando explicar. ¿Qué Ben, crees que ira puesta de LSD?- le pregunté con sorna, aprovechándome de su estado de “cagaditis aguda”.
La mujer pareció decantarse por Ben, que al verse acorralado contra el dispensador de agua la golpeó con fuerza en el lado izquierdo de la cabeza. La recepcionista perdió el equilibrio sin remedio al no contar con más apoyo que su única pierna “sana” y cayo sobre una mesa cercana. Antes de que le diera tiempo a reaccionar la mujer se abalanzó sobre Ben y le mordió en el cuello. Ben consiguió quitársela de encima, y mientras le sujetaba los brazos para evitar las mortíferas dentelladas que lanzaba a escasos centímetros de su cara, Robbie aprovechó para acercársele por detrás y hundirle el pesado trofeo piramidal de metacrilato en el cráneo. La mujer se desplomó como si de una marioneta a la que le cortaran todos los hilos que la mantienen erguida de golpe se tratara:
- ¿Estas bien?- le pregunto Robbie a Ben, con el cadáver de la mujer desmoronado de cualquier forma a sus pies.
- Si… Estoy bien, es superficial.- respondió Ben con la mano sobre la marca de la dentadura que le había dejado en el cuello la recepcionista Stephanie.
Comenzamos a entrar en el cubículo del ascensor, evitando con una mezcla de miedo y repulsión el cadáver de la recepcionista. Ben y Stacie abandonaron por fin su estupida idea de permanecer allí esperando y acabaron uniéndose con nosotros dentro del ascensor. Cuando todos hubieron entrado, Robbie apretó el botón de la planta cero y el ascensor empezó a descender con una leve sacudida inicial. Al llegar a la recepción nos preparamos para la posibilidad de que estuviera tomada por los infectados. Ben, Robbie y yo nos colocamos junto a la puerta en guardia, preparados para lo peor. Sin embargo, cuando las puertas se abrieron las puertas nos encontramos con una recepción completamente desierta. Entonces salimos con cautela del ascensor y sin más rodeos, nos preparamos para abandonar el edificio. Nos aseguramos de que la calle estaba despejada y era seguro salir, y entonces emprendimos nuestra marcha uno detrás del otro, corriendo pegados a la pared del edificio.
Las calles de la ciudad estaban extrañamente desiertas, los sonidos de disparos se escuchaban a lo lejos y no había rastro de infectados. No obstante, si lo había de su paso. Los cadáveres mutilados de los civiles y soldados que no llegaron a convertirse en rabiosos infectados, yacían descomponiéndose en las calles desoladas. Además serían alrededor de las tres de la tarde y los cerca de treinta grados que habrían contribuían a que los cuerpos comenzaran a desprender un hedor casi insoportable.
Fuimos en busca de algún vehículo con el que poder abandonar la ciudad con rapidez.
La verdad es que no nos llevo mucho tiempo encontrar uno, las calles estaban atestadas de ellos. Encontramos una Cadillac Luxury gris metalizado intacto con las llaves aun en el contacto, abandonado junto a una oficina de turismo que ofertaba excursiones a Sant Louis para visitar el Gateway Arch a orillas del Missisipi. Estaba detenido frente a un enorme embotellamiento que ocupaba todo el ancho de la calle. Un camión de bomberos había volcado en medio de la calzada, taponando la circulación en ambos sentidos. La escalera estaba desplegada y al caer había cortado la fachada de un edificio, dejando una larga cicatriz en los grandes ventanales de cristal.
Condujimos dirección sur con la idea de dar con alguna carretera secundaria por la que llegar hasta casa de Bob y de ese modo evitar las colapsadas autopistas y demás vías principales. Pero cuando llegamos a los límites del área metropolitana nos topamos con la barrera que el ejército había dispuesto alrededor de la ciudad para retener la invasión. Frente a ella una montaña pestilente de cadáveres de más de dos metros de altura se extendía a lo largo de toda la alambrada. Hombres, mujeres y niños infectados yacían apilados uno encima de otro, cosidos a balazos. De la presencia militar no quedaba ni rastro, salvo algunos cuerpos desmembrados irreconocibles con uniformes militares hechos jirones. Era jodidamente evidente que habían fracasado conteniendo la infección.
Detuvimos el coche frente aquella montaña pestilente para buscar algún punto por el que atravesarla. Inspeccionábamos los alrededores y posibles vías de acceso a través de la barrera cuando Stacie empezó a gritar desde el coche:
- ¡Aaaaahh! ¡Esas cosas, vienen hacia aquí!- gritaba histérica desde el asiento trasero del coche.
Cientos o quizás miles de infectados corrían hacia nosotros desde el otro extremo de la calle a toda velocidad. No había tiempo para planear una elaborada estrategia de escape, así que nos subimos a toda prisa en el coche y dimos marcha atrás dispuestos a atravesar aquella barricada de cuerpos humanos como fuera. Pise al máximo el pedal del acelerador y el coche salio disparado con el chirrido de las ruedas humeantes al derrapar en el asfalto. Nos sujetamos con firmeza a lo que pudimos antes alcanzar violentamente aquella montaña blanda de carne a noventa kilómetros por hora. El coche, con la tracción a las cuatro ruedas actuando sobre torsos, extremidades y rostros, rodó sobre los cuerpos apilados como si de una rampa putrefacta se tratara, volando por los aires a más de siete metros de distancia. Una sensación de vértigo nos encogió el estómago al sobrevolar la barrera de alambre de espino.
Aterrizamos pesadamente en la carretera al otro lado de la alambrada. El coche toco suelo primero con la parte delantera, que se doblo y retorció con la facilidad del metal más maleable. Los amortiguadores alcanzaron su límite de compresión, los bajos del coche se estamparon contra el asfalto y los neumáticos se oprimieron contra la carrocería. El neumático trasero izquierdo no soportó la presión y estallo con el estruendo de un potente petardo. Aun así seguí exprimiendo el acelerador al máximo, no podía permitirme detener el coche hasta que hubiésemos escapado de la ciudad y el alcance de las hordas de infectados.
Mientras nos alejábamos del centro de la ciudad con la yanta trasera desnuda, expulsando un chorreo de chispas a nuestro paso, miraba por el espejo retrovisor como los infectados escalaban la montaña de cadáveres y traspasaban el alambre de espino sin dificultad, ya no quedaba ninguna fuerza militar que opusiera resistencia ante la invasión. Aquella horrible imagen me dejo entrever que desde ese momento no dejaríamos de huir, aquellos infectados nos perseguirían allá donde fuéramos.
Última edición por josu87 el Miér Oct 06, 2010 11:10 pm, editado 1 vez
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Re: [b]DEVASTATION[/b]
el doble post no esta permitido, mucho menos el triple post, asi que o pones todos los capitulos en un solo post, o esperas a que despues de tu respuesta comente alguien o esperas 24 horas, lo que quieras, pero doble post no
y escribe en minusculas, las mayusculas significan gritar en internet y en minusculas se entiende igual
yo que tu me leeria las normas antes de seguir posteando tan alegremente
y escribe en minusculas, las mayusculas significan gritar en internet y en minusculas se entiende igual
yo que tu me leeria las normas antes de seguir posteando tan alegremente
siguientes capítulos.
Aqui os dejo los siguientes dos capítulos. Espero que les gusten, y ya saben, comenten. Un saludo
Entre chispas la llanta desprovista de neumático arañaba el asfalto con un incesante chillido metálico. Tras muchos kilómetros, mantener la dirección bajo control y que el coche no derrapase por la diferencia de tracción entre ambas ruedas traseras, se había convertido en una tarea agotadora. Además, produciendo tal estruendo éramos como un reclamo para los infectados allá por donde pasábamos.
En algunas de las poblaciones periféricas a Kansas City MO nos topamos con hordas de infectados que se alejaban de la ciudad arrasada. Deambulaban cabizbajos, ansiosos o frenéticos, extendiéndose por el territorio como una infección en un organismo. Hacíamos todo lo posible por eludir esos grupos o evitar llamar su atención, pero con la yanta chirriando sobre la carretera y alertándolos de nuestra posición, era como tañer la campana del almuerzo.
En esas ocasiones los infectados parecían reanimarse, abandonaban su marcha parsimoniosa y corrían tras el coche con un ansia salvaje. Debido a la rueda que carecía de neumático, nos era muy difícil alcanzar mucha velocidad sin que el coche fuera susceptible de patinar y descontrolarse, por lo que los infectados se acercaban a veces tanto que llegaban a aporrear la luna trasera mientras veíamos aterrorizados las expresiones de furia de sus rostros.
Concientes de que era cuestión de tiempo que no lográsemos escapar de los infectados y alguno de nosotros resultara herido, cambiamos la rueda afectada en cuanto pudimos. Nos detuvimos unos minutos en una solitaria carretera de tierra que serpenteaba en los límites de un bosque y Rowie se dispuso a colocar la rueda nueva. La autopista 71, que recorre verticalmente los condados al oeste de Missouri, pasaba a escasos setecientos metros de donde nos encontrábamos. Desde nuestra posición oteamos la parte alta de la autopista, que se elevaba sobre gruesos pilares a quince metros de altura, intentando averiguar el origen de lo que parecían unos gritos.
Se podía vislumbrar la parte superior de los vehículos, que sobresalían por encima de la barrera exterior de la autopista. Como era de esperar en una vía principal, estaba absolutamente saturada de vehículos a lo largo de toda su extensión. Kilómetros y kilómetros de embotellamiento en ambas direcciones hasta donde podía atisbar. Intente averiguar lo que estaba pasando allí arriba, entornando los ojos en un gesto intuitivo para enfocar la lejana imagen de la autopista. Entonces advertí la presencia de unos individuos, un grupo de aproximadamente una docena poco mas que unas oscuras figuras desgarbadas, corriendo hacia el extremo sur.
Corrían junto a los coches a toda velocidad como atraídos por el aroma de una presa cercana. Pasaban junto a una caravana cuando, de detrás de un coche rojo que estaba detenido justo delante, salieron un par de mujeres huyendo. Gritaban y corrían mientras aquellos individuos iban tras ellas. Uno de los infectados atrapó a la mujer que iba detrás por su larga melena y cayo al suelo de espaldas, desapareciendo bajo un grupo de infectado. La otra mujer, al ver que no tenía escapatoria y que le seria imposible escapar de sus rápidos perseguidores, prefirió tirarse al vacío a caer víctima de sus dentelladas.
La mujer se preparaba para saltar a la carrera el guarda carril sin importarle los quince metros de altura que la separaban del suelo, pero justo en el momento en el que daba el impulso para saltar desde el borde de la autopista, unos brazos la agarraron de la camiseta y tiraron de ella con violencia hacia el interior de la carretera. Los desesperados gritos de la mujer se siguieron escuchando con nitidez desde detrás del muro de hormigón durante un breve instante antes de silenciarse bruscamente.
Una vez más habíamos tenido el dudoso honor de ser testigos de la atrocidad desmesurada de la que hacían gala los infectados. Miré a mi derecha y vi que Rosemary temblaba violentamente con los ojos fijos en la autopista. Rowie y Stacie también habían presenciado aquel horror pero ninguno se atrevió a pronunciar una sola palabra al respecto. Permanecimos allí en silencio, resignados a ver escenas como aquella a lo largo de nuestro viaje.
De vuelta en el coche vi que Ben no se había movido del asiento trasero. Tenía mal aspecto, por el espejo retrovisor advertí que estaba empapado en sudor y su herida, hinchada y enrojecida, parecía infectada. Aunque no nos procesábamos demasiado afecto, me atreví a preguntarle como se encontraba:
- ¿Estás bien Ben?- su aspecto era pálido y enfermizo.
- Si…- dijo apenas murmurando.
- ¿Seguro? Esa herida no tiene muy buena pinta, parece infectada.- insistí con temor a resultar pesado.
- Sí. Estoy bien.- me dijo con dureza y se levantó el cuello de la camisa para esconder la mordedura inflamada.
Con todos ya dentro del coche y la rueda nueva colocada volvimos a emprender la marcha tras aquel breve paréntesis en nuestro éxodo, lamentablemente turbado por el imparable avance de la infección.
La siguiente población a la llegamos fue un suburbio de clase media a veinticinco kilómetros al sur de Kansas City MO aparentemente desierto en el condado de Jackson. Los efectos del caos vivido a primeras horas de la mañana eran más que evidentes. La carretera estaba flanqueada por dos hileras de casas de una sola planta. Sobre el saludable césped de algunas ellas destacaban juguetes de vivos colores que contrastaban con la imagen de un barrio sumido en el caos. La calle estaba sembrada de infinidad de objetos como maletas de ropa abiertas con el contenido diseminado por todo el asfalto; cubos de basura metálicos volcados que habían vomitado su hediondo contenido, expuesto al asfixiante calor de la tarde; una lancha de doces metros “varada” en medio de la carretera, e incluso un exquisito piano de cola Steinway & Sons reducido a un montón de madera lacada en un negro brillante.
Conducíamos sorteando el sin fin de objetos que minaban la carretera, y sin previo aviso un humo blanco comenzó a filtrarse de debajo del capo del coche. De inmediato el ligero humo se convirtió en una densa columna que apenas dejaba ver más allá. A continuación el coche empezó a hacer ruidos extraños y a dar violentos tirones. Luego el pedal del acelerador dejo de responder y el motor dio unos últimos traqueteos antes de apagarse mientras el coche rodaba lentamente por inercia hasta detenerse.
Al levantar el capo una blanca y espesa nube de vapor de agua escapo del habitáculo del motor. Estaba K.O.: el radiador estaba completamente destrozado, chorreando agua por el duro impacto al aterrizar cuando sobrevolamos la alambrada del ejercito; la dirección tampoco había salido muy bien parada, estaba torcida y una de las ruedas había quedado girada irreparablemente hacia afuera, lo que contribuía a que el coche tendiera a desviarse a la izquierda.
No tuvimos más remedio que seguir a pie y buscar otro vehiculo con el que llegar a casa de Bob. Sin embargo, en la calle no se veía un solo coche que pudiésemos utilizar. Era evidente que los ciudadanos de las zonas suburbanas y periféricas habían tenido tiempo para cargar sus coches y huir del desastre que se les avecinaba. Por este motivo, las aglomeraciones de vehículos que taponaban calles enteras no habían tenido lugar en sitios como aquel. Excepto por los bienes personales perdidos o abandonados en la huida que atestaban las calles, no se adivinaba la figura de vehiculo alguno.
Caminábamos furtivamente a través de los jardines delanteros de las casas, avanzando encorvados en un gesto instintivo por mostrar el menor bulto posible. Entonces escuchamos ruidos en el interior de una de ellas, por delante de nosotros en la acera de enfrente. Nos escondimos tras el porche de la vivienda más cercana y observamos desde nuestro escondrijo. Contemplamos sorprendidos que se trataba de un par de saqueadores, desvalijando las casas abandonadas. Armados con fusiles automáticos y escopetas, cargaban con un enorme televisor de plasma hasta el jardín delantero, donde habían situado una gran camioneta pick up llena de material electrónico y demás objetos de valor. No obstante, aun siendo delincuentes armados hasta los dientes, su condición de simples personas y no de infectados caníbales, nos hacia sentirnos aliviados e incluso, en cierto modo, cercanos a aquellos tipos.
Discutimos en voz baja la posibilidad de pedirles que nos llevaran con ellos hasta las afueras del pueblo. Rowie y yo echamos en completo silencio una rápida mano a “piedra, papel y tijera”, y cuando su piedra machacó a mi tijera, me preparé para descubrirme ante aquellos individuos potencialmente peligrosos e incluso mortales. Tome una bocanada de aire como si la atmósfera se limitase a aquel rincón del porche y salí del escondrijo mostrando las palmas de las manos a la vez que luchaba porque mis temblorosas piernas no cedieran:
-¡¿Hola…?!- vociferé tímidamente, caminando muy despacio con las manos en alto.
Uno de los dos tipos, armado con una escopeta, hacia guardia fuera de la casa, y nada mas verme, me apunto con su arma:
- ¡Quieto! ¡No te muevas!- gritó con el cañón de su escopeta dirigido hacia mi
El otro, que salía de la casa cargando un DVD y un home cinema, los dejo caer al suelo y se apresuró a alcanzar su ametralladora, la cual tenía colgada a la espalda.
- ¡No disparen! ¡No disparen! ¡No soy una de esas cosas! ¡No disparen por favor!- me pare en seco y levanté aun mas los brazos, mostrando las palmas desnudas de mis manos.
El tipo de la ametralladora me apuntó temblorosamente y sin mediar palabra una ráfaga de proyectiles hizo saltar por los aires el césped delante de mí. Quizás fuera la necesidad de que nos ayudaran a salir de allí de una pieza, o sencillamente un estado de shock que agarroto cada músculo de mi cuerpo, pero lo cierto es que no me moví un solo centímetro de donde me encontraba mientras las balas silbaban a mí alrededor. Cuando las balas cesaron y abrí los ojos, vi que el tipo de la escopeta sujetaba baja el arma del otro a la vez que parecía estar echándole un rapapolvo. Entonces me di cuenta de que el tipo del fusil no era mas que un niño que no superaría los veinte años, a diferencia del otro que era considerablemente mayor. Quien sabe, tal vez fueran padre e hijo.
De improvisto un grupo de infectados como salidos de la nada, embistió a los dos tipos completamente por sorpresa. El chico abrió fuego erráticamente sin acertar en ninguno de los infectados y cuando vio que estaban a punto de echárseles encima salio corriendo hacia el interior de la casa. A diferencia de aquel, el otro tipo permaneció impasible sin retroceder un solo paso, descargando su escopeta contra los infectados. Logro derribar a tres de ellos, los cuales cayeron fulminados por el potente impacto de los cartuchazos casi a quemarropa. A uno le acertó en plena cara y el disparo redujo su cabeza a una atomización sanguinolenta de sesos y pequeños trozos de hueso.
Sin embargo, al cuarto infectado solo lo alcanzo superficialmente en el brazo izquierdo y no logro evitar que se le abalanzara salvajemente sin darle tiempo a cargar el siguiente cartucho en la recamara. En el suelo, con el infectado lanzándole zarpazos y dentelladas a poco centímetros de la cara, el hombre intentó alcanzar un puñal que tenia atado al tobillo. No obstante, apunto estaba de sacarlo de su vaina cuando dos infectados mas le asaltaron y le mordieron en la cara y el cuello, provocándole una violenta hemorragia que inundó de sangre la acera.
Tras caer el hombre y su férrea resistencia, los demás infectados fueron tras el chico que había huido al interior de la casa. Entraron atropelladamente por la entrada principal de la casa mientras los otros tres devoraban el cadáver mutilado del hombre, tendido sobre un enorme charco de sangre. Por un momento no se escuchó nada en absoluto y de repente, el sonido amortiguado de unas ráfagas de ametralladora, seguido de un grito desgarrador del chico suplicando por si vida, el cual se interrumpió súbitamente.
Retrocedimos discretamente hacia los patios traseros de las casas para rodear a los infectados sin arriesgarnos a que nos descubrieran. Saltamos las vallas de madera que delimitaban los pequeños jardines traseros, atravesándolos sigilosamente e inspeccionando el siguiente antes de acceder a el. Estábamos cruzando uno de los jardines mientras nos ayudábamos los unos a los otros a subir la valla, utilizando nuestras manos como improvisado escalón. Ben, cuyo estado había empeorado considerablemente desde que paramos para cambiar la rueda, tropezó con un cochecito de pedales que había junto a la piscina. Apenas conseguía mantenerse en pie, y aun así su orgullo le impedía aceptar nuestra ayuda incluso cuando casi no podía sobrepasar la valla.
Tras pasar al otro lado, no sin bastantes dificultades, Rowie fue el siguiente en hacerlo. Le ofrecí un apoyo con mis manos entrecruzadas y paso al otro lado. Entonces escuche un ruido en el interior de la casa, gire la cabeza hacia la casa y en el umbral de la puerta corredera del jardín había un infectado, mirándome estático con sus ojos inyectados en sangre. De la boca entreabierta le brotaba una espuma rosácea que le brotaba con cada exhalación y que le resbalaba pecho abajo.
De un solo impulso conseguí encaramarme vacilantemente en lo alto de la valla mientras el infectado corría hacia a mi. Entonces el infectado me agarró dolorosamente por el tobillo con una fuerza inusitada, lo que me hizo perder el equilibrio y caer. Quedé suspendido boca abajo por el otro lado de la valla, con el infectado tirando del extremo de mi pierna y Rowie y un maltrecho Ben haciéndolo en el sentido opuesto.
En el forcejeo, la pistola se me resbaló de la parte trasera del cinturón y cayo al césped. Entonces Rowie la recogió y sin titubear, apuntó al infectado a la cara y le disparó en el ojo izquierdo a poco más de un palmo de distancia. El ojo estalló con una explosión de sangre y humor vítreo, a la vez que la parte trasera del cráneo explosionaba, despidiendo trozos de cráneo en una proyección de encéfalo licuado. El infectado cayó dentro de la piscina, hundiéndose de inmediato hasta el fondo cual pedazo de denso plomo.
A continuación, del interior de un par de casas más salieron infectados atraídos por el alboroto tan indeseado por nosotros. Arañaban y clavaban sus uñas en la madera de la valla, que se desprendían de sus dedos al tirar y quedaban incrustadas en los tablones al impulsarse hacia delante para pasar al otro lado. Después de cruzar al último jardín que daba a una calle perpendicular, fui el primero en pasar al otro lado desde donde ayudaría a los demás a cruzar. Pero nada mas había puesto los pies en el hormigón de la acera, me encontré con un cañón apuntándome a la cara.
- ¡No dispare, no dispare! - las palabras salieron de mi boca por acto reflejo mientras el tipo me apuntaba a través de la mirilla de su fusil con una postura y una actitud muy…
- ¿Qué hacéis? ¿Sois saqueadores?- pregunto sin dejar de encañonarme, mientras los demás cruzaban la valla.
- ¡No, no, no! Solamente intentamos llegar a casa.- dije con las manos en alto sin dejar de mirar nerviosamente hacia la valla detrás de mi.
El tipo nos retenía a punta de ametralladora en la acera, desconfiando de nuestras verdaderas intenciones cuando de pronto una estampida de infectados irrumpió violentamente al otro lado de la valla, impactando con dureza contra ella. Todos, excepto el desconocido que empezó a abrir fuego contra los infectados, echamos a correr calle abajo sin importarnos que nos disparara. De pronto la idea de caer fulminados por las balas resultaba mucho más atractiva que agonizar lenta y dolorosamente mientras un par de infectados te despedazan a dentelladas estando tú aún con vida.
Con el sonido de las ráfagas de disparos retumbando detrás nosotros llegamos al cruce desde el que podíamos ver la camioneta de los dos saqueadores masacrados. Nuestro billete de salida de aquel barrio nos esperaba al otro lado de la calle en forma de una enorme pick up. No disponíamos del tiempo necesario para cerciorarnos de que todo estaba despejado, así que nos preparamos y corrimos tan rápido como pudimos.
Las llaves estaban aun en el contacto y Rowie se hizo cargo del volante mientras los demás subíamos rápidamente a la camioneta. Tras arrancar con el potente rugido del motor, piso el pedal del acelerador y las ruedas traseras, buscando la tracción necesaria para mover tal mastodontico vehiculo, derraparon en el blando césped que salio despedido por la parte de atrás. Entonces por la esquina por la que habíamos venido apareció el tipo armado corriendo apuradamente y detrás de él una horda furiosa de infectados.
-¡Sube, rápido!- le gritamos casi al unísono, extendiéndole las manos para subirlo a la carrera en la camioneta.
Los infectados le seguían de cerca, eran incompresiblemente veloces y al tipo le resultaba muy duro mantenerse fuera de su alcance. En un último esfuerzo exprimió las pocas reservas que le permitían correr a tal velocidad y con un breve pero intenso sprint salto a la parte trasera de la camioneta. Lo sujetamos por el chaleco con bolsillos llenos de municiones que llevaba, y lo metí dentro del habitáculo. Por fin Rowie pudo pisar al máximo el acelerador y logramos dejar atrás a los enloquecidos infectados que cesaron en su intento por darnos caza en cuanto nos alejamos.
Aun resollando por el gran esfuerzo realizado pero ya con relativa tranquilidad de dejar por fin atrás aquel lugar, me presente al desconocido.
- Hola, soy Charlie.- me presente tendiéndole la mano en un gesto de diplomacia con el desconocido.
- Reyes, Martin Reyes.- contestó, levantando levemente una de las comisuras de los labios.
La pequeña población quedaba cada vez más lejos y el alivio y sensación de victoria y optimismo que nos había embargado al lograr escapar de los infectados se empezaban a diluir en una mezcolanza de temores y preocupaciones que cada uno de nosotros albergaba en silencio y que aún tendríamos que afrontar.
Los rayos del sol se escondían tras las nubes dispersas, proyectando un tapiz de oscuras sombras sobre los bosques y praderas, que semejaba las manchas de una descomunal piel de animal extendida sobre todo el territorio. Al volante, Rowie conversaba animadamente con Rosemary mientras Stacie, sentada junto a la ventanilla, observaba el vasto paisaje con un gesto de desagrado.
- ¿Y tú Stacie?- le preguntó Rowie al verla tan apartada de ellos, aún estando a escasos centímetros.
- ¿Qué?- dijo, fingiendo ignorar el tema de conversación.
- ¿De donde eres?, yo soy de Utah, de Tooele, la ciudad de las plantas rodadoras jajaja.- rió con la vista en la carretera y una - y Rosemary de Erie en Pennsylvania, ¿y tú Stacie, de que inhóspito lugar eres?- pregunto Rowie con tono burlón quitando los ojos de la carretera por un segundo.
- Phoenix...- respondió Stacie con sequedad.
- ¡Vaya Arizona, tengo amigos allí! ¿y cómo es que acabaste en Missouri?- preguntó Rowie de nuevo, obligando a Stacie a dar mas detalles sobre ella.
- Diferencia de opiniones.- volvió a responder sin mirarlo.
- ¿Diferencia de opiniones?- Rowie continuaba con el pulso entre ellos dos por traspasar la coraza bajo la que se escondía.
- Ellos pensaban que a un hijo se le educa mediante palizas y yo no.- respondió, dejando a todos en la cabina helados.
Un silencio absoluto pareció tragarse el aire en la cabina, dejando un vacío insalvable entre ellos. Incluso el ruidoso sonido del motor y los crujidos de la carrocería al toparse con un bache se volvieron inapreciables.
- Una vez, cuando yo tenía cinco años, mis tres hermanos mayores casi prenden fuego la casa de mis padres.- Rosemary interrumpió el incómodo silencio que se había instalado entre ellos.- Era Acción de Gracias y recreaban una pequeña función vestidos como indios y soldados en la entrada del garaje. La sábana que habían colgado con unos árboles y un sol pintados se levantó por la ligera brisa que soplaba y se posó suavemente sobre una pequeña hoguera que muy inteligentemente habían colocado junto a ella.- la historia de Rosemary empezó a captar la atención de Stacie y Rowie.
Mi padre corrió a apagar el fuego con un pequeño extintor que llevaba en el coche cuando un trozo de la sábana ardiendo salió volando hasta caer sobre el suelo húmedo cerca de una garrafa roja de gasolina. Imaginaos, la garrafa explotó en una bola de fuego enorme que casi alcanza a mi padre y que quemó el garaje y por poco la casa entera. Cuando la policía y los bomberos se fueron, mi padre se reunió en la cocina con mis hermanos. Lo único que sé es que no volvieron a ver la luz del día en meses jeje.- Rosemary se rió con su innata timidez, poniéndose la mano sobre la boca.
Una leve sonrisa, casi imperceptible, se dibujó en el rostro de perfil de Stacie.
- Tantos chicos en una misma casa es peligroso, demasiada testosterona en ebullición.- agregó Rosemary con una intención maliciosa nunca antes vista en ella.
- Pues en mi casa éramos tres chicas y dos chicos, y nos traían de cabeza con sus cantantes guaperas y sus turnos interminables en el baño. Las chicas son peores que los chicos sin ninguna duda.- dijo Rowie, devolviendo el dardo envenenado a Rosemary.
- ¡Oye! ¡Eso no es cierto!-ella le golpeó con simulada rabia en el brazo.
Stacie se descubrió sonriendo con aquellos dos panolis flirteando de la forma más inocente, quizás sin que ellos mismos se dieran cuenta de que lo hacían. De lo que ella si se dio cuenta es de que por un momento había bajado la guardia y enseguida se apresuró a recuperar la compostura.
En la parte trasera de la pick up Ben estaba tumbado inconsciente. A ambos lados de él Martin permanecía en guardia, empuñando el fusil sobre el pecho con el dedo índice extendido sobre el gatillo, y yo mirando la línea de árboles de un lejano bosque con el único pensamiento en mi cabeza del paradero de mí hermana.
Miraba hipnotizado la larga y estrecha carretera extendida delante de nosotros, adormecido por el incesante zumbido del motor y el movimiento ondulante del coche sobre la irregular carretera.
- ¿Has servido en el ejército?- su atuendo militar y su gran destreza con el fusil apuntaban a ello.
- Sargento Martin Reyes del Cuerpo de Marines de Los Estados Unidos.- respondió como si cada palabra estuviera atada a la siguiente y formara parte de un honorable salmo repetido hasta la saciedad.
- ¿Has estado desplegado?- seguí tirando del hilo.
- La Guerra del Golfo.- dijo sin mirarme, comprobando los mecanismos de su ametralladora.
- Vaya, eres todo un veterano de guerra. Tu familia debe estar muy orgullosa.-
- Si… Lo estaban.- su tono de voz se desplomó.
Al pronunciar el verbo “estar” en pasado, una pesada roca con el letrero “IMBÉCIL” cayó sobre mi cabeza.
- Lo siento, no sabía que…- intenté enmendar mi torpeza.
- Tranquilo.- le restó importancia a mi colosal metedura de pata.
- ¿Qué les ocurrió…?- le pregunté sin pensarlo, y temí que con toda la razón me reprendiera duramente por mi irrespetuosa curiosidad.
- Estábamos durmiendo y mi hija gritó en su habitación. Un grupo de infectados había entrado por su ventana. Conseguí acabar con todos pero ya era demasiado tarde. Estaba en un rincón de la habitación, tumbada boca abajo en medio de un charco de sangre- las lágrimas resbalaban en tropel por la cara de Martin mientras luchaba por no romper a llorar.-
De repente oí gritar a mi mujer. Cuando llegué a nuestra habitación un infectado estaba sobre ella en la cama intentando morderla. La había herido de gravedad en el cuello pero aun así ella seguía defendiéndose. Murió en mis brazos ahogada en su propia sangre. Entonces, aún no sabía que quienes son heridos por esas cosas vuelven a la vida poco después de morir. Así que, la tumbé en la cama y la cubrí con la sábana.- niega con la cabeza sin asumir todavía lo vivido aquella misma madrugada o quizás la anterior- Poco después se levantó…, sin más. Para entonces yo estaba en estado shock. Era demasiado para asimilar, un infectado le había desgarrado la mitad del cuello, se había desangrado sobre mis brazos y estaba allí…de pie.- vuelve a negar levemente con los ojos fijos en la nada.
Estaba allí, inmóvil junto a la cama de espaldas a mí. Entonces la llamé por su nombre y se giró hacía mi. En cuanto me vio, saltó sobre la cama y se me abalanzó antes de que me diera tiempo a reaccionar. Yo no entendía nada, intentaba morderme y yo no dejaba de repetirle que era lo que le pasaba, le decía “¡¿Cariño que te ocurre?!” pero no me escuchaba, ya no era ella.
Tuve que…- las palabras se le atascaron en la garganta y tragó, intentando deshacer el nudo que le impedía hablar.- la empujé sobre la cama y la apunté con mi pistola. Le murmuraba “no me obligues por favor cariño, no me obligues”, pero volvió a correr hacia mi y tuve que hacerlo, le disparé dos veces en el corazón.- bajo la cabeza y se quedó en silencio un momento.- Pero no…- niega con la cabeza- eso no la mató. Se volvió a incorporar y cargó de nuevo contra mí con la misma energía. Así que, levanté mi pistola y volví a dispararle. Pero esta vez le disparé en la cabeza. ¿Qué podía hacer?- rompió a llorar cubriéndose la cara con la mano sin emitir ningún sonido.
No sabía muy bien que se debe hacer en esas situaciones, por lo que preferí dejar que se desahogara y drenase toda la ponzoña que lo intoxicaba desde dentro. Me avergüenza decir que en aquel momento me pregunté que había pasado con su hija asesinada, ¿Se habría transformado en una de aquellas cosas? y de ser así, ¿como había reaccionado Martin? Por supuesto no me atreví a preguntárselo y desde entonces me odie a mi mismo por albergar semejantes pensamientos.
- ¿Y tú, tienes familia Charlie?- me preguntó ya repuesto tras rememorar el traumático suceso.
- Mi hermana Alex. Estaba trabajando en Kansas City cuando estalló toda esta locura. Por suerte logró escapar a tiempo y en este momento estará esperándome en casa.- dije con la intención de tranquilizarme a mi mismo y borrar de mi mente las malas sensaciones.
- ¡Mirad!- exclamó de repente Rowie, señalándonos el extraño objeto no identificado sobre la hierba más allá de la cuneta.
Un objeto rojo brillante resaltaba sobre el verde mate de la hierba a un kilómetro. A medida que nos acercábamos, aquel objeto se nos antojaba más familiar y a poco más de quinientos metros se hizo evidente que era un coche accidentado. Nos aproximamos lentamente a su altura, aminorando la velocidad sin detenernos del todo para ver si había alguien atrapado en su interior a quien pudiésemos ayudar. Hasta el momento, el grave estado en el que había quedado el vehiculo me había impedido darme cuenta de algo que mas tarde hizo que el corazón me diera un vuelco en el pecho.
Observando aquel coche deformado, a duras penas identificable como tal, lo reconstruí mentalmente, intentando averiguar la forma que tendría antes de sufrir el accidente, y el resultado, el vehiculo que surgió en mi cabeza de aquel amasijo, fue un Mazda MX. Un maldito Mazda MX, mi hermana conducía un Mazda MX rojo fuego.
Aporreé el techo de la cabina para que Rowie se detuviera y salté de la camioneta movido por una voluntad ajena a mí.
- ¡! ALEEEX!! ¡! ALEEEX!!- gritaba con todas mis fuerzas mientras bajaba el terraplén hasta la explanada donde descansaba el coche amorfo.
Una pegatina en la que se leía “He sobrevivido a un rodaje con Billy Bob Thornton” en la parte trasera del maletero retorcido confirmó el peor de mis temores, efectivamente era el coche de Alex. Corrí a mirar en el interior, preparándome para lo peor. Pero lo único que había era los airbags deshinchados que se habían disparado en el accidente y que yacían desparramados como un par de vejigas blancas, escupidos desde el interior del volante y el salpicadero.
Me sentí aliviado al ver que mi hermana no estaba dentro del coche. No obstante, una vez más la sensación de habérseme escapado de entre los dedos me llenó de frustración. Ninguna pista de cómo había ocurrido ni de donde había podido ir, tal vez herida y desorientada. Solamente las marcas en el asfalto, atestiguando el momento en el que el coche se había descontrolado, y los esfuerzos de mi hermana en forma de zig zag por controlarlo, antes de salirse de la calzada y dar varias vueltas de campana.
De nuevo en marcha, rastreaba los alrededores esperando ver a mi hermana deambulando desorientada por los bosques o por la cuneta de la carretera. Entonces me fijé en que el pecho de Ben no se movía. Puse mi oreja sobre su boca y al no sentir su aliento, le busqué el pulso en la muñeca sin suerte. De inmediato me apresuré a practicarle el masaje cardio-pulmonar, pero tras más de cinco minutos realizándole compresiones sin éxito Martin me detuvo.
- Ya no hay nada que hacer. Ha muerto.- me dijo con tono calmado, poniéndome la mano sobre el hombro para reconfortarme.
El cuerpo de Ben estaba frío, su color era pálido y amarillento, completamente cadavérico. Había muerto mucho antes de que yo me diera cuenta de que había dejado de respirar. Finalmente había sucumbido a la infección, después de escasas horas de ser herido, lo que me pareció algo muy extraño y preocupante. La velocidad con la que actuaba esa enfermedad era apabullante.
Le echamos por encima una lona que había en la parte trasera de la camioneta y que habíamos utilizado para abrigarlo al subir en ella. De pronto, después de un minuto de haber confirmado su muerte, la lona verde comenzó a moverse y debajo de ella Ben se despertó.
- ¿B…BBe…Ben…?- balbuceé a punto de hacérmelo encima.
Se incorporó y la lona resbaló sobre su cara, descubriendo su rostro desencajado. Las escleróticas de sus ojos estaban repletas de vasos sanguíneos rotos y dilatados, lo que otorgaba a sus ojos carmesí una espeluznante apariencia amenazante. Sin previo aviso, se me abalanzó súbitamente, agarrándome con una fuerza inusitada mientras intentaba clavarme los dientes en el cuello. Martin actuó con rapidez, lo sujetó por detrás y lo apartó de mí mientras se retorcía, intentando morderle. Con un rápido gesto Martin le torció el cuello y lo desnucó con un desagradable sonido sordo al fracturarle las vértebras cervicales. En una fracción de segundo el infectado convulsivo se convirtió en un cuerpo flácido e inerte.
Enterramos el cadáver en un bosque próximo y marcamos su tumba con una cruz hecha con dos ramas atadas, en la que grabamos su nombre y la fecha de su muerte. Ni siquiera pudimos poner su apellido ni su fecha de nacimiento. Tan solo un nombre y una fecha sobre una tumba que posiblemente nadie descubriría y que quizás acabaría por olvidarse. La peor de las muertes, una avocada al olvido. Así pues, reunidos en torno al montículo de tierra amontonada en medio de aquel lúgubre bosque le presentamos nuestro respeto a los restos mortales de Ben y proseguimos con nuestro viaje.
Finalmente llegamos a casa de Bob cuando serian alrededor de las ocho de la noche, el sol comenzaba su descenso hacia el horizonte anaranjado y el panorama con el que nos encontramos no era nada alentador. La puerta principal estaba abierta de par en par, desclavada de sus bisagras, y uno de los entablados de las ventanas estaba destrozado. Martin y yo nos preparamos para acceder al interior pistola en mano. Él entró primero con su rifle M4 y yo le seguí, cubriéndole las espaldas con mi Glock. Los rastros de sangre coagulada seguían en el parqué del suelo, el empapelado floreado de las paredes y los cuadros familiares del pasillo que llevaba a la cocina. Claras señales de la irrupción de infectados en la casa y de la posibilidad de que aún se encontraran allí.
Yo seguí recto hacia la cocina y Martin subió las escaleras para registrar el piso de arriba. Había cartuchos disparados de escopeta desperdigados por el suelo de la cocina que conducían hasta la puerta del jardín trasero. Abrí la puerta mosquitera que chirrió al empujarla lentamente y salí afuera. Tampoco allí estaban Bob, Esther ni las niñas. Entonces vi que las puertas del establo estaban abiertas y fui a investigar.
Los caballos no se encontraban allí ni sus monturas tampoco, lo que descartaba que se hubieran escapado. Entonces lo comprendí todo. Los infectados habrían conseguido irrumpir en el interior de la casa pero conociendo a Bob, tendría un plan B. Un plan de huida. Seguramente habría dejado los caballos preparados con provisiones y listos para salir pitando en cuanto se vieran obligados.
Volví al interior de la casa aliviado al saber que los Mcknight estaban a salvo.
- Todo despejado.- me informó Martin tras confirmar que la casa estaba limpia de infectados.
- Bien. Empieza a anochecer, creo que lo mejor seria pasar aquí la noche y decidir mañana lo que hacemos.- le sugerí a los demás colocados entorno a mí.
- Si, creo que es lo mejor.- dijo Rowie asintiendo con la cabeza.
- Si, yo también.- le siguió Rosemary.
- Debemos reparar los daños causados en las ventanas y puertas como podamos y asegurar las vías de acceso. Lo mejor seria que durmiéramos todos juntos en el piso de arriba e hiciéramos turnos para dormir- sugirió en base a su extensa experiencia militar.
- Si, hagámoslo.- la experiencia militar de Martin nos era muy útil en las cuestiones tácticas y estratégicas.
Recompusimos los entablados de las ventanas y volvimos a clavar las puertas en sus marcos, y con la última luz del día nos parapetamos en el piso de arriba para pasar la noche. Siguiendo los consejos de Martin, elegimos la habitación de matrimonio por contar con un par de características básicas que la hacían más defendible que las demás: estar al final de un estrecho pasillo y poseer una sólida puerta de roble maciza.
Mientras nosotros aviábamos el dormitorio colocando los colchones recolectados de las demás habitaciones en el suelo, Martin dispuso una hilera de copas de cristal en lo alto de las escaleras las cuales había cogido del mueble del comedor donde Esther guardaba la vajilla. Según él, nos serviría de aviso si algún infectado entrase en la casa y decidiera subir al segundo piso.
Cerramos las cortinas, atrancamos la puerta e intentamos conciliar el sueño, algo nada fácil con la constante amenaza de los infectados en nuestras cabezas. Martin colocó una gran cómoda entre la puerta y él, y se situó en un lado de la habitación desde el que tenia una visión directa de la puerta. Se sentó en una silla, ametralladora en mano, y se preparó para hacer el primer turno de la noche.
La mortecina luz de la luna que se filtraba a través de las cortinas parecía aún más intensa al encontrarse con la oscuridad casi absoluta de la habitación. En un rincón, Martin no era más que una vaga figura en la penumbra, inmóvil en completo silencio mientras los demás dábamos vueltas en nuestros colchones incapaces de conciliar el sueño. Aún cuando lo conseguíamos, no era por más de unos minutos antes de despertarnos sobresaltados por una angustiosa pesadilla.
Después de un largo rato intentando dormirme, luchando contra las espeluznantes imágenes que saturaban mi cabeza sin dejar un resquicio de paz y tranquilidad en mi mente, me di por vencido y acompañé a Martin en su guardia. La situación de vulnerabilidad e incertidumbre en la que nos encontrábamos me producía una intensa sensación de vértigo en la boca del estómago, hasta el punto de provocarme náuseas.
- Hola.- susurré, colocando con cuidado una silla junto a la suya.
- Hola.- musitó.
- Si quieres ve a descansar, yo te relevo.- le dije en voz baja.
- No has dormido nada, deberías descansar un poco.- de sus palabras se desprendió cierto tono paternal.
- Ya bueno, no me apetece mucho dormir.- resultaba un tanto patético intentar ocultar lo que era evidente, que estaba acojonado. ¿Tú no estás cansado?
- Estoy bien.- pronunció sin entonación alguna.
- Pff… todavía son las tres de la madrugada, esta noche se va a hacer muy larga.- eché un vistazo a mi reloj de pulsera y apreté el botón lateral que iluminaba la esfera con una parpadeante luz verdosa.- ¿Qué plan tienes pensado para cuando amanezca?
- Concentrémonos en pasar esta noche sin ningún contratiempo.- dijo prudentemente.- ¿Tu tienes algo en mente?
- Mi hermana, tengo que encontrarla. Debe estar sola en algún lugar ahí afuera, desorientada y quizás herida. Su coche no estaba muy lejos de aquí y no sé, tal vez llegase antes de que Bob y su familia huyeran y se fuera con ellos.- me costaba creer mis propias palabras.
- Estará bien, no te preocupes.- intentó reconfortarme.
- Si, es una chica muy fuerte, seguro que lo estará.- dije con ánimos brevemente renovados. No obstante, no pude evitar que me vinieran a la cabeza horribles situaciones en las que mi hermana podría encontrarse en ese mismo instante.- ¿Y tú, tienes hermanos?
- Shh…- de repente Martin creyó escuchar algo.
- ¿Qué ocurre?- dije susurrando aún mas bajo.
- ¿Lo oyes?- preguntó en alerta.
- ¿Qué?- no conseguía escuchar nada.
- Escucha.- dijo, intentando localizar la fuente del sonido desconocido.
- Mmm…- me incliné sobre la silla, intentando percibir algún sonido a parte del zumbido del silencio en mis oídos.- ¿Qué?
Martin se levantó de su asiento, y empuñando su ametralladora, se acercó a la ventana. Entonces un leve gemido procedente del exterior de la casa me disparó el pulso.
- ¡¿Qué es eso?!- podía notar como el corazón me daba tumbos dentro del pecho.
- Son ellos.- dijo apostado a un lado de la ventana, apartando levemente la cortina con el dedo índice, y espiando lo que pasaba en el exterior por una estrecha rendija.
Me situé al otro lado de la ventana y abrí levemente la blanca cortina de encaje para ver a lo que se refería.
- ¡Dios mío!- me tapé la boca para evitar alzar la voz al toparme con aquella terrorífica imagen.
La casa estaba cercada por docenas de infectados que, como fantasmagóricas siluetas bajo el lóbrego brillo de la luna, deambulaban lentamente por los alrededores, ignorantes aún de que nosotros nos encontrábamos allí atrincherados. Amparados por el refugio que el anonimato nos proporcionaba, observamos a aquellas cosas con el único objeto de asegurarnos de que no hicieran ningún movimiento inusual que significase que nos habían descubierto de alguna forma.
- Será mejor que nos preparemos. Aseguremos la puerta.- dijo Martin y se dirigió a la puerta.
Rowie se despertó mientras colocábamos la pesada cómoda contra la puerta y luego lo hicieron las chicas que estaban durmiendo juntas en la cama de matrimonio.
- ¿Qué ocurre?- preguntó sobresaltado.
- ¿Qué pasa?- dijeron las chicas al unísono con gran preocupación.
- Debemos fortificarnos.- dijo Martin.
- ¿Por qué? ¿Que ha pasado?- dijo Rowie y se levantó del colchón de un salto empezando a preocuparse de veras.
- Mira por la ventana…- mi cara delataba la seriedad de la situación.
- Oh Dios mío…- se llevó la mano a la boca en un gesto de incredulidad ante tal visión digna de la peor pesadilla.
Con la cómoda bloqueando la puerta, Martin volvió a la ventana, y tras parecer calcular la altura desde la ventana hasta el suelo, se acercó a la cama.
- Creo que valdrá.- se dijo a si mismo, examinando la envergadura de las sábanas.
- ¿Qué haces?- pregunté intrigado.
- Tenemos que hacer una soga con las sábanas, ya sabéis, atándolas entre si- nos explicó y sin más comenzó a desvestir la cama, arrancando las sábanas y la colcha de un tirón.- Si la cosa se pone fea podremos escapar por la ventana.
- Buena idea.- cada uno de nosotros aceptó su idea sin discutir.
- Primera regla si huyes de alguien o algo: Ten SIEMPRE una vía de escape alternativa.- comentaba mientras ataba las sábanas entre si y comprobaba la resistencia de los nudos.- Chicas, mirad si hay algo que nos pueda servir en el armario.
Stacie y Rosemary registraron el armario en medio de la penumbra en busca de algo útil. Además de algunas prendas de ropa colgadas en sus perchas, en principio no había nada que nos pudiera ayudar a combatir a las hordas de infectados que nos tenían acorralados. No obstante, en un gran cajón inferior encontraron un viejo bate de béisbol de madera y una pequeña linterna.
- Mirad, una linterna.- dijo Stacie y la encendió, apuntando con ella a Rowie en la cara.
- ¡Apágala! ¡Apágala!- Martin corrió desde el otro lado de la habitación y le arrebató la linterna de las manos. Luego se acercó a la ventana y echó un vistazo afuera.- ¡Joder!- exclamó entre dientes.- Vamos, ayudadme con la cama, pongámosla contra la puerta.
Me asomé a la ventana con una ligera idea de lo que había provocado tal reacción en Martin, y entonces vi que todos los infectados habían comenzado a correr en masa hacia la casa. En la negrura de la noche, el débil haz de luz de la linterna fue como un fatídico faro que los dirigió directamente hacia nosotros.
Un fuerte estruendo estalló en el piso de abajo, los infectados comenzaron a golpear los entablados de puertas y ventanas violentamente. Los tablones de madera reparados apresuradamente no tardaron en caer bajo el intenso ataque y los infectados entraron en estampida en el interior de la casa. Desde nuestro escondite podíamos escuchar atemorizados como volcaban mesas, sillas y sofás al entrar aparatosamente por las ventanas del salón y el comedor; como correteaban de un lado para el otro en la primera planta dando escalofriantes alaridos y gemidos; y el chirrío de la puerta mosquitera de la cocina al abrirse cada vez que salía uno a toda velocidad.
En un principio se mantuvieron en la primera planta, lo que nos hizo pensar que tal vez, sólo tal vez, si permanecíamos en completo silencio, podíamos pasar desapercibidos en aquella habitación al final del pasillo. Sin embargo, resoplábamos aliviados, pensando que nos habíamos tenido suerte y nos habíamos librado de un ataque muy posiblemente fatal, cuando el estrépito de un infectado corriendo escaleras arriba nos hizo estremecer. Todos excepto Martin, que se mantuvo expectante, con la oreja puesta en la puerta y la ametralladora junto a su pecho sin hacer ningún movimiento, únicamente aguardando al sonido de una sola copa tintineando.
Aquel infectado llegó a lo alto de las escaleras y se llevó por delante la hilera de copas de cristal sin tan siquiera percatarse de ello. Sólo entonces Martin abandonó su aparente pasividad y se colocó en posición de disparo frente a la puerta en actitud defensiva. El infectado se detuvo un segundo, titubeando sobre las copas hechas pedazos y entonces cargó brutalmente contra nuestra puerta. El impacto fue tan duro que el marco de la puerta se desclavó y la cómoda de veinte kilos y la cama de matrimonio con dosel, se desplazaron un palmo.
Rowie y yo corrimos a sujetar la puerta para evitar que el infectado se colara en el interior de la habitación mientras intentaba alcanzarnos con el brazo que había conseguido introducir. En su empeño por pasar la cabeza por la estrecha ranura, los clavos del marco desclavado le rasgaron profundamente la piel de la cara desde el ojo hasta la oreja. El tajo se dilató desde un extremo a otro y la piel pendió, cual sangriento colgajo, dejando entrever la estratificación de tejidos: piel, untuosa y amarillenta grasa, músculos ennegrecidos y huesos.
Varios infectados se le sumaron al otro lado de la puerta y cada vez era más duro sostener la puerta. Se intentaba abrir paso el infectado intentaba alcanzarnos, introduciendo el brazo y luego su cabeza parcialmente.
- Chicas, preparad la cuerda- dijo Martin a las chicas con tono calmo sin dejar de apuntar a la puerta.- Hemos perdido el factor sorpresa.
Stacie y Rosemary ataron la cuerda hecha con sábanas a la estufa bajo la ventana y la dejaron caer hasta llegar al suelo.
- Rowie, baja tu primero y cubre a las chicas mientras ellas bajan.- le ordenó
- Toma Rowie, tal vez la necesites.- me saque la pistola de la parte trasera del pantalón y se la ofrecí por la empuñadura.
Se agarró a la improvisada cuerda y, sin pensárselo dos veces, la descendió torpemente. Por otro lado, a las chicas el plan no les convencía tanto.
- No creo que pueda…- dijo Rosemary con lágrimas en los ojos.
- No hay tiempo Rosemary, debes hacerlo.- le pedí, soportando las acometidas de los infectados.
- No te preocupes, yo te ayudo a bajar.- Stacie se ofreció a ayudarla.
Con su ayuda Rosemary logró por fin descender la cuerda no sin dificultades, para después hacerlo Stacie. En contraposición, la puerta empezaba a mostrar pequeñas grietas que se incrementaban con cada carga de los enloquecidos infectados, además los tornillos de las bisagras se estaban desprendiendo del marco de la puerta bajo la fuerte presión que ejercían sobre ella.
- Charlie, voy a eliminar a los infectados que te están dando tanto trabajo. En cuanto puedas cierra la puerta, colocamos la cómoda y salimos echando leches. ¿OK?- me desembuchó el plan sin perder un solo segundo para tomar aire.
- Vale.- respondí sufriendo las embestidas, ya al límite de mis fuerzas.
Martin giró una pequeña palanca en el lateral de la ametralladora para ponerla en modo semiautomático con el que se dispara una bala por vez y sin titubear abatió con letal precisión a tres de los infectados al otro lado de la puerta. Primero, con un limpio disparo en la cabeza, eliminó al infectado que me impedía cerrar la puerta. Sus sesos salpicaron toda la puerta y la pared antes de desplomarse inerte en el parquet al otro lado de la puerta. A continuación, abatió a los otros dos, a uno de ellos con un solo disparo certero a través de la puerta. Increíble.
Cerramos la puerta y la atrancamos de nuevo con la cómoda. Con Martin cubriéndome mientras me descolgaba por la ventana, descendí con tanta prisa que me quemé la palma de las manos por la fricción con las sábanas tensadas. Detrás de mi, Martin esperaba a que yo llegara abajo para descender él cuando los infectados lograron derribar la puerta y entrar en la habitación. No tuvo más opción que la de colgarse de la precaria soga antes de que yo llegase al suelo. Entonces, como sospechábamos sobre la resistencia de las sábanas, no soportaron el peso de los dos y se rasgaron a la altura de la ventana. Martin cayó de espaldas al césped desde una altura de cinco metros, mientras que yo, que estaba a escasos dos metros del suelo, no tuve más inconvenientes en tomar tierra.
- ¡Martin!- cayó junto a mí con el desagradable sonido de la brusca exhalación al vaciársele violentamente los pulmones por el fuerte espaldarazo.- ¡Martin, Martin!, ¿me oyes?- mientras yacía tendido inmóvil en el suelo semiinconsciente, temíamos que se hubiese lesionado la espalda o algo peor aún.
Una vez recobró la conciencia, movió las extremidades y pudimos respirar aliviados al descartar cualquier lesión medular grave. Tras recuperar el aliento, lo incorporamos y Rowie y yo nos dispusimos a cargarlo a hombros.
- Puedo seguir solo. Estoy bien.- manifestó, rehusando ser llevado a cuestas.
- ¿Seguro que estás bien?- insistí, preocupado por la contundencia del golpe.
- Si, si… estoy bien. Sigamos, vamos.- dijo visiblemente dolorido, resintiéndose del costado izquierdo.
Nos dirigimos hacia el bosque detrás de la casa, atravesando el alto y denso herbaje que llevaba hasta sus límites. Perseguidos por varios infectados nos adentramos en el tenebroso bosque, la oscuridad era prácticamente absoluta, casi claustrofóbica. La tenue luz de la luna que conseguía atravesar las copas de los árboles y llegar al suelo, le confería una siniestra refulgencia perlada que apenas insinuaba los contornos engañosos de los árboles y los desniveles del terreno, los cuales destacaban como vacíos de luz en el suelo, semejantes a insaciables agujeros negros que se tragaban hasta el último fotón.
Guarecidos en las tinieblas bajo un pequeño terraplén, permanecíamos sin mover un solo músculo ni emitir ningún sonido. Esperábamos que aquellas cosas siguieran de largo o desistieran en su intento de darnos caza al habernos perdido de vista. Pero lejos de eludirlos, un jadeante infectado se detuvo en el vértice del montículo, ignorante de que, literalmente, nos tenia a sus pies. La hojarasca crepitaba a su paso mientras nosotros tratábamos de permanecer lo mas inmóviles posible, aguantando la respiración y soportando el correteo de repulsivos seres del suelo del bosque, que se nos introducían por los orificios de la ropa, terminando ya de situarnos en una pesadilla completamente tangible.
En lugar de retirarse o dispersarse en el bosque, los infectados seguían deambulando por la zona delante de nosotros sin alejarse demasiado y nosotros comenzábamos a sufrir pinchazos en los músculos por permanecer totalmente inmóviles durante tanto tiempo. Martin, impacientado tanto como los demás, echó mano de una rama seca y la lanzó lo mas lejos que pudo sin incorporarse. El palo rebotó en un árbol y calló al suelo cubierto de hojas secas. A continuación, el estrépito de los infectados, saliendo a la carrera hacia el lugar de proveniencia del ruido. En ese momento, aprovechamos para escabullirnos sigilosamente. Rectamos con cuidado hasta un lugar donde la vegetación se hacía más densa y entonces empezamos a correr con todas nuestras fuerzas, adentrándonos en el siniestro bosque sin tener la menor noción de adonde nos dirigíamos.
Corrimos y corrimos bosque adentro con el constante fantasma de los infectados acechándonos tras cada árbol y montículo, y con la incertidumbre del no saber lo que nos depararía la mañana siguiente. Mientras corría entre los árboles cubiertos de húmedo musgo, una sola pregunta rondaba mi cabeza y me producía un gran desasosiego: - ¿Qué nos traerá el nuevo amanecer…?
Capítulo 3
El camino a casa.
Entre chispas la llanta desprovista de neumático arañaba el asfalto con un incesante chillido metálico. Tras muchos kilómetros, mantener la dirección bajo control y que el coche no derrapase por la diferencia de tracción entre ambas ruedas traseras, se había convertido en una tarea agotadora. Además, produciendo tal estruendo éramos como un reclamo para los infectados allá por donde pasábamos.
En algunas de las poblaciones periféricas a Kansas City MO nos topamos con hordas de infectados que se alejaban de la ciudad arrasada. Deambulaban cabizbajos, ansiosos o frenéticos, extendiéndose por el territorio como una infección en un organismo. Hacíamos todo lo posible por eludir esos grupos o evitar llamar su atención, pero con la yanta chirriando sobre la carretera y alertándolos de nuestra posición, era como tañer la campana del almuerzo.
En esas ocasiones los infectados parecían reanimarse, abandonaban su marcha parsimoniosa y corrían tras el coche con un ansia salvaje. Debido a la rueda que carecía de neumático, nos era muy difícil alcanzar mucha velocidad sin que el coche fuera susceptible de patinar y descontrolarse, por lo que los infectados se acercaban a veces tanto que llegaban a aporrear la luna trasera mientras veíamos aterrorizados las expresiones de furia de sus rostros.
Concientes de que era cuestión de tiempo que no lográsemos escapar de los infectados y alguno de nosotros resultara herido, cambiamos la rueda afectada en cuanto pudimos. Nos detuvimos unos minutos en una solitaria carretera de tierra que serpenteaba en los límites de un bosque y Rowie se dispuso a colocar la rueda nueva. La autopista 71, que recorre verticalmente los condados al oeste de Missouri, pasaba a escasos setecientos metros de donde nos encontrábamos. Desde nuestra posición oteamos la parte alta de la autopista, que se elevaba sobre gruesos pilares a quince metros de altura, intentando averiguar el origen de lo que parecían unos gritos.
Se podía vislumbrar la parte superior de los vehículos, que sobresalían por encima de la barrera exterior de la autopista. Como era de esperar en una vía principal, estaba absolutamente saturada de vehículos a lo largo de toda su extensión. Kilómetros y kilómetros de embotellamiento en ambas direcciones hasta donde podía atisbar. Intente averiguar lo que estaba pasando allí arriba, entornando los ojos en un gesto intuitivo para enfocar la lejana imagen de la autopista. Entonces advertí la presencia de unos individuos, un grupo de aproximadamente una docena poco mas que unas oscuras figuras desgarbadas, corriendo hacia el extremo sur.
Corrían junto a los coches a toda velocidad como atraídos por el aroma de una presa cercana. Pasaban junto a una caravana cuando, de detrás de un coche rojo que estaba detenido justo delante, salieron un par de mujeres huyendo. Gritaban y corrían mientras aquellos individuos iban tras ellas. Uno de los infectados atrapó a la mujer que iba detrás por su larga melena y cayo al suelo de espaldas, desapareciendo bajo un grupo de infectado. La otra mujer, al ver que no tenía escapatoria y que le seria imposible escapar de sus rápidos perseguidores, prefirió tirarse al vacío a caer víctima de sus dentelladas.
La mujer se preparaba para saltar a la carrera el guarda carril sin importarle los quince metros de altura que la separaban del suelo, pero justo en el momento en el que daba el impulso para saltar desde el borde de la autopista, unos brazos la agarraron de la camiseta y tiraron de ella con violencia hacia el interior de la carretera. Los desesperados gritos de la mujer se siguieron escuchando con nitidez desde detrás del muro de hormigón durante un breve instante antes de silenciarse bruscamente.
Una vez más habíamos tenido el dudoso honor de ser testigos de la atrocidad desmesurada de la que hacían gala los infectados. Miré a mi derecha y vi que Rosemary temblaba violentamente con los ojos fijos en la autopista. Rowie y Stacie también habían presenciado aquel horror pero ninguno se atrevió a pronunciar una sola palabra al respecto. Permanecimos allí en silencio, resignados a ver escenas como aquella a lo largo de nuestro viaje.
De vuelta en el coche vi que Ben no se había movido del asiento trasero. Tenía mal aspecto, por el espejo retrovisor advertí que estaba empapado en sudor y su herida, hinchada y enrojecida, parecía infectada. Aunque no nos procesábamos demasiado afecto, me atreví a preguntarle como se encontraba:
- ¿Estás bien Ben?- su aspecto era pálido y enfermizo.
- Si…- dijo apenas murmurando.
- ¿Seguro? Esa herida no tiene muy buena pinta, parece infectada.- insistí con temor a resultar pesado.
- Sí. Estoy bien.- me dijo con dureza y se levantó el cuello de la camisa para esconder la mordedura inflamada.
Con todos ya dentro del coche y la rueda nueva colocada volvimos a emprender la marcha tras aquel breve paréntesis en nuestro éxodo, lamentablemente turbado por el imparable avance de la infección.
La siguiente población a la llegamos fue un suburbio de clase media a veinticinco kilómetros al sur de Kansas City MO aparentemente desierto en el condado de Jackson. Los efectos del caos vivido a primeras horas de la mañana eran más que evidentes. La carretera estaba flanqueada por dos hileras de casas de una sola planta. Sobre el saludable césped de algunas ellas destacaban juguetes de vivos colores que contrastaban con la imagen de un barrio sumido en el caos. La calle estaba sembrada de infinidad de objetos como maletas de ropa abiertas con el contenido diseminado por todo el asfalto; cubos de basura metálicos volcados que habían vomitado su hediondo contenido, expuesto al asfixiante calor de la tarde; una lancha de doces metros “varada” en medio de la carretera, e incluso un exquisito piano de cola Steinway & Sons reducido a un montón de madera lacada en un negro brillante.
Conducíamos sorteando el sin fin de objetos que minaban la carretera, y sin previo aviso un humo blanco comenzó a filtrarse de debajo del capo del coche. De inmediato el ligero humo se convirtió en una densa columna que apenas dejaba ver más allá. A continuación el coche empezó a hacer ruidos extraños y a dar violentos tirones. Luego el pedal del acelerador dejo de responder y el motor dio unos últimos traqueteos antes de apagarse mientras el coche rodaba lentamente por inercia hasta detenerse.
Al levantar el capo una blanca y espesa nube de vapor de agua escapo del habitáculo del motor. Estaba K.O.: el radiador estaba completamente destrozado, chorreando agua por el duro impacto al aterrizar cuando sobrevolamos la alambrada del ejercito; la dirección tampoco había salido muy bien parada, estaba torcida y una de las ruedas había quedado girada irreparablemente hacia afuera, lo que contribuía a que el coche tendiera a desviarse a la izquierda.
No tuvimos más remedio que seguir a pie y buscar otro vehiculo con el que llegar a casa de Bob. Sin embargo, en la calle no se veía un solo coche que pudiésemos utilizar. Era evidente que los ciudadanos de las zonas suburbanas y periféricas habían tenido tiempo para cargar sus coches y huir del desastre que se les avecinaba. Por este motivo, las aglomeraciones de vehículos que taponaban calles enteras no habían tenido lugar en sitios como aquel. Excepto por los bienes personales perdidos o abandonados en la huida que atestaban las calles, no se adivinaba la figura de vehiculo alguno.
Caminábamos furtivamente a través de los jardines delanteros de las casas, avanzando encorvados en un gesto instintivo por mostrar el menor bulto posible. Entonces escuchamos ruidos en el interior de una de ellas, por delante de nosotros en la acera de enfrente. Nos escondimos tras el porche de la vivienda más cercana y observamos desde nuestro escondrijo. Contemplamos sorprendidos que se trataba de un par de saqueadores, desvalijando las casas abandonadas. Armados con fusiles automáticos y escopetas, cargaban con un enorme televisor de plasma hasta el jardín delantero, donde habían situado una gran camioneta pick up llena de material electrónico y demás objetos de valor. No obstante, aun siendo delincuentes armados hasta los dientes, su condición de simples personas y no de infectados caníbales, nos hacia sentirnos aliviados e incluso, en cierto modo, cercanos a aquellos tipos.
Discutimos en voz baja la posibilidad de pedirles que nos llevaran con ellos hasta las afueras del pueblo. Rowie y yo echamos en completo silencio una rápida mano a “piedra, papel y tijera”, y cuando su piedra machacó a mi tijera, me preparé para descubrirme ante aquellos individuos potencialmente peligrosos e incluso mortales. Tome una bocanada de aire como si la atmósfera se limitase a aquel rincón del porche y salí del escondrijo mostrando las palmas de las manos a la vez que luchaba porque mis temblorosas piernas no cedieran:
-¡¿Hola…?!- vociferé tímidamente, caminando muy despacio con las manos en alto.
Uno de los dos tipos, armado con una escopeta, hacia guardia fuera de la casa, y nada mas verme, me apunto con su arma:
- ¡Quieto! ¡No te muevas!- gritó con el cañón de su escopeta dirigido hacia mi
El otro, que salía de la casa cargando un DVD y un home cinema, los dejo caer al suelo y se apresuró a alcanzar su ametralladora, la cual tenía colgada a la espalda.
- ¡No disparen! ¡No disparen! ¡No soy una de esas cosas! ¡No disparen por favor!- me pare en seco y levanté aun mas los brazos, mostrando las palmas desnudas de mis manos.
El tipo de la ametralladora me apuntó temblorosamente y sin mediar palabra una ráfaga de proyectiles hizo saltar por los aires el césped delante de mí. Quizás fuera la necesidad de que nos ayudaran a salir de allí de una pieza, o sencillamente un estado de shock que agarroto cada músculo de mi cuerpo, pero lo cierto es que no me moví un solo centímetro de donde me encontraba mientras las balas silbaban a mí alrededor. Cuando las balas cesaron y abrí los ojos, vi que el tipo de la escopeta sujetaba baja el arma del otro a la vez que parecía estar echándole un rapapolvo. Entonces me di cuenta de que el tipo del fusil no era mas que un niño que no superaría los veinte años, a diferencia del otro que era considerablemente mayor. Quien sabe, tal vez fueran padre e hijo.
De improvisto un grupo de infectados como salidos de la nada, embistió a los dos tipos completamente por sorpresa. El chico abrió fuego erráticamente sin acertar en ninguno de los infectados y cuando vio que estaban a punto de echárseles encima salio corriendo hacia el interior de la casa. A diferencia de aquel, el otro tipo permaneció impasible sin retroceder un solo paso, descargando su escopeta contra los infectados. Logro derribar a tres de ellos, los cuales cayeron fulminados por el potente impacto de los cartuchazos casi a quemarropa. A uno le acertó en plena cara y el disparo redujo su cabeza a una atomización sanguinolenta de sesos y pequeños trozos de hueso.
Sin embargo, al cuarto infectado solo lo alcanzo superficialmente en el brazo izquierdo y no logro evitar que se le abalanzara salvajemente sin darle tiempo a cargar el siguiente cartucho en la recamara. En el suelo, con el infectado lanzándole zarpazos y dentelladas a poco centímetros de la cara, el hombre intentó alcanzar un puñal que tenia atado al tobillo. No obstante, apunto estaba de sacarlo de su vaina cuando dos infectados mas le asaltaron y le mordieron en la cara y el cuello, provocándole una violenta hemorragia que inundó de sangre la acera.
Tras caer el hombre y su férrea resistencia, los demás infectados fueron tras el chico que había huido al interior de la casa. Entraron atropelladamente por la entrada principal de la casa mientras los otros tres devoraban el cadáver mutilado del hombre, tendido sobre un enorme charco de sangre. Por un momento no se escuchó nada en absoluto y de repente, el sonido amortiguado de unas ráfagas de ametralladora, seguido de un grito desgarrador del chico suplicando por si vida, el cual se interrumpió súbitamente.
Retrocedimos discretamente hacia los patios traseros de las casas para rodear a los infectados sin arriesgarnos a que nos descubrieran. Saltamos las vallas de madera que delimitaban los pequeños jardines traseros, atravesándolos sigilosamente e inspeccionando el siguiente antes de acceder a el. Estábamos cruzando uno de los jardines mientras nos ayudábamos los unos a los otros a subir la valla, utilizando nuestras manos como improvisado escalón. Ben, cuyo estado había empeorado considerablemente desde que paramos para cambiar la rueda, tropezó con un cochecito de pedales que había junto a la piscina. Apenas conseguía mantenerse en pie, y aun así su orgullo le impedía aceptar nuestra ayuda incluso cuando casi no podía sobrepasar la valla.
Tras pasar al otro lado, no sin bastantes dificultades, Rowie fue el siguiente en hacerlo. Le ofrecí un apoyo con mis manos entrecruzadas y paso al otro lado. Entonces escuche un ruido en el interior de la casa, gire la cabeza hacia la casa y en el umbral de la puerta corredera del jardín había un infectado, mirándome estático con sus ojos inyectados en sangre. De la boca entreabierta le brotaba una espuma rosácea que le brotaba con cada exhalación y que le resbalaba pecho abajo.
De un solo impulso conseguí encaramarme vacilantemente en lo alto de la valla mientras el infectado corría hacia a mi. Entonces el infectado me agarró dolorosamente por el tobillo con una fuerza inusitada, lo que me hizo perder el equilibrio y caer. Quedé suspendido boca abajo por el otro lado de la valla, con el infectado tirando del extremo de mi pierna y Rowie y un maltrecho Ben haciéndolo en el sentido opuesto.
En el forcejeo, la pistola se me resbaló de la parte trasera del cinturón y cayo al césped. Entonces Rowie la recogió y sin titubear, apuntó al infectado a la cara y le disparó en el ojo izquierdo a poco más de un palmo de distancia. El ojo estalló con una explosión de sangre y humor vítreo, a la vez que la parte trasera del cráneo explosionaba, despidiendo trozos de cráneo en una proyección de encéfalo licuado. El infectado cayó dentro de la piscina, hundiéndose de inmediato hasta el fondo cual pedazo de denso plomo.
A continuación, del interior de un par de casas más salieron infectados atraídos por el alboroto tan indeseado por nosotros. Arañaban y clavaban sus uñas en la madera de la valla, que se desprendían de sus dedos al tirar y quedaban incrustadas en los tablones al impulsarse hacia delante para pasar al otro lado. Después de cruzar al último jardín que daba a una calle perpendicular, fui el primero en pasar al otro lado desde donde ayudaría a los demás a cruzar. Pero nada mas había puesto los pies en el hormigón de la acera, me encontré con un cañón apuntándome a la cara.
- ¡No dispare, no dispare! - las palabras salieron de mi boca por acto reflejo mientras el tipo me apuntaba a través de la mirilla de su fusil con una postura y una actitud muy…
- ¿Qué hacéis? ¿Sois saqueadores?- pregunto sin dejar de encañonarme, mientras los demás cruzaban la valla.
- ¡No, no, no! Solamente intentamos llegar a casa.- dije con las manos en alto sin dejar de mirar nerviosamente hacia la valla detrás de mi.
El tipo nos retenía a punta de ametralladora en la acera, desconfiando de nuestras verdaderas intenciones cuando de pronto una estampida de infectados irrumpió violentamente al otro lado de la valla, impactando con dureza contra ella. Todos, excepto el desconocido que empezó a abrir fuego contra los infectados, echamos a correr calle abajo sin importarnos que nos disparara. De pronto la idea de caer fulminados por las balas resultaba mucho más atractiva que agonizar lenta y dolorosamente mientras un par de infectados te despedazan a dentelladas estando tú aún con vida.
Con el sonido de las ráfagas de disparos retumbando detrás nosotros llegamos al cruce desde el que podíamos ver la camioneta de los dos saqueadores masacrados. Nuestro billete de salida de aquel barrio nos esperaba al otro lado de la calle en forma de una enorme pick up. No disponíamos del tiempo necesario para cerciorarnos de que todo estaba despejado, así que nos preparamos y corrimos tan rápido como pudimos.
Las llaves estaban aun en el contacto y Rowie se hizo cargo del volante mientras los demás subíamos rápidamente a la camioneta. Tras arrancar con el potente rugido del motor, piso el pedal del acelerador y las ruedas traseras, buscando la tracción necesaria para mover tal mastodontico vehiculo, derraparon en el blando césped que salio despedido por la parte de atrás. Entonces por la esquina por la que habíamos venido apareció el tipo armado corriendo apuradamente y detrás de él una horda furiosa de infectados.
-¡Sube, rápido!- le gritamos casi al unísono, extendiéndole las manos para subirlo a la carrera en la camioneta.
Los infectados le seguían de cerca, eran incompresiblemente veloces y al tipo le resultaba muy duro mantenerse fuera de su alcance. En un último esfuerzo exprimió las pocas reservas que le permitían correr a tal velocidad y con un breve pero intenso sprint salto a la parte trasera de la camioneta. Lo sujetamos por el chaleco con bolsillos llenos de municiones que llevaba, y lo metí dentro del habitáculo. Por fin Rowie pudo pisar al máximo el acelerador y logramos dejar atrás a los enloquecidos infectados que cesaron en su intento por darnos caza en cuanto nos alejamos.
Aun resollando por el gran esfuerzo realizado pero ya con relativa tranquilidad de dejar por fin atrás aquel lugar, me presente al desconocido.
- Hola, soy Charlie.- me presente tendiéndole la mano en un gesto de diplomacia con el desconocido.
- Reyes, Martin Reyes.- contestó, levantando levemente una de las comisuras de los labios.
La pequeña población quedaba cada vez más lejos y el alivio y sensación de victoria y optimismo que nos había embargado al lograr escapar de los infectados se empezaban a diluir en una mezcolanza de temores y preocupaciones que cada uno de nosotros albergaba en silencio y que aún tendríamos que afrontar.
Capítulo 4
Hogar, amargo hogar.
Parte 1
Parte 1
Los rayos del sol se escondían tras las nubes dispersas, proyectando un tapiz de oscuras sombras sobre los bosques y praderas, que semejaba las manchas de una descomunal piel de animal extendida sobre todo el territorio. Al volante, Rowie conversaba animadamente con Rosemary mientras Stacie, sentada junto a la ventanilla, observaba el vasto paisaje con un gesto de desagrado.
- ¿Y tú Stacie?- le preguntó Rowie al verla tan apartada de ellos, aún estando a escasos centímetros.
- ¿Qué?- dijo, fingiendo ignorar el tema de conversación.
- ¿De donde eres?, yo soy de Utah, de Tooele, la ciudad de las plantas rodadoras jajaja.- rió con la vista en la carretera y una - y Rosemary de Erie en Pennsylvania, ¿y tú Stacie, de que inhóspito lugar eres?- pregunto Rowie con tono burlón quitando los ojos de la carretera por un segundo.
- Phoenix...- respondió Stacie con sequedad.
- ¡Vaya Arizona, tengo amigos allí! ¿y cómo es que acabaste en Missouri?- preguntó Rowie de nuevo, obligando a Stacie a dar mas detalles sobre ella.
- Diferencia de opiniones.- volvió a responder sin mirarlo.
- ¿Diferencia de opiniones?- Rowie continuaba con el pulso entre ellos dos por traspasar la coraza bajo la que se escondía.
- Ellos pensaban que a un hijo se le educa mediante palizas y yo no.- respondió, dejando a todos en la cabina helados.
Un silencio absoluto pareció tragarse el aire en la cabina, dejando un vacío insalvable entre ellos. Incluso el ruidoso sonido del motor y los crujidos de la carrocería al toparse con un bache se volvieron inapreciables.
- Una vez, cuando yo tenía cinco años, mis tres hermanos mayores casi prenden fuego la casa de mis padres.- Rosemary interrumpió el incómodo silencio que se había instalado entre ellos.- Era Acción de Gracias y recreaban una pequeña función vestidos como indios y soldados en la entrada del garaje. La sábana que habían colgado con unos árboles y un sol pintados se levantó por la ligera brisa que soplaba y se posó suavemente sobre una pequeña hoguera que muy inteligentemente habían colocado junto a ella.- la historia de Rosemary empezó a captar la atención de Stacie y Rowie.
Mi padre corrió a apagar el fuego con un pequeño extintor que llevaba en el coche cuando un trozo de la sábana ardiendo salió volando hasta caer sobre el suelo húmedo cerca de una garrafa roja de gasolina. Imaginaos, la garrafa explotó en una bola de fuego enorme que casi alcanza a mi padre y que quemó el garaje y por poco la casa entera. Cuando la policía y los bomberos se fueron, mi padre se reunió en la cocina con mis hermanos. Lo único que sé es que no volvieron a ver la luz del día en meses jeje.- Rosemary se rió con su innata timidez, poniéndose la mano sobre la boca.
Una leve sonrisa, casi imperceptible, se dibujó en el rostro de perfil de Stacie.
- Tantos chicos en una misma casa es peligroso, demasiada testosterona en ebullición.- agregó Rosemary con una intención maliciosa nunca antes vista en ella.
- Pues en mi casa éramos tres chicas y dos chicos, y nos traían de cabeza con sus cantantes guaperas y sus turnos interminables en el baño. Las chicas son peores que los chicos sin ninguna duda.- dijo Rowie, devolviendo el dardo envenenado a Rosemary.
- ¡Oye! ¡Eso no es cierto!-ella le golpeó con simulada rabia en el brazo.
Stacie se descubrió sonriendo con aquellos dos panolis flirteando de la forma más inocente, quizás sin que ellos mismos se dieran cuenta de que lo hacían. De lo que ella si se dio cuenta es de que por un momento había bajado la guardia y enseguida se apresuró a recuperar la compostura.
En la parte trasera de la pick up Ben estaba tumbado inconsciente. A ambos lados de él Martin permanecía en guardia, empuñando el fusil sobre el pecho con el dedo índice extendido sobre el gatillo, y yo mirando la línea de árboles de un lejano bosque con el único pensamiento en mi cabeza del paradero de mí hermana.
Miraba hipnotizado la larga y estrecha carretera extendida delante de nosotros, adormecido por el incesante zumbido del motor y el movimiento ondulante del coche sobre la irregular carretera.
- ¿Has servido en el ejército?- su atuendo militar y su gran destreza con el fusil apuntaban a ello.
- Sargento Martin Reyes del Cuerpo de Marines de Los Estados Unidos.- respondió como si cada palabra estuviera atada a la siguiente y formara parte de un honorable salmo repetido hasta la saciedad.
- ¿Has estado desplegado?- seguí tirando del hilo.
- La Guerra del Golfo.- dijo sin mirarme, comprobando los mecanismos de su ametralladora.
- Vaya, eres todo un veterano de guerra. Tu familia debe estar muy orgullosa.-
- Si… Lo estaban.- su tono de voz se desplomó.
Al pronunciar el verbo “estar” en pasado, una pesada roca con el letrero “IMBÉCIL” cayó sobre mi cabeza.
- Lo siento, no sabía que…- intenté enmendar mi torpeza.
- Tranquilo.- le restó importancia a mi colosal metedura de pata.
- ¿Qué les ocurrió…?- le pregunté sin pensarlo, y temí que con toda la razón me reprendiera duramente por mi irrespetuosa curiosidad.
- Estábamos durmiendo y mi hija gritó en su habitación. Un grupo de infectados había entrado por su ventana. Conseguí acabar con todos pero ya era demasiado tarde. Estaba en un rincón de la habitación, tumbada boca abajo en medio de un charco de sangre- las lágrimas resbalaban en tropel por la cara de Martin mientras luchaba por no romper a llorar.-
De repente oí gritar a mi mujer. Cuando llegué a nuestra habitación un infectado estaba sobre ella en la cama intentando morderla. La había herido de gravedad en el cuello pero aun así ella seguía defendiéndose. Murió en mis brazos ahogada en su propia sangre. Entonces, aún no sabía que quienes son heridos por esas cosas vuelven a la vida poco después de morir. Así que, la tumbé en la cama y la cubrí con la sábana.- niega con la cabeza sin asumir todavía lo vivido aquella misma madrugada o quizás la anterior- Poco después se levantó…, sin más. Para entonces yo estaba en estado shock. Era demasiado para asimilar, un infectado le había desgarrado la mitad del cuello, se había desangrado sobre mis brazos y estaba allí…de pie.- vuelve a negar levemente con los ojos fijos en la nada.
Estaba allí, inmóvil junto a la cama de espaldas a mí. Entonces la llamé por su nombre y se giró hacía mi. En cuanto me vio, saltó sobre la cama y se me abalanzó antes de que me diera tiempo a reaccionar. Yo no entendía nada, intentaba morderme y yo no dejaba de repetirle que era lo que le pasaba, le decía “¡¿Cariño que te ocurre?!” pero no me escuchaba, ya no era ella.
Tuve que…- las palabras se le atascaron en la garganta y tragó, intentando deshacer el nudo que le impedía hablar.- la empujé sobre la cama y la apunté con mi pistola. Le murmuraba “no me obligues por favor cariño, no me obligues”, pero volvió a correr hacia mi y tuve que hacerlo, le disparé dos veces en el corazón.- bajo la cabeza y se quedó en silencio un momento.- Pero no…- niega con la cabeza- eso no la mató. Se volvió a incorporar y cargó de nuevo contra mí con la misma energía. Así que, levanté mi pistola y volví a dispararle. Pero esta vez le disparé en la cabeza. ¿Qué podía hacer?- rompió a llorar cubriéndose la cara con la mano sin emitir ningún sonido.
No sabía muy bien que se debe hacer en esas situaciones, por lo que preferí dejar que se desahogara y drenase toda la ponzoña que lo intoxicaba desde dentro. Me avergüenza decir que en aquel momento me pregunté que había pasado con su hija asesinada, ¿Se habría transformado en una de aquellas cosas? y de ser así, ¿como había reaccionado Martin? Por supuesto no me atreví a preguntárselo y desde entonces me odie a mi mismo por albergar semejantes pensamientos.
- ¿Y tú, tienes familia Charlie?- me preguntó ya repuesto tras rememorar el traumático suceso.
- Mi hermana Alex. Estaba trabajando en Kansas City cuando estalló toda esta locura. Por suerte logró escapar a tiempo y en este momento estará esperándome en casa.- dije con la intención de tranquilizarme a mi mismo y borrar de mi mente las malas sensaciones.
- ¡Mirad!- exclamó de repente Rowie, señalándonos el extraño objeto no identificado sobre la hierba más allá de la cuneta.
Un objeto rojo brillante resaltaba sobre el verde mate de la hierba a un kilómetro. A medida que nos acercábamos, aquel objeto se nos antojaba más familiar y a poco más de quinientos metros se hizo evidente que era un coche accidentado. Nos aproximamos lentamente a su altura, aminorando la velocidad sin detenernos del todo para ver si había alguien atrapado en su interior a quien pudiésemos ayudar. Hasta el momento, el grave estado en el que había quedado el vehiculo me había impedido darme cuenta de algo que mas tarde hizo que el corazón me diera un vuelco en el pecho.
Observando aquel coche deformado, a duras penas identificable como tal, lo reconstruí mentalmente, intentando averiguar la forma que tendría antes de sufrir el accidente, y el resultado, el vehiculo que surgió en mi cabeza de aquel amasijo, fue un Mazda MX. Un maldito Mazda MX, mi hermana conducía un Mazda MX rojo fuego.
Aporreé el techo de la cabina para que Rowie se detuviera y salté de la camioneta movido por una voluntad ajena a mí.
- ¡! ALEEEX!! ¡! ALEEEX!!- gritaba con todas mis fuerzas mientras bajaba el terraplén hasta la explanada donde descansaba el coche amorfo.
Una pegatina en la que se leía “He sobrevivido a un rodaje con Billy Bob Thornton” en la parte trasera del maletero retorcido confirmó el peor de mis temores, efectivamente era el coche de Alex. Corrí a mirar en el interior, preparándome para lo peor. Pero lo único que había era los airbags deshinchados que se habían disparado en el accidente y que yacían desparramados como un par de vejigas blancas, escupidos desde el interior del volante y el salpicadero.
Me sentí aliviado al ver que mi hermana no estaba dentro del coche. No obstante, una vez más la sensación de habérseme escapado de entre los dedos me llenó de frustración. Ninguna pista de cómo había ocurrido ni de donde había podido ir, tal vez herida y desorientada. Solamente las marcas en el asfalto, atestiguando el momento en el que el coche se había descontrolado, y los esfuerzos de mi hermana en forma de zig zag por controlarlo, antes de salirse de la calzada y dar varias vueltas de campana.
De nuevo en marcha, rastreaba los alrededores esperando ver a mi hermana deambulando desorientada por los bosques o por la cuneta de la carretera. Entonces me fijé en que el pecho de Ben no se movía. Puse mi oreja sobre su boca y al no sentir su aliento, le busqué el pulso en la muñeca sin suerte. De inmediato me apresuré a practicarle el masaje cardio-pulmonar, pero tras más de cinco minutos realizándole compresiones sin éxito Martin me detuvo.
- Ya no hay nada que hacer. Ha muerto.- me dijo con tono calmado, poniéndome la mano sobre el hombro para reconfortarme.
El cuerpo de Ben estaba frío, su color era pálido y amarillento, completamente cadavérico. Había muerto mucho antes de que yo me diera cuenta de que había dejado de respirar. Finalmente había sucumbido a la infección, después de escasas horas de ser herido, lo que me pareció algo muy extraño y preocupante. La velocidad con la que actuaba esa enfermedad era apabullante.
Le echamos por encima una lona que había en la parte trasera de la camioneta y que habíamos utilizado para abrigarlo al subir en ella. De pronto, después de un minuto de haber confirmado su muerte, la lona verde comenzó a moverse y debajo de ella Ben se despertó.
- ¿B…BBe…Ben…?- balbuceé a punto de hacérmelo encima.
Se incorporó y la lona resbaló sobre su cara, descubriendo su rostro desencajado. Las escleróticas de sus ojos estaban repletas de vasos sanguíneos rotos y dilatados, lo que otorgaba a sus ojos carmesí una espeluznante apariencia amenazante. Sin previo aviso, se me abalanzó súbitamente, agarrándome con una fuerza inusitada mientras intentaba clavarme los dientes en el cuello. Martin actuó con rapidez, lo sujetó por detrás y lo apartó de mí mientras se retorcía, intentando morderle. Con un rápido gesto Martin le torció el cuello y lo desnucó con un desagradable sonido sordo al fracturarle las vértebras cervicales. En una fracción de segundo el infectado convulsivo se convirtió en un cuerpo flácido e inerte.
Enterramos el cadáver en un bosque próximo y marcamos su tumba con una cruz hecha con dos ramas atadas, en la que grabamos su nombre y la fecha de su muerte. Ni siquiera pudimos poner su apellido ni su fecha de nacimiento. Tan solo un nombre y una fecha sobre una tumba que posiblemente nadie descubriría y que quizás acabaría por olvidarse. La peor de las muertes, una avocada al olvido. Así pues, reunidos en torno al montículo de tierra amontonada en medio de aquel lúgubre bosque le presentamos nuestro respeto a los restos mortales de Ben y proseguimos con nuestro viaje.
Finalmente llegamos a casa de Bob cuando serian alrededor de las ocho de la noche, el sol comenzaba su descenso hacia el horizonte anaranjado y el panorama con el que nos encontramos no era nada alentador. La puerta principal estaba abierta de par en par, desclavada de sus bisagras, y uno de los entablados de las ventanas estaba destrozado. Martin y yo nos preparamos para acceder al interior pistola en mano. Él entró primero con su rifle M4 y yo le seguí, cubriéndole las espaldas con mi Glock. Los rastros de sangre coagulada seguían en el parqué del suelo, el empapelado floreado de las paredes y los cuadros familiares del pasillo que llevaba a la cocina. Claras señales de la irrupción de infectados en la casa y de la posibilidad de que aún se encontraran allí.
Yo seguí recto hacia la cocina y Martin subió las escaleras para registrar el piso de arriba. Había cartuchos disparados de escopeta desperdigados por el suelo de la cocina que conducían hasta la puerta del jardín trasero. Abrí la puerta mosquitera que chirrió al empujarla lentamente y salí afuera. Tampoco allí estaban Bob, Esther ni las niñas. Entonces vi que las puertas del establo estaban abiertas y fui a investigar.
Los caballos no se encontraban allí ni sus monturas tampoco, lo que descartaba que se hubieran escapado. Entonces lo comprendí todo. Los infectados habrían conseguido irrumpir en el interior de la casa pero conociendo a Bob, tendría un plan B. Un plan de huida. Seguramente habría dejado los caballos preparados con provisiones y listos para salir pitando en cuanto se vieran obligados.
Volví al interior de la casa aliviado al saber que los Mcknight estaban a salvo.
- Todo despejado.- me informó Martin tras confirmar que la casa estaba limpia de infectados.
- Bien. Empieza a anochecer, creo que lo mejor seria pasar aquí la noche y decidir mañana lo que hacemos.- le sugerí a los demás colocados entorno a mí.
- Si, creo que es lo mejor.- dijo Rowie asintiendo con la cabeza.
- Si, yo también.- le siguió Rosemary.
- Debemos reparar los daños causados en las ventanas y puertas como podamos y asegurar las vías de acceso. Lo mejor seria que durmiéramos todos juntos en el piso de arriba e hiciéramos turnos para dormir- sugirió en base a su extensa experiencia militar.
- Si, hagámoslo.- la experiencia militar de Martin nos era muy útil en las cuestiones tácticas y estratégicas.
Recompusimos los entablados de las ventanas y volvimos a clavar las puertas en sus marcos, y con la última luz del día nos parapetamos en el piso de arriba para pasar la noche. Siguiendo los consejos de Martin, elegimos la habitación de matrimonio por contar con un par de características básicas que la hacían más defendible que las demás: estar al final de un estrecho pasillo y poseer una sólida puerta de roble maciza.
Mientras nosotros aviábamos el dormitorio colocando los colchones recolectados de las demás habitaciones en el suelo, Martin dispuso una hilera de copas de cristal en lo alto de las escaleras las cuales había cogido del mueble del comedor donde Esther guardaba la vajilla. Según él, nos serviría de aviso si algún infectado entrase en la casa y decidiera subir al segundo piso.
Cerramos las cortinas, atrancamos la puerta e intentamos conciliar el sueño, algo nada fácil con la constante amenaza de los infectados en nuestras cabezas. Martin colocó una gran cómoda entre la puerta y él, y se situó en un lado de la habitación desde el que tenia una visión directa de la puerta. Se sentó en una silla, ametralladora en mano, y se preparó para hacer el primer turno de la noche.
Capítulo 4
Hogar, amargo hogar.
Parte 2
Parte 2
La mortecina luz de la luna que se filtraba a través de las cortinas parecía aún más intensa al encontrarse con la oscuridad casi absoluta de la habitación. En un rincón, Martin no era más que una vaga figura en la penumbra, inmóvil en completo silencio mientras los demás dábamos vueltas en nuestros colchones incapaces de conciliar el sueño. Aún cuando lo conseguíamos, no era por más de unos minutos antes de despertarnos sobresaltados por una angustiosa pesadilla.
Después de un largo rato intentando dormirme, luchando contra las espeluznantes imágenes que saturaban mi cabeza sin dejar un resquicio de paz y tranquilidad en mi mente, me di por vencido y acompañé a Martin en su guardia. La situación de vulnerabilidad e incertidumbre en la que nos encontrábamos me producía una intensa sensación de vértigo en la boca del estómago, hasta el punto de provocarme náuseas.
- Hola.- susurré, colocando con cuidado una silla junto a la suya.
- Hola.- musitó.
- Si quieres ve a descansar, yo te relevo.- le dije en voz baja.
- No has dormido nada, deberías descansar un poco.- de sus palabras se desprendió cierto tono paternal.
- Ya bueno, no me apetece mucho dormir.- resultaba un tanto patético intentar ocultar lo que era evidente, que estaba acojonado. ¿Tú no estás cansado?
- Estoy bien.- pronunció sin entonación alguna.
- Pff… todavía son las tres de la madrugada, esta noche se va a hacer muy larga.- eché un vistazo a mi reloj de pulsera y apreté el botón lateral que iluminaba la esfera con una parpadeante luz verdosa.- ¿Qué plan tienes pensado para cuando amanezca?
- Concentrémonos en pasar esta noche sin ningún contratiempo.- dijo prudentemente.- ¿Tu tienes algo en mente?
- Mi hermana, tengo que encontrarla. Debe estar sola en algún lugar ahí afuera, desorientada y quizás herida. Su coche no estaba muy lejos de aquí y no sé, tal vez llegase antes de que Bob y su familia huyeran y se fuera con ellos.- me costaba creer mis propias palabras.
- Estará bien, no te preocupes.- intentó reconfortarme.
- Si, es una chica muy fuerte, seguro que lo estará.- dije con ánimos brevemente renovados. No obstante, no pude evitar que me vinieran a la cabeza horribles situaciones en las que mi hermana podría encontrarse en ese mismo instante.- ¿Y tú, tienes hermanos?
- Shh…- de repente Martin creyó escuchar algo.
- ¿Qué ocurre?- dije susurrando aún mas bajo.
- ¿Lo oyes?- preguntó en alerta.
- ¿Qué?- no conseguía escuchar nada.
- Escucha.- dijo, intentando localizar la fuente del sonido desconocido.
- Mmm…- me incliné sobre la silla, intentando percibir algún sonido a parte del zumbido del silencio en mis oídos.- ¿Qué?
Martin se levantó de su asiento, y empuñando su ametralladora, se acercó a la ventana. Entonces un leve gemido procedente del exterior de la casa me disparó el pulso.
- ¡¿Qué es eso?!- podía notar como el corazón me daba tumbos dentro del pecho.
- Son ellos.- dijo apostado a un lado de la ventana, apartando levemente la cortina con el dedo índice, y espiando lo que pasaba en el exterior por una estrecha rendija.
Me situé al otro lado de la ventana y abrí levemente la blanca cortina de encaje para ver a lo que se refería.
- ¡Dios mío!- me tapé la boca para evitar alzar la voz al toparme con aquella terrorífica imagen.
La casa estaba cercada por docenas de infectados que, como fantasmagóricas siluetas bajo el lóbrego brillo de la luna, deambulaban lentamente por los alrededores, ignorantes aún de que nosotros nos encontrábamos allí atrincherados. Amparados por el refugio que el anonimato nos proporcionaba, observamos a aquellas cosas con el único objeto de asegurarnos de que no hicieran ningún movimiento inusual que significase que nos habían descubierto de alguna forma.
- Será mejor que nos preparemos. Aseguremos la puerta.- dijo Martin y se dirigió a la puerta.
Rowie se despertó mientras colocábamos la pesada cómoda contra la puerta y luego lo hicieron las chicas que estaban durmiendo juntas en la cama de matrimonio.
- ¿Qué ocurre?- preguntó sobresaltado.
- ¿Qué pasa?- dijeron las chicas al unísono con gran preocupación.
- Debemos fortificarnos.- dijo Martin.
- ¿Por qué? ¿Que ha pasado?- dijo Rowie y se levantó del colchón de un salto empezando a preocuparse de veras.
- Mira por la ventana…- mi cara delataba la seriedad de la situación.
- Oh Dios mío…- se llevó la mano a la boca en un gesto de incredulidad ante tal visión digna de la peor pesadilla.
Con la cómoda bloqueando la puerta, Martin volvió a la ventana, y tras parecer calcular la altura desde la ventana hasta el suelo, se acercó a la cama.
- Creo que valdrá.- se dijo a si mismo, examinando la envergadura de las sábanas.
- ¿Qué haces?- pregunté intrigado.
- Tenemos que hacer una soga con las sábanas, ya sabéis, atándolas entre si- nos explicó y sin más comenzó a desvestir la cama, arrancando las sábanas y la colcha de un tirón.- Si la cosa se pone fea podremos escapar por la ventana.
- Buena idea.- cada uno de nosotros aceptó su idea sin discutir.
- Primera regla si huyes de alguien o algo: Ten SIEMPRE una vía de escape alternativa.- comentaba mientras ataba las sábanas entre si y comprobaba la resistencia de los nudos.- Chicas, mirad si hay algo que nos pueda servir en el armario.
Stacie y Rosemary registraron el armario en medio de la penumbra en busca de algo útil. Además de algunas prendas de ropa colgadas en sus perchas, en principio no había nada que nos pudiera ayudar a combatir a las hordas de infectados que nos tenían acorralados. No obstante, en un gran cajón inferior encontraron un viejo bate de béisbol de madera y una pequeña linterna.
- Mirad, una linterna.- dijo Stacie y la encendió, apuntando con ella a Rowie en la cara.
- ¡Apágala! ¡Apágala!- Martin corrió desde el otro lado de la habitación y le arrebató la linterna de las manos. Luego se acercó a la ventana y echó un vistazo afuera.- ¡Joder!- exclamó entre dientes.- Vamos, ayudadme con la cama, pongámosla contra la puerta.
Me asomé a la ventana con una ligera idea de lo que había provocado tal reacción en Martin, y entonces vi que todos los infectados habían comenzado a correr en masa hacia la casa. En la negrura de la noche, el débil haz de luz de la linterna fue como un fatídico faro que los dirigió directamente hacia nosotros.
Un fuerte estruendo estalló en el piso de abajo, los infectados comenzaron a golpear los entablados de puertas y ventanas violentamente. Los tablones de madera reparados apresuradamente no tardaron en caer bajo el intenso ataque y los infectados entraron en estampida en el interior de la casa. Desde nuestro escondite podíamos escuchar atemorizados como volcaban mesas, sillas y sofás al entrar aparatosamente por las ventanas del salón y el comedor; como correteaban de un lado para el otro en la primera planta dando escalofriantes alaridos y gemidos; y el chirrío de la puerta mosquitera de la cocina al abrirse cada vez que salía uno a toda velocidad.
En un principio se mantuvieron en la primera planta, lo que nos hizo pensar que tal vez, sólo tal vez, si permanecíamos en completo silencio, podíamos pasar desapercibidos en aquella habitación al final del pasillo. Sin embargo, resoplábamos aliviados, pensando que nos habíamos tenido suerte y nos habíamos librado de un ataque muy posiblemente fatal, cuando el estrépito de un infectado corriendo escaleras arriba nos hizo estremecer. Todos excepto Martin, que se mantuvo expectante, con la oreja puesta en la puerta y la ametralladora junto a su pecho sin hacer ningún movimiento, únicamente aguardando al sonido de una sola copa tintineando.
Aquel infectado llegó a lo alto de las escaleras y se llevó por delante la hilera de copas de cristal sin tan siquiera percatarse de ello. Sólo entonces Martin abandonó su aparente pasividad y se colocó en posición de disparo frente a la puerta en actitud defensiva. El infectado se detuvo un segundo, titubeando sobre las copas hechas pedazos y entonces cargó brutalmente contra nuestra puerta. El impacto fue tan duro que el marco de la puerta se desclavó y la cómoda de veinte kilos y la cama de matrimonio con dosel, se desplazaron un palmo.
Rowie y yo corrimos a sujetar la puerta para evitar que el infectado se colara en el interior de la habitación mientras intentaba alcanzarnos con el brazo que había conseguido introducir. En su empeño por pasar la cabeza por la estrecha ranura, los clavos del marco desclavado le rasgaron profundamente la piel de la cara desde el ojo hasta la oreja. El tajo se dilató desde un extremo a otro y la piel pendió, cual sangriento colgajo, dejando entrever la estratificación de tejidos: piel, untuosa y amarillenta grasa, músculos ennegrecidos y huesos.
Varios infectados se le sumaron al otro lado de la puerta y cada vez era más duro sostener la puerta. Se intentaba abrir paso el infectado intentaba alcanzarnos, introduciendo el brazo y luego su cabeza parcialmente.
- Chicas, preparad la cuerda- dijo Martin a las chicas con tono calmo sin dejar de apuntar a la puerta.- Hemos perdido el factor sorpresa.
Stacie y Rosemary ataron la cuerda hecha con sábanas a la estufa bajo la ventana y la dejaron caer hasta llegar al suelo.
- Rowie, baja tu primero y cubre a las chicas mientras ellas bajan.- le ordenó
- Toma Rowie, tal vez la necesites.- me saque la pistola de la parte trasera del pantalón y se la ofrecí por la empuñadura.
Se agarró a la improvisada cuerda y, sin pensárselo dos veces, la descendió torpemente. Por otro lado, a las chicas el plan no les convencía tanto.
- No creo que pueda…- dijo Rosemary con lágrimas en los ojos.
- No hay tiempo Rosemary, debes hacerlo.- le pedí, soportando las acometidas de los infectados.
- No te preocupes, yo te ayudo a bajar.- Stacie se ofreció a ayudarla.
Con su ayuda Rosemary logró por fin descender la cuerda no sin dificultades, para después hacerlo Stacie. En contraposición, la puerta empezaba a mostrar pequeñas grietas que se incrementaban con cada carga de los enloquecidos infectados, además los tornillos de las bisagras se estaban desprendiendo del marco de la puerta bajo la fuerte presión que ejercían sobre ella.
- Charlie, voy a eliminar a los infectados que te están dando tanto trabajo. En cuanto puedas cierra la puerta, colocamos la cómoda y salimos echando leches. ¿OK?- me desembuchó el plan sin perder un solo segundo para tomar aire.
- Vale.- respondí sufriendo las embestidas, ya al límite de mis fuerzas.
Martin giró una pequeña palanca en el lateral de la ametralladora para ponerla en modo semiautomático con el que se dispara una bala por vez y sin titubear abatió con letal precisión a tres de los infectados al otro lado de la puerta. Primero, con un limpio disparo en la cabeza, eliminó al infectado que me impedía cerrar la puerta. Sus sesos salpicaron toda la puerta y la pared antes de desplomarse inerte en el parquet al otro lado de la puerta. A continuación, abatió a los otros dos, a uno de ellos con un solo disparo certero a través de la puerta. Increíble.
Cerramos la puerta y la atrancamos de nuevo con la cómoda. Con Martin cubriéndome mientras me descolgaba por la ventana, descendí con tanta prisa que me quemé la palma de las manos por la fricción con las sábanas tensadas. Detrás de mi, Martin esperaba a que yo llegara abajo para descender él cuando los infectados lograron derribar la puerta y entrar en la habitación. No tuvo más opción que la de colgarse de la precaria soga antes de que yo llegase al suelo. Entonces, como sospechábamos sobre la resistencia de las sábanas, no soportaron el peso de los dos y se rasgaron a la altura de la ventana. Martin cayó de espaldas al césped desde una altura de cinco metros, mientras que yo, que estaba a escasos dos metros del suelo, no tuve más inconvenientes en tomar tierra.
- ¡Martin!- cayó junto a mí con el desagradable sonido de la brusca exhalación al vaciársele violentamente los pulmones por el fuerte espaldarazo.- ¡Martin, Martin!, ¿me oyes?- mientras yacía tendido inmóvil en el suelo semiinconsciente, temíamos que se hubiese lesionado la espalda o algo peor aún.
Una vez recobró la conciencia, movió las extremidades y pudimos respirar aliviados al descartar cualquier lesión medular grave. Tras recuperar el aliento, lo incorporamos y Rowie y yo nos dispusimos a cargarlo a hombros.
- Puedo seguir solo. Estoy bien.- manifestó, rehusando ser llevado a cuestas.
- ¿Seguro que estás bien?- insistí, preocupado por la contundencia del golpe.
- Si, si… estoy bien. Sigamos, vamos.- dijo visiblemente dolorido, resintiéndose del costado izquierdo.
Nos dirigimos hacia el bosque detrás de la casa, atravesando el alto y denso herbaje que llevaba hasta sus límites. Perseguidos por varios infectados nos adentramos en el tenebroso bosque, la oscuridad era prácticamente absoluta, casi claustrofóbica. La tenue luz de la luna que conseguía atravesar las copas de los árboles y llegar al suelo, le confería una siniestra refulgencia perlada que apenas insinuaba los contornos engañosos de los árboles y los desniveles del terreno, los cuales destacaban como vacíos de luz en el suelo, semejantes a insaciables agujeros negros que se tragaban hasta el último fotón.
Guarecidos en las tinieblas bajo un pequeño terraplén, permanecíamos sin mover un solo músculo ni emitir ningún sonido. Esperábamos que aquellas cosas siguieran de largo o desistieran en su intento de darnos caza al habernos perdido de vista. Pero lejos de eludirlos, un jadeante infectado se detuvo en el vértice del montículo, ignorante de que, literalmente, nos tenia a sus pies. La hojarasca crepitaba a su paso mientras nosotros tratábamos de permanecer lo mas inmóviles posible, aguantando la respiración y soportando el correteo de repulsivos seres del suelo del bosque, que se nos introducían por los orificios de la ropa, terminando ya de situarnos en una pesadilla completamente tangible.
En lugar de retirarse o dispersarse en el bosque, los infectados seguían deambulando por la zona delante de nosotros sin alejarse demasiado y nosotros comenzábamos a sufrir pinchazos en los músculos por permanecer totalmente inmóviles durante tanto tiempo. Martin, impacientado tanto como los demás, echó mano de una rama seca y la lanzó lo mas lejos que pudo sin incorporarse. El palo rebotó en un árbol y calló al suelo cubierto de hojas secas. A continuación, el estrépito de los infectados, saliendo a la carrera hacia el lugar de proveniencia del ruido. En ese momento, aprovechamos para escabullirnos sigilosamente. Rectamos con cuidado hasta un lugar donde la vegetación se hacía más densa y entonces empezamos a correr con todas nuestras fuerzas, adentrándonos en el siniestro bosque sin tener la menor noción de adonde nos dirigíamos.
Corrimos y corrimos bosque adentro con el constante fantasma de los infectados acechándonos tras cada árbol y montículo, y con la incertidumbre del no saber lo que nos depararía la mañana siguiente. Mientras corría entre los árboles cubiertos de húmedo musgo, una sola pregunta rondaba mi cabeza y me producía un gran desasosiego: - ¿Qué nos traerá el nuevo amanecer…?
josu87- Recien llegado al refugio
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Capítulo 5. DEVASTATION.
Aqui les dejo el capitulo cinco de DEVASTATION. Que lo disfruten y un saludo a todos.
Las primeras luces del alba comenzaron a diluir la negrura casi untuosa de la noche en una suave y reconfortante claridad. El cielo se teñía lentamente de color añil, como si aquel nuevo amanecer fuera la dinámica obra de un pintor expresionista en cuyo cielo nocturno sumergiera su pincel usado y los pigmentos en disolución barrieran la noche de la bóveda estrellada.
Martin empezaba a tornarse visible, aun sólo como una leve y difusa silueta armada, agazapada tras un árbol caído frente a nuestro precipitado refugio: una pequeña oquedad al final de un barranco. Me giré hacia donde yacían dormidas Stacey y Rosemary, acurrucadas una junto a la otra; apenas un par de horas antes habían sucumbido finalmente al sueño después de una larga noche en vela pendientes de cada chasquido de una rama o sonido en la penumbra.
También Rowie había caído víctima del cansancio. Estaba acostado al lado de las chicas, contraído instintivamente en posición fetal para conservar la mayor cantidad de calor corporal posible. Mientras los observaba, Rowie se despertó de golpe, desorientado y sin saber muy bien donde se encontraba durante los primeros segundos, se levantó y se sentó a mi lado.
- Pfff…daría mi brazo izquierdo por un café bien cargado.- murmuró, frotándose vigorosamente la cara para espabilarse.
- ¿Has conseguido dormir algo?- le pregunté.
- Bah…, apenas unas cabezadas.- respondió mientras ejercitaba los ojos, cerrándolos y abriéndolos con fuerza.- ¿Y tú?
- Tampoco. No dejo de ver a esas cosas cada vez que cierro los ojos. Y cuando los abro veo constantemente figuras detrás de cada árbol, detrás de cada arbusto…- cogí un par de pequeñas piedras del suelo y las lancé con desgana.
- Ya… - comprendía a lo que me refería, quizás por aquel motivo él mismo se había despertado.
- Lo peor de todo es no saber si son imaginaciones tuyas o si de verdad están ahí, deambulando a nuestro alrededor, rodeándonos...- comenzaban a descubrirse las siluetas de los árboles, los espacios entre ellos se aclaraban gradualmente y definían contornos en ocasiones engañosos.
En ese momento Martin se aproximó a nosotros.
- Chicos preparaos, en unos minutos nos ponemos en marcha, ¿ok?- nos dijo con voz tenue.
- Vale, bien.- asentimos Rowie y yo, alegrados de irnos de una vez de aquel sitio.
- Iré a despertar a las chicas.- dijo Rowie y se incorporó dificultosamente, sacudiéndose los restos de tierra y hojas secas del trasero.
- ¿Y bien, cuál es el plan?- le pregunté a Martin aún sentado.
- Por lo pronto abandonar estar situación, aquí somos demasiado vulnerables.- me respondió sin sentarse en el tronco, examinando exhaustivamente los alrededores.
- Ya, bien. ¿Qué dirección tomamos? – me incorporé.
- No lo sé…, esas cosas están por todas partes. Lo mejor será que nos alejemos en dirección opuesta a la de la que venimos y busquemos un paso seguro por donde llegar al pueblo o ciudad más cercana. Debe haber algún sitio al que no hayan llegado esas malditas cosas.- su tono se volvió más apagado y lleno de rabia a medida que acababa la frase.
- Chicaas… Chicaas… eei…- les susurró Rowie, meciéndolas suavemente para despertarlas.
- ¡¿Qué?! ¡¿Qué pasa?!- Stacey y Rosemary se despertaron sobresaltadas, como temiendo que las pesadillas que estarían teniendo se hubieran hecho realidad.
- Nada tranquilas, tranquilas. No pasa nada. Iros preparando, dentro de unos minutos nos vamos.- sin demora, se levantaron y se unieron a nosotros.
Sedientos y hambrientos, sin más equipaje que la mugrienta ropa que llevábamos puesta y el puñado de armas que teníamos, nos pusimos en macha hacia… seré honesto, no teníamos la menor idea de a dónde nos dirigíamos.
El bosque poseía una serenidad y benignidad que paradójicamente resultaban inquietantes. Nos movíamos a través de los árboles con la desquiciante sensación de sentirnos observados en todo momento. Convencidos de que en cualquier momento y como salido de la nada, aparecería un infecto de detrás de un árbol, seguido de otro, y luego de otro más, y otro.
Eran las doce de la mañana y el sol estaba bien alto en el cielo. La luz del mediodía intensificaba el color esmeralda de la clorofila de la vegetación, que parecía refulgir, creando una siniestra atmósfera verdosa, casi una neblina diría yo, que difuminaba los alrededores más allá de los árboles. No se escuchaba pájaro alguno, ningún placentero coreo de cantos que aliviara el estrés derivado de la falta de sueño y comida. Sólo el estallido de la hojarasca y las ramas caídas bajo nuestros pies, resonando en el mudo bosque.
Recuerdo ir caminando a la cola del grupo por el infinito bosque, agotado y con las tripas rugiendo, pensando en que no recordaba que el bosque fuera tan grande y espeso. A decir verdad, no recuerdo haberme adentrado tanto en toda mi vida. Me vinieron a la mente las palabras de mi padre, que para disuadirme cuando era niño de que no me adentrara en el bosque, me contaba historias de horripilantes monstruos de ojos rojos y brillantes que se comían a los niños que se adentraban solos en el bosque. Era irónico que, llegado aquel momento, mi padre no estuviera tan desencaminado después de todo.
En ese momento Martin se detuvo y nos ordenó parar. Por puro instinto nos agrupamos buscando refugio en el grupo.
- ¿Qué ocurre?- le susurré a Martin por encima del hombro.
- He oído algo ahí delante.- murmuró, buscando a través de la mirilla anaranjada de su ametralladora el origen del ruido extraño.
Fui a echar mano de mi pistola en la parte trasera del pantalón por si se trataba de nuevo infectados, pero no la encontré. Creí que quizás la habría perdido, que se me habría caído mientras corríamos o mientras pasábamos la noche. Pero entonces recordé que la noche anterior se la había dado a Rowie cuando huíamos de la casa. En ese mismo instante, el punzante sonido de los disparos de la nueve milímetros a escasos centímetros de mi oído derecho me taladró el tímpano. Rowie comenzó a disparar contra los arbustos delante de nosotros, blandiendo nerviosamente el arma con ambas manos.
Entonces recuerdo que me pareció que si hubiera sufrido un pinchazo muscular o algo así en el hombro, porque soltó el arma como si estuviera al rojo vivo. Luego apoyó la espalda contra un árbol y resbaló hasta quedar sentado en el suelo. Pude vislumbrar una sinuosa gota de sangre, deslizándosele por la camiseta desde debajo de su mano. Comprendí entonces que le había alcanzado un disparo.
- ¡A cubierto! ¡Detrás de los árboles, corred!- gritó Martin, disparando al follaje ráfagas breves mientras nos refugiábamos tras los árboles.
Rosemary atendió a Rowie, que se sujetaba el hombro con gesto de dolor, e intentó hacerle un vendaje improvisado con una tira que se había arrancado de su camisa. De pronto, una ronca voz masculina comenzó a hablar al otro lado de la vegetación
- ¡Tirad las armas, os tenemos rodeados! - dijo la voz tras el verdor, que me resultó muy familiar aunque no fui capaz de reconocer.
- ¡¿Quien habla?!- preguntó Martin.
- ¡Tirad las armas y nadie más resultará herido!- volvió a ordenar la voz.
- ¡No podemos hacer eso! ¿Cómo sé que no es un farol y no eres un pobre desgraciado con un rifle?- dijo Martin resguardado tras el grueso tronco.
Sin previo aviso, varios disparos procedentes de diferentes puntos del follaje hicieron saltar por los aires la corteza de los árboles tras los que nos escondíamos.
- ¿Aún crees que estoy de farol?- preguntó la voz con rabia.
- ¡Basta, no sigan disparando por favor! ¡Solamente huimos de esas malditas cosas, nada más! ¡Esto no ha sido más que un estúpido error! ¡Lo sentimos mucho, solo queremos seguir nuestro camino! ¡Por favor no sigan disparando!- les supliqué, temiendo que el siguiente de nosotros que resultase herido no tuviera la suerte de Rowie.
Se hizo el silencio tras la vegetación. No sabíamos si mis dotes diplomáticas habían dado resultado y si por el contrario estaban tramando algo, y nos estaban rodeando para acabar con nosotros.
- ¿Charlie? ¿Charlie eres tú?- preguntó el desconocido.
“No puede ser” pensé.
- …B… ¿Bob?- le pregunté, incrédulo.
Entonces de los arbustos salió un hombre robusto y calvo, mostrando las manos desnudas levantadas en alto.
- ¿¡Bob!?- no podía creer que fuera él.- ¡No dispares!-le grité a Martin- ¡!Booob!¡- corrí hacia él y lo abracé con tanta fuerza que casi nos caemos al suelo.
- ¿Cómo estas hijo?- me preguntó, sujetándome la cara con ambas manos.
- Bien. - le dije minimizando al máximo la respuesta para evitar preocuparlo.
- Me alegro mucho de verte sano y salvo hijo.- dijo con los ojos vidriosos.
- ¿Esther y las niñas, están bien?- la buscaba por todas partes con la vista.
Bob silbó, imitando el canto de un pájaro, y de la vegetación salieron Esther y las niñas con los caballos.
- ¡Esther! ¡Chicas!- al igual que Bob, Esther era como una segunda madre para mí y ver que se encontraba bien junto con las niñas me quitaba un enorme peso de encima.
- Hola Charlie cariño, me alegro mucho de que estés bien hijo mío.- me dijo acariciándome la cara con lagrimas en los ojos.
- Oye, ¿y Álex?- me preguntó Bob al no encontrarla entre el grupo.
- ... Fui a su trabajo, pero ya no estaba allí. De camino hacia aquí vi su coche destrozado en la cuneta, pero gracias a Dios ella no se encontraba dentro. Pensé entonces que quizás habría llegado antes de que te fueras y estuviera con vosotros.- esperé sin mucha esperanza una respuesta afirmativa.
- No cariño…- dijo Esther.- Nosotros tuvimos que huir de casa.
- Ya, hemos estado allí.- les dije.- Que desastre.
- Si…unas horas después de que te fueras empezaron a aparecer alguno que otro. Iban solos y parecían desorientados, muchos ni siquiera se pararon al pasar frente a la casa; aunque otros sí que lo hicieron. Pero no eran problema, los eliminábamos sin complicaciones. Hasta Sam acabó con más de uno desde la ventana de su cuarto.- Samantha asiente con una tímida sonrisa, sin saber quizás si sentirse orgullosa o culpable por ello.- Lo difícil fue cuando el sol comenzó a descender.
- Si…- asiente Esther con cara seria.
- Entonces empezaron a venir en grupos, primero de unos pocos pero luego de cincuenta o más de esas jodidas. Fue entonces cuando decidimos abandonar la casa, e irnos en los caballos.- dijo con gesto de resignación.
- Me alegro muchísimo de que os encontréis bien.- los volví a abrazar y fuimos junto al grupo de supervivientes.
- Bueno, os presento a Bob y Esther McKnight, son como mis segundos padres, y ellas son sus dos hijas: Samantha y Claire. Ellos son: Martin, Rosemary, Stacie y aquel es Rowie.- dije, señalándole al dolorido Rowie con la mano en el hombro.
Con una mezcla de arrepentimiento y recelo el grupo se presentó a los extraños. La presencia de las dos pequeñas, que permanecían pegadas a sus padres aún con el susto y miedo del tiroteo mantenido momentos antes reflejado en sus ojos, ayudaba a aliviar la posible tensión existente entre ellos. El hecho de que fueran unos padres que solamente protegían a sus hijas de unos extraños de gatillo fácil, les hacía sentir arrepentidos e incluso avergonzados, y servía de justificación más que suficiente para el hombro herido de Bob.
- A ver, echémosle un vistazo a ese hombro. Bueno hombretón no sufras, solo es un rasguño.- Esther se quitó la mochila y sacó de ella un botiquín médico.
- Siento lo del brazo hijo, pero peor quedaría un agujero en la cabeza ¿no crees? jaja- dijo Bob en tono maliciosamente burlón.
- Si…- Rowie forzó una sonrisa, intimidado por aquellos dos carrozas, que aunque parecían rondar los cincuenta o sesenta, desprendían una fuerza y vitalidad a tener muy en cuenta.
- ¡Aunque creo que deberías sentirte en deuda con mi mujer. Si Esther hubiese querido acabar contigo, ahora mismo te estaríamos cavando un hoyo a medida jajaja! – le dio una palmada en el hombro y Rowie se estremeció de dolor mientras que con una picara sonrisa, Esther y él se cruzaban la mirada.
Nos reunimos todos en círculo para planear nuestro siguiente movimiento: qué camino tomar para salir de aquel angustiante bosque y llegar a un lugar seguro que no hubiera sido arrasado por aquellas cosas.
- Hemos recorrido los alrededores con los caballos y esas malditas cosas están por todos partes. Tanto al norte como al este las hay a cientos, millares. Tienen rodeado todo este bosque. Es más, no deberíamos quedarnos mucho tiempo por aquí porque esas cosas se están adentrando cada vez más. Ya nos hemos encontrado con un par de ellos no muy lejos de aquí.- señala brevemente hacia la espesura bosque adentro.
- ¿Qué opciones tenemos?- pregunté, cruzando los brazos junto a mí pecho y sujetándome la barbilla con una mano en pose reflexiva.
- Al oeste el bosque se extiende cientos de millas hasta Kansas y como he dicho no es buena idea permanecer por mucho más tiempo en él. La única opción es el sur, el bosque acaba a poco más de 8 millas y luego es terreno bastante llano. Podemos seguir hasta Archie o Drexel.- les expuso Bob el plan, quizás el único viable.
- Bien, estoy de acuerdo.- me giré hacia Rowie que estaba a mi derecha - ¿Tú qué dices Rowie?
- Hagámoslo.- se encogió de hombros. Bueno, al menos de uno de ellos.
- ¿Chicas?- me dirigí hacia Stacie y Rosemary.
- No nos queda otra.- contestó escuetamente Stacie como era de costumbre en ella.
- Hagámoslo, no soportaría pasar una noche más en este bosque.- confesó Rosemary.
- ¿Y tú Martin, qué opinas?- le pregunté en último lugar.
- Mmm… es bastante peligroso. La autopista pasa muy cerca de aquí, y con los atascos de las últimas horas debe haberse convertido en un imán para los infectados. Toda esa gente…- no mostraba mucho convencimiento.
- Si…es terrible….- nos quedamos en silencio, pensando en todas las personas que habían resultado muertas, o no del todo, en las últimas horas.
- No me refiero a eso.- le miramos desconcertados.
- Esos animales rabiosos convierten a quien muerdan en uno de ellos. Si te encuentras entre una multitud y una persona herida se desvaneciera y despertase transformada en una de esas cosas… no te gustaría estar en medio de esa marea humana teniendo que esquivar tanto a las personas sanas como a las ya infectadas.- empuñó el fusil contra su pecho.- Por eso debemos mantenernos lejos de cualquier aglomeración de gente, de cualquier autopista o carreteras donde haya gente que pueda atraerlos, si es que no han dejado de serlo ya.
Por supuesto que con las últimas palabras se refería a gente ya infectada. Gente que había emprendido la huída al volante de su vehículo y que al quedar atrapada en un atasco irresoluble, retomaban el éxodo a pie (pertenencias al hombro), dando lugar a enormes mareas de gente que, cansada y atemorizada, cargaban con infinidad de cosas inservibles y pesadas en enormes caravanas.
Ya me había encontrado con algunas de aquellas multitudes cuando me dirigía a la ciudad para rescatar a mi hermana. Y luego al salir de ella, en las poblaciones periféricas; salvo que entonces, ya no eran personas con sus enseres a cuestas, huyendo de todo aquel infierno en hileras más o menos homogéneas y ordenadas, sino que eran mareas y mareas de esas desbocadas y encolerizadas bestias.
Llegué incluso a reconocer a alguna que otra persona a la que había visto horas antes, con sus caras de temor y desconcierto, buscando refugio en el cuerpo de sus padres, ó intentando reflejar calma en sus rostros para no preocupar más a su familia. Sin embargo, sus caras ya no reflejaban sentimientos, miedo, ya no reflejaban humanidad. Solamente furia animal en un gesto indefinible.
Obviamente, no habían tenido ninguna posibilidad cuando los infectados los alcanzaron mientras escapaban. Aglutinados en largas formaciones de kilómetros de longitud, los del interior del grupo, hostigados por los que venían justo detrás, sólo podían avanzar y avanzar, y los de los flancos, concentrados solo en salvarse, inconscientemente estrangulaban la formación en una densa sierpe de personas. De este modo cuando los infectados abordaban a los de la cola o los costados de la formación, solo hacía falta que el pánico cundiera entre la masa, y por supuesto que lo hacía, para provocar un efecto dominó que asfixiaba y aplastaba a los de en medio, y entorpecía a los que venían detrás.
Por eso he comentado lo del orden y organización a la hora de desplazarnos: incluso cuando corremos por nuestras vidas seguimos una pauta. El pánico nos hace embutirnos en una marea humana asfixiante, aún cuando disponemos de cientos y cientos de kilómetros de terreno para dispersarnos y huir sin atropellarnos los unos a los otros. Hasta esa indeseada característica de nuestra naturaleza escapaba a aquellas cosas, que avanzaban sin ningún tipo de orden o regularidad.
Incluso después rememorar el sufrimiento de aquellas pobres personas, acompañé a los demás, asintiendo y agachando la cabeza avergonzados de nosotros mismos por estar completamente de acuerdo con lo que estaba diciendo Martin. Aunque pudiéramos parecer unos insensibles desalmados que no sentían la menor lástima por aquellas pobres personas, lo cierto es que lo que único que buscábamos, por egoísta que pueda parecer, era simplemente sobrevivir.
Como decía Martin, la realidad era que ya no nos estábamos enfrentando a aquella horda de cientos o miles de infectados que irrumpía en la ciudad la madrugada anterior, sino que en aquellos momentos se trataría quizás de un número dos, tres, diez veces mayor. Ante tal situación no habría demasiado que pudiésemos hacer por mucho que quisiéramos.
- ¿Estamos todos de acuerdo?- todos asintieron o hicieron algún gesto de aprobación.- Bien…, pongámonos en marcha.
Rumbo al sur, el acrecentado grupo prosiguió su viaje a través del bosque. En silencio, por miedo a atraer a infectados cercanos, íbamos avanzando sin tener la posibilidad de compartir cualquier tema trivial de conversación que evadiera nuestras mentes de aquella situación extremadamente estresante.
Después de una hora y media, la lenta y tediosa marcha a través de aquel interminable bosque, empezaba a hacerse monótona, aburrida e incluso diría que algo soporífera. Llevábamos varias horas, desde que nos escondimos en aquella especie de madriguera, sin ver ni oír a un infectado, y empezaba a creer que quizás los habríamos dejado atrás. Tal vez los infectados de los que hablaba Bob habrían desistido y dado media vuelta.
Lo cierto es que inmersos en aquella burbuja de impenetrable frondosidad, nos sentíamos excluidos de la realidad que se vivía fuera de aquel bosque. El techo del bosque con las copas de los arboles estrechamente yuxtapuestas, amortiguaban considerablemente cualquier sonido del exterior, sin embargo por muy aislante que resultase no podíamos atribuirle el hecho de que hacía tiempo que no escucháramos el sonido de un helicóptero o un avión sobrevolando la zona, y eso era bastante extraño. ¿Dónde se suponía que estaba el ejército combatiendo a aquellas cosas?
Entonces y como era de esperar, aquella grotesca realidad no tardó en alcanzarnos de nuevo.
- Agachaos.- nos susurró Bob haciéndonos gestos con la mano.- Agachaos.
Tras los árboles se distinguían una figuras vacilantes, aproximándose desde nuestra retaguardia. Bob llamó a Stacie y Rosemary y las montó a cada una en un caballo, junto con Esther y las niñas.
- Pásame el rifle. No queda mucho hasta el límite del bosque, id a campo abierto y esperadnos. No tardaremos.- le dijo a Esther, montada a lomos del caballo.
- Bien. Ten mucho cuidado.- le apretó con fuerza la mano.
- Lo tendré.- despedidas como aquella había tenido cientos cuando estaba en el cuerpo y no sabía si iba a volver a casa de nuevo.
- Te quiero.- Esther se inclinó sobre el caballo y besó a su marido.
- Y yo a ti preciosa… Vamos, ve.- Bob la besó por última vez en la mano y la dejó ir.
Los caballos se perdieron entre la vegetación y nosotros nos preparamos para enfrentarnos a aquellos infectados y darles tiempo a las chicas para salir del bosque.
- Rowie, Charlie, ocupaos del flanco izquierdo. No abráis fuego hasta que os lo diga, ¿entendido?- dijo mirándonos a los ojos.
- Entendido.- contestamos al unísono Rowie y yo.
En el otro extremo, a nuestra derecha, Martin estaba tumbado en el suelo junto a un árbol, visualizando aquellas figuras a través de la mirilla color ámbar de su fusil. Bob estaba en el medio, con su rifle de caza con mira telescópica no tan sofisticada quizás como la del arma de Martin, pero igual de precisa y letal. Nos quedamos quietos en el suelo, mimetizados con la vegetación. La suciedad de nuestra ropa, que básicamente cubría nuestro cuerpo entero, nos servía de perfecto camuflaje.
Eran alrededor de una docena de infectados, hombres y mujeres, jadeando, y bufando, cubiertos de sangre ennegrecida. Tan mugrientos como nosotros, con la diferencia de que su repugnante apariencia se debida a la sangre y demás fluidos humanos en los que estaban ungidos. Muchos estaban semidesnudos, con las camisas o vestidos colgándoles hechos girones, mostrando sus pálidos cuerpos mutilados con infinidad de heridas y amputaciones. Sus ojos teñidos de color sangre se antojaban oscuros, como profundos agujeros en sus caras, otorgándoles una presencia más terrorífica aún. Caminaban pausadamente, jadeando, cuál depredador buscando su próxima presa. Desprendían una euforia incontenible, apreciable en sus movimientos nerviosos y frenéticos, como si la sangre les bullera dentro de las venas.
Uno de los infectados que iban a la cabeza del grupo se detuvo cuando se encontraban a escasos veinte metros de nosotros. Se quedó inmóvil, con la boca abierta cubierta de sangre, chorreando un fluido viscoso de color oscuro y los ojos inyectados en sangre clavados en nosotros. Podíamos escuchar su trabajosa y gutural respiración como anticipo de lo que nos esperaba. A penas permaneció quieto unos segundos y entonces embistió contra nosotros, seguido por el resto de infectados que cargaron en tropel. Comenzaba el enfrentamiento.
Un disparo efectuado por Bob atravesó la cabeza del encolerizado, que cayó al suelo inerte. Con la “fortuna” de que dio con la cabeza en una piedra, abriéndosele como una nuez desde el boquete que la bala había abierto en la parte trasera del cráneo y derramando viscosamente el cerebro licuado sobre la roca cubierta de musgo.
Ya descubiertos, nos incorporamos y continuamos disparando a la rabiosa horda. Notaba como si el corazón me fuera a salir por la boca, y temblaba tanto que no era necesario que los infectados se movieran para que errara el tiro. Intenté calmarme, respiré hondo y me concentré en apuntar a un blanco y luego disparar, y no al revés.
Por su parte, Rowie estrujaba el bate entre sus manos, preparado para arrancarle la cabeza al primer infectado que se le pusiera delante. Cuál sería su sorpresa cuando el primero que se puso al alcance de su bate fue un niño de no más de diez años. Incapaz de golpearle, Rowie puso el bate entre el chico y él, y aquel cayó al suelo de espalda. Le puso la pierna en el pecho para impedirle incorporarse, mientras el chaval le arañaba y tiraba del pantalón, intentando morderle la bota, sin que Rowie supiera muy bien qué hacer.
Miraba a aquel chico enloquecido, con el antebrazo izquierdo desgarrado hasta el hueso, y luego dirigía su vista a su bate de madera. Entonces, súbitamente la cabeza del chaval estalló en mil pedazos.
- ¡Espabila!- le espetó Martin con el cañón de su arma humeante, y volvió a dirigir su fuego hacia los infectados.
El chico parcialmente decapitado conservaba de forma precaria el lado derecho de la cara, en el cuál el ojo que aún poseía sufría espasmos en el párpado como consecuencia del agonizante sistema nervioso remanente, dando la impresión de seguir mirándole.
Veía como muchos infectados eran alcanzados por las balas en hombros, torsos y o extremidades sin inmutarse, sin siquiera frenar sus acometidas contra nosotros. Por ese motivo en un principio pensé que no estaba acertando ni un solo blanco. Sin embargo, cuando caían abatidos en el suelo, podía ver sus cuerpos absolutamente acribillados con las camisas o torsos repletos de agujeros.
Una cosa muy distinta ocurría cuando eran alcanzados en la cabeza. En esas ocasiones era como si les dieran al botón de apagado. Se volvían entes inanimados que caían de boca al suelo, completamente lánguidos, y debido a la inercia que sus cuerpos aún poseían por la carrera, se doblaban y retorcían, quedando en muchas ocasiones el tronco inferior y las piernas plegadas sobre sus espaldas en posturas que dolían solo de verlas.
- ¡Retrocedemos, son demasiados!- nos gritó Bob mientras se colgaba el rifle sin munición y echaba mano de su escopeta que llevaba a la espalda.
Nos replegamos en la dirección que había tomado Esther y las chicas. Lo hicimos por turnos, de modo que dos cubrían mientras que los otros dos corrían para luego estos cubrir a los demás. Continuamos con ese método de retirada “escalonada” hasta llegar a los límites del bosque.
Una vez salimos a campo abierto, con los infectados pisándonos los talones, seguimos cubriéndonos y corriendo. En la carrera, Rowie tropezó con un leño escondido entre la hierba y cayó al suelo de bruces. Un infectado se le echó encima, a la vez que Rowie interponía el bate entre él y las dentelladas del rabioso. El infectado, en cada intento por hincarle el diente a Rowie, se topaba con el bate, dejando la impresión de su dentadura en la madera.
Entonces, la mitad superior izquierda del cráneo del infectado voló por los aires y éste se desplomó, muerto, sobre Rowie. Miramos a nuestra izquierda, y en lo alto de una loma estaba Esther, a caballo junto con las demás chicas, empuñando su rifle con el cañón humeante.
- ¡Vamos, corred!- gritó Bob.
Subimos la colina y corrimos hasta los caballos. Bob sacó un par de objetos esféricos color verdoso de metal de una mochila azul.
- ¡Al suelo!- les quitó las anillas a las granadas a la vez con ambas manos y las lanzó contra los infectados.
El suelo tembló con las dos fuertes explosiones, y luego una lluvia de tierra y briznas de hierba. Cuando levanté la vista lo único que se veía era una nube de polvo y humo donde antes estaban los infectados. Una vez se disipó el humo, lo que quedaba de ellos eran cuerpos mutilados, no completamente desmembrados como se esperaría uno al ver las películas de Hollywood. Algunos sí que habían perdido alguna extremidad o parte de ella pero los demás seguían de una pieza y sólo estaban algo desorientados por las ondas expansivas. Suficiente para que a Martin y Bob les diera tiempo a rematarlos antes de que se recuperaran del trauma de las explosiones.
- Un regalo de mi mujer.- Martin asintió con cara de desconcierto, rodeados de cadáveres mutilados y humeantes.
Sin entretenernos mucho más por miedo a que las explosiones hubieran atraído a más infectados, abandonamos el lugar y retomamos nuestro viaje. Rumbo sur comenzamos nuestra búsqueda de un lugar seguro, libre de aquella terrible plaga, donde poder empezar de nuevo o simplemente sentirnos a salvo. Algún lugar debía quedar libre de la infección ¿o no?...
Capítulo 5
Naturaleza muerta.
Naturaleza muerta.
Las primeras luces del alba comenzaron a diluir la negrura casi untuosa de la noche en una suave y reconfortante claridad. El cielo se teñía lentamente de color añil, como si aquel nuevo amanecer fuera la dinámica obra de un pintor expresionista en cuyo cielo nocturno sumergiera su pincel usado y los pigmentos en disolución barrieran la noche de la bóveda estrellada.
Martin empezaba a tornarse visible, aun sólo como una leve y difusa silueta armada, agazapada tras un árbol caído frente a nuestro precipitado refugio: una pequeña oquedad al final de un barranco. Me giré hacia donde yacían dormidas Stacey y Rosemary, acurrucadas una junto a la otra; apenas un par de horas antes habían sucumbido finalmente al sueño después de una larga noche en vela pendientes de cada chasquido de una rama o sonido en la penumbra.
También Rowie había caído víctima del cansancio. Estaba acostado al lado de las chicas, contraído instintivamente en posición fetal para conservar la mayor cantidad de calor corporal posible. Mientras los observaba, Rowie se despertó de golpe, desorientado y sin saber muy bien donde se encontraba durante los primeros segundos, se levantó y se sentó a mi lado.
- Pfff…daría mi brazo izquierdo por un café bien cargado.- murmuró, frotándose vigorosamente la cara para espabilarse.
- ¿Has conseguido dormir algo?- le pregunté.
- Bah…, apenas unas cabezadas.- respondió mientras ejercitaba los ojos, cerrándolos y abriéndolos con fuerza.- ¿Y tú?
- Tampoco. No dejo de ver a esas cosas cada vez que cierro los ojos. Y cuando los abro veo constantemente figuras detrás de cada árbol, detrás de cada arbusto…- cogí un par de pequeñas piedras del suelo y las lancé con desgana.
- Ya… - comprendía a lo que me refería, quizás por aquel motivo él mismo se había despertado.
- Lo peor de todo es no saber si son imaginaciones tuyas o si de verdad están ahí, deambulando a nuestro alrededor, rodeándonos...- comenzaban a descubrirse las siluetas de los árboles, los espacios entre ellos se aclaraban gradualmente y definían contornos en ocasiones engañosos.
En ese momento Martin se aproximó a nosotros.
- Chicos preparaos, en unos minutos nos ponemos en marcha, ¿ok?- nos dijo con voz tenue.
- Vale, bien.- asentimos Rowie y yo, alegrados de irnos de una vez de aquel sitio.
- Iré a despertar a las chicas.- dijo Rowie y se incorporó dificultosamente, sacudiéndose los restos de tierra y hojas secas del trasero.
- ¿Y bien, cuál es el plan?- le pregunté a Martin aún sentado.
- Por lo pronto abandonar estar situación, aquí somos demasiado vulnerables.- me respondió sin sentarse en el tronco, examinando exhaustivamente los alrededores.
- Ya, bien. ¿Qué dirección tomamos? – me incorporé.
- No lo sé…, esas cosas están por todas partes. Lo mejor será que nos alejemos en dirección opuesta a la de la que venimos y busquemos un paso seguro por donde llegar al pueblo o ciudad más cercana. Debe haber algún sitio al que no hayan llegado esas malditas cosas.- su tono se volvió más apagado y lleno de rabia a medida que acababa la frase.
- Chicaas… Chicaas… eei…- les susurró Rowie, meciéndolas suavemente para despertarlas.
- ¡¿Qué?! ¡¿Qué pasa?!- Stacey y Rosemary se despertaron sobresaltadas, como temiendo que las pesadillas que estarían teniendo se hubieran hecho realidad.
- Nada tranquilas, tranquilas. No pasa nada. Iros preparando, dentro de unos minutos nos vamos.- sin demora, se levantaron y se unieron a nosotros.
Sedientos y hambrientos, sin más equipaje que la mugrienta ropa que llevábamos puesta y el puñado de armas que teníamos, nos pusimos en macha hacia… seré honesto, no teníamos la menor idea de a dónde nos dirigíamos.
El bosque poseía una serenidad y benignidad que paradójicamente resultaban inquietantes. Nos movíamos a través de los árboles con la desquiciante sensación de sentirnos observados en todo momento. Convencidos de que en cualquier momento y como salido de la nada, aparecería un infecto de detrás de un árbol, seguido de otro, y luego de otro más, y otro.
Eran las doce de la mañana y el sol estaba bien alto en el cielo. La luz del mediodía intensificaba el color esmeralda de la clorofila de la vegetación, que parecía refulgir, creando una siniestra atmósfera verdosa, casi una neblina diría yo, que difuminaba los alrededores más allá de los árboles. No se escuchaba pájaro alguno, ningún placentero coreo de cantos que aliviara el estrés derivado de la falta de sueño y comida. Sólo el estallido de la hojarasca y las ramas caídas bajo nuestros pies, resonando en el mudo bosque.
Recuerdo ir caminando a la cola del grupo por el infinito bosque, agotado y con las tripas rugiendo, pensando en que no recordaba que el bosque fuera tan grande y espeso. A decir verdad, no recuerdo haberme adentrado tanto en toda mi vida. Me vinieron a la mente las palabras de mi padre, que para disuadirme cuando era niño de que no me adentrara en el bosque, me contaba historias de horripilantes monstruos de ojos rojos y brillantes que se comían a los niños que se adentraban solos en el bosque. Era irónico que, llegado aquel momento, mi padre no estuviera tan desencaminado después de todo.
En ese momento Martin se detuvo y nos ordenó parar. Por puro instinto nos agrupamos buscando refugio en el grupo.
- ¿Qué ocurre?- le susurré a Martin por encima del hombro.
- He oído algo ahí delante.- murmuró, buscando a través de la mirilla anaranjada de su ametralladora el origen del ruido extraño.
Fui a echar mano de mi pistola en la parte trasera del pantalón por si se trataba de nuevo infectados, pero no la encontré. Creí que quizás la habría perdido, que se me habría caído mientras corríamos o mientras pasábamos la noche. Pero entonces recordé que la noche anterior se la había dado a Rowie cuando huíamos de la casa. En ese mismo instante, el punzante sonido de los disparos de la nueve milímetros a escasos centímetros de mi oído derecho me taladró el tímpano. Rowie comenzó a disparar contra los arbustos delante de nosotros, blandiendo nerviosamente el arma con ambas manos.
Entonces recuerdo que me pareció que si hubiera sufrido un pinchazo muscular o algo así en el hombro, porque soltó el arma como si estuviera al rojo vivo. Luego apoyó la espalda contra un árbol y resbaló hasta quedar sentado en el suelo. Pude vislumbrar una sinuosa gota de sangre, deslizándosele por la camiseta desde debajo de su mano. Comprendí entonces que le había alcanzado un disparo.
- ¡A cubierto! ¡Detrás de los árboles, corred!- gritó Martin, disparando al follaje ráfagas breves mientras nos refugiábamos tras los árboles.
Rosemary atendió a Rowie, que se sujetaba el hombro con gesto de dolor, e intentó hacerle un vendaje improvisado con una tira que se había arrancado de su camisa. De pronto, una ronca voz masculina comenzó a hablar al otro lado de la vegetación
- ¡Tirad las armas, os tenemos rodeados! - dijo la voz tras el verdor, que me resultó muy familiar aunque no fui capaz de reconocer.
- ¡¿Quien habla?!- preguntó Martin.
- ¡Tirad las armas y nadie más resultará herido!- volvió a ordenar la voz.
- ¡No podemos hacer eso! ¿Cómo sé que no es un farol y no eres un pobre desgraciado con un rifle?- dijo Martin resguardado tras el grueso tronco.
Sin previo aviso, varios disparos procedentes de diferentes puntos del follaje hicieron saltar por los aires la corteza de los árboles tras los que nos escondíamos.
- ¿Aún crees que estoy de farol?- preguntó la voz con rabia.
- ¡Basta, no sigan disparando por favor! ¡Solamente huimos de esas malditas cosas, nada más! ¡Esto no ha sido más que un estúpido error! ¡Lo sentimos mucho, solo queremos seguir nuestro camino! ¡Por favor no sigan disparando!- les supliqué, temiendo que el siguiente de nosotros que resultase herido no tuviera la suerte de Rowie.
Se hizo el silencio tras la vegetación. No sabíamos si mis dotes diplomáticas habían dado resultado y si por el contrario estaban tramando algo, y nos estaban rodeando para acabar con nosotros.
- ¿Charlie? ¿Charlie eres tú?- preguntó el desconocido.
“No puede ser” pensé.
- …B… ¿Bob?- le pregunté, incrédulo.
Entonces de los arbustos salió un hombre robusto y calvo, mostrando las manos desnudas levantadas en alto.
- ¿¡Bob!?- no podía creer que fuera él.- ¡No dispares!-le grité a Martin- ¡!Booob!¡- corrí hacia él y lo abracé con tanta fuerza que casi nos caemos al suelo.
- ¿Cómo estas hijo?- me preguntó, sujetándome la cara con ambas manos.
- Bien. - le dije minimizando al máximo la respuesta para evitar preocuparlo.
- Me alegro mucho de verte sano y salvo hijo.- dijo con los ojos vidriosos.
- ¿Esther y las niñas, están bien?- la buscaba por todas partes con la vista.
Bob silbó, imitando el canto de un pájaro, y de la vegetación salieron Esther y las niñas con los caballos.
- ¡Esther! ¡Chicas!- al igual que Bob, Esther era como una segunda madre para mí y ver que se encontraba bien junto con las niñas me quitaba un enorme peso de encima.
- Hola Charlie cariño, me alegro mucho de que estés bien hijo mío.- me dijo acariciándome la cara con lagrimas en los ojos.
- Oye, ¿y Álex?- me preguntó Bob al no encontrarla entre el grupo.
- ... Fui a su trabajo, pero ya no estaba allí. De camino hacia aquí vi su coche destrozado en la cuneta, pero gracias a Dios ella no se encontraba dentro. Pensé entonces que quizás habría llegado antes de que te fueras y estuviera con vosotros.- esperé sin mucha esperanza una respuesta afirmativa.
- No cariño…- dijo Esther.- Nosotros tuvimos que huir de casa.
- Ya, hemos estado allí.- les dije.- Que desastre.
- Si…unas horas después de que te fueras empezaron a aparecer alguno que otro. Iban solos y parecían desorientados, muchos ni siquiera se pararon al pasar frente a la casa; aunque otros sí que lo hicieron. Pero no eran problema, los eliminábamos sin complicaciones. Hasta Sam acabó con más de uno desde la ventana de su cuarto.- Samantha asiente con una tímida sonrisa, sin saber quizás si sentirse orgullosa o culpable por ello.- Lo difícil fue cuando el sol comenzó a descender.
- Si…- asiente Esther con cara seria.
- Entonces empezaron a venir en grupos, primero de unos pocos pero luego de cincuenta o más de esas jodidas. Fue entonces cuando decidimos abandonar la casa, e irnos en los caballos.- dijo con gesto de resignación.
- Me alegro muchísimo de que os encontréis bien.- los volví a abrazar y fuimos junto al grupo de supervivientes.
- Bueno, os presento a Bob y Esther McKnight, son como mis segundos padres, y ellas son sus dos hijas: Samantha y Claire. Ellos son: Martin, Rosemary, Stacie y aquel es Rowie.- dije, señalándole al dolorido Rowie con la mano en el hombro.
Con una mezcla de arrepentimiento y recelo el grupo se presentó a los extraños. La presencia de las dos pequeñas, que permanecían pegadas a sus padres aún con el susto y miedo del tiroteo mantenido momentos antes reflejado en sus ojos, ayudaba a aliviar la posible tensión existente entre ellos. El hecho de que fueran unos padres que solamente protegían a sus hijas de unos extraños de gatillo fácil, les hacía sentir arrepentidos e incluso avergonzados, y servía de justificación más que suficiente para el hombro herido de Bob.
- A ver, echémosle un vistazo a ese hombro. Bueno hombretón no sufras, solo es un rasguño.- Esther se quitó la mochila y sacó de ella un botiquín médico.
- Siento lo del brazo hijo, pero peor quedaría un agujero en la cabeza ¿no crees? jaja- dijo Bob en tono maliciosamente burlón.
- Si…- Rowie forzó una sonrisa, intimidado por aquellos dos carrozas, que aunque parecían rondar los cincuenta o sesenta, desprendían una fuerza y vitalidad a tener muy en cuenta.
- ¡Aunque creo que deberías sentirte en deuda con mi mujer. Si Esther hubiese querido acabar contigo, ahora mismo te estaríamos cavando un hoyo a medida jajaja! – le dio una palmada en el hombro y Rowie se estremeció de dolor mientras que con una picara sonrisa, Esther y él se cruzaban la mirada.
Nos reunimos todos en círculo para planear nuestro siguiente movimiento: qué camino tomar para salir de aquel angustiante bosque y llegar a un lugar seguro que no hubiera sido arrasado por aquellas cosas.
- Hemos recorrido los alrededores con los caballos y esas malditas cosas están por todos partes. Tanto al norte como al este las hay a cientos, millares. Tienen rodeado todo este bosque. Es más, no deberíamos quedarnos mucho tiempo por aquí porque esas cosas se están adentrando cada vez más. Ya nos hemos encontrado con un par de ellos no muy lejos de aquí.- señala brevemente hacia la espesura bosque adentro.
- ¿Qué opciones tenemos?- pregunté, cruzando los brazos junto a mí pecho y sujetándome la barbilla con una mano en pose reflexiva.
- Al oeste el bosque se extiende cientos de millas hasta Kansas y como he dicho no es buena idea permanecer por mucho más tiempo en él. La única opción es el sur, el bosque acaba a poco más de 8 millas y luego es terreno bastante llano. Podemos seguir hasta Archie o Drexel.- les expuso Bob el plan, quizás el único viable.
- Bien, estoy de acuerdo.- me giré hacia Rowie que estaba a mi derecha - ¿Tú qué dices Rowie?
- Hagámoslo.- se encogió de hombros. Bueno, al menos de uno de ellos.
- ¿Chicas?- me dirigí hacia Stacie y Rosemary.
- No nos queda otra.- contestó escuetamente Stacie como era de costumbre en ella.
- Hagámoslo, no soportaría pasar una noche más en este bosque.- confesó Rosemary.
- ¿Y tú Martin, qué opinas?- le pregunté en último lugar.
- Mmm… es bastante peligroso. La autopista pasa muy cerca de aquí, y con los atascos de las últimas horas debe haberse convertido en un imán para los infectados. Toda esa gente…- no mostraba mucho convencimiento.
- Si…es terrible….- nos quedamos en silencio, pensando en todas las personas que habían resultado muertas, o no del todo, en las últimas horas.
- No me refiero a eso.- le miramos desconcertados.
- Esos animales rabiosos convierten a quien muerdan en uno de ellos. Si te encuentras entre una multitud y una persona herida se desvaneciera y despertase transformada en una de esas cosas… no te gustaría estar en medio de esa marea humana teniendo que esquivar tanto a las personas sanas como a las ya infectadas.- empuñó el fusil contra su pecho.- Por eso debemos mantenernos lejos de cualquier aglomeración de gente, de cualquier autopista o carreteras donde haya gente que pueda atraerlos, si es que no han dejado de serlo ya.
Por supuesto que con las últimas palabras se refería a gente ya infectada. Gente que había emprendido la huída al volante de su vehículo y que al quedar atrapada en un atasco irresoluble, retomaban el éxodo a pie (pertenencias al hombro), dando lugar a enormes mareas de gente que, cansada y atemorizada, cargaban con infinidad de cosas inservibles y pesadas en enormes caravanas.
Ya me había encontrado con algunas de aquellas multitudes cuando me dirigía a la ciudad para rescatar a mi hermana. Y luego al salir de ella, en las poblaciones periféricas; salvo que entonces, ya no eran personas con sus enseres a cuestas, huyendo de todo aquel infierno en hileras más o menos homogéneas y ordenadas, sino que eran mareas y mareas de esas desbocadas y encolerizadas bestias.
Llegué incluso a reconocer a alguna que otra persona a la que había visto horas antes, con sus caras de temor y desconcierto, buscando refugio en el cuerpo de sus padres, ó intentando reflejar calma en sus rostros para no preocupar más a su familia. Sin embargo, sus caras ya no reflejaban sentimientos, miedo, ya no reflejaban humanidad. Solamente furia animal en un gesto indefinible.
Obviamente, no habían tenido ninguna posibilidad cuando los infectados los alcanzaron mientras escapaban. Aglutinados en largas formaciones de kilómetros de longitud, los del interior del grupo, hostigados por los que venían justo detrás, sólo podían avanzar y avanzar, y los de los flancos, concentrados solo en salvarse, inconscientemente estrangulaban la formación en una densa sierpe de personas. De este modo cuando los infectados abordaban a los de la cola o los costados de la formación, solo hacía falta que el pánico cundiera entre la masa, y por supuesto que lo hacía, para provocar un efecto dominó que asfixiaba y aplastaba a los de en medio, y entorpecía a los que venían detrás.
Por eso he comentado lo del orden y organización a la hora de desplazarnos: incluso cuando corremos por nuestras vidas seguimos una pauta. El pánico nos hace embutirnos en una marea humana asfixiante, aún cuando disponemos de cientos y cientos de kilómetros de terreno para dispersarnos y huir sin atropellarnos los unos a los otros. Hasta esa indeseada característica de nuestra naturaleza escapaba a aquellas cosas, que avanzaban sin ningún tipo de orden o regularidad.
Incluso después rememorar el sufrimiento de aquellas pobres personas, acompañé a los demás, asintiendo y agachando la cabeza avergonzados de nosotros mismos por estar completamente de acuerdo con lo que estaba diciendo Martin. Aunque pudiéramos parecer unos insensibles desalmados que no sentían la menor lástima por aquellas pobres personas, lo cierto es que lo que único que buscábamos, por egoísta que pueda parecer, era simplemente sobrevivir.
Como decía Martin, la realidad era que ya no nos estábamos enfrentando a aquella horda de cientos o miles de infectados que irrumpía en la ciudad la madrugada anterior, sino que en aquellos momentos se trataría quizás de un número dos, tres, diez veces mayor. Ante tal situación no habría demasiado que pudiésemos hacer por mucho que quisiéramos.
- ¿Estamos todos de acuerdo?- todos asintieron o hicieron algún gesto de aprobación.- Bien…, pongámonos en marcha.
Rumbo al sur, el acrecentado grupo prosiguió su viaje a través del bosque. En silencio, por miedo a atraer a infectados cercanos, íbamos avanzando sin tener la posibilidad de compartir cualquier tema trivial de conversación que evadiera nuestras mentes de aquella situación extremadamente estresante.
Después de una hora y media, la lenta y tediosa marcha a través de aquel interminable bosque, empezaba a hacerse monótona, aburrida e incluso diría que algo soporífera. Llevábamos varias horas, desde que nos escondimos en aquella especie de madriguera, sin ver ni oír a un infectado, y empezaba a creer que quizás los habríamos dejado atrás. Tal vez los infectados de los que hablaba Bob habrían desistido y dado media vuelta.
Lo cierto es que inmersos en aquella burbuja de impenetrable frondosidad, nos sentíamos excluidos de la realidad que se vivía fuera de aquel bosque. El techo del bosque con las copas de los arboles estrechamente yuxtapuestas, amortiguaban considerablemente cualquier sonido del exterior, sin embargo por muy aislante que resultase no podíamos atribuirle el hecho de que hacía tiempo que no escucháramos el sonido de un helicóptero o un avión sobrevolando la zona, y eso era bastante extraño. ¿Dónde se suponía que estaba el ejército combatiendo a aquellas cosas?
Entonces y como era de esperar, aquella grotesca realidad no tardó en alcanzarnos de nuevo.
- Agachaos.- nos susurró Bob haciéndonos gestos con la mano.- Agachaos.
Tras los árboles se distinguían una figuras vacilantes, aproximándose desde nuestra retaguardia. Bob llamó a Stacie y Rosemary y las montó a cada una en un caballo, junto con Esther y las niñas.
- Pásame el rifle. No queda mucho hasta el límite del bosque, id a campo abierto y esperadnos. No tardaremos.- le dijo a Esther, montada a lomos del caballo.
- Bien. Ten mucho cuidado.- le apretó con fuerza la mano.
- Lo tendré.- despedidas como aquella había tenido cientos cuando estaba en el cuerpo y no sabía si iba a volver a casa de nuevo.
- Te quiero.- Esther se inclinó sobre el caballo y besó a su marido.
- Y yo a ti preciosa… Vamos, ve.- Bob la besó por última vez en la mano y la dejó ir.
Los caballos se perdieron entre la vegetación y nosotros nos preparamos para enfrentarnos a aquellos infectados y darles tiempo a las chicas para salir del bosque.
- Rowie, Charlie, ocupaos del flanco izquierdo. No abráis fuego hasta que os lo diga, ¿entendido?- dijo mirándonos a los ojos.
- Entendido.- contestamos al unísono Rowie y yo.
En el otro extremo, a nuestra derecha, Martin estaba tumbado en el suelo junto a un árbol, visualizando aquellas figuras a través de la mirilla color ámbar de su fusil. Bob estaba en el medio, con su rifle de caza con mira telescópica no tan sofisticada quizás como la del arma de Martin, pero igual de precisa y letal. Nos quedamos quietos en el suelo, mimetizados con la vegetación. La suciedad de nuestra ropa, que básicamente cubría nuestro cuerpo entero, nos servía de perfecto camuflaje.
Eran alrededor de una docena de infectados, hombres y mujeres, jadeando, y bufando, cubiertos de sangre ennegrecida. Tan mugrientos como nosotros, con la diferencia de que su repugnante apariencia se debida a la sangre y demás fluidos humanos en los que estaban ungidos. Muchos estaban semidesnudos, con las camisas o vestidos colgándoles hechos girones, mostrando sus pálidos cuerpos mutilados con infinidad de heridas y amputaciones. Sus ojos teñidos de color sangre se antojaban oscuros, como profundos agujeros en sus caras, otorgándoles una presencia más terrorífica aún. Caminaban pausadamente, jadeando, cuál depredador buscando su próxima presa. Desprendían una euforia incontenible, apreciable en sus movimientos nerviosos y frenéticos, como si la sangre les bullera dentro de las venas.
Uno de los infectados que iban a la cabeza del grupo se detuvo cuando se encontraban a escasos veinte metros de nosotros. Se quedó inmóvil, con la boca abierta cubierta de sangre, chorreando un fluido viscoso de color oscuro y los ojos inyectados en sangre clavados en nosotros. Podíamos escuchar su trabajosa y gutural respiración como anticipo de lo que nos esperaba. A penas permaneció quieto unos segundos y entonces embistió contra nosotros, seguido por el resto de infectados que cargaron en tropel. Comenzaba el enfrentamiento.
Un disparo efectuado por Bob atravesó la cabeza del encolerizado, que cayó al suelo inerte. Con la “fortuna” de que dio con la cabeza en una piedra, abriéndosele como una nuez desde el boquete que la bala había abierto en la parte trasera del cráneo y derramando viscosamente el cerebro licuado sobre la roca cubierta de musgo.
Ya descubiertos, nos incorporamos y continuamos disparando a la rabiosa horda. Notaba como si el corazón me fuera a salir por la boca, y temblaba tanto que no era necesario que los infectados se movieran para que errara el tiro. Intenté calmarme, respiré hondo y me concentré en apuntar a un blanco y luego disparar, y no al revés.
Por su parte, Rowie estrujaba el bate entre sus manos, preparado para arrancarle la cabeza al primer infectado que se le pusiera delante. Cuál sería su sorpresa cuando el primero que se puso al alcance de su bate fue un niño de no más de diez años. Incapaz de golpearle, Rowie puso el bate entre el chico y él, y aquel cayó al suelo de espalda. Le puso la pierna en el pecho para impedirle incorporarse, mientras el chaval le arañaba y tiraba del pantalón, intentando morderle la bota, sin que Rowie supiera muy bien qué hacer.
Miraba a aquel chico enloquecido, con el antebrazo izquierdo desgarrado hasta el hueso, y luego dirigía su vista a su bate de madera. Entonces, súbitamente la cabeza del chaval estalló en mil pedazos.
- ¡Espabila!- le espetó Martin con el cañón de su arma humeante, y volvió a dirigir su fuego hacia los infectados.
El chico parcialmente decapitado conservaba de forma precaria el lado derecho de la cara, en el cuál el ojo que aún poseía sufría espasmos en el párpado como consecuencia del agonizante sistema nervioso remanente, dando la impresión de seguir mirándole.
Veía como muchos infectados eran alcanzados por las balas en hombros, torsos y o extremidades sin inmutarse, sin siquiera frenar sus acometidas contra nosotros. Por ese motivo en un principio pensé que no estaba acertando ni un solo blanco. Sin embargo, cuando caían abatidos en el suelo, podía ver sus cuerpos absolutamente acribillados con las camisas o torsos repletos de agujeros.
Una cosa muy distinta ocurría cuando eran alcanzados en la cabeza. En esas ocasiones era como si les dieran al botón de apagado. Se volvían entes inanimados que caían de boca al suelo, completamente lánguidos, y debido a la inercia que sus cuerpos aún poseían por la carrera, se doblaban y retorcían, quedando en muchas ocasiones el tronco inferior y las piernas plegadas sobre sus espaldas en posturas que dolían solo de verlas.
- ¡Retrocedemos, son demasiados!- nos gritó Bob mientras se colgaba el rifle sin munición y echaba mano de su escopeta que llevaba a la espalda.
Nos replegamos en la dirección que había tomado Esther y las chicas. Lo hicimos por turnos, de modo que dos cubrían mientras que los otros dos corrían para luego estos cubrir a los demás. Continuamos con ese método de retirada “escalonada” hasta llegar a los límites del bosque.
Una vez salimos a campo abierto, con los infectados pisándonos los talones, seguimos cubriéndonos y corriendo. En la carrera, Rowie tropezó con un leño escondido entre la hierba y cayó al suelo de bruces. Un infectado se le echó encima, a la vez que Rowie interponía el bate entre él y las dentelladas del rabioso. El infectado, en cada intento por hincarle el diente a Rowie, se topaba con el bate, dejando la impresión de su dentadura en la madera.
Entonces, la mitad superior izquierda del cráneo del infectado voló por los aires y éste se desplomó, muerto, sobre Rowie. Miramos a nuestra izquierda, y en lo alto de una loma estaba Esther, a caballo junto con las demás chicas, empuñando su rifle con el cañón humeante.
- ¡Vamos, corred!- gritó Bob.
Subimos la colina y corrimos hasta los caballos. Bob sacó un par de objetos esféricos color verdoso de metal de una mochila azul.
- ¡Al suelo!- les quitó las anillas a las granadas a la vez con ambas manos y las lanzó contra los infectados.
El suelo tembló con las dos fuertes explosiones, y luego una lluvia de tierra y briznas de hierba. Cuando levanté la vista lo único que se veía era una nube de polvo y humo donde antes estaban los infectados. Una vez se disipó el humo, lo que quedaba de ellos eran cuerpos mutilados, no completamente desmembrados como se esperaría uno al ver las películas de Hollywood. Algunos sí que habían perdido alguna extremidad o parte de ella pero los demás seguían de una pieza y sólo estaban algo desorientados por las ondas expansivas. Suficiente para que a Martin y Bob les diera tiempo a rematarlos antes de que se recuperaran del trauma de las explosiones.
- Un regalo de mi mujer.- Martin asintió con cara de desconcierto, rodeados de cadáveres mutilados y humeantes.
Sin entretenernos mucho más por miedo a que las explosiones hubieran atraído a más infectados, abandonamos el lugar y retomamos nuestro viaje. Rumbo sur comenzamos nuestra búsqueda de un lugar seguro, libre de aquella terrible plaga, donde poder empezar de nuevo o simplemente sentirnos a salvo. Algún lugar debía quedar libre de la infección ¿o no?...
josu87- Recien llegado al refugio
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