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"¿Hacen los zombies la digestión?"

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"¿Hacen los zombies la digestión?"  - Página 3 Empty Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"

Mensaje  Zombie Jesus Dom Mar 20, 2011 10:55 pm

hombre me puse a checar la historia por mera curiosidad y la verdad que me dejaste plasmado, esta muy bueno espero que postes mas

jajaja la imagen esta muy buena
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"¿Hacen los zombies la digestión?"  - Página 3 Empty Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"

Mensaje  Bub Lun Mar 21, 2011 9:10 pm




Los primeros rayos de sol me encontraron de pie junto a la puerta. El día amanecía tranquilo, o al menos esa era la sensación que yo tenía desde allí dentro. Había poco movimiento en la calle; con aquella luz, resultaba fácil imaginar que las formas que vagaban por las aceras eran sólo personas paseando tranquilamente, disfrutando de una hermosa mañana. Era un pensamiento agradable y reconfortante. Lo era hasta que uno se fijaba en sus rostros pálidos y demacrados o en sus ojos muertos. Entonces, el encanto se iba a tomar por el culo.
De regreso al mostrador, oí toser a Domínguez.
-Buenos días, Pablo.
Domínguez me saludó con la mano, sin dejar de toser. Se incorporó hasta quedar sentado, carraspeó, volvió a toser y luego arrancó una flema húmeda que escupió en un pañuelo que había sacado del bolsillo.
-Tendría que mirarse esa tos-, le dije.
-Descuida, luego me paso por el ambulatorio, y pido cita. ¿Hay café?
-Desde luego. Deme un minuto y desayunamos.
-No hay problema.
Mientras preparaba el desayuno, Domínguez subió al principal a lavarse. Tenía suerte de disponer de ropa limpia en su despacho. Eso me hizo pensar que en breve tendría que ingeniármelas para empezar a lavar la ropa sucia. Mi camisa casi tenía vida propia, y aunque me había acostumbrado a estar sin gayumbos, me sentía más cómodo con ellos, menos “desnudo”. Había visto algo parecido a detergente en el cuarto de la limpieza, y podría usar los lavabos del principal. Me propuse hacer la colada esa misma mañana.
Cuando Domínguez bajó, el café estaba listo y había sacado unos pocos bollos que puse sobre el mostrador. Pablo cogió su vaso y una rosquilla y se sentó en el sofá. –He estado pensando mucho en nuestra conversación de anoche- dijo mientras removía el café con una cucharilla de plástico.
-Me sorprende-, contesté. –Es más, me sorprende incluso que recuerde usted que tuvimos una charla-, añadí mientras señalaba las botellas vacías que había sobre la mesa.
-Vamos, no me jodas. Hace falta mucho alcohol para dejarme fuera de combate. El truco es no mezclar, Bony; parece mentira que no lo sepas.
-Ya, es usted de ésos. Se bebe cuarenta whiskies y le tumba el último Vichy, ¿no?
-¡No seas cabrón!-, dijo riendo. Luego, dio un sorbo al café y siguió hablando, ahora con un semblante mucho más serio: -Verás, respeto tu decisión de quedarte aquí y esperar. Eso que está pasando ahí afuera me asusta mucho más que cualquier otra cosa que haya visto antes, y sé que la única opción inteligente y segura es la que tú propones, pero yo tengo que marcharme, Bony. Las razones que me empujan a salir pesan mucho más que mi propia vida.
-Lo sé-, le dije. Es su hija, ¿verdad?
-Sí, la niña. Tienes que entenderlo; es… es lo único que tengo, y necesito estar a su lado, saber que está bien…
-No tiene que darme explicaciones, le entiendo. Yo tenía claro que tarde o temprano iba a ir usted a buscarla, es lo lógico. Por muy feas que pinten las cosas, su amor de padre es más fuerte.
Domínguez asintió.
-Sé que nada de lo que le diga le hará cambiar de opinión, Pablo, pero… la niña está en Italia. ¿Cómo…
-No lo sé-, dijo anticipándose a mi pregunta. –No tengo ni idea de cómo voy a llegar allí. Ni siquiera sé cómo salir de Barcelona. La niña está en Crotona, en la región de Calabria, al sudeste del país. Mi cuñado diseña barcos de recreo; tienen una casita junto a la costa, a unos ocho kilómetros de la ciudad, con un pequeño embarcadero. Es una zona poco habitada, Bony, uno de esos sitios ideales para retirarte a descansar, para alejarse de todo, ¿entiendes? Lo bastante lejos de las grandes ciudades como para que… bueno, tengo la esperanza de que esto no les haya salpicado demasiado.
-Parece un sitio seguro.
-Lo es. Quiero pensar que han tenido tiempo para prepararse. Pietro es un tipo listo; estoy seguro de que ahora mismo tienen un plan para hacer frente a la situación.
-Seguro que sí-, dije deseando que así fuera. –Nosotros lo estamos haciendo ¿no?, y ellos han podido contar con la ventaja de estar bien informados. Si no hubiera sido por Valdés, lo más probable es que a estas horas yo fuera uno de esos bichos. Ya ve, aquí dentro ni la puñetera radio se pilla bien.
-Tienes razón. Han podido enterarse antes. Disponen de televisión, internet, tienen los móviles; mi cuñado vive enganchado a su portátil. Joder, si pasa algo importante en el mundo, te aseguro que es de los primeros en saberlo.
-Entonces, ¿no sería mejor esperar? Imagínese que consigue usted llega hasta allí, y resulta que su familia se ha marchado a otro lugar. A un refugio, a alguna instalación del gobierno, o simplemente han cogido un barco y se han hecho a la mar, qué se yo. Hubiera arriesgado usted su vida por nada, Pablo.
-Es posible… mierda, ojalá lo hayan hecho. Pero no hay manera de saberlo, y si me quedo aquí de brazos cruzados, a la espera de noticias que quizás nunca lleguen… simplemente, no puedo. Me volvería loco.
-De acuerdo. Está decidido entonces. Pensaremos una forma para que pueda ir en busca de su hija.
Domínguez sonrió. Nos estrechamos la mano. Había comenzado a sentir un gran aprecio por él, y aunque no me gustaba la idea de ver como se sumergía en una ciudad repleta de cadáveres andantes, entendía que quisiera hacerlo, así que sólo me restaba ayudarle en lo que necesitara.
-He pensado en dirigirme directamente a Palamós, dijo. - Tengo una casa allí. Está bastante escondida, en la montaña. Era una antigua bodega, unas cavas, de comienzos del siglo pasado. Cuando la compramos, mi esposa y yo restauramos gran parte del interior, pero conservamos intacta la estructura. Tiene muros gruesos y rejas en las ventanas, y una gran parcela vallada. No se puede acceder con coche; para llegar a la casa, hay que subir por un camino rural bastante empinado, difícil incluso para una persona viva, ya me entiendes. Aun suponiendo que esas cosas consiguiesen superar la valla, cosa improbable, no creo que pudieran llegar hasta la puerta. Dios, si estuviésemos allí, Bony… -dijo sonriendo, -tengo un generador de gasoil, y un par de esos rifles con mira telescópica que pertenecieron a mi padre; al hombre le gustaba la caza. Es curioso, jamás pensé que algún día podrían llegar a serme útiles…
-Ya, suena cojonudo; lástima que estemos a… cuánto ¿noventa kilómetros?
-Ciento diez. Hay ciento diez kilómetros desde aquí.
-Ciento diez, qué burrada. Espero que tenga usted un coche a mano, y por favor, no me diga que lo dejó en el aparcamiento del edificio.
-Tengo una moto, y no está en el sótano, tranquilo. Es una Kawasaki ZZR, con motor 1400; es una buena máquina, Bony; muy potente. La dejé aparcada ahí fuera, en la zona azul, junto a la Rambla. Mira, puede verse desde aquí-, dijo mientras se acercaba a la puerta.
-¿Va a largarse en una moto?-, pregunté. - Me parece poco seguro.
-No, al contrario. Piensa en cómo deben estar las carreteras. La confusión y el pánico habrán empujado a cientos, quizá a miles de personas a la calle. Las vías principales deben ser un caos. Con la moto podré eludir más fácilmente los atascos, incluso salirme de la vía si fuera necesario.
-Pero esos bichos..
-El único riesgo cierto estará en el momento de subir o bajar de la moto, pero mientras esté en movimiento será imparable, créeme.
-Eso espero, Pablo. Aunque sigo pensando que sería mucho más seguro...- No pude acabar la frase. En ese instante, el walkie comenzó a crepitar. Corrí a cogerlo antes de que se cortara la comunicación.
-Bony??-, se oyó una voz. Domínguez me hizo un gesto interrogante y yo asentí. Era Valdés.
-Joder negro, ¿dónde coño te habías metido?-, dije sonriendo. Jamás me había alegrado tanto de escuchar la voz en falsete de aquel cabrón.
-Ya ves, me he pasado toda la noche en una olgía y ahora estoy de afters; no te jode!-, dijo el cubano. -¿Tú que crees, helmano? Llevo escondido un día y medio en un puto desguase en la sona franca, tío. Esto es una puuuuta locura. Y yo que creía que los mueltos de los cojones eran peligrosos, colega. Esos milita..xxxxxxxxhhhhh!!...ran y… ¡gxxxxxsssssssss!!...
-Valdés, Valdés, te estoy perdiendo. Oye, oye, ¿me recibes?
-¿Qué coño ha dicho de los militares?-, preguntó Domínguez.
-No lo sé; hay mucha estática, no puedo entenderlo…
-¿Bony?- la voz del cubano volvía a llegarnos nítida. -¿Sigues ahí?
-Sí, sí tío. Aquí estoy.
-Peldona, la emisión no es buena. Hay demasiada chatarra alrededor; oye, ¿hay alguien ahí contigo?
-Sí, es Pablo, un inquilino del edificio…-. Domínguez me hizo una señal para que le pasara el receptor.
-¿Hola? ¿Valdés? Soy Pablo Domínguez.
-Hola Pablo. ¿Qué tal lo llevan pol ahí?
-No podemos quejarnos. Y ahí afuera ¿cómo están las cosas?
-¿Cómo están? La puta, helmano. Están feas, no fastidies, feas del carajo.
-Ya lo supongo-, dijo Domínguez con cierta ansiedad- Oye, necesito saber cómo están las carreteras, Valdés ¿qué puedes decirme? ¿se puede circular, son seguras?...
-Eeehhhh, espera, espera, ¿sirculaaar? ¿De qué coño hablas?-, dijo Valdés. –No estarán pensando en salir, ¿eh?-, preguntó el cubano. ¡Bony!!
Domínguez y yo nos miramos.
-¡Bony!... ¿Bony?-, insistió Valdés.
Domínguez me pasó de nuevo el walkie. -Aquí estoy, tío.
-Oye, ¿de qué iba ese man? En serio, espero que no estén planeando salir a la calle. No tienes ni idea de la que se ha liado aquí. El gobielno puso a los militares al mando, amigo…
-Lo sabemos, Valdés. El toque de queda; lo oímos en la radio.
-¿Toque de quedaaa?, qué dises. Aquí no hay toque de queda. Es una puta calnisería. Esos joputas de los soldados disparan primero y preguntan después, tío.
-Pero, ¿qué dices?; en la radio han dicho que el ejército se haría cargo de la seguridad en las calles y…
-No, Bony. Helmano, hasme caso. Todo es mentira; simplemente, no se puede salir. Disparan sobre cualquiel cosa que se mueva. Al prinsipio paresía que podían mantener la situasión a raya, ya sabes; montaron controles en las carreteras y había patrullas que recorrían la ciudad localizando esas… esos mueltos. Pero sólo duró unas pocas horas. Luego, todo se fue a la mielda. No me preguntes cómo. La cosa es que ya no queda nada, Bony. Los únicos militares que siguen en la calle están parapetados en camiones y tienen el gatillo fásil. Tiene orden de disparar sobre… disparan a todo, jodel. Sin distinsión.
- No es posible, es…-, comenzó a decir Domínguez.
-Escúchame, helmano. Me dispararon, y yo condusía un carro de la polisía. Sin preguntas, tío, me balearon, sin más. Esos cabrones aparesieron de pronto, cuando yo crusaba el Paseo de Colón para llegar hasta la ronda del litoral. Me topé con una barricada hecha con bloques de hormigón que me serraba el paso. Estaba abandonada. Pensé que no había nadie, así que tiré marcha atrás para girar la plaza en sentido contrario, y rodearla. De pronto, oí los disparos. Al principio ni me di cuenta de que me disparaban a mí. ¿Cómo iba a suponerlo? Joder, iba en un carro de los mossos. ¡Podía haber sido un jodido poli!. La primera ráfaga fue un poco alta, pero la segunda destrosó las luses del techo y me hiso polvo las ventanillas traseras. Entonses, agaché la cabesa y pisé a fondo. Los muy mamones siguieron disparando. ¿Pero qué coño haseis?, pensaba, ¿no veis que estoy manejando? No soy uno de esos mueltos!!!!! Rodeé a ciegas la plaza, intentando evitar que los cristales que saltaban de las lunas me destrosaran la cara. Por fin, llegué a la ronda. La última ráfaga me reventó una rueda. El carro hiso un extraño, culeó y acabé estampado contra un pilar de la vía. Por un instante, pensé en salir del carro y lalgalme corriendo, pero aquellos tarados no me siguieron. Sólo me dispararon, Bony. No les importó quien condusía, ni si dentro había una o varias pelsonas, o si podía haber niños… sólo dispararon. Por suerte, el carro aun funcionaba, así que pude llegal hasta este lugar. Cuando me tranquilisé, vi lo celca que había estado de diñarla, amigo. El carro estaba destrosadito, siniestro total. El suelo estaba sembrado de proyectiles del 7,62, Bony. Me habían baleado con una jodida MG.
-No es posible, joder-, dijo Domínguez. –Es el ejército, maldita sea. Se supone que defendernos es su tarea. ¿Me estás diciendo que disparar sobre los civiles durante un toque de queda es la orden que han recibido del Estado Mayor? ¿Eso es lo que van a hacer, mantenernos confinados y asesinar a cualquiera que se mueva?
-No lo entiendes-, contestó Valdés. –Esto se les ha ido de las manos, se nos ha ido a todos. No hay nadie preparado para algo así, helmano. Escucha, todo lo que conocíamos aselca de la jerarquía social ha muelto; olvídate de Gobielno, Estado Mayol, diputados y todas esas jilipolladas. Ya no existen. Kaputt. Nuestra querida monalquía parlamentaria, el estado de derecho, las libeltades y la igualdad social, esas cosas lindas de las que nos sentíamos tan olgullosos no han aguantado ni 24 puñeteras horas.
- Pero esos soldados,… alguien ha tenido que darles la orden de…
-¿Sabes qué creo?-, interrumpió Valdés. –Creo que el ejélcito se ha desmembrado. Creo que la mayoría de los soldados simplemente se han lalgado.
-¿Desertado?
-Llámalo como quieras. Han huido, se han malchado con sus familias. Joder, ¿dónde crees que debe estar ahora el Presidente, el Rey, todos esos ministros y peces goldos del gobielno? Te aseguro que no siguen al pie del cañón intentando remedial esta situación. Estarán en algún lugal seguro, en un jodido búnkel de esos; eso sí, con toda clase de comodidades y rodeados de tipos almados hasta los dientes.
-¿Eso es lo que podemos esperar de nuestro gobierno, de nuestras fuerzas armadas, mierda? ¿Abandonar una guerra a las primeras de cambio?-, gritó Domínguez.
-¿Una guerra? Si, supongo que esto es una guerra, pero ¿quién está preparado para luchar en una guerra en la que el enemigo son nuestras propias familias, nuestros vecinos, nosotros mismos? ¿Quién te enseña cómo enfrentalte a un enemigo que ya está muelto?
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Mensaje  Kealah Lun Mar 21, 2011 10:28 pm

Zombie Jesus escribió:hombre me puse a checar la historia por mera curiosidad y la verdad que me dejaste plasmado, esta muy bueno espero que postes mas

jajaja la imagen esta muy buena

Perdona Jesus peeeeeeeeeeeeero...... Tu imagen es gigante, modificala por favor!

Bub, siento estropear tu historia para poner esto pero ni caso Wink
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"¿Hacen los zombies la digestión?"  - Página 3 Empty Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"

Mensaje  Bub Mar Mar 22, 2011 5:31 pm


-Mi consejo es que no salgan de ahí-, dijo finalmente Valdés. –La mayor prioridad ahora es encontral un lugar seguro en donde esconderse, y ustedes ya lo tienen. No lo arriesguen.
-Mierda-, gruñó Domínguez. El ambiente en la portería se había enrarecido. Del ímpetu y el buen rollo que hacía un momento habíamos compartido Pablo y yo, habíamos pasado al desánimo en cuestión de pocos minutos. Domínguez había comenzado a andar arriba y abajo por la recepción, nervioso como un animal enjaulado. ¿Y no éramos precisamente eso, animales en una jaula de hormigón y acero de ocho plantas?
-¿Cómo estás tú?-, pregunté al cubano.
-He conosido tiempos mejores, amigo-, dijo. –Tengo hambre. Y estoy cansado de huevos.
-Lo siento.-, le dije. Era cierto. Me sentía terriblemente impotente. El plan de Domínguez parecía naufragar por momentos, y la situación de Valdés no pintaba mucho mejor, pero ¿qué podía hacer yo?
-Lamento haberles traído tan malas noticias-, se disculpó Valdés. –Ojalá las cosas fueran distintas aquí afuera, Bony.
-Tranquilo. Dime, ¿qué vas a hacer?
-Bueno, pol eso te he llamado. No puedo seguil con este carrro. Aún tira, pero llama mucho la atensión, y además no le queda ni un jodido vidrio sano; está hecho una mielda. Es una lástima por la emisora, helmano, pero no me va a quedar más remedio que movelme a pie, al menos de momento. Voy a intentar descansar unas horas y cuando anochesca, me largaré.
-¿Adónde irás?
-No lo he desidido del todo, pero creo que iré hasia el sur. Seguir pol la ronda del litoral parese una buena opsión; hay un montón de carros abandonados, pero es poco probable que me encuentre con los mueltos; esos mieldas están en las siudades. Si tengo suelte, igual pillo un carrito “apañao” o una moto; pero sobretodo, nesesito comel. Hase días que no me llevo nada a la boca, y comiensan a faltarme las fuersas.
-¿Tienes artillería?-, le pregunté. Tal y como pintaban las cosas en la calle, al cubano le iba a hacer falta un buen arsenal si quería seguir con vida.
-Ya lo creo. El maletero del carrito paresía una armería. Ojalá la mitad de las pipas que hay aquí fueran pechugas de pollo, tío. Lástima que no pueda calgal con todo. Voy a llevalme un par de esas Glock austríacas, un Taurus 357 y una “pajillera” Remmington del 12; y toda la munisión que pueda. Yo estaré bien. Sabes que sé defendelme de puta madre, no te preocupes. Me pondré en contacto contigo. Tú sólo lleva siempre el walkie a mano, ¿ok?.
-Vale.
- Y Bony, intenta convenser a ese man, ¿de acueldo? Si sale aquí, es hombre muelto, helmano. No lo dudes.
-Lo intentaré, negro. Cuidate.
-Hasta pronto.
Valdés cortó la comunicación. Dejé el walkie sobre el mostrador y me acerqué a Domínguez. El tipo estaba de pie junto a la puerta corredera, con la vista perdida en algún punto de la calle. Estaba muy serio.
-¿Qué va a hacer, Pablo?-, le pregunté.
-Salir, desde luego-, contestó. –Lo que ha dicho Valdés no cambia nada. Ya sabíamos que no iba a resultar fácil.
-Sí, pero no contábamos con que tendría usted que enfrentarse también a esos putos soldados.
-La única diferencia es que ya no será necesario respetar el toque de queda. Ahora sé que puedo hacerlo cuando quiera, ¿no? En el fondo, va a dar lo mismo.
-¿Qué quiere decir?
-Que voy a marcharme esta noche. Había pensado hacerlo por la mañana, para evitar los problemas con el ejército, pero tal y como están las cosas, ¿para qué atrasarlo? No hay toque de queda, así que tan peligroso es salir durante el día como por la noche. Si van a dispararme de todas maneras, tengo más posibilidades de que fallen si me muevo a oscuras, ¿no te parece?
No respondí. Primero, porque no me lo preguntaba a mí, sino a sí mismo, y en segundo lugar, porque aunque aquello me parecía un suicidio tanto de día como de noche, en el fondo su razonamiento tenía lógica y el tío estaba más que decidido a hacerlo, así que, ¿para qué decir nada? Domínguez me pidió que le activara el ascensor y subió a su despacho. Yo volví a la entrada, a mirar cómo la ciudad se iba muriendo poco a poco.
Domínguez bajó un buen rato después. Llevaba una mochila de nylon colgada en el hombro y un casco en la mano. Yo salía del cuartito de mantenimiento con un puñado de ropa bajo el brazo y el bote de jabón líquido que había visto en la estantería de la limpieza. Era potingue para limpiar la moqueta, pero al menos me serviría para quitar el olor a orines de mi uniforme.
El tipo se había cambiado de ropa otra vez. Ahora vestía un mono negro de motorista, con refuerzos en las rodillas y los codos. Tan flaco, vestido así parecía un submarinista que se hubiera escapado de un campo de concentración. Abrió la mochila, sacó unas botas y se sentó en el sofá a calzárselas.
-Siéntate un momento aquí, Bony-, me dijo.
Yo dejé la ropa sucia sobre el mostrador y me senté a su lado. Domínguez sacó un llaverito del bolsillo y me lo dio. Llevaba colgadas dos llaves; una era pequeña, de un color azul metalizado. La otra era una llave de seguridad, con un código grabado en uno de los lados.
-Toma. La llave grande es la que abre mi despacho. No creo que haya nada allí que pueda serte útil, quitado de un par de zapatos y algo de ropa. Pero la puerta es fuerte, ¿entiendes? Si llegado el momento no tienes más opción, puedes esconderte ahí. Esas cosas no podrán entrar, aunque tú tampoco tendrás salida- Yo asentí.
-Esta otra es la llave del mueble bar. No hay mucha variedad; ya sabes que soy de gustos fijos…
-Sí, y que no le gusta mezclar-, dije, y ambos sonreímos.
-Así es. Bueno, sólo encontrarás whisky y bourbon, pero son buenos caldos, Bony; de calidad.
-Gracias, Pablo.
-No hay de qué. No voy a necesitarlo adónde voy, y dudo que nunca vuelva a este sitio, así que…
-Lo decía usted en serio, ¿no?; lo pensaba de verdad.
-No te entiendo-, dijo Domínguez.
-Anoche. Aquello que dijo, lo de que quizás esta mierda nunca acabe-, dije. -Está usted convencido, ¿verdad?
Domínguez suspiró. Su rostro se ensombreció, como si hubiera envejecido diez años de golpe. Sin levantar la vista del suelo, dijo: “Sí. Lo estoy. Y fíjate quién te lo dice, un tipo que piensa atravesar media Europa enloquecida en motocicleta. Pero no es la esperanza la que me empuja, Bony. Simplemente… es lo que me toca. Es lo que tengo que hacer, lo que se espera que haga. Cuando el cabrón que empezó todo esto accionó la primera bomba, nos lo quitó todo. Nos quitó el libre albedrío, el control sobre nuestras vidas, y nos negó la posibilidad de decidir nuestro futuro. ¿Crees que encontrar a mi pequeña va a cambiar algo? No, más aún ¿Crees que algo de lo que haga, de lo que pueda hacer cualquiera, va a cambiar las cosas? Yo no, Bony. Yo creo que todos empezamos a morir esa noche, solo que algunos agonizaremos más tiempo. Sólo eso.
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"¿Hacen los zombies la digestión?"  - Página 3 Empty Re: "¿Hacen los zombies la digestión?"

Mensaje  Bub Miér Mar 23, 2011 6:04 pm


Me puso el llavero en la palma de la mano y cerró mis dedos sobre él. “Supongo que no es lo que esperabas oír, pero es lo que siento”, dijo. Luego se levantó, fue hasta el mostrador y se inclinó sobre éste.
-¿Podemos ver el exterior con esto?-, preguntó mientras señalaba el monitor del circuito cerrado.
-Sólo el callejón de atrás. La cámara tiene un movimiento limitado, apenas nos mostrará unos metros alrededor de la escalera de emergencia.
-Es suficiente-, dijo Domínguez. –He pensado que podría salir por ahí. ¿Puedes mostrarme el callejón?
Seleccioné una de las pantallas y al instante apareció una imagen aérea de la calle de atrás. La cámara estaba situada a la altura del primer rellano, a unos cuatro metros del suelo, enfocando directamente a la escalera. Bajé el objetivo y lo desplacé poco a poco hasta ver la entrada del callejón. Durante unos segundos, no hubo movimiento. Era como mirar una vieja fotografía en grises estáticos. Parecía que la calle estaba desierta. Luego, apareció una sombra vacilante por la derecha. Un instante después vimos al primero de los bichos. Y después, como si formaran parte de una grotesca procesión, entraron en escena siete u ocho más.
-¡Joder!-, dijo Domínguez y golpeó el mostrador con el puño. –Esas cosas están por todas partes. Pensaba que la maldita calle estaría vacía.
-De todas formas, no me parece una buena idea que salga por ahí-, le dije.
Domínguez me miró con gesto interrogante. -“¿Por qué?, pensaba rodear el edifico y llegar hasta la moto por una de las calles laterales. Yo entré por ahí el viernes, no son vías principales, así que he supuesto que no estarán demasiado concurridas”.
-Verá-, le dije. Cogí un papel de uno de los cajones, tracé un plano tosco de las calles que nos rodeaban y marqué el edificio con una X. -El callejón está cortado en el sur. Si va usted hacia allí se encontrará con un muro de ladrillos en poco más de veinte metros. La única opción de rodear el edificio es yendo hacia el norte, por donde usted entró-. Dibujé una serie de cuadrados junto a la X. Pero hay doscientos metros hasta que pueda salir a la Diagonal, ya lo sabe. Mire, esto es la Cämara de Comerç, y al lado están las oficinas del Deustche Bank. No hay salida hasta esta calle, y eso es mucho trecho. Si se encuentra con esos bichos antes, no tendrá escapatoria. El callejón es una ratonera.
-¿Y cómo coño lo hacemos?-, dijo Domínguez. –No vamos a abrir la puerta.
-No si podemos evitarlo-, convine. –Esas cosas no parecen muy inteligentes. Hasta ahora no han descubierto que estamos aquí dentro, pero si abrimos la puerta y uno de nosotros sale, ya no podremos apartarlos de ahí. He pensado que… bueno, puede usted salir por la marquesina.
-¿Por ahí arriba?
-Sí, yo subí al principal por ahí. No hay demasiada altura hasta la calle, y si lo hacemos de manera discreta, puede que los fiambres ni se enteren. Es posible que no relacionen la marquesina con el interior de la portería, supongo que son capaces de identificar una puerta y recordar para qué la usaban, pero no ocurre lo mismo con el tejadillo. No esperan ver salir a nadie por ahí arriba, ¿entiende?
-Sí, tiene lógica. Bueno, toda la lógica que se puede esperar de un cadáver, al menos.
-Puede saltar desde uno de los laterales, y cruzar la Diagonal lo más rápido posible. Si esos bichos no le ven en la marquesina, para cuando se den cuenta de que ha salido, usted ya estará sobre la moto. Son bastante lentos.
Domínguez estuvo pensativo unos minutos, mirando alternativamente la marquesina y su motocicleta, supongo que analizando la distancia que le separaba de ella, repasando mentalmente cómo iba a hacerlo. Finalmente dijo “De acuerdo, lo haremos como dices”.
Decidimos esperar a que anocheciera. Las horas siguientes fueron tranquilas. Comimos un poco y hablamos mientras lo hacíamos, de cosas banales, simples; no volvimos a tocar el tema de su salida. Fue una conversación distendida pero faltaron risas, tal vez porque acordamos tácitamente que esa vez el bourbon no iba a presidir la mesa. Luego, yo subí al principal a lavar mi ropa, y Domínguez se estiró en el sofá a descansar un rato. Mientras frotaba compulsivamente la humillante mancha de mis pantalones, no dejaba de pensar en lo que Valdés nos había dicho acerca de cómo estaban las cosas en la calle. En realidad, lo menos complicado de nuestro plan era salir del edificio y llegar a la moto. Estaba seguro de que Domínguez lo conseguiría; Joder, estaba seguro de que incluso yo podría hacerlo, si supiera conducir, claro. Lo que me preocupaba era lo que se encontraría después.
Acabé de hacer la colada y extendí la ropa húmeda sobre el murete del balcón procurando que los pocos muertos que había cerca no me vieran. Cuando bajé a la portería, Pablo ya se había levantado y lo encontré toqueteando la grabadora.
-Tenga cuidado, Pablo. Hay cosas grabadas ahí que no quisiera perder-, le dije.
-Tranquilo. Sé cómo funcionan estos trastos. Dime, ¿qué es? ¿Una especie de diario?
-Algo así. Encontré la grabadora en uno de los armarios de ahí dentro, y se me ocurrió que… bueno, en realidad empecé por puro aburrimiento, y porque me sentía solo, ¿sabe? Al principio se me hacía raro hablarle al cacharro, pero ahora se ha convertido en una especie de, no sé cómo explicárselo…
-¿Catarsis?
-¿Qué?
-Catarsis, una terapia… una vía de escape-, dijo Domínguez.
-Sí, algo así. Catarsis, ¿eh? Usted y sus palabrejas de cuch…
-Coach-, dijo Domínguez sonriendo.
-Coach… Hay que joderse.
-Oye, Bony. Quiero agradecerte todo lo que has hecho por mí.
-No tiene nada que agradecer, Pablo. Ojalá pudiera ayudarle a encontrar a su hija…
-Ya lo has hecho-, dijo. –Bueno, creo que ha llegado la hora de largarse de aquí-
Domínguez abrió la mochila. Sacó un llavero de Kawasaki con una llave, un teléfono móvil y unos guantes. Mientras lo hacía pude distinguir la foto de la cría que había visto sobre la mesa de su despacho. Se puso los guantes y me dio el teléfono.
-Quédatelo-, dijo. –Por si acaso. A lo mejor las jodidas comunicaciones vuelven a funcionar. Esto te dará más libertad de movimientos. Además, tengo grabados unos cuantos vídeos de esos, ya sabes…. documentales, por si sigues sintiéndote solo-. Me guiñó un ojo y sonrió. Luego, se puso el casco, se colgó la mochila y me dio un abrazo torpe. Yo coloqué la escalera bajo el hueco de los ventanucos, y tras pensarlo unos segundos, le ofrecí mi revólver.
-Lléveselo, Pablo. Pero tenga en cuenta que sólo quedan cuatro cartuchos.
Domínguez negó con la cabeza y agitó la mano. “No, no. Tú lo necesitas más que yo. Sobre la moto no podré disparar. Y cuando llegue a Palamós cogeré las armas de mi padre. Es mejor que se quede aquí. Mira, dame uno de esos palos de golf, ese que pone hierro 1. Será suficiente hasta llegar a la moto.” Le di el palo; parecía muy sólido, pesado y con un buen bloque de hierro en el extremo. Domínguez me hizo una señal alzando el pulgar, se colocó el palo entre las correas de la mochila y subió la escalera. Un segundo después ya estaba sobre la marquesina.
Yo me acerqué a la puerta. Esperaba que al haber desconectado las luces de la fachada, aquellos bichos ya no se sintieran atraídos por el edificio, pero los cabrones seguían allí. Había un grupo de seis o siete a unos cuatro metros de la puerta, hacia la derecha. No se movían, miraban los insectos que revoloteaban alrededor de las farolas de la calle como hipnotizados, como los críos miran el arco iris, maravillados. De puta madre, pensé. Mientras estuvieran pendientes de las jodidas polillas no prestarían atención a Domínguez.
Un poco más lejos, había dos tíos. Uno de ellos estaba sentado en el suelo con algo parecido a un peluche en las manos. De vez en cuando se llevaba aquello a la boca y lo mordía. No podía estar seguro, pero juraría que era alguna clase de animal pequeño, un gatito o tal vez un cachorro de perro. La verdad es que no me apetecía averiguarlo. El otro bicho estaba de pie a su lado y miraba fijamente hacia la portería. Levantaba una mano, la agitaba torpemente y luego volvía a bajarla. Repetía aquello una y otra vez. Supuse que era su reflejo sobre los vidrios de la puerta lo que le llamaba la atención. Aquel tampoco suponía un problema. Parecía que había vía libre.
Subí a la escalera y le hice una señal de conformidad a Domínguez que permanecía oculto entre los balcones. El tipo se deslizó sigilosamente hacia una de las esquinas del tejadillo y se sentó. Volví a bajar a la portería. Desde allí, podía ver las botas de Domínguez colgando de la marquesina. Entonces, Domínguez se dejó caer.
Vi su cuerpo bajar, pero como a dos metros del suelo se detuvo. Yo me quedé helado. Las piernas de Pablo permanecían en el aire, agitándose; por unos instantes no supe qué coño pasaba, pero luego entendí que se había quedado enganchado de algún modo. Corrí escaleras arriba y salí a la marquesina. Me arrastré hasta la esquina. La puta mochila se había quedado atrapada en los nervios de acero del tejado. Domínguez braceaba intentando liberar las correas, pero se había quedado demasiado bajo y no alcanzaba.
-Tranquilo Pablo, tranquilo-, le grité. –Deje de moverse, voy a intentar soltarle la mochila.
Domínguez alzó la cabeza; acerté a ver sus ojos desorbitados. Me señaló algo con la mano, y luego gritó: ¡Date prisa, Bony, por Dios!!
Miré hacia donde me indicaba. Un grupo de fiambres arrastraban sus pies muertos hacia el edificio. Joder, no los había visto. Había nueve, quizás diez de aquellas cosas a tres metros escasos de la portería. Le dije a Pablo que dejara de moverse. Si seguía agitándose de aquella forma, jamás podría soltar los cierres de la mochila. Tiré con todas mis fuerzas de la correa, pero no había manera, era una buena bolsa, una de esas deportivas hecha con fibra ultra resistente. La única manera de liberarlo era cortando las correas. Volé hacia el ventanuco y bajé los peldaños metálicos de tres en tres. Abrí el cajón donde había guardado las herramientas, y comencé a buscar frenéticamente el cutter que había usado antes. Cuando parecía que no iba a encontrarlo nunca, la cuchilla apareció como por arte de magia. La cogí y volví a salir a la marquesina.
Apenas habían pasado unos segundos, pero los malditos cadáveres ya estaban bajo el tejadillo, tratando de agarrar al pobre Pablo, que parecía una piñata de sesenta kilos. Y lo peor de todo es que el barullo que habíamos organizado había atraído al resto de los bichos.
-Ya estoy aquí, Pablo. Ya estoy aquí…. –le decía mientras intentaba cortar la puta correa.
El primer corte hizo que la fibra se deshilachara. El cuerpo de Pablo se deslizó treinta centímetros, pero seguía enganchado, y ahora los bichos podían alcanzarlo. Domínguez sacó el palo de golf y comenzó a agitarlo, barriendo el aire. Un tipo larguirucho con una raída camiseta que mostraba a Bart Simpson en monopatín le agarró un pie. Domínguez le propinó un golpe con el hierro en la frente; su piel se abrió como una tela tensa, mostrando una porción de hueso amarillento. Domínguez golpeó de nuevo, y esta vez pude oír como su cráneo se partía. El tío cayó sobre la acera, moviendo espasmódicamente las manos. Pero aquellas cosas no se detenían. Había dieciocho o veinte pares de manos arañando el mono de Domínguez. Gracias a Dios, el tejido era fuerte y las costuras resistentes.
Conseguí cortar otro trozo de correa y Pablo cayó un poco más hacia la horda de muertos que tenía debajo. Apenas me faltaban unos centímetros para poder liberarlo de la jodida mochila, pero mientras tanto, su vida pendía de un hilo, nunca mejor dicho. Una mujer de mediana edad le cogió la pierna derecha. Domínguez intentó golpearla con el palo, pero la tía estaba justo detrás de su pierna. Abrió una boca de labios ennegrecidos y trató de morderle en el gemelo. Pablo flexionó la otra pierna y lanzó una fuerte patada golpeando con el tacón de la bota. El golpe acertó a la tía en la boca, y su mandíbula se desplazó grotescamente hacia un lado. Vi caer algunos de sus dientes como piezas de uno de esos juegos de construcción de los críos. Ahora estaba sólo a unos milímetros de cortar la correa.
-Atento, pablo-, grité. –Está a punto de romperse…..
Fue decirlo y la cinta cedió. Pablo cayó pesadamente en el suelo, trastabilló y por un momento pensé que iba a ir a parar directamente a las manos de aquellos bichos, pero gracias al cielo conservó el equilibrio. Armado con el hierro, Domínguez saltó de la acera y echó a correr hacia la rambla. Cuando había avanzado unos metros, se giró:
-Bony, la mochila. Lánzala.
Tiré la bolsa. Cayó a un par de metros de Domínguez. Se agachó a cogerla justo cuando un cabronazo muerto se le echó encima. El fiambre le agarró por los hombros y ambos cayeron al suelo. Pablo se revolvió rápidamente, se levantó y descargó el hierro sobre la cabeza del bicho. El palo le atravesó la cara y se hundió de tal manera en el cráneo que Domínguez tuvo que tirar varias veces del mango para liberarlo. En pocos segundos, la Diagonal se había llenado de cadáveres andantes. Llegaban de todas las esquinas, aparecían de entre los coches, salían de los portales de los edificios; los muy cabrones habían estado ahí todo el tiempo, ocultos, a la espera. Eran depredadores, leones de una sabana de asfalto, cazadores pacientes e inmortales. “!Corraaaaaa, corraaaa!!!!”, le grité. Llegar hasta la moto se me antojaba ahora una empresa inalcanzable, y eso que Pablo corría como alma que lleva el Diablo, esquivando aquellas cosas y blandiendo el palo de golf como una jodida Tizona de madera y hierro.
Tras unos segundos angustiosos que se me antojaron horas, Domínguez llegó a la moto. Yo liberé toda la tensión acumulada con un grito de júbilo y alcé las manos en señal de triunfo como un jugador de fútbol que acabara de conseguir el gol de su vida.
Pablo saltó sobre la Kawasaki. La adrenalina copaba cada poro de mi piel, deseoso de oír el potente rugido del motor, pero la moto no se movía. Entonces vi que Domínguez se llevaba las manos al mono, palpando nerviosamente por toda la prenda. Se quitó uno de los guantes, lo tiró al suelo y se puso a rebuscar con frenesí en los bolsillos; luego empezó a mover la cabeza en todas direcciones mientras miraba el suelo.
Entonces comprendí qué pasaba. La sangre se me heló en las venas mientras bajaba disparado por la escalera, camino de la recepción, rogando a Dios que me estuviera equivocando.
Allí, sobre el mármol oscuro que coronaba el mostrador estaba el reluciente llavero de Kawasaki. Domínguez se había dejado la llave de la moto.
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Mensaje  Bub Vie Mar 25, 2011 2:09 pm



Cogí la llave y subí por tercera vez a la marquesina. Domínguez seguía buscando enloquecido por todas partes; de tanto en tanto, golpeaba con el palo a alguno de aquellos bichos para mantenerlos a raya, pero cada vez iban llegando más y pronto no podría contenerlos. Me puse de pie sobre el tejadillo y comencé a gritar con todas mis fuerzas, agitando los brazos.
-¡Paaabloooo, Paabloooo!!!-. Mis gritos conseguirían que todos los jodidos fiambres que estuvieran cerca se unieran a la fiesta, pero no había otro modo de avisar a Domínguez.
Por fin, Domínguez me oyó y se giró hacia el edificio; me hizo un gesto con la mano, simulando el movimiento de una llave al girarla, mientras negaba con la cabeza. Yo braceé indicando que volviera al edificio, mostrándole la llave. Domínguez no podía verla desde donde estaba, pero captó el mensaje. Los muertos habían rodeado la Kawasaki. Ahora debían ser alrededor de dos docenas los fiambres que le acosaban, y llegaban más a cada minuto. Pablo no iba a poder atravesar la barrera de carne podrida que formaban. Había bichos en tres de los flancos, y por detrás le cerraban el paso los altos muros que rodeaban el edificio de la Diputación. Entonces, se subió a la moto, se puso de pie sobre el depósito y saltó hacia el coche que había aparcado al lado. Vi su cuerpo flacucho enfundado en cuero negro volar sobre las manos muertas de aquellas cosas, como una suerte de súper héroe de rebajas. Cayó sobre el capó del coche, un Audi 4 oscuro, activando inmediatamente la alarma. Un sonido penetrante invadió la calle, por si el escándalo que ya habíamos montado hasta ese momento no hubiera sido suficiente. Domínguez pasó del capó al techo del Audi con rapidez y de ahí al suelo. Había logrado esquivar la horda de muertos pero apenas había ganado un par de segundos; los bichos ya le seguían de nuevo.
Echó a correr, pero no se dirigió hacia el edificio. Giró hacia la Rambla, avanzó unos metros en zigzag y luego se metió en un callejón de servicio que había detrás de la Diputación. Trataba de despistarlos. Los bichos eran bastante lentos, y se movían en grupo. Si Domínguez conseguía atraerlos hacia cualquiera de las calles que cruzaban la Rambla y alejarlos de la moto, luego podría volver a toda velocidad con tiempo suficiente para recoger la llave y largarse. Supuse que pretendía dejar la calle lo más limpia posible de muertos, pero no podría conseguirlo. Aunque la mayoría de los bichos le habían seguido, otros muchos se acercaban a la Diagonal atraídos por el sonido de la alarma. Y el puñetero coche estaba justo al lado de la Kawasaki.
Pasaron varios minutos. Había perdido de vista a Pablo, y además veía impotente cómo la calle volvía a llenarse de muertos. Pensé en disparar al jodido motor del Audi, pero aquello sólo serviría para perder una de mis preciosas balas. El daño ya estaba hecho. Aunque detuviera la sirena, junto al coche ya se amontonaban varias decenas de bichos. La angustia me estaba matando; tenía un nudo en el estómago que me hacía sentir náuseas. Entonces, volando entre dos contenedores de basura apareció Domínguez.
Salió por el lado izquierdo de la Diagonal, corriendo a toda pastilla. Había conseguido sacar al menos veinticinco metros al primero de los muertos que le seguían. El palo de golf estaba lleno de sangre y en el hierro colgaban restos de algo húmedo y pegajoso que no me apetecía identificar. Vi un roto en la rodilla de su mono, pero no tenía pinta de ser un mordisco, más bien parecía un desgarro hecho por algo punzante, al saltar alguna valla quizás.
Corrió hasta la isleta central de la calle, y me hizo un gesto para que le lanzara la llave. Yo le señalé el grupo de fiambres que habían acudido a la llamada de la alarma. Por suerte, estaban tan absortos en el infernal ruido que no se habían percatado de la presencia de Pablo. Domínguez asintió con la cabeza. Le tiré la llave. El lanzamiento quedó algo corto, y el llavero cayó sobre la calzada, a un par de metros de la isleta. Domínguez se acercó a recogerla.
La furgoneta apareció de repente, como salida de la nada. Era uno de esos vehículos de reparto, con un logo de Panrico despintado en el lateral. De la ventanilla del conductor colgaba uno de aquellos jodidos bichos. Una de sus manos estaba agarrada al retrovisor y con la otra se llevaba grandes puñados de carne sangrante a la boca. Acerté a ver el cuerpo destrozado del conductor, un tipo con un gorro de pesca torcido y camiseta verde, que trataba de controlar el volante mientras el fiambre se lo comía vivo. La mayor parte de la caja ardía, y las puertas abiertas vomitaban bandejas calcinadas llenas de bollos, rosquillas y otras porquerías. Toda la parte trasera de la furgoneta estaba cosida a balazos.
Domínguez no tuvo tiempo de reaccionar. El vehículo entró por su derecha, se subió a la isleta a toda velocidad, chocó contra uno de los bancos y volvió a la calzada, justo en el momento en que Pablo recogía la llave. El golpe fue brutal. El cuerpo de Domínguez saltó por los aires como un muñeco de trapo; sus piernas desmadejadas se agitaron en el aire mientras volaba como las cuerdas rotas de una marioneta. Cayó de cabeza contra el asfalto. La visera de su casco salió disparada mientras la furgoneta se perdía calle abajo despidiendo llamas e impregnado el aire de la noche con una mezcla de gasolina y chocolate requemado.
Grité como un poseso a Domínguez mientras los bichos comenzaban a acercarse a su cuerpo, pero no se movió. Solo pude ver desesperado cómo le rodeaban, y rogar al cielo para que ya estuviera muerto cuando los muertos se abalanzaron sobre él.
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Mensaje  Toletum Vie Mar 25, 2011 4:20 pm

Excelente trabajo Bub, me encanta la historia. Te lo estas currando mucho, sigue asi.
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Mensaje  Bub Mar Mar 29, 2011 2:24 pm

Cuando bajé de nuevo a la portería, la luz de la mañana comenzaba ya a teñir las azoteas. Había pasado toda la noche sentado en la marquesina, incapaz de moverme, asistiendo a mi pesar al desagradable espectáculo de ver cómo los bichos devoraban el cuerpo del pobre Domínguez. Durante horas, aquellas bestias habían acudido en masa al festín, atraídas por el bullicio seguramente, pero también por alguna clase de instinto primitivo que les guiaba hasta la presa. Se habían disputado hasta el menor trozo de su cuerpo como animales salvajes. Al final, de Pablo sólo había quedado un par de botas y algunos jirones de su mono de motorista. Junto a los restos, la mochila con el retrato de su hija.
Por un momento, estuve tentado de vaciar el tambor de mi revólver contra aquellos bichos, pero no hubiera servido para nada, aparte de dejarme indefenso y hacer notar mi presencia allí. Y sin embargo, no disparé no por esos motivos, sino porque no había sido capaz de controlar el temblor de mis manos.
Me dejé caer en mi silla. Estaba agotado, no sólo físicamente sino también en el alma, no sé si me entendéis. Ahora que Domínguez había muerto, me daba cuenta realmente de lo solo que me encontraba. Hasta ese momento, había visto aquella mierda que nos rodeaba con cierto optimismo, con la esperanza de que tarde o temprano todo acabaría por arreglarse, y que con el tiempo los jodidos bichos no serían más que un oscuro recuerdo o un tema recurrente en las sobremesas con los colegas. Ya no pensaba igual.
Pablo estaba convencido de que había llegado el fin del mundo tal y como lo conocíamos, y aunque a mí me pareció un pelín exagerado entonces, ahora comenzaba a tener mis dudas.
De pronto, la portería se convirtió en un espacio extraño, vacío y oscuro. Las puertas me parecían menos seguras, tenía la sensación de que las luces habían comenzado a temblar y que en cualquier momento iban a apagarse, y oía ruidos por todas partes. Estaba a punto de sufrir un ataque de pánico.
Decidí poner la radio; pensé que tal vez la música conseguiría apartar mi atención de los sonidos que me llegaban desde el otro lado de la puerta del sótano. Tan paranoico estaba que por dos veces estuve convencido de haber oído saltar la cerradura, y que aquellas cosas muertas iban por fin a entrar.
Conecté el transistor y subí el volumen tanto como la prudencia aconsejaba. Las notas de “smoke on the wáter” me llegaron como un bálsamo. Me recliné en la silla, cerré los ojos y al rato estaba tarareando la puñetera canción y simulando que punteaba una guitarra; aquella música me estaba poniendo las pilas. Entonces, la canción se cortó. “Joder, el puto comunicado del gobierno”, pensé, maldiciendo que hubieran escogido precisamente ese momento para ponerlo. Sin embargo, lo que se oyó a continuación no fue la voz mecánica e impersonal del aviso oficial, sino un grito. No un grito de dolor ni de angustia o miedo. Era uno de esos gritos de saloon de las pelis del oeste, algo como ¡!!Yeeeeehaaaaa!!!!! Y luego, como un milagro, la voz de alguien joven. Alguien vivo.
-Qué pasa, peña. Esos eran los Deep Purple, jodidamente buenos, sí señor. Soy el Jinete, un día más emitiendo en directo desde la Voz del Penedès, y si tú eres uno de los suertudos que puede oírme, no toques el dial, colega… es decir, si quieres seguir con vida.

NOTA DEL JEFE DE EXPEDICIÓN.

La siguiente grabación forma parte de una emisión de radio. De hecho, la mayor parte de las cintas siguientes contienen alguna grabación de estas emisiones.
La Voz del Penedès emitió ininterrumpidamente desde Condal 0 hasta que la explosión de la Petroquímica de Tarragona afectó al suministro eléctrico de la ciudad y a gran parte de las comarcas cercanas, entre ellas el baix penedés.
Esta emisora local de un pequeño municipio a caballo entre Barcelona y Tarragona, siguió emitiendo desde la onda rural gracias a una antena ilegal de alta potencia. Su potencia, y el hecho de que la mayoría de las frecuencias hubieran caído, hizo posible que la emisora copara las ondas, alcanzando incluso zonas del Pirineo catalán y del norte de Valencia.
El Jinete se convirtió en un icono. Sus indicaciones desde la emisora ayudaron a muchos supervivientes a llegar a puntos seguros y a coordinar a los equipos civiles de rescate, en especial en el área noreste de Catalunya.
El municipio desde donde emitía, un pueblo de apenas 2.0000 habitantes rodeado de extensos viñedos y suficientemente alejado de las grandes ciudades, es hoy uno de los enclaves Alfa, con una relación de refugiados cercana a las 6.000 personas.
La identidad del Jinete sigue siendo anónima.


“… si quieres seguir con vida.
El día ha amanecido fresquito en esta parte del infierno, colegas. Anoche llovió otra vez; una tormenta del copón. Aún quedan nubes en el cielo, pero según nuestro hombre del tiempo, que soy yo, hoy no habrá agua, al menos desde el cielo. Por lo que respecta a la otra, la que nos importa a todos, el servicio se va a establecer hoy entre las 10 y las 12 de la mañana, así que más vale que andéis despiertos con los bidones y los cubos.
Recordad que todo aquel que tenga servicio en el perímetro norte, deberá acudir a la oficina de la Junta una hora antes. El jodido viento derribó anoche varios metros de valla, justo sobre la riera de Cornudella. Ya sabéis, chicos, a cerrar la puerta. Esa zona es vecinal, y los vecinos andan locos por hincarnos el diente.
Soy el jinete, desde la Voz del Penedès, quizás en uno de los últimos lugares seguros de este asqueroso mundo, en el kilómetro quince de la TV-2122, al sur de Vilafranca. Si os encontráis cerca de la zona y creéis que sois capaces de llegar hasta aquí, olvidaos de la 340 y de la TP-2125, esas vías no son seguras.
Bueno, y ahora un poco de música. (suena “nothing else matters” )
Y mientras Metallica nos chuta una dosis de buen rollo, os voy a comentar el top vídeo del día. En primer lugar, como líder destacado e imbatible tenemos la necrofagia política del “Incidente Génova”. Colegas, aún se me encogen las pelotas cuando lo veo. Qué fuerte.
Y la entrada más importante es, como no, la redada de fiambres VIP de Montecarlo, joder. No os perdáis a la Hilton enseñando su chochazo cadáver. Qué pasada, la tipa es una golfa incluso después de muerta.
Y antes de que… (Se oyen golpes en una puerta)
Vaya, parece que tenemos visita. (Pasos)
Joder, es esa maricona de Ripoll. ¿A quién se la habrá chupado para que lo pongan al frente de la Junta? (De nuevo golpes, esta vez más fuertes)
-¡Ya va, un segundo!
(Una puerta se abre)
-Buenos días, jefe. ¿No sabe que no se debe entrar aquí mientras el piloto rojo esté encendido? Hay un cartel en la puerta…
-Déjate de jilipoleces-, dice otra voz. -Cierra el micro.
(Hay unos pasos que se acercan, pero el micro sigue abierto)
-Ya está. ¿A qué se debe su visita, alteza?
-Joder, mírate. ¿Has visto que pinta tienes? ¡Y vuelves a estar fumado!! Apaga eso.
-Venga, tío. Es sólo un poco de hierba
-Es droga-
-Es legal, no me joda. La Junta aprobó el consumo.
-No tuvimos más remedio; nos amenazasteis con una revuelta.
-Y es precisamente lo que hubierais tenido, una puñetera guerra civil. Se puede vivir jodido, pero no puteado-, contesta el Jinete.
-A la mierda, drógate si quieres, no soy tu padre. He venido a traerte esto; son las normas de la emisora. Léelas.
-Joder, es una puta enciclopedia. Paso de leer eso.
- Pero, ¿qué coño te has creído, niñato? Yo estoy al mando, esta es mi emisora, no lo olvides. No puedes entrar aquí y ponerte a decir lo que te salga de la polla. Dirigir esta emisora es algo muy serio, y si tú no estás a la altura, lo hará otro.
-¿Sí?, y que va a hacer ¿poner un anuncio? Venga, sabe tan bien como yo que soy el único que puede manejar este trasto con garantías.
(Hay un silencio que dura unos segundos. Luego, el Jinete habla de nuevo)
-Está bien, vale. Leeré las normas. ¿Algo más?
-Sí. No quiero que vuelvas a decir esa palabra por antena.
-¿Palabra?
-Zombi, ¿de acuerdo? No quiero volver a oírla.
-Joder, no es más que un término.
-¡Esa palabra no existe!
-¿Y cómo llama usted a esos cabrones tiesos y secos que se pasean por ahí?
-¡Infectados!!
-Infectados, ¡la puta!! ¿Un poco de maría es droga y sin embargo, los jodidos cadáveres andantes caníbales no son más que infectados? Están muertos, coño. ¿Es que todavía no se ha dado cuenta?
-¡Escúchame, este punto no admite discusión; no lo dices, y punto!!!!
-Hail, Hitler-, dice el Jinete.
-No me toques los cojones, te lo advierto.
-Es usted el que ha venido a tocármelos a mí. La emisora funciona de puta madre sin sus normas, tío. Pregunte a los que han conseguido salvar el pellejo gracias a la…
-¿Quién mierda crees que eres, el jodido Schindler? Esto no es una ONG, chaval. No puedes andar diciendo que este pueblo es un sitio seguro a todo el mundo. Nuestros recursos son limitados. Vendrán en masa y no podremos mantenerlos a todos.
-¿Y qué debo hacer, según nuestra querida Junta?
-Enviarlos al Vendrell, joder. O a Vilafranca. Hay puestos muchos más grandes, ellos pueden asumir más refugiados que nosotros.
-No puedo creerlo… ¡El Vendrell cayó hace dos días, cabrón!! Y en Vilafranca ni siquiera sabemos si hay asentamiento. ¿Quiere que envíe a esa pobre gente allí, que los saque de donde estén resistiendo prometiéndoles seguridad y ayuda y los condene a una muerte segura?
-Quiero que te limites a radiar lo que se te diga, hostias. Si alguien decide arriesgarse a salir de donde esté, es su problema, pero no los traigas aquí. Toma, son los datos del pájaro. Emítelos cada hora. ¡Y apaga ese maldito cigarro de una puta vez!.
(se oyen pasos que se alejan y un portazo)
-¡Jilipollas!-, dice el Jinete.





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Mensaje  Bub Mar Abr 05, 2011 5:09 pm



Despidan con un fuerte aplauso al jilipollas de la semana, el presidente de nuestra gloriosa Junta. Menudo imbécil. Cuando vuelva el alcalde, vas a ver qué hago con tus puñeteras normas.
Porque el alcalde volverá, podéis estar seguros. Hubo muchos ignorantes que lo tacharon de friky, esos mismos que ahora siguen vivos gracias a él. Cuando el tío se puso a levantar metros y metros de vallas alrededor del pueblo, le tomaron por loco, colegas. Dijeron que era un sonado, un idiota. Ahora, esas vallas hacen de este sitio un lugar seguro. Si hay algo ahí arriba, si Dios existe y no ha pasado de nosotros, espero que le eche un cable al alcalde, esté donde esté.
Y ahora vamos a poner un temita potente, dedicado a mis coleguillas de Barna, aquellos que se rieron de mi menda cuando decidí dejar la city y trasladarme aquí, al culo del mundo. (Se oye Highway to Hell de AC/DC). Soy el Jinete, desde la Voz. El pájaro nos dice hoy que os olvidéis de la A7 si os decidís por el sur; tampoco os aventuréis hacia el norte, hay controles militares cada 20 kilómetros. Pasad de las rondas, intentadlo por las vías secundarias. Hay tramos seguros en la comarcal C15 hasta el paso de Martorell, después…
“…my friends are gonna be there too, I'm on the highway to hell. No stop signs, speed limit, nobody's gonna slow me down…” Y recordad, si os encontráis cerca de la TV-2122 “…like a wheel, gonna spin it, nobody's gonna mess me round, hey satan, paid my dues, playing in a rocking band…” estamos en el kilómetro 15, “… hey momma, look at me, i'm on my way to the promised land, I'm on the highway to hell…” Si podéis escucharme, si llegais a oir esto, “… (don't stop me), And i'm going down, all the way down…”, os espero.
“I'm on the highway to hell”…
La música de los ACDC siguió sonando unos minutos. La mágica irrupción del Jinete y su emisora fantasma había sido como un soplo de aire fresco para mí. No es que de pronto todo se hubiera vuelto de color rosa, pero al menos ahora sabía que quedaba gente ahí fuera, que una pequeña parte de nuestra estructura social estaba resistiendo. Quizás no sólo hubiera militares desquiciados, después de todo.
La Voz y el Jinete me acompañaron los siguientes días. Allí dentro no había mucho que hacer, así que pasaba mucho tiempo junto a la radio. A veces, tenía que obligarme a pararla, porque mi reserva de pilas iba menguando a pasos agigantados, pero intentaba que funcionara la mayor parte del día. El Jinete se convirtió mi único apoyo. Era un cabrón con mucha guasa, pero tenía un buen par de cojones.
Descubrí más tarde que el pájaro era una pequeña avioneta de fumigación. Recorría los cielos cercanos cada día anotando el estado de las carreteras y las vías seguras. El Jinete radiaba aquellos datos cada hora.
A veces, cogía el walkye y trataba de localizar a Valdés, pero el cubano nunca contestaba. Desde la furgoneta que matara a Domínguez, ningún vehículo había pasado por la allí. Un día creí escuchar el sonido de un helicóptero, pero cuando llegué a la puerta no había nada en el cielo.
Sin embargo, los bichos no se habían movido. En el lugar donde había caído Pablo sólo quedaba la mancha oscura que su sangre había grabado sobre la acera, pero los putos fiambres seguían en la calle, como si esperaran una súbita floración de carne nueva desde el suelo. Los muy cabrones parecían tan frescos como el primer día. Aquella era una de las cosas que no lograba explicarme, aparte claro está, de tener que asimilar cada día que todos ellos estaban muertos. Parecía que el paso del tiempo no les afectaba. Es cierto que algunos presentaban un aspecto más seco, más apergaminado, por así decirlo, pero eran los menos. Yo no sabía mucho de procesos biológicos y esas cosas, pero tenía entendido que la descomposición comenzaba pocos minutos después de la muerte. Mi tío Enrique murió en su cama una noche. Hasta pasados tres días no lo echamos en falta. Cuando fuimos a su casa, el olor llegaba a la calle, y para sacar el cuerpo tuvimos que meterlo en una bolsa porque se deshacía como barro húmedo. Aquellos bichos apestaban, desde luego, pero seguían en pie, y sus músculos parecían fuertes. Entonces, la pregunta se hacía evidente, ¿estaban realmente muertos?
Las noticias sobre la propagación de aquella mierda llegaban con cuentagotas, y casi siempre eran informaciones locales. Al parecer, el Jinete aún mantenía contacto con el exterior gracias a esa cosa del internet, la red como la llamaba él, pero según parece cada vez era más difícil evitar que se las conexiones se cayeran. Yo nunca había usado un ordenador, ni tenía idea de qué coño era eso de navegar, chatear o postear; mi capacidad de aprendizaje tecnológico se había detenido con el teléfono móvil, y ni siquiera sabía usarlo al cien por cien.
Quizás una semana después de que Domínguez muriera, el alumbrado público cayó. Una noche, las luces de la calle simplemente no se encendieron. Yo sabía que tarde o temprano, pasaría lo mismo con la corriente del edificio. No había nada que pudiera hacer por evitarlo. Aquel sitio no tenía generador de emergencia ni nada por el estilo. Cuando ocurriera, no me quedaría más remedio que seguir resistiendo a oscuras; en el fondo, tampoco empeoraría mucho mi situación, salvo por la cafetera y la neverita, aunque ya no quedaba demasiado que conservar en ella. Mis provisiones estaban casi extintas. Si podía aguantar una semana más con lo que tenía, ya sería demasiado, y eso teniendo que racionarlo todo al máximo. La única solución posible al problema pasaba por subir a la segunda planta, a la clínica, a expoliar la cocina, pero no pensaba hacerlo hasta que la situación fuera insostenible. Aquellos bichos campaban a su bola por la planta.
La corriente del edificio falló veinte horas después de que cayera el alumbrado urbano. Primero hubo un par de bajones en la tensión, como un parpadeo, y luego las luces se apagaron. Acababa de anochecer y la portería se sumió en la más absoluta oscuridad. Al principio me acojoné. No pude evitarlo. Subí un poco el volumen de la radio y me centré en escuchar al Jinete mientras esperaba que la luz volviera, ignorando las densas sombras que parecían moverse burlonas por todos los rincones del vestíbulo. La luz no regresó aquella noche. Supongo que en algún momento durante la misma me quedé sopa, y cuando abrí los ojos, el sol ya estaba alto. A media tarde, sin más, las luces volvieron a brillar, pero a partir de entonces, los bajones de tensión se sucedieron continuamente.
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Mensaje  Bub Mar Abr 12, 2011 8:21 pm


A mediados de semana, cayó una tormenta del carajo. El día había despertado claro y despejado, pero a media mañana el cielo se tiñó de gris y el agua comenzó a caer de forma brutal, acompañada de truenos que parecían cañonazos. Supuse que aquello sería definitivo para la corriente eléctrica, pero la luz aguantó todo el día.
No me encontraba bien. Había empezado a tener dolores de cabeza cada vez más intensos y estaba estreñido. Seguramente mi nula ingesta de fibra y mi dieta a base de bollería industrial y pan de molde mohoso tenían la culpa. En parte era un consuelo, porque no tenía que subir constantemente al baño del principal. El primer piso seguía siendo zona segura, pero cada vez me apetecía menos moverme de la portería. Pasaba las horas sentado en mi butaca, oyendo al Jinete y divagando. A veces, jugueteaba con el móvil que me había dado Domínguez, curioseaba la agenda o miraba sus fotos, y alguna vez había intentado resolver uno de esos sodukus o sudokis del copón, con escasos resultados. Eran mis dedos. Siempre habían sido cortos y regordetes, como un manojo de pollas, que decía Valdés, y el teclado era tan diminuto que pulsaba varios números a la vez. Al final, acababa agobiándome.
La noche de la tormenta, mientras escuchaba el listado de vías seguras que el Jinete anunciaba, sufrí un súbito ataque de náuseas. Sentí como si un puño me apretara las entrañas y apenas tuve tiempo de llegar al paragüero. Mientras estaba allí arrodillado, intentando recobrar la respiración entre arcada y arcada, vi en la calle un par de luces que se movían a lo lejos. La ciudad estaba totalmente a oscuras, y el cielo encapotado cubría incluso el resplandor de la luna, así que aquellas luces destacaban como granos de café en un helado de nata. Se movieron en línea recta durante unos segundos, luego viraron a la izquierda y desaparecieron detrás de los edificios oscuros. Un coche, pensé, o quizás algún vehículo más alto a juzgar por los destellos, un camión o un autobús. Esperé un buen rato junto a la puerta, pero las luces no volvieron.

Volví al mostrador, bloqueé la puerta corredera y apagué la mayor parte de las luces de la portería. Sabía que lo ideal era dejar el vestíbulo totalmente a oscuras. No había luces en la Diagonal ni en varias manzanas a la redonda, así que el edificio cantaba como un faro, y atraía a aquellos bichos como una bombilla atrae a los insectos, pero me daba miedo la oscuridad. No me avergonzaba reconocerlo. Con el paso de los días, me había vuelto asustadizo como un viejo, me sentía inseguro y enfermo, y era cada vez más pesimista. Al principio estaba convencido de que aquella epidemia o lo que fuera, desaparecía en pocos días. Que el gobierno o el ejército se encargarían de contener el avance de la plaga, que se organizarían grupos de rescate para localizar a los supervivientes y acabarían con aquellos muertos de los cojones. Pero no era así. Parecía que todo el mundo había desaparecido; como cuando estás privando con un grupo de colegas en un bar, te piras un momento al tigre al volver, todos se han abierto y te han dejado tirado con la cuenta y un camarero con cara de pocos amigos. Así me sentía. Abandonado. ¿Dónde se habían metido todos? Ni puta idea. Los peces gordos estarían a salvo, desde luego, en sus bunkers blindados o en sus lujosas casas, rodeados de gorilas armados hasta los dientes. Pero ¿y el resto de la gente? Supuse que la mayoría se habrían escondido en pisos, almacenes o cualquier otro lugar mínimamente seguro, sobreviviendo a duras penas, a la espera de que algo o alguien los rescatara o les dijera qué hacer. Y los demás… bueno, ahora serían aquellas cosas, fiambres tiesos y resecos a la busca de carne fresca.
No había demasiadas razones para ser optimista. Es cierto que el Jinete había abierto nuevas expectativas; según él, aun había muchas zonas, sobretodo pequeños pueblos o urbanizaciones aisladas, a los que toda esta mierda apenas había salpicado, pero ¿qué posibilidades había de que salieran adelante? No había Estado, no había organización social ni política, y en breve, comenzarían a caer los servicios que hacían posible nuestra subsistencia, como la red de suministro de agua o de corriente eléctrica, por no hablar de los hospitales y centros de asistencia. ¿Quién iba a atender a los enfermos? En poco tiempo, conseguir una puta aspirina iba a convertirse en toda una odisea, no quería ni pensar qué pasaría con los enfermos crónicos, con los personas con cáncer, joder, con una simple fractura… Aquellos pensamientos me hacían sentir vértigo. Me dejé caer en la silla. Mi corazón había comenzado a bombear de nuevo a ritmo de samba. Últimamente me pasaba mucho. Supuse que era la ansiedad. La portería se había convertido en todo mi mundo, un microcosmos que se contraía encima de mí, aprisionándome, ahogándome. Me recliné en el sillón y comencé a respirar profundamente, con inspiraciones largas y pausadas, como había aprendido en los cursillos de primeros auxilios. Al rato, mis pulsaciones se normalizaron y sentí que mi cuerpo se relajaba. Estaba claro que esa clase de pensamientos tan poco tranquilizadores no iba a ayudarme en aquella situación, pero era inevitable caer en ellos una y otra vez. Sin embargo, mi alteración nerviosa no se debía sólo a mi constante comida de tarro; había leído en alguna parte que una dieta pobre en ciertos minerales podía causar desequilibrios nerviosos, y mi abanico nutricional no iba más allá de una cantidad ingente de grasas saturadas, colorantes, estabilizantes y otras mierdas acabadas en “antes” y seguidas de un número.
Debía ser medianoche cuando el Jinete cerró la comunicación, recordando una vez más que nos esperaba en el kilómetro 15 de la TV-2122, en un lugar seguro. Un lugar seguro, hay que joderse ¿Habría alguno en todo el planeta? Lo dudaba.
Escuché un par de cancioncillas pegadizas y tontas y luego apagué la radio, le quité las baterías y las guardé en el cajoncito de las herramientas. Había decidido castrar al transistor cada vez que lo desconectaba; ya no me quedaban muchas pilas, y tenía entendido que aunque el cacharro estuviera apagado, seguía consumiendo. Toda previsión era poca.
Cerré los ojos y me dejé llevar por el sueño. Aunque pueda parecer raro, cada vez me costaba menos dormirme. Debía de ser otra más de las consecuencias de aquella mierda de vida que llevaba; inactividad, una dieta de asco y excesiva tensión nerviosa, ah, y unos cuantos cientos de muertos andantes que se paseaban por los alrededores. Sí, todo sumaba.
Me dormí casi de inmediato. Había comenzado a soñar que estaba de vacaciones. Mi mundo volvía a ser grande, enorme, casi infinito; las calles estaban repletas de personas, y no les faltaban miembros, ni iban cubiertas de sangre, ni se comían las unas a las otras. Todo volvía a ser normal.
Yo caminaba por una amplia avenida. A mi izquierda se extendía el Mediterráneo, un manto turquesa que brillaba pulsátil con destellos dorados. La playa estaba llena de tías, todas macizorras, de todos los tamaños y colores, vistiendo tangas diminutos, exhibiendo enormes y bronceadas peras, caderas generosas… un despiporre de carnes tersas y brillantes. Era el paraíso, coño.
Me senté a la sombra de una palmera enorme. Sentía la brisa cálida en la cara, podía oír el rumor de las olas, las risas traviesas de todas aquellas venus voluptuosas que retozaban en la arena, jugueteaban en la orilla o tostaban sus cuerpos lascivos al sol. Vi que tenía una copa en la mano, una de esas copas de cocktail, con una rodajita de limón encastrada en el borde y una brillante guinda flotando en ginebra fría. No podía recordar cómo había llegado allí, pero ahí estaba. Di un sorbo corto mientras contemplaba aquella escena divina. Entonces, algo comenzó a vibrar en el bolsillo de mis bermudas floreadas. Era un móvil.
Levanté la tapa y apareció una imagen en la pantalla. Una niña sonriente de nariz pecosa y mirada alegre. Había visto antes aquella cara, no recordaba dónde, pero me resultaba familiar. De pronto, tuve ganas de llorar. No entendía por qué. Aquel sitio era una pasada, un lugar paradisíaco, el día aparecía precioso y estaba rodeado de hermosas jovencitas en ropa interior, y sin embargo, la carita que me observaba desde el teléfono me llenaba de una tristeza inconsolable. “Lo siento”, dije. Lo dije sin pensar, inconscientemente, sin saber por qué lo decía. La sonrisa de la niña desapareció. Su cara empezó a arrugarse como papel quemado y sus ojos se tornaron negros, cuencas oscuras donde se retorcían los gusanos. Una sangre negra y espesa brotó de su boca, se derramó sobre la pantalla y me manchó los dedos. Asqueado, lancé el teléfono con todas mis fuerzas. El trasto se estrelló contra una de las rocas de la orilla y explotó en una nube de sangre y tejidos. Me levanté mientras me limpiaba compulsivamente la mano manchada en la camisa. El sol había desaparecido, no había ni rastro de las jovenzuelas alegres y juguetonas que reinaban en la playa y el mar se mostraba ahora salvaje y embravecido. ¿Pero qué mierda… , comencé a decir cuando vi una figura que salía de las aguas oscuras y revueltas. Era el Anselmo. Vestía su uniforme de vigilante, y tenía algo entre las manos. No podía distinguirlo, pero parecía un bocata, un bocata enorme que mordía con furia.
Me apoyé contra la palmera. Aquello no tenía sentido. Sabía que el Anselmo no podía estar allí. No podía estar porque… porque… Joder, no recordaba por qué, pero el tío estaba fuera de lugar. En ese momento, una gruesa pantalla de vidrio apareció de la nada y me rodeó, como una cabina de teléfonos circular. Estaba atrapado allí dentro. Era asfixiante, me faltaba el aire y apenas tenía espacio para moverme. Afuera, el Anselmo seguía avanzando hacia mí.
Cuando apenas nos separaban una decena de metros, la camisa del uniforme de mi compañero empezó a teñirse de rojo. Primero fue el cuello, luego alcanzó las mangas y al final, la sangre lo cubrió todo. Una bolsa escarlata iba formándose sobre el cinturón, como un sanguinolento michelín. Traté de advertir al Anselmo, y entonces vi que lo que había tomado por un bocata no era sino un brazo, un brazo humano amputado a la altura del bíceps que mi compi mordía con gula insana sin parar. Intenté gritar pero no tenía voz. El Anselmo se acercó a la pantalla de cristal y comenzó a golpearla con el miembro amputado, mientras repetía “muertos, los muertos, ayuda, por favor”….
Abrí los ojos con un grito. Estaba empapado en sudor y mi pobre corazón se había desbocado de nuevo, golpeando mi pecho como un martillo pilón. Tardé unos segundos en ubicarme, y al ver que me encontraba de nuevo en la portería, me alegré de cojones. Había tenido una pesadilla, la pesadilla más horrible que podía recordar, tan intensa y vívida que aún me parecía escuchar los golpes y los gritos del Anselmo. Entonces me di cuenta de que de verdad los oía. Alguien o algo aporreaba con violencia los cristales de la entrada, y gritaba. Salté de la silla y me acerqué al vestíbulo.
Joder, había una tipa en la puerta. Y estaba viva.
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Mensaje  Toletum Miér Abr 13, 2011 2:20 am

Dios, lo estaba esprando como agua de mayo. Espero que pronto publiques mas.
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Mensaje  Bub Miér Abr 13, 2011 2:06 pm







Desbloqueé la puerta corredera y corrí hacia la entrada. Vi que había un vehículo aparcado sobre la acera, uno de esos coches deportivos sin techo. Las ruedas delanteras estaban destrozadas y la puerta del conductor colgaba de una de las bisagras como un diente podrido a punto de caer. Una espesa columna de humo oscuro brotaba de debajo del capó.
El coche estaba atravesado sobre la acera; se había detenido a escasos centímetros de la puerta del edificio, cruzado de tal forma que su parte trasera encajaba en una de las esquinas de la entrada, formando una barrera entre la puerta y los jodidos bichos. Hacía falta una gran pericia al volante para aparcar así, sobre todo teniendo en cuenta el lamentable estado del coche.
La mujer que golpeaba el cristal era joven, apenas rozaba los treinta. Tenía el cabello revuelto y la cara manchada de hollín, supuse que a causa del humo que salía del motor. De vez en cuando, pegaba la cara al vidrio y gritaba con fuerza, pero no podía ver el interior.
Mientras localizaba la llave, encendí la luz del vestíbulo. Cuando la tipa me vio, comenzó a gesticular como una loca mientras señalaba el coche. Pensé que se refería a los bichos, que rodeaban en masa al vehículo, pero entonces pude ver que en el coche había alguien más, un hombre. Abrí la puerta y salí a la calle. La chica me indicó que ayudara al hombre, que estaba tirado sobre el asiento del conductor. El tío debía rondar los sesenta; lo agarré por las axilas y tiré de él con fuerza. Cayó de rodillas en la acera. Jadeaba pesadamente y se presionaba con fuerza el pecho, a la altura del corazón. Me miró con unos ojillos ausentes y vidriosos. Lo cogí en brazos y lo llevé hasta el sofá. Luego, regresé a la calle.
La tía estaba en el deportivo; sacó un par de bolsas de viaje del asiento trasero y las lanzó sobre la moqueta del vestíbulo; luego, saltó del coche y corrió hacia la puerta del edificio. Apenas había pisado la portería cuando se detuvo, dijo algo que parecía una maldición y salió corriendo otra vez a la calle. Yo tuve tiempo escaso de abrir de nuevo la hoja de vidrio para evitar que se rompiera la cara contra ella; la tipa pasó junto a mí como una exhalación, se tiró sobre el asiento del copiloto y comenzó a buscar frenéticamente algo en el suelo del vehículo. Al menos una treintena de fiambres se amontonaban ya junto al coche. Una marea de garras muertas arañaban el aire tratando de coger a la mujer. Uno de los bichos alcanzó su blusa, rasgando la tela a la altura del hombro. La chica tiró con fuerza y parte de la prenda se quedó colgando de los dedos tiesos del muerto. Por fin, la mujer encontró lo que buscaba, lo guardó en el bolsillo de la blusa, se deslizó sobre el asiento y cayó al suelo, golpeándose la cadera. Corrí a su lado, la ayudé a levantarse y entramos juntos en el edificio.
Cerré la puerta, apagué la luz del vestíbulo y fui al mostrador para bloquear de nuevo la hoja corredera. Luego, me tomé un par de minutos para recobrar el aliento.
El hombre estaba tendido en el sofá, tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad; la mujer se había arrodillado a su lado y le había desabrochado la camisa. Hablaba suavemente mientras le masajeaba el pecho. Entonces me di cuenta de que no entendía una mierda de lo que decía. Eran extranjeros.

La tía sacó algo del bolsillo. Era lo que había vuelto a buscar al coche, un pequeño frasco de vidrio lleno de cápsulas. Sacó una de las pastillas, se la puso en la palma de la mano, y luego me pidió un poco de agua. Para mi sorpresa, me habló en cristiano, en castellano, vaya. Tenía un acento extraño, pero se le entendía bien.
Le di el agua. Ella ayudó al hombre a tomarse la pastilla y luego sacó un pequeño almohadón de una de las maletas y se lo puso bajo la cabeza. Al rato, la respiración del tipo se normalizó. Poco después estaba dormido.
La mujer se sentó en el suelo con la cabeza entre las rodillas, dejó el frasquito de pastillas sobre la alfombra y se puso a llorar como una magdalena. Yo me quedé allí de pie, mirando al vacío, con cara de tonto.
Estuve así un buen rato. El llanto histérico de la mujer se convirtió en una sucesión de hipidos agudos y finalmente desapareció. Luego, su respiración se hizo suave y regular, y supuse que se había quedado frita. Volví al mostrador y me senté en la silla. Aún estaba muy oscuro en la calle, así que decidí que la mejor opción era echar una cabezadita, pero por más que lo intenté, el sueño no volvió. Agobiado, saqué las pilas del cajón y se las puse a la radio. Bajé el volumen al máximo y me dispuse a escuchar un poco de música, pero sorprendentemente fue la voz del Jinete lo que sonó. Al parecer yo no era el único que se había desvelado. Apenas unos segundos después, oí a la mujer hablar.
-¿Es una gadio?, dijo.
-¿Qué?-, respondí asombrado.
-Eso que se oye. ¿Es la gadio, en diguecto?
-Sí. Sí, es la radio. En directo.
-¿Cómo es posible? Pensaba que todas las guedes de comuncasiones habían caído. ¿Desde dónde emite?
-No lo sé exactamente-, le dije. Es una emisora local, de un pueblecito de Tarragona, creo. Hace sólo unos días que la sintonizo y…
-Pues es mejog que no le coja caguiño-, me interrumpió. –No meguese la pena.
Luego, volvió junto al sofá, se estiró sobre la alfombra y se encogió como un recién nacido. Yo escuché al Jinete algunos minutos más y luego desconecté el aparato. No sé si la tipa se durmió o permaneció despierta toda la noche, pero no se movió de aquella posición. Una vez más, el día me saludó irónicamente radiante tras una larga noche de insomnio.
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Mensaje  Toletum Miér Abr 13, 2011 11:52 pm

Toma bomba! otros dos supervivientes nuevos. Estoy deseando saber que sera de ellos y como se las apañara Bony.
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Mensaje  Bub Jue Abr 14, 2011 7:02 pm




Estaba preparando café cuando la mujer empezó a moverse. Estuvo unos segundos tumbada sobre la alfombra estirándose como un gato perezoso. Luego, se puso de rodillas y realizó una serie de inspiraciones profundas mientras movía el cuello en círculos. Supuse que se trataba de yoga o algo así. Después de un rato, se levantó y se acercó al sofá. El hombre seguía dormido. La tipa le tomó el pulso en la muñeca y en el cuello. Luego, sacó algo parecido a un parche de una de las maletas y se lo puso en el brazo. Cerró la maleta y me saludó moviendo ligeramente los dedos. Yo respondí con un movimiento de cabeza y le pregunté si quería una taza de café. Ella aceptó.
Tomó un café largo mientras miraba la calle; no había ninguna expresión identificable en su rostro. Fuera, el número de muertos seguía creciendo. Ahora debían ser al menos cuarenta los que rodeaban el deportivo, y otro buen par de docenas vagaban a escasos metros de la entrada. Puse un poco de bourbon en mi vaso y me acerqué a la mujer.
-¿Por qué coño siguen viniendo? No pueden vernos, pero no dejan de llegar-, dije sin dirigirme a nadie.
-Es por el olog-. Contestó ella.
-¿El olor? ¿A qué se refiere?
-Mi blusa. Uno de esos segdos me agancó una manga. Ahoga tienen mi olog, y eso les atrae.
-Es acojonante. Que puedan olernos, digo. Están muertos, joder; ni siquiera… ni siquiera deberían estar ahí, moviéndose.
-Ya lo ves, muegtos. Y sin embaggo, viven-, dijo. Dio un sorbo a su café y preguntó: -¿Egues poli?
-No. Sólo soy vigilante. Trabajo… trabajaba aquí.
-Ya. Pego tienes un agma, ¿no?
Asentí con la cabeza.
-Bien, es bueno sabeglo. Al menos, podemos acabag con esto de una fogma digna-, continuó. – Cuando llegue el momento-. Tiró el vaso en el paragüero y dijo: Necesito un baño. Tengo que oguinag… y aseagme un poco.
Activé el ascensor para que pudiera subir al principal. Le expliqué que no se podían usar las escaleras ni acceder a las otras plantas, sin decirle nada de los jodidos fiambres que pululaban por ahí arriba. Simplemente le dije que estaban cerradas y que no tenía la llave. El servicio del primer piso era lo único que podía ofrecerle.
Cogió algo de ropa y un neceser de una maleta, y entró en el ascensor. A través del circuito cerrado la observé salir al vestíbulo y meterse en uno de los baños. Sabía que en el principal no corría ningún peligro, pero aun así iba a estar jiñado hasta que volviera a bajar.
Mientras esperaba, me acerqué al hombre. El tipo parecía estar bien, al menos a mí me lo parecía. Respiraba con normalidad y tenía buen aspecto, buen color y eso, ya sabéis. Aunque era mucho mayor que la mujer, no daba la sensación de ser uno de esos viejos chochos cansinos. Aquel tío se había cuidado, y a juzgar por sus uñas de pedicura y sus manos suaves, había tenido una vida fácil. Lucía un Rolex en la muñeca, demasiado ostentoso y recargado como para ser falso, y aunque yo no entiendo mucho de ropa, su camisa debía costar un pico. Tenía un bronceado perenne de cabina. Mientras lo observaba, el hombre se despertó.
Abrió lentamente los ojos y miró a su alrededor con extrañeza intentando identificar el lugar. Cuando lo recogí del coche estaba inconsciente, así que el pobre tipo no sabía cómo había llegado hasta allí. Cuando me vio, sonrió y me cogió la mano. Comenzó a besármela como si yo fuera el jodido Papa de Roma, mientras murmuraba algo que no podía entender. Yo estaba empezando a sentirme incómodo, así que le hice señas para que se tranquilizara y traté de hablar con él.
-¿Có-mo-se-en-cuen-tra. Es-tá-us-ted-bien?!!!!- le dije. En ese instante las puertas del ascensor se abrieron y la tipa salió. Se había lavado el pelo y se lo había recogido en una coleta. Parecía diez años más joven.
-Está enfegmo del cogasón. No es sogdo.- dijo. –Y pog muy fuegte que le grite no le va a entendeg. No habla castellano.
-Lo siento-, fue lo único que atiné a decir.
La tipa se arrodilló junto a él y comenzó a hablarle mientras le acariciaba con ternura la cara. El hombre asentía sonriendo, y hacía gestos tranquilizadores. Supuse que le decía que se encontraba bien, aunque no entendía una puñetera palabra de lo que hablaban.
Decidí dejarles a su rollo y volví a mi mostrador. Desactivé el ascensor y me guardé la llave en el bolsillo.
Estuvieron un buen rato hablando. Después, el hombre se incorporó y se quedó sentado. La tipa le dio una pastilla y luego se acercó al mostrador.
-¿Tienes una mesita o algo paguesido?-, me preguntó. –Necesita teneg los pies en alto.
-Creo que tengo una silla plegable por algún sitio ahí dentro. ¿Le servirá?
La mujer asintió.
Entré en el cuartito de la limpieza y saqué la silla. La tipa la abrió y la colocó junto al sofá, improvisó un almohadón con una toalla enrollada y la puso sobre la silla. Luego, ayudó al hombre a poner los pies encima.
-¿Tienen hambre?-, les pregunté. –No me queda gran cosa, pero puedo ofrecerles unos bollos…
-Espegue-, dijo la mujer. Miegda, me había olvidado de la comida-. Cogió una de las maletas y la puso sobre el mostrador. –Aquí hay alimentos. Los cogimos en un supegmegcado a un pag de mansanas de aquí-. Me miró y luego añadió: - Ya lo habían saqueado-. Lo dijo a modo de disculpa, como si robar comida en aquellas circunstancias fuera algo de lo que uno debiera avergonzarse. Abrió la cremallera y comenzó a sacar las provisiones. Había bolsas de frutos secos, unos cuantos tarros de legumbres cocidas, latas de pescado en conserva y fruta en almíbar, incluso un queso que debía pesar un par de kilos. En fin, todo un botín, teniendo en cuenta la que estaba cayendo.
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Mensaje  Bub Vie Abr 15, 2011 1:18 pm


Distribuimos los alimentos en raciones diarias, y la mujer se encargó de establecer un planing de racionamiento. Como ahora teníamos acceso a los baños del principal, decidimos no tocar las botellas de agua hasta que la red urbana no cayera. Mientras trabajábamos, la tipa me contó algo sobre ellos. Son franchutes, turistas. Ya ves, te pillas vacaciones, y el mundo se va a la mierda, ¿de qué me sonaba? El abuelete es su marido. Tiene un nombre que suena como un escupitajo, “Piegh” o algo así. Está jodido del corazón y necesita medicarse diariamente. La tipa es mucho más joven, y lo cierto es que está como un queso; sé que en estas circunstancias no debería pensar en eso, pero está muy buena. Sin embargo, hay algo en ella que me hace desconfiar.
Después del almuerzo, el tipo se echó en el sofá a descansar, y la mujer y yo preparamos un poco de café. Ambos regamos nuestros vasos con una generosa cantidad de bourbon y nos sentamos junto a la entrada, ella en mi butaca, que había arrastrado hasta el vestíbulo y yo en la sillita plegable. Debían ser las cuatro de una agobiante tarde de agosto. El sol brillaba tanto que incluso allí dentro resultaba molesto; pero los jodidos muertos seguían junto al coche, formando un círculo de hordas concéntricas de carne apestosa. Los fiambres que se incorporaban a la fiesta empujaban a los que habían llegado antes, y estos a los primeros, que estaban aprisionados contra el lateral del deportivo, y así una y otra vez.
-¿Te pilló aquí dentro?-, dijo de repente la mujer. - ¿Estabas dentro cuando pasó, o…
-Estaba aquí. Comencé mi turno la misma noche de los atentados. Ya vés, tuve suerte.
-Si tú lo dises. Yo dudo que ninguno de nosotgos podamos considegagnos afogtunados.
-Bueno, al menos seguimos vivos ¿no?
-Ya. Pog cuanto tiempo. ¿Hasta que se nos acaben las pgovisiones? ¿Hasta que esos segdos consigan echag la puegta abajo y entren aquí? ¿Cuánto cgees que Piegh aguantagá sin su medisina? Apenas tiene medio fgasco, ¿qué pasagá después?
-No lo sé, la verdad. Últimamente le he dado muchas vueltas al coco, y al final he aprendido que es mejor no plantearse esas cosas, porque no sirve de nada…
-Entonses no has apgendido nada-, dijo ella. Nosotgos gegresábamos a Fgancia ese día. Habíamos hecho un tour pog el levante español y pasamos la última semana en Bagcelona. Estábamos en el aegopuegto del Pgat cuando ocugió. Lo vimos todo.
“Ibamos a fagtugag el equipaje cuando explotó la maleta. Ega una de esas maletas gandes con refuegsos de metal y siegue de segugidad. Un tipo le había pedido a la asafata que se la vigilara mientgas iba al baño. Un pag de minutos después, explotó.”
“No fue como una bomba; quiego deig que fue una explosión pequeña, pego todo el mundo se asustó muchísimo, imagínate. Hay muchas pegsonas que padesen psicosis de aegopuegto desde lo de Al qaeda. Hubo unos segundos de pánico, y luego empesó a bgotag el humo. Ega como una niebla vegdosa que se extendió pog toda la tegminal de embagque.”
“Piegh y yo estábamos en la última sinta. Cuando aquella cosa vegde comenzó a creseg, echamos a cogueg sin más. Gogí a mi maguido pog el bgaso, y con las maletas aun golgando del hombgo, salimos a la calle. Segundos después, todo el mundo se volvió loco.”
“Pog lo que pudimos veg, había susedido lo mismo en otgas tegminales tanto de embagque como de llegada. No había fuego ni cgistales gotos, ni dispagos… sólo aquella cosa de colog vegde que se pegaba a todo. Vimos a mucha gente salig cubiegta de polvo, atónitos, sogprendidos de que no les hubiega pasado nada. Uno podía cgeeg que se tgataba de una bgoma o algo así. Algunos incluso songueían aliviados.”
“Las ambulansias y la polisía tagdagon apenas un pag de minutos. Pego paga entonces, ya habían caído los pgimegos. Comensagon a desplomagse de guepente. Gente de todo tipo. Vi una niña con un vestidito asul que se tocaba el pelo tgatándo de limpiagse aquella miegda vegde y al segundo siguiente estaba en el suelo, convulsionando y escupiendo babas oscugas como un animal gabioso.”
“Apgovechamos la confusión paga largagnos. Piegh no se encontgaba bien, pego le convensí paga alquilag un coche. Él insistía en que lo llevara a un hospital, pego yo sabía que todo aquello ega muy mal asunto. Teníamos que ignos gápido de allí”
“Nos cobgagon una fogtuna pog un puto Mazda sin capota. Ni siquiega guellenamos un fogmulaguio, ni el segugo pgovisonal; el tipo simplemente agagó la pasta y nos dio la llave. Luego, se laggó coguiendo y dejó la oficina abandonada; así de feas se habían puesto las cosas en poco ggato.
“Mi pgimega intensión fue volveg al hotel. El tgayecto hasta Bagselona fue una pesadilla. Cgusábamos el Paseo de Ggacia cuando vimos un montón de ambulansias junto a una salida del metgo. Había mucha gente tigada pog el suelo, y otgos que coguían como locos en todas diguecsiones. Y vimos el jodido polvo vegde. También allí. A un pag de calles del hotel, la polisía había montado un contgol y nos obligagon a dag la vuelta. Piegh no dejaba de repetig que no se encontgaba bien y que le dolía mucho el pecho, así que pensé en ig hasta la embajada fgansesa. Fue entonses cuando el Hospital Clínico estalló.”
“Sonó como si el mundo entego se hubiega pagtido en dos, y al segundo, las llamas podían vegse desde cualquier guincón de la siudad. Un jodido infiegno. Entonses compgendí que todo se había ido a la miegda. La locuga se desató. Aquello ya no ega una cosa puntual; paguesía una guegga. Piegh había pegdido el conosimiento. Pog un momento, pensé que había muegto, pego luego vi que tenía pulso. Pisé el acelerador y me laggué sumbando del sentro.”
“Pasamos aquella noche en el coche, escondidos en un bosque serca de la siegga de Collserola, a las afuegas de Bagselona. Pog la mañana, le dije a mi maguido que iba a intentag llegag a Fgansia con el Mazda; él aseptó, pego no nos quedaba suficiente combustible, así que bajamos de nuevo a la siudad.”
“Vimos a los pgimegos muegtos en un área de segvisio. La gasolinega estaba desiegta apagte de ellos. No había nadie tgas el mostgadog ni junto a los sugtidogues, y el único vehículo ega una motosicleta tigada en el túnel de lavado.
Al pginsipio cgeí que se tgataba de bogachos o que estaban dgogados; bueno es lo que paguesen a simple vista ¿vegdad?
Egan tges hombges jóvenes, y estaban cubiegtos de aquel polvo vegde. Caminaban en sígculos alguededog de otga pegsona tigada en el suelo que apenas se movía; vi que tenía en las manos algo paguesido a una antogcha. De tanto en tanto, alguno de los hombges que lo rodeaban se asegcaba, pego éste los mantenía alejados con el fuego. Paguesían fiegas espegando atacag a un animal heguido.”
“De guepente, uno de ellos se le tigó ensima. El hombge le golpeó con la antogcha y las guopas del tipo se insendiagon. Pego en lugag de apagtagse o salig coggiendo, aquel hombge se abalansó sobge el cuegpo del otgo y comensó a mogdeglo. Al segundo, los otgos dos le imitagon. No podía cgeeg lo que estaba viendo. El tipo del suelo trataba de quitágselos de ensima mientgas aquellas cosas se lo comían vivo. Los ggitos egan desgaggadores. Ahoga, los cuatgo estaban agdiendo. El hombge gritó dugante minutos; luego, los gritos sesagon, pego aquellos monstguos siguiegon comiendo de él hasta que el fuego los consumió pog completo. Al final, sólo quedó un montón de guestos calsinados y apestosos.”
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Mensaje  Bub Sáb Abr 16, 2011 5:17 pm





“Esperé hasta que dejaron de movegse. Luego me acegqué a buscag la gasolina; los sugtidores no funcionaban, pego encontré un pag de bidones pequeños en una estantería. Con todo, apenas teníamos medio depósito. No seguía posible llegag a casa con tan poco combustible, ni siquiega alcanzag la frontega. Pierre estaba cada vez más débil y necesitaba asistencia médica.”
“Intentamos salig de la ciudad pog caguetegas secundaguias, pego muchas pegsonas habían tenido la misma idea, y había cientos de vehículos pog todas pagtes; algunos estaban ocupados; otros, la mayoguía, habían sido abandonados. Las guetenciones se extendían a lo laggo de vaguios kilómetros. Cansados de dag vueltas malgastando la poca gasolina de la que disponíamos, decidimos regresag al bosque. Esa noche ocultamos el coche entre el follaje; habíamos visto algunos muegtos merodeando cegca. Me costó mucho convenceg a mi maguido de que me esperara en el depogtivo mientras yo intentaba llegar a un puesto de la Cruz Roja que había a unos seiscientos metros. Finalmente, Pierre claudicó y yo me aventugué en la oscuguidad en busca de medicinas.”
“El trayecto se hizo integminable. Apenas podía veg nada. Toda aquella zona estaba totalmente a oscugas, y a lo lejos podía escuchag el sonido de las ambulancias y los bomberos. De vez en cuando, se producía una explosión o de desataba algún incendio. Ega un espectáculo dantesco. Después de lo que me parecieron horas, llegué al puesto de socorro.”
“Como era de esperag, estaba vacío. Había un apagcamiento para varias ambulancias y otros vehículos sanitaguios, pero en aquel momento no quedaba ni uno. O estaban cubriendo alguna urgencia o simplemente se los habían llevado.”
“Las luces del puesto estaban encendidas. Parecía que todo el mundo se había marchado de allí con mucha prisa; el suelo estaba lleno de papeles, cuadrantes, hojas de asistencia en domicilio, esas cosas. Había un equipo de música tirado junto a la puegta con un puñado de cd´s espagcidos a su alrededog, y una de esas consolas de videojuegos portátil que emitía una musiquilla grotescamente festiva. Antes de entrag, cogí un trozo de cadena que usaban para delimitag el pagking.”
“El centro no era muy grande. Era una habitación en fogma de “L” diáfana. Había unas cuantas literas al fondo, en una especie de reservado improvisado con un pag de mantas que colgaban de un alambre. Una serie de taquillas de metal blanco se alineaban a lo largo de la pared del centro, y al lado de los armaritos una gran mesa de escritorio y una vitrina cerrada con un grueso candado. Sólo había dos puegtas; una era la de los vestuarios, y la otra la que guardaba lo que yo buscaba, el botiquín.”
“El muegto me sorpendió cuando buscaba la llave de aquella puegta. Salió de repente de detrás de la cortina de mantas, gimiendo como un animal. Mi mayog suegte fue que sólo tenía una piegna, la izquiegda. La deguecha estaba amputada un poco más abajo de la ingle. Pagte del fémug asomaba por la herida como una rama quebrada, rodeado de una maraña sangrante de venas y arterias. Dio un par de pasos y luego cayó de bruces sobre el suelo del linóleo. Yo me había quedado paralizada de miedo; si no hubiega estado lisiado, aquel segdo me habría agarrado sin duda.”
“El cabrón se arrastró hacia mí dejando un reguero de sangre sucia a su paso, las manos convegtidas en garras. Tenía el pelo largo y negro, y aún conservaba unas gafas de sol sujetas sobre la frente. Sus ojos muegtos helaban la sangre; abría y cerraba la boca como si anticipara el festín que mi carne prometía.”
“Le atravesé la cabeza con el mástil de un gotero. Fue algo instintivo. Jamás había matado a nadie antes, desde luego. Ni siquiega había empuñado un agma. Nunca me peleé en la escuela. Pego le clavé a aquel tío una barra de acero en el cráneo como si ensartara la oliva de un Martini, sin miramientos. En ese momento no sabía que se trataba de un muegto viviente, ni que destrozagles el cerebro era la única fogma de acabag con ellos definitivamente. Sólo sabía que mi maguido se moría en un coche a pocos metros de allí, que necesitaba con urgencia su medicación y que aquel jodido monstruo mutilado no iba a integponegse en mi camino.”
“La punta del mástil se quedó clavada en el suelo. El tío no se movió. Se sacudió espasmódicamente un pag de veces y ya está. Encontré las llaves de la puta puegta en uno de los cajoncitos de la vitrina. Gracias al cielo, había un pag de frascos de las pastillas que Piegh necesitaba, amén de muchas otras cosas que podían sernos de utilidad. Guardé todo lo que pude meteg en los bolsillos y en las perneras de mis pantalones y salí disparada de aquel sitio.”
“No tuve problemas de regreso al coche. Piegh dormía cuando llegué. Era mejog así. Rompí a llorag nada más sentagme al volante y no pude controlag el temblog de mis manos hasta pasadas un pag de hogas.”
“Salimos de allí nada más amaneceg. Mi maguido tomó su medicina y pareció recupegagse un poco, pego aún estaba muy débil. No podía teneglo metido en aquel puto coche todo el día. Necesitaba un lugag donde podeg descansag, y yo tenía que dogmig un poco. Sólo la tensión y la adrenalina me mantenían despiegta.”
“Pog suegte, descubrimos un pequeño talleg a pocos kilómetros del bosque. Parecia llevar varios años abandonado; quizás el negocio iba mal y un buen día, el dueño decidió que era mejog cambiag de aires, quien sabe. La cuestión es que estaba vacío, y era un sitio ideal para ocultagnos. El edificio principal tenía una sólida puerta metálica que aun funcionaba, y todo el perímetro estaba rodeado por un muro de ladrillos de un pag de metros de altura, con una única entrada. Metí el coche en el taller, y luego pasé un buen rato asegurando la entrada. Con la ayuda de un transpalé manual coloqué varias pilas de palets, algunos bidones vacíos y otros trastos a modo de barrera. Al final, logré construig una suegte de barricada bastante sólida. Caía la tagde cuando cerré la puegta del taller y pude descansag pog fin.”
“Pasamos allí un pag de días. Dugante todo ese tiempo intenté contagtag con mi familia en Fgancia, pego los móviles no funcionaban. Estábamos totalmente incomunicados. En aquel momento, no teníamos ni idea de que esta locuga se había extendido ya pog todo el mundo. Tranquilizaba a mi maguido diciéndole que tagde o tempgano la situación se contgolaría, que lo único que teníamos que haceg ega agunatag allí unos cuantos días más, hasta que todo hubiega pasado. Piegh me decía que no me preocupaga, que no sufriega; entendía la situación, y si yo pensaba que lo mejog ega espegag, lo haguía.”
“Fue la falta de comida, y sobge todo de agua, la que nos obligó a salig. El calog allí dentgo ega espantoso; el techo de uralita convegtía el talleg en una puta sauna, y no había ventanas. Dejábamos abiegta una pequeña guendija en la puegta, pego cada vez que oíamos dispagos, o explosiones, cada vez que nos paguecía que un vehículo sonaba demasiado cegca, la cegábamos.”
“Nos quedamos sin alimentos la pgimega mañana, y el agua se agotó al anocheceg. En guealidad hubiegamos podido aguantag varios días más sin comeg, pego me ategoguizaba la idea de que Piegh pudiega deshidratagse. Sudaba muchísimo, y no podía gueemplazar los minegales que pegdía continuamente. Su enfegmedad agravaba más la situación. La segunda noche decidimos planeag nuestra expedición en busca de pgovisiones.”
“Salimos después de la medianoche. No conocíamos la zona, así que no sabíamos que diguección tomag. Tampoco podíamos alejagnos mucho, pogque corríamos el guiesgo de no encontrag el camino de vuelta al taller. Al final, pensamos que lo mejog ega viajag siempre en el mismo sentido, sin abandonag mientgas fuega posible la caguetega y confiag en encontrag una tienda o un colmado. Pego lo que encontgamos fue un contgol militag.”
“Vimos unas luces que pagpadeaban al final de la calle. Nosotgos no llevábamos los fagos encendidos, así que si no hubiégamos pecado de ingenuos, todo habría podido salig bien. Pego esas luces nos llenagon de alegría. Jodeg, ega el ejégcito; pensamos que pog fin aquella pesadilla había llegado a su fin. Acelegué y comencé a tocag el cláxon. Ya podía veg los vehículos, y a algunos de los soldados que fogmaban la baguega. Hasta había un jodido tanque. Jamás me había alegrado tanto de veg gente unifogmada. Estaba como a unos treinta metgos del puesto cuando un potente foco nos iluminó. Yo gueducí un poco la velocidad y comencé a saludag con la mano, mientgas songueía a mi maguido y le decía que estábamos salvados.”
“Entonces nos dispagagon. Sin más. Una gafaga nos destgozó los neumáticos delantegos y atravesó el capó del Mazda. Pierre gritó. Yo pensé que le habían heguido, y sin dudag, tigué magcha atrás a toda velocidad. Conducía como una loca, encogida en el asiento, tratando de esquivag la lluvia de balas que nos caía pog todas pagtes, sin entendeg qué coño pasaba y pog qué nos habían atacado así.”
“Los muy segdos siguiegon dispagando hasta mucho después de que hubiégamos salido de su alcance. Paguecía que los hacían pog pugo placeg. Detuve el coche sólo un segundo, paga veg si Piegh estaba bien. Por pugo milagro, ni una de aquellas balas nos había tocado, pego el Mazda estaba hecho una miegda. El gadiador estaba tocado y habían pegfogado el depósito de la gasolina, pog no hablag de las puegtas, las lunas y la cagocería.”
“Aganqué de nuevo y nos metimos en la calle más cegcana. Ega una vía estgecha, puede que peatonal. El coche apenas cabía y yo no dejaba de pensag que si aquellos mongstruos nos sogprendían allí, seguía imposible escapag. Afogtunadamente, unos ochenta metgos más adelante salimos a una plaza. Como si de una igónica broma del destino se tratase, casi nos damos de bruces con un supegmegcado.”
“No apagué el motog. No sabía si después seguía posible agancarlo de nuevo, así que salté a la calle y me colé pog un hueco de la pegsiana destrozada del establecimiento. Entré sin más. Sé que fue una imprudencia. Ni siquiega migué si había alguien dentro, ni me preocupé pog teneg a mano cualquier cosa que pudiega segvigme de agma. Sólo queguía coger las provisiones y alejagme tanto como el coche nos pegmitiega. Por fogtuna, estaba vacío, y en los pocos minutos que dejé solo a mi maguido, nada ni nadie se acegcó al coche.”
“Cogí uno de esos cestillos de plástico y lo llené a discreción, sin migamientos. Vacié sistemáticamente los estantes hasta completag el cesto, y me llevé toda el agua embotellada que quedaba. Un minuto después, atravesábamos de nuevo el centro de Bagcelona a toda velocidad.”
“Pegdimos lo que quedaba de los neumáticos enseguida. El coche siguó avanzando agónicamente en medio de una espigal de chispas producida pog el roce del metal contra el asfalto. El depósito estaba casi vacío, y paga nuestra desgracia nos encontgabámos en el mismo lugar de pagtida, a pocas manzanas del Hospital Clínic. Atgavesamos el Paseo de Gracia y viramos pog la Diagonal casi sin quegueglo, pogque la diguección del Mazda ya no guespondía. Entonces vimos las luces de tu edificio. Ega lo único iluminado en muchas manzanas a la guedonda, y paga nosotgos fue como un faro en una togmenta. Cerré los ojos y pisé el aceleradog mientgas guezaba paga que no se me agotaga la gasolina antes de llegag hasta aquí. El guesto… bueno, ya lo sabes.”
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Mensaje  Bub Dom Abr 17, 2011 8:07 pm


La mujer se quedó en silencio, con la vista perdida en algún punto inconcreto de la moqueta. Yo estaba acojonado; lo de aquella pobre gente había sido una auténtica prueba de coraje y supervivencia, y la tipa había demostrado tener más huevos que el caballo de Espartero. No sabía qué decir, así que solté lo primero que se me vino a la cabeza.
-Ahora no tienen que preocuparse, aquí están a salvo-, dije. –Además, estoy seguro de que pronto llegará ayuda.
La franchute me miró con escepticismo, pero no dijo nada. Supongo que sabía tan bien como yo que mi comentario no era más que una excusa banal para romper la tensión del momento. Me regaló una sonrisa cansada.
-Voy a veg qué tal está Pierre-, dijo, y echó a andar hacia el sofá.
- Ha sido… ha sido usted muy valiente ahí afuera- le dije.
-¿Valiente?-, preguntó. -¿Te paguece que he sido valiente? ¿Pog escondegme? ¿pog matag a uno de esos magditos segues de ahí, quizás? ¿o tal vez pog gobag en un supegmegcado?...
-No. Por cómo ha luchado por sus vidas, la suya y la de su marido…
-Él-, contestó señalando a su esposo-, Pierre ha luchado pog nosotgos dos. Siempre. Todos y cada uno de los días que hemos pasado juntos. Ha luchado pog que tuviégamos una buena vida, pog asegugagnos un futugo, pog haceg cada momento inolvidable y único; ésa es la auténtica lucha. Ésa. Lo que yo he hecho ahí afuega ha sido huig. El miedo es lo que me ha empujado, no el valog ni la espeganza, ¿entiendes? Sólo… sólo ega un animal acogalado.
- Aún así, creo…
-Escucha bien-, me interrumpió, -Lamento tigag pog tiega tus ilusiones, pego más vale que te quede ahoga clago, antes de que te llenes la cabeza con sueños imposibles. El cabrón que planeó esto lo hizo paga que fuega definitivo, de-fi-ni-ti-vo. Nadie estaba prepagado paga algo así pogque nadie creía posible algo así. Las naciones han gastado dugante años millones y millones de sus presupuestos paga defenguegse del posible ataque de sus vecinos, paga desagollar agmas capaces de destruig cientos de veces el planeta, incluso paga repeleg un hipotético ataque de invasogues de otros mundos… pego no pueden haceg nada contra esto. Esos segues de la calle están pog encima de cualquieg limitación física, de cualquieg considegación ética o mogal; paga ellos no hay leyes, ni estados ni banderas, ni difeguencias raciales; nunca se van a jodeg mutuamente pog el colog de su piel. Ese ejégcito no va a llorag a sus caídos, ni va a detenegse ante ninguna potencia de tiro, ni siquiega podremos capitulag con ellos pogque nunca nos ofgeceran una rendición. Sólo nos extegminagán, y luego reinagán sobre nuestra tierra quemada, y un buen día, también ellos desapaguecegán. Eso es lo que pasagá. Entonces, yo te pregunto ¿será un acto de valentía luchag contga ellos? ¿Tendremos alguna opción más de supegvivencia que pasag los siguientes treinta o cuaguenta años escondiéndonos, huyendo? No. Yo creo que no. He cuidado de mi maguido pogque se lo debo, y seguigué haciéndolo hasta que Pierre deje de respirag, sea cuando sea; pego no será una lucha pog la vida. No se puede luchag pog la vida cuando ya no queda vida pog la que luchag.
Estuvo unos segundos en silencio, luego me miró y me preguntó: ¿Sabes qué sería valiente?. Yo negué moviendo la cabeza.
-Valiente sería coger ese revólver que llevas en el bolsillo y volarnos la cabeza. Eso sería valiente-, dijo.
Después, se encogió de hombros como un niño sin la respuesta correcta, y se marchó. La vi sentarse en el sofá junto a su marido, y cogerle con delicadeza una mano. Pasó varios minutos besando los dedos del franchute.
La tipa me había soltado una hostia del quince, metafóricamente hablando, calro. Me había dado todo un repaso. Yo no me caracterizaba por ser un tipo pesimista, más bien al contrario, pero ante aquellos argumentos no podía menos que dudar de las escasas posibilidades que secretamente guardaba de que la situación se arreglara de una u otra manera. Y es que si ella tenía razón, si aquellos bichos ya se contaban en número suficiente como para llevarnos a una guerra, estábamos perdidos.
Borré esos pensamientos oscuros de mi mente, y traté de poner buena cara. El franchute ya se había despertado y no era cuestión de preocupar al tipo más de lo necesario. Con el motor tocado, no le convenían en absoluto los malos rollos, y a pesar de que su mujer veía nuestro futuro más negro que los cojones de Mr. T, delante de él era toda sonrisas y buen humor, y yo iba a comportarme exactamente igual.
Cuando volvía al mostrador, el Piegh me hizo señas para que le acercara uno de los bolsos y me sentara a su lado. El hombre abrió la bolsa y al cabo de unos segundos sacó un estuche de madera labrada con un cierre dorado. Lo puso en mis manos y me indicó que lo abriera. Dentro había media docena de cigarros. Yo había dejado de fumar ocho años antes, pero jamás había probado un puro. Aunque no entendía del tema, aquellos tenían pinta de ser cojonudos. Bajo los cigarros, había un trozo de papel en el que se garantizaba que todos ellos habían sido elaborados a mano con tabaco cubano de primera calidad. El franchute hizo un gesto con la caja y me sonrió. Yo no entendía qué quería decir.
-Son paga ti-, dijo la tipa.
-¿Qué?-, pregunté.
-Los habanos. Quiere regalágtelos.
-Ah, no. No puedo aceptarlos.
-Es una muestra de agradecimiento, no se los guechaces, pog favog. Además, a él tampoco le conviene fumag. Cógelos.
-De acuerdo, le diré que vamos a hacer. Nos los fumaremos juntos, los tres ¿puede preguntarle qué le parece?
La mujer le explicó el trato, y el franchute asintió meneando la cabeza mientras sonreía. Nos dimos un apretón de manos y acordamos que nos fumaríamos el primero aquella misma noche, después de cenar
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Mensaje  Toletum Lun Abr 18, 2011 2:38 am

muy bueno Bub, sigue asi, me encanta la historia. EL personaje de Bony cada vez me parace mas completo, me lo estoy pasando como un niño chico leyendo.
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Mensaje  Bub Lun Abr 18, 2011 7:44 pm

La cena fue estupendamente. Una velada como no recordaba en años. El franchute es un cachondo. No le pillaba una puñetera mierda de lo que decía, pero me partía el pecho con él; y le pega a la priva como un condenado. Desde mis buenos ratos con Domínguez no me había vuelto a reír con tantas ganas.
La mujer estaba algo tensa al principio, pero a medida que el Piegh se fue animando, comenzó a relajarse. De tanto en tanto recriminaba a su marido por los continuos lingotazos de bourbon que éste se atizaba, aunque en realidad lo hacía por pura costumbre maternalista; el tío estaba disfrutando, y a ella le hacía feliz.
Encendimos los habanos cerca de la medianoche. Fue Piegh quien se encargó de ello, y lo hizo como si de un ritual sagrado se tratase. Enseguida, la portería entera se llenó del aroma dulzón del buen tabaco, trasladándonos a todos a otras épocas no tan lejanas y mucho, mucho mejores.
La primera calada fue frustrante. Tras años de abstinencia, uno pierde la costumbre de permitir que el humo le invada la garganta, y tuve un acceso de tos tan salvaje que estuve a punto de potar la cena sobre la alfombra. El franchute me dio una serie de palmaditas en la espalda mientras se descojonaba de risa. El muy cabrito. Él lucía su caliqueño entre los dientes como si fuera la piruleta de un chiquillo mientras expulsaba pequeñas nubecillas de humo con una destreza insultante.
-Demasiado profunda-, dijo la mujer. –Tienes que dejag que el habano se vaya encendiendo poco a poco, con caladas pequeñas. Así, mira-. Y comenzó a chupar el cigarro en envites cortos e intensos. Yo noté que se me tensaban los huevecillos, y miré rápidamente a otra parte, mientras maldecía a mi calenturienta mente.
Con los ojos aun lagrimeando, volví a intentarlo. Esa vez fue mareante, embriagadora; coño, uno no aprecia las cosas buenas hasta que las prueba y puede comparar. Aquel puro estaba delicioso, era todo un deleite para los sentidos, como comer por primera vez un buen jabugo o echar el primer polvete; un mundo nuevo de sensaciones. Sentados alrededor de un par de botellas, saboreando los habanos; era una de aquellas situaciones que quisieras alargar eternamente.
La reunión se prolongó hasta bien entrada la madrugada, cuando la tipa se levantó con cara de fastidio y me pidió que le activara el ascensor. Mientras lo hacía, ella cogió el neceser de su maleta y entonces vi que tenía el fondillo de sus shorts manchado de sangre. Le había sorprendido la semana roja, y por lo que yo sabía de las mujeres, que no era mucho, eso significaba rollos chungos y mal humor. Joder, y es que eso del período debía ser una putada, la verdad.
-¿Hay alguna ducha en el edificio?-, me preguntó. –Tengo que… lavagme.
-No, lo siento.
-Eso de la segunda planta es un centro médico o algo así, ¿no?-, dijo señalando el directorio de empresas que había colgado en la pared. –Seguro que tienen duchas.
-Sí, las tienen, pero ya le he dicho que no puedo acceder a ese piso, ni al resto del edificio. Tendrá que apañarse con los lavabos del principal.
-Creía que un vigilante tenía acceso a todas las pagtes del bloque, al fin y al cabo es tu trabajo, controlag el edificio…
-Así es, pero una bajada de tensión dañó los lectores magnéticos de las puertas hace unos días… y no se pueden abrir de otro modo.
-Ya. Y afectó también al funcionamiento de los ascensores, ¿vegdad?, pego sólo a pagtig del principal.
-Sí.
-Estupendo-, dijo, y se metió en la cabina mascullando Dios sabe qué en franchute.
Yo miré a Piegh que se encogió de hombros como diciendo “ella es así, todo un carácter”; aunque el pobre no debía tener ni idea de lo que habíamos hablado, conocía muy bien a su esposa. El hombre apagó su cigarro y guardó el resto, casi la mitad, en el estuche de madera. La fiesta había terminado.
Me sentía un poco apenado por haber mentido a la tipa, pero era mejor así. Nosotros no íbamos a subir, y los jodidos muertos no podían bajar. Asunto zanjado. Ya no estaba tan seguro como al comienzo de que vendrían a rescatarnos, pero sí tenía claro que no iba a arriesgar nuestras vidas mientras no fuera necesario, y desde luego, no por una puta ducha. Si quería lavarse el culo, que usara el lavabo.
Piegh se echó en el sofá y casi al instante estaba sopa. El tío se desenchufaba con una facilidad que asustaba. Antes se había quitado el parche del brazo y se había tomado la pastillita. Yo no sabía si con la cantidad de priva que se había metido en el cuerpo era bueno tomar la medicación, pero no dije nada. Siempre era la mujer la que le daba las pastillas, a todas horas. Y él se esperaba a que ella lo hiciese, pero esa noche no. Supuse que el hecho de que a ella le hubiera bajado la regla tenía algo que ver, y que la franchute no iba a estar de muy buen humor cuando bajara, así que el Piegh se había quitado de en medio. Y yo debería hacer lo mismo, pensé. Si su marido, al que ella adoraba, le temía en esos días, más valía no cruzarse en su camino.
Me senté en la silla y esperé a que volviera. Desconectaría el ascensor, le daría las buenas noches (o no, según la viera) y me pondría a sobar de inmediato.
Bajó poco después, y lo cierto es que no parecía muy cruzada. Me dio las gracias, me pidió amablemente una bolsa para poner su ropa manchada y después de guardarla, se tumbó en la alfombra.
Yo apagué la luz y me dispuse a dormir. Tres minutos después, la tipa se levantó, se echó una toalla por encima de los hombros, salió al vestíbulo y se sentó en la sillita plegable.
-¿Quiegues un pito?-, preguntó de repente.
Yo no contesté; fingí roncar, pero sonó ridículo.
-Vamos, sé que estás despiegto. Ven a fumag conmigo.
Me levanté, salí al vestíbulo y me senté en el escalón de mármol.
-La verdad es que ya he tenido bastante tabaco por hoy-, le dije.
-No es un habano-, contestó, y me dió un paquete de cigarrillos americanos. –No fumo cigarrillos delante de Pierre, pog su corazón, ya sabes. Él dice que este humo es más pegjudicial, pego a mí me paguece que ambos joden igual.
Cogí uno y lo encendí con el suyo. Para mi sorpresa, me apetecía terriblemente fumar, y me entró de puta madre.
Pasamos unos minutos fumando en silencio, mirando los edificios oscuros.
-Paguece que no queda nadie en casa, ¿eh?-, dijo al fin.
-Bueno, sólo hay oficinas en esta zona-, contesté, pero yo sabía que ella no se refería a eso. La ciudad entera estaba muerta; podía tratar de ignorarlo, pero eso no lo hacía menos cierto.
-¿Lleváis mucho tiempo casados?-, pregunté yo.
-No estamos casados, pego sí, hace años que somos pareja. Nos conocimos cuando yo estaba en la univegsidad, en mi último año. Pierre es el accionista mayoguitaguio de una impogtante compañía suiza de investigación tecnológica. Impagtió unos cugsos en mi facultad y… bueno, nos enamogamos-. Dio una calada y luego añadió: - Sé lo que estás pensando, pego no había una señoga Leroy.
-¿Qué? No, yo no…-, balbuceé.
-No te preocupes. Ya sé que suena a la histogia de siempre. Millonaguio maduro, más joven estudiante igual a esposa traicionada, pego no fue así. Pierre ega soltego. Fue un flechazo como dicen ustedes, ya ves.
-Es una bonita historia. Su marido parece una buena persona, quiero decir que… los dos lo parecen, claro.
La franchute sonrió.
-Venga, no me salgas con cumplidos, no ahoga. Mira ahí afuega, el mundo está hecho una pogqueguía, lleno de cadávegues que se arrastgan buscando cagne, jodeg; no hace falta que me enjabones. Yo no te caigo bien, no hemos conectado. No pasa nada. En otras cigcunstancias nunca nos hubiégamos conocido, ni hubiégamos fumado juntos, ¿no? Entonces, seamos clagos, qué coño. Sin tapujos.
-Como quiera, pero que conste que ambos me parecen buena gente…
-Gracias-, dijo, y sonrió de nuevo. –Tú también pagueces auténtico.
-¿Hay chavales enperándoles? Ya sabe, chiquillos, hijos…-, le pregunté. Al hacerlo no pude evitar pensar en el pobre Domínguez y en su pequeña. Ojalá se encontrara a salvo estuviera donde estuviera.
-No. Lo intentamos en varias ocasiones sin éxito, pego no pensamos que pudiega tratagse de algún problema físico. Luego, tras hacegme unas pruebas rutinaguias descubrieron que tenía un tumog en el útero. Afogtunadamente no ega cánceg, pego la biopsia reveló que yo no ega fégtil.
-Lo siento-, dije.
-Bueno, pensamos en la posibilidad de adoptag, pego entonces se agravó la cardiopatía de Pierre. Tras la opegación, dugante la que estuvo a punto de morig vaguias veces, renunciamos a teneg hijos. Él decía que no queguía dejag huégfanos a los niños; pasó mucho tiempo pensando que iba a moguig en cualquieg momento. Pog mi pagte, decidí que iba a entregagme en cuegpo y alma a mi maguido y a aprovechag aquella segunda opogtunidad que el destino nos había dado. Ya han pasado diez años, y sincegamente no hemos echado en falta los llantos a medianoche y los cambios de pañale-, concluyó. - ¿Y tú, hay una mujeg espegándote?
-No, qué va. Nunca he estado casado, ni he tenido relaciones serias, ya sabe. Y ahora… bueno, me alegro de no haber formado una familia-, le dije. –Aunque tengo buenos amigos-. Pensé en Valdés y en que ya hacía muchos días que no sabía nada de él. El cubano sabía cuidar muy bien de sí mismo, tenía mucha calle, pero…
-Estás pensando en alguien, alguien impogtante paga tí ¿vegdad?-, dijo la franchute.
Yo asentí con la cabeza.
-¿Quién es?
-Un buen amigo, vigilante como yo. Estaba de servicio en el Hospital Clínic cuando empezó todo.
-Dios, ¿muguió en la explosión?-, preguntó.
-¿Valdés? ¿Morir? Noooo, es perro viejo. Cuando el hospital se fue a tomar por el culo, él ya estaba lejos; menudo es el cubano.
-¿Y sigue en la calle?
-Ajá. Estuvimos en contacto a través de una emisora de la policía; él me alertó sobre lo que estaba pasando y me convenció para que no me moviera de aquí. En cierto modo, le debo la vida. La última vez que hablamos me dijo que iba a intentar salir de la ciudad, ir hacia el sur…
-No quiego seg aguafiestas, pego ya te he explicado cómo está la situación ahí afuega. Dudo que lo consiga. Lo siento, pego es lo que pienso.
-Ya lo sé. ¿Cree que no he pensado en ello? Sin embargo, hay algo que me dice que sigue vivo; no sé muy bien qué es, pero lo siento dentro. En nuestra última charla me dijo que tenía un plan y que había encontrado armas suficientes para intentar llevarlo a cabo con garantías…
-Y también te dijo que no te moviegas de aquí, ¿no? Si tan seguro estaba de poder salig de la ciudad, ¿pogqué no te animó a haceglo tú?
-No lo sé. No sé qué pensar. Sólo quisiera poder contactar de nuevo con él. Entonces podría hablarle del Jinete, y de ese pueblecito de Tarragona. Dicen que es un lugar seguro, y Valdés sería capaz de llegar hasta allí, estoy convencido.
-¿Hablas del lugar desde donde emiten la señal de radio?-, preguntó.
-Sí. Hay gente allí, y estaban preparados para esto. No me pregunte cómo lo sabían, pero lo estaban. Alguien, el alcalde creo, ordenó reforzar las zonas débiles con vallas. Construyeron una especie de muralla, ¿entiende? Ahora informan continuamente de las vías abiertas y seguras, y animan a la gente a ir hasta allí.
-Ya, ¿y qué pueden ofrecegle a toda esa gente que va a llegag? ¿Un techo, mantas, tal vez comida paga unos cuantos días? ¿Y luego qué?
No supe qué contestar. Lo que más me irritaba era que en el fondo la tipa tenía razón. Apagó su cigarrillo en el escalón y sacó otro del paquete. Mientras lo encendía, dijo:
-No hay esperanza-.
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Mensaje  womankill Mar Abr 19, 2011 11:54 am

genial,me encanta sigue asi que la historia engancha,ole ese bony zombie salto
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Mensaje  Toletum Mar Abr 19, 2011 3:31 pm

Dos palabras: Me encanta. Esta historia no es como las demás de tiros y tiros, tiene un buen argumente y profundiza en los personajes. Cada vez estoy mas enganchado.
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Mensaje  Bub Mar Abr 19, 2011 7:34 pm



Pensé decirle que no estaba de acuerdo con ella, pero antes de que pudiera habar, la mujer continuó.
- Como ya te he dicho, cugsé estudios supeguiogues en la Univegsidad de Lyon. Me licencié en Ingenieguía Técnica, una especialidad poco frecuente en mujegues. Poco después de haceg mi tesis, obtuve una Beca de la Comisión Eugopea de la Eneggía. Pasé dos años en Bruselas, colabogando en proyectos paga el desagollo de las eneggías renovables, en especial la eneggía nucleag…
-Bufff-, dije yo. Ella sonrió y me miró con gesto interrogativo.
- Bueno, es que eso de la energía atómica no me hace mucha gracia. Yo no sé nada del tema, pero me da mal rollo. ¿Qué me dice de aquellas ciudades japonesas? “Hashiroma” y “San Ganaki”, creo. Esos yankis de los cojones lanzaron allí bombas atómicas… Por no hablar de Palomares, donde una bomba se hundió cerca de la playa. Fraga se bañó en sus aguas, y esa mierda… ¡lo hizo inmortal!! El muy cabrón todavía sigue dando por culo-. Pensé decirle también lo de las pruebas nucleares que se habían hecho en un atolón del Pacífico, pero luego recordé que habían sido precisamente los gabachos, así que decidí que sería mejor no tocar el tema.
La franchute se rió unos segundos, y luego dijo:
-Es vegdad, no son ejemplos muy alentadogues. Pego el uso de la eneggía nucleag no se gueduce a la frabriación de agmas; es más, sólo una pequeña pagte de los gecugsos se destina a eso. Su meta principal es la producción de electricidad. Hay 442 reagtogues en todo el mundo, guepagtidos en 29 paises. Aquí mismo, en España, tenéis seis, pego dos son unidades gemelas, así que contáis con ocho reactogues. Fgancia es el estado eugopeo con más dependencia de la eneggía nucleag. Tenemos 58 centrales, que cubren el 76 pog ciento de las necesidades eneggéticas del país-, dijo. –Yo misma soy la guesponsable de seguguidad de una de ellas, la central de Blayais, al sug de Burdeos. Hay cuatgo gueactogues allí, y trabajan más de mil trescientas pegsonas. Lejos de lo que la gente pueda pensag, se trata de una eneggía limpia, sostenible y muy seguga.
-Es muy interesante-, dije yo. –Pero, no sé dónde quiere ir a parar, la verdad.
La franchute dio una calada a su cigarrillo, aspiró profundamente el humo y luego lo soltó despacio mientras observaba cómo desaparecía en espirales caprichosas.
-¿Sabes cómo funciona una central nucleag?-, me preguntó al fin. Yo negué con la cabeza.
-Es bastante sencillo. Te lo explicagué brevemente sin entrag en detalles técnicos-, dijo ella. - Las centrales tienen uno o más recagtogues en cuyo núcleo hay un contenedog que llamamos vasija. La vasija tiene las paguedes guecubiegtas de un mateguial aislante de la gadioactividad, nogmalmente grafito u hogmigón. En el integuiog de la vasija está el mateguial fisible, uganio-235 en la mayoguía de casos, o plutonio-239.
“La fisión de los átomos de este combustible nucleag libega una gran cantidad de eneggía caloguífica. Hay un cigcuito primaguio, pog el que cigcula el agua que se calienta en el reagtog, que transmite el calog a un cigcuito secundaguio, transfogmando el agua en vapog.”
“Cuando el vapog de agua se expande en las tugbinas, provocan el movimiento de éstas, que hacen girag a su vez a los genegadogues, produciendo así la eneggía eléctrica.”
“Sin embaggo, la pagte más impogtante de una central no es su reagtog, sino el sistema de refrigegación, pog eso siempre están cegca de un suministro de agua fría, bien sea un río, un lago o el mag.”
“El sistema de refrigegación se encagga de que no se sobrecaliente el reagtog, y se produzca una fusión en su núcleo. Así, el caudal de agua evapogado pog la torre es guestituido constantemente a pagtig de la toma de agua cegcana pog la bombas de impulsión.”
“El mayor peligro que presenta una central es la fusión de su núcleo. Paga que esto ocugga, es necesaguio que se de una cadena de fallos en la seguguidad de la central bastante improbable, como la pégdida de control de la presión, la imposibilidad de refrigegag el núcleo, un aumento inadvegtido de la potencia de generación, un incendio, o bien la combinación de algunos de ellos. Si esto ocuguiega, aumentaguía la tempegatuga del núcleo, y el combustible pasaguía de estado sólido a líquido.”
“El combustible fundido es capaz de destruig la estructuga de la vasija del reagtog, pudiendo incluso penetrag en el subsuelo. Si el mateguial entraga en contacto con el agua, se produciguía una explosión de vapog, agravando enogmemente la situación. Evidentemente, una fusión del núcleo implica, casi con total seguguidad, la destrucción del reagtog y la imposibilidad de su repagación.”
“La explosión del núcleo provocaguía la libegación al medio ambiente de una grandísima cantidad de elementos gadiactivos que se depositaguían sobre los campos, las pegsonas y en especial, el agua, haciéndola tóxica paga el consumo humano.”
La franchute se calló y me miró muy seria.
-¿Está tratando de decirme que… piensa que eso puede ocurrir?-, dije yo.
-Vegás, en guealidad el funcionamiento de la central es casi automático. Están prepagadas paga seg autosuficientes, pog así deciglo. Pego es necesaguio que haya alguien ahí, supegvisando, controlando ¿entiendes?
-Sí. Por mucha tecnología que haya, al final siempre hace falta la mano del hombre para… pulsar el botón correcto, ¿no?
-Eso es, más o menos.
-Espere, espere. Esta… epidemia, o lo que quiera que sea, ha conseguido colapsar una ciudad como Barcelona en pocos días. Joder, ¿cree que…
-Oui, ¿qué pasagá cuando todas las pegsonas que se encaggan de manteneg las centrales en funcionamiento, controlando la tempegatuga del núcleo, asegugando una buena regrigegación, simpemente un día… desapaguezcan?
-No es posible-, dije yo. –No lo permitirán. Los gobiernos… harán algo, alguien lo solucionará, ya lo verá.
-Yo no lo creo. Sólo sé que una catástrofe así acabaguía con la vida en el planeta. Quizás no de gueepente, clago. Segá lento y agónico, pego al final… sólo sobrevivigán algunas especies de insectos… y esas cosas-, dijo señalando a los muertos que se amontonaban en la entrada.
Aplastó la colilla contra el mármol y se levantó.
-Me voy a dormir-, dijo de repente.
Mierda, aquella tía tenía la fastidiosa costumbre de acojonarme y luego desaparecer. La muy cabrita me había puesto el cuerpo malo, como si en la situación en la que estábamos no fuera fácil comerse el coco uno solito; no, ella llegaba, te soltaba el rollo apocalíptico, te adornaba la historia con sus argumentos contundentes sin opción a réplica y se iba a la camita tan tranquila. Dios, la franchute era odiosa y admirable a partes iguales.
Me levanté tras ella, y espontáneamente, mis ojos se clavaron en su trasero perfecto. Entonces, sin previo aviso, mientras en mi cabeza aquellos shorts prietos ya colgaban de sus rodillas, la tipa se giró y me abrazó.
-Gracias por todo-, dijo.
Yo noté sus pechos libres bajo la camiseta y el perfume suave de su champú, con un ligero toque de almendras dulces mientras me atraía hacia su cuerpo. Sentí como se me inflaban las joyas de la corona. Joder, hacía meses, quizás un año, que no había tenido una piba tan cerca. En breve, el general iba a levantar su cabeza calva pidiendo guerra.
-No hay de qué-, dije atropelladamente y la aparté antes de que la ensartara como a una brocheta.
La franchute se fue contoneando ese culito glorioso y se tumbó en la alfombra. Yo me esperé unos minutos a ver si la cosa se calmaba, pero al final tuve que volver a mi silla con una trempera de mil pares de cojones. Y es que, para no perder la costumbre, la tipa me había regalado otra larga noche sin dormir. Cagüentó.
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Mensaje  womankill Miér Abr 20, 2011 9:03 am

jajajajaja ay que ver este bony valla saliera que tiene el tio,muy bueno compi sigue asi.
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Mensaje  Toletum Miér Abr 20, 2011 2:36 pm

Pobre Bony, otra calenturienta noche por culpa de la francesita ajajajaj. Sigue asi Bub, queremos ver que pasa-
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Mensaje  Bub Miér Abr 20, 2011 11:37 pm


No sé qué puñetas estaría soñando, pero debía ser cojonudo, porque me había oído reir en sueños; por primera vez en muchas noches me sentía bien, cuando noté que me zarandeaban con violencia. Abrí los ojos sobresaltado, y me encontré al piegh que me agarraba por los hombros y me sacudía como a una estera vieja. El franchute tenía los ojos desencajados y estaba pálido como la cera. Iba a cagarme en su puñetera madre aunque no me entendiera, cuando oí gritar a la mujer.
Salté de la silla y salí a la portería, cagado de miedo, pensando que aquellos jodidos bichos habían conseguido entrar por fin, pero allí todo estaba en orden. Entonces la tipa gritó de nuevo y me di cuenta de que había sonado arriba.
No entendía un carajo de lo que estaba pasando; hacía apenas un minuto, estaba tan ricamente en mi butaca sobando a pata suelta y ahora andaba más perdido que un maricón en feria. El franchute no dejaba de gritar en su jerga gabacha y señalaba al techo. Yo le hice gestos para que se tranquilizara, y en ese momento me di cuenta de que el ascensor del centro no estaba. “No puede ser”, pensé. “Anoche lo dejé desactivado”; me eché la mano al bolsillo y lo comprendí todo. Jodida franchute, sabía que no era de fiar. La muy hija de puta me había robado la llave de los ascensores mientras me abrazaba, con una habilidad que habría hecho palidecer al mismísimo Lupin.
Corrí a los monitores y vi que la cabina estaba abierta en la seguna planta.
“Piegh” se puso a golpear la puerta del ascensor como un loco, aporreando la botonera, pateando la superficie de acero pulido.
-¡Déjelo, está bloqueado allá arriba, y su esposa tiene la llave!-, le grité. –¡Tenemos que subir a pie!!-. Cogí uno de los palos de golf y eché a correr hacia la escalera.
El franchute no comprendió ni papa de lo que le dije, pero ya me seguía cuando entré en el descansillo.
El primer tramo de escaleras estaba vacío. Yo ya sabía que era zona despejada, pero aún así le quité el seguro al revólver mientras subía.
Cuando llegamos al rellano del segundo piso, el Piegh jadeaba como un perro y sudaba a mares. Sólo me faltaba que le diera un síncope, pero el tipo me levantó un pulgar indicándome que se encontraba bien. Yo le concedí un par de minutos para que se recuperara y mientras busqué en el manojo de llaves la que abría aquella puerta.
Empujé muy despacio la hoja; apenas se había abierto un palmo cuando ví una bota sobre la moqueta. Le indiqué a Piegh que no hiciera ruído, y metí la cabeza por la rendija.
No había nadie. La bota descansaba solitaria junto a la puerta, y desde ahí partía un reguero oscuro (me jugaba los cojones a que era de sangre) que se perdía en la oscuridad del pasillo. Entré en la planta y Piegh me siguió.
Allá arriba reinaba un silencio sepulcral; yo ya me temía lo peor, cuando la franchute gritó de nuevo. Los dos dimos un respingo, y el Piegh hizo ademán de salir corriendo hacia las oficinas, pero le detuve cogiéndole del brazo. Había visto algo en el suelo, en medio del pasillo.
Avancé un par de pasos maldiciéndome por no haber cogido la linterna, con el palo extendido como el bastón de un ciego, moviéndolo de un lado a otro. Unos metros más adelante, pisé algo. Era blando y resbaladizo, pero no veía nada. A tientas, alcancé el interruptor y accioné la luz del corredor.
De pronto me encontré de pie en mitad de un charco enorme de sangre. Lo que había debajo de mí eran restos humanos, una miscelánea rojiza de intestinos, entrañas y otras porquerías inmundas. La otra bota lucía aun en el pie de su propietario, pero a un metro del resto de la pierna. Una porción de hueso astillado coronaba la cima; los cordones seguían atados. Lo que quedaba del cuerpo y parte de uno de los brazos habían sido arrastrados por toda la moqueta; imaginé a los bichos disputándose el cuerpo del pobre desgraciado, tirando de él, gruñendo por llevarse la mejor parte… se me erizaron los pelillos de la nuca. No había ni rastro de la cabeza, pero creí reconocer la camisa, aunque ya no era más que un puñado de tela ensangrentada. Me acerqué al torso destrozado y lo giré con la punta del zapato. Entonces vi el logotipo azul en forma de botella en la pechera. Aquel tío era el repartidor de agua.
Apenas lo conocía; había coincidido con él un par de veces cuando venía al edificio a recoger las garrafas vacías. Normalmente usaba el montacargas para subir el género a la clínica, pero siempre retiraba los envases por la portería. Un par de saludos, algunos comentarios banales sobre el tiempo o el fútbol, ya sabéis, las charlas de cortesía. Supuse que aquellos cabrones le habían sorprendido dentro del montacargas la mañana del sábado cuando hacía el reparto, y tratando de huir, se los había subido con él. Hay que joderse.
Le indiqué a Piegh que me siguiera. Yo caminé despacio hasta el final del pasillo; iba a decirle que todo estaba despejado cuando el franchute dejó escapar un gritito sofocado. Me giré y vi que estaba con la espalda pegada a la pared, mirando fijamente algo que había debajo de una mesita. Al principio, pensé que la visión de aquella carnicería le había impresionado, pero cuando llegué a su lado comprobé que no era eso. Allí debajo, cercenada a la altura de las orejas, estaba la cabeza del repartidor, y aun movía los ojos.
Aparté a Piegh a un lado, cogí aquella cosa por el pelo y la tiré en una papelera. Luego, le pregunté al franchute si podía seguir. Él asintió.
En silencio, llegamos al vestíbulo. El ascensor seguía abierto, con la llave puesta. Pensé en cogerla, pero decidí que sería mejor dejarla allí de momento, por si teníamos que salir cagando leches. En ese momento, se oyó un golpe tremendo, como si derribaran una pared, y la mujer comenzó a gritar de nuevo. Primero fueron sólo gritos histéricos, pero después empezó a decir algo como ¡”Mondié, mondié, mondié”!!
“¿A quién coño llama?”, me dije. El franchute se llamaba Piegh… ¿Quién mierda era ese Mondié? A mí me importaba un carajo los líos que la tipa se trajera entre manos, pero no me parecía lógico que en una situación como aquella se acordara de otro…
Los gritos provenían de los vestuarios, en la parte norte de la planta. Eché a correr hacia allí, con el Piegh pisándome los talones. Tan alocados entramos en la habitación, que casi me di de bruces con el muerto de los huevos.
Era un fulano gigantesco, uno de esos fanáticos de las pesas, supuse. El gachón no tenía cuello. Se le juntaban los hombros con las orejas en una masa informe de músculo. Unas venas gruesas como dedos recorrían todo su cuerpo, y sus brazos parecían columnas. Yo no tenía ni idea de cuántos músculos había en el cuerpo, pero aquel tipo debía tener al menos el doble, seguro. Llevaba una camiseta de tirantes que se en sus buenos tiempos debió ser blanca, pero que ahora estaba cubierta de sangre reseca; la tela tensa parecía a punto de explotar sobre aquella mole de fibras hipertrofiadas. Un pantaloncito corto de lycra cubría apenas sus nalgas estriadas; parecía que le habían peinado el culo con un rastrillo.
El muerto ni se percató de que estábamos allí. La tipa se había encerrado en un tigre, y el gigante aporreaba la puerta con furia una y otra vez. Vi que la madera había comenzado a astillarse junto a las bisagras. Unos cuantos golpes más, y la franchute estaría jodida.
Le apunté con el revólver.
-¡Eh, capullo!-, grité. Mi voz sonó demasiado aguda. El muerto se giró lentamente. Piegh lanzó un graznido.
El tío tenía la cara destrozada. Uno de sus ojos colgaba de lo que debía ser un nervio y se balanceaba como un péndulo sobre la mejilla. Donde debería haber estado su nariz había ahora un agujero rojo y húmedo, que supuraba continuamente sobre los labios hinchados y azules como trozos de hígado. Sin embargo, no había sido el aspecto del fiambre lo que había hecho gritar al franchute. Lo que resultaba sorprendente, casi grotesco, era el gran bulto que el bicho exhibía entre las piernas, una mortadela descomunal que se erguía majestuosa bajo el brevísimo pantaloncillo. No recordaba mucho de las clases de anatomía del colegio, pero estaba seguro de que ahí, precisamente ahí, no había ningún músculo que pudiera hiperdesarrollarse. Al menos, levantando pesas. ¡Aquél cabrón estaba trempado!!!
Joder con la franchute; la tía era capaz de poner cardíacos hasta a los malditos muertos. Igual el tipo no tenía intención de zampársela, después de todo. “¿Pero qué coño dices, Bony? Estate por la faena, joder!!” Deseché esos malditos pensamientos, amartillé el arma y le apunté a la cabeza.
¡La puta!, el blanco era enorme, gigante, y estaba inmóvil; no podía fallar. Disparé dos veces seguidas. La primera bala no sé dónde mierda fue a parar; la segunda se estampó contra las baldosas de la pared, como a seis metros del muerto, rebotó y destrozó el espejo del lavabo. El Piegh me miró atónito, como diciendo “¿qué coño haces?”, y yo miré al puto revólver, como diciendo “¿qué coño haces?”. El fiambre nos miró a los dos pero no dijo nada, claro. Pasó de nosotros, se dio de nuevo la vuelta y comenzó a golpear otra vez la puerta del baño. El jodido tenía las ideas claras, desde luego.
Le grité de nuevo, pero ya no se inmutó. Insistí varias veces más; parecía el puñetero Jesulín llamando a un toro cojo, pero el muerto ni por esas. Miré al Piegh, que asistía impávido al espectáculo. Aquello era surrealista.
Entonces la puerta del baño cedió. El franchute soltó un grito, y la mujer comenzó a lanzar chillidos histéricos. Se nos acababa el tiempo. Alcé el revólver y disparé de nuevo. Esta vez le alcancé en un brazo, abriéndole un boquete del tamaño de una naranja. El cabrón no hizo ni caso; siguió embistiendo la puerta. Sólo me quedaban dos balas en el tambor, y no había munición de repuesto.
Cogí un banco del vestuario, lo arrastré hasta donde estaba el muerto de los cojones, me subí en él, le planté el cañón del revólver en la nuca y cerré los ojos, “si fallo ahora, me la corto”, dije, y apreté el gatillo. No fallé, claro. Cuando abrí los ojos, el cuerpo del fulano estaba apoyado contra la pared y su cabeza se había volatilizado. Borrada del todo. Yo estaba cubierto de sesos y el Piegh parecía que había estado revolcándose en un jodido matadero.
Bajé del banco. El franchute corrió hacia el tigre y empezó a hablarle a su mujer. Supuse que le decía que saliera, que ya había pasado todo, aunque si hubiera estado cagándose en mi madre, tampoco me habría enterado, asi que…
La mujer salió al fin. Estaba desnuda, cubierta sólo con una toalla y con el pelo empapado. Se abrazó a su marido mientras lloraba desconsoladamente. Repetía una y otra vez “sólo queguía dagme una ducha, sólo queguía dagme una ducha…”
Hasta ese momento yo estaba muuuuy cabreado con la tipa. Todo esto había pasado por su culpa, por no hacerme caso; su cabezonería había arriesgado la vida de los tres y me había hecho perder una parte preciosa de la munición, aunque tenía que reconocer que en este último punto, el mérito era de mi desastrosa puntería. Pero en el fondo me sentí aliviado de que todo hubiera acabado bien.
Me acerqué a ellos y les dije que teníamos que salir de allí. Era posible que hubiera más bichos y no estábamos en disposición de afrontar otra batalla, al menos yo. Piegh me hizo un gesto afirmativo. Se quitó la camisa y se la puso a su mujer, al tiempo que retiraba la toalla húmeda que la cubría. Yo aparté la vista para que ella no se sintiera incómoda, pero un segundo antes de hacerlo pude ver que tenía una herida en el brazo, con forma de media luna.
El muerto le había mordido.
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