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Segunda prueba
¿Furulas?
Virus R
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horacio campos
Yurinka
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Re: Virus R
mas que bueno esta excelente, masssssssss
fh1gt1s04d- Recien llegado al refugio
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Localización : Matando zombies en mi cuarto
Fecha de inscripción : 17/07/2010
Re: Virus R
MAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAASSS!!!!!!
Me he enganchado como Minase al nesquick, dame mas mas mas mas mas!!!
Me he enganchado como Minase al nesquick, dame mas mas mas mas mas!!!
Banderworld- Encargado de las mantas
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Localización : Albacete
Fecha de inscripción : 30/03/2009
Virus R (14)
Segunda semana, viernes III
Viernes 7 de agosto de 2009
Recibí los primeros rayos del sol pegado al ordenador. No había podido conciliar el sueño. Las sirenas de emergencias, que sonaban una tras otra, tampoco ayudaron. Fue difícil convencer a mis padres de que me quedaba en la ciudad. Insistieron en que no le debía nada al periódico y la verdad es que tenían razón, pero me mantuve firme. Les expliqué que la situación en Murcia todavía estaba controlada y que ya tendría tiempo de refugiarme en el campo a lo largo del fin de semana si empeoraba. Personalmente era consciente de lo arriesgado de mi actitud y algo me decía que hacía mal. Sin embargo, me marché a la redacción. Cogí el coche de mi hermana, un Seat Ibiza diesel que había dejado en casa de mis padres antes de partir hacia Argentina. Llené el depósito con la garrafa de gasóleo que habían comprado el día anterior y mi madre insistió en cargar el maletero con alimentos. Pensaba volver a casa de mis padres esa noche pero nunca se sabía qué podía ocurrir.
Esa mañana sí, la ciudad tenía todo el aspecto de estar bajo sitio. Tomé la avenida Juan de Borbón, una vía de tres carriles por sentido que se adentraba en la urbe por el norte. Un día normal estaría colapsada en hora punta, pero en esos momentos apenas había tráfico. Por dos veces me crucé con ambulancias precedidas de coches de la Policía. Los sindicatos sanitarios habían dejado muy claro que no saldrían de los centros de salud y los hospitales si no era con escolta, debido a las bajas sufridas en las primeras horas de la crisis en Murcia.
Al llegar a la plaza Juan XXIII giré hacia la Circular, siempre siguiendo grandes avenidas igualmente solitarias. Me daba escalofríos no ver ni un alma por la calle. Puse la radio. En la Cadena Ser especulaban sobre la posibilidad de un ataque nuclear controlado en Rusia, en la zona de los Urales. Los servicios de inteligencia de Gran Bretaña y Francia sospechaban que el Kremlin había desechado ya la opción de salvar Moscú y había ordenado un traslado general al este, tal y como ocurrió durante la Invasión Napoleónica o durante la Segunda Guerra Mundial. La cadena de explosiones debía ser una forma drástica de frenar las oleadas de zombies que campaban por la capital. Me parecía una salvajada, ya que nadie podía asegurar que no quedaran refugiados en las zonas bombardeadas. Ésa era una opción que, afortunadamente, no tenía el Gobierno español. Me pregunté si Estados Unidos había tomado la misma decisión. Al fin y al cabo ninguna potencia extranjera podía saber desde hace días lo que ocurría allí.
En la plaza Circular me encontré con una gran concentración de soldados. Había tiendas de campaña y toda clase de vehículos militares y de emergencias aparcados en los carriles interiores, cerrados al tráfico. Tenía pinta de ser alguna especie de cuartel general montado en pleno centro de la ciudad. El despliegue era tal que sólo se podía circular por el carril más externo, y vigilado atentamente por soldados situados en las torretas de blindados ligeros. Contaban también con enormes grúas que en esos momentos distribuían palés de sacos de arena en camiones de carga. Me recordó a esos meses de septiembre, hacía ya muchos años, cuando el río Segura crecía a causa de las tormentas y el Ejército intervenía para asegurar las motas. Ahora el peligro no procedía del agua.
Desde allí tomé la avenida de la Constitución y entré en el corazón de Murcia. A media altura de esta última calle había un gran montón de sacos de arena en ambas aceras. Entonces comprendí que las grúas que había visto antes estaban distribuyendo ese material para formar barricadas en los puntos neurálgicos de la ciudad.
No tuve problemas de aparcamiento en el centro; no había ni gente ni coches entrando a esa hora. En realidad, la circulación se producía en sentido contrario. Como mis padres, muchas familias huían de la ciudad con los automóviles cargados hasta los topes.
La puerta del edificio donde estaba la redacción de El Faro estaba cerrada, contrariamente a lo habitual. Llamé al telefonillo del periódico y me respondió la administrativa, que se alegró de escucharme, y abrió. Una vez allí fui recibido como un héroe. Durante mi estancia en la comisaría me habían perdido la pista e imaginaron lo peor. Sin embargo el jueves se enteraron por las declaraciones de los delincuentes a la salida de la comisaría que había sido puesto en libertad. Me enteré además de que ese día habían acudido a trabajar tan sólo algunos redactores. Para empezar no había noticias del director desde el día anterior. Vivía en un pueblo de la vecina Cartagena, pero no respondía ni al teléfono móvil ni al fijo de su casa. No era la única ‘baja’. La plantilla, que de por sí no era muy amplia, se había reducido a la mitad, por trabajadores que o bien anunciaron que se tomaban vacaciones o simplemente dejaron de acudir a las oficinas. De esa forma, Fernando y yo habíamos ascendido sin verlas venir a máximos responsables del rotativo, y la primera decisión del día no era baladí: ¿sacábamos el periódico?
Segunda semana, viernes. Ya vienen
Viernes 7 de agosto de 2009
Pepe fue el primero en verlos. El jefe de Deportes del periódico había conectado la televisión, para ver si la 7 (la televisión autonómica) emitía el programa especial de deportes antes del informativo, cuando se encontró con las imágenes.
- ¡Joder! Venid a ver esto. Están por todas partes- dijo.
El canal regional estaba emitiendo en directo una auténtica procesión de muertos. Eran cientos y estaban andando entre las naves de un polígono industrial y una vía rápida que pasaba un poco por detrás. Me di cuenta de que eran los alrededores de los estudios de la 7 en el Polígono Industrial Oeste, sólo a unos minutos de Murcia. Al parecer, el cámara estaba en la azotea del edificio, acompañado por una periodista que a duras penas conseguía articular palabra.
Los zombies andaban tranquilamente, algunos pasaban de largo y otros se acercaban a la televisión, plantándose junto a las vallas del complejo. Eran hombres y mujeres de todas las edades, muchos de ellos vestidos con batas médicas o pijamas salpicados de manchas de sangre. Varios comentaristas de la televisión, que se encontraban en un plató en los estudios de la cadena, informaron de que las autoridades habían perdido el contacto la noche anterior con el Hospital Virgen de la Arrixaca. El complejo sanitario consistía en un conjunto de instalaciones médicas realmente enorme, en el que trabajaban miles de profesionales sanitarios. Además, desde el comienzo de la crisis había acogido centros de investigación de la infección, junto a los pacientes comunes ingresados en las diversas secciones del hospital. Si el virus se había extendido por toda la zona, podía haber matado y revivido a más de diez mil zombies, que ahora marchaban hacia Murcia. A primera hora de la mañana comenzaron a verse los primeros infectados del Virus R bajando desde la ciudad hospitalaria y para esa hora eran ya una marcha continua hacia Murcia.
En cierto momento la televisión emitió una secuencia que tenían grabada, muy similar a la que llegaba en directo, pero en la que el cámara centraba el plano en un niño en pijama. Al acercarse a él se podía ver que no tenía pelo, y tampoco mano izquierda, sólo un muñón sangriento. La prensa azul que llevaba estaba también marcada por tonos rojizos. Cuando el cámara cerró el zoom para centrarse en el rostro del pequeño, éste interrumpió el paso, giró la cabeza hacia la izquierda y abandonó el plano. El periodista se vio obligado a ampliar la imagen abriendo el zoom, en busca del niño, y captó a otros zombies que pasaban corriendo en la misma dirección. Se dirigían hacia la vía rápida. Entonces se escucharon unas detonaciones. Procedían de un coche de la Policía Local que está intentando dar marcha atrás, llevándose a decenas de muertos por delante. Si embargo eran muchos y pronto el vehículo quedó atrapado entre los propios amasijos de los muertos. Los infectados lo cubrían por todas partes, como si fuera una marabunta. Ya no se escuchan los disparos. Ese suceso había sido captado hace unas horas. Desde entonces la población de infectados había aumentado, reptando en dirección a Murcia y acumulándose en los accesos a la televisión.
Lo tuve claro. Llamé a mis padres inmediatamente y les dije que abandonaran la ciudad evitando las salidas sur y oeste, a las que seguramente ya había llegado la siniestra procesión. Me dijeron que iban a venir a recogerme y nada pude hacer por convencerles de lo contrario. El pánico se hizo con el periódico, los redactores llamaban a su familia y amigos para alertarles de lo ocurrido. Algunos dijeron que se marchaban y, evidentemente, no pusimos ningún reparo. ¿Que haría yo? Había llegado esa mañana a la redacción con la idea de sacar una edición informando a los lectores de la situación actual, de las medidas de precaución que podían tomar, de las zonas seguras... Pero en ese momento no tenía claro que pudiéramos llegar a imprimir y distribuir un periódico al día siguiente.
El móvil de mi madre sonó. Me lo había prestado esa mañana. Era mi padre. Me dijo que no podía acceder al centro. Miles de coches dejaban la ciudad, por lo que policías y militares habían habilitado todos los carriles en dirección salida. En Murcia sólo estaba permitida la entrada de vehículos oficiales y de emergencias. Mi padre sugirió tomar una vía alternativa, pero eso exigía acercarse a los accesos peligrosos y me negué en rotundo. Les dije que se marcharan y que yo les seguiría hacia la casa de campo en el coche de mi hermana. Lo último que escuché fue la voz de mi madre gritando:
- ¡Por Dios Pedro, sal de ahí ya!
Segunda semana, viernes. Ya vienen II
Viernes 7 de agosto de 2009
El grito de mi madre me heló la sangre. Fue como despertar de repente de una fantasía estúpida. ¿Qué demonios había pretendido esa mañana? ¿Por qué había ido al periódico cuando lo más sensato era salir de Murcia con mi familia?
Tras colgar el teléfono me quedé unos instantes sentado sobre la mesa, intentando pensar en una salida, pero en realidad tenía la mente en blanco. Los pocos trabajadores que habían ido ese día a la redacción se marchaban. Sólo quedaban dos redactores, Pablo y Rosa; dos fotógrafos, Fran y Juan Carlos y los tres jefes improvisados de la cabecera en Murcia en ese momento, Pepe, de Deportes; Fernando, el otro redactor jefe; y yo.
- ¿Qué hacemos?- preguntó Pablo- ¿Hay periódico?
El timbre del teléfono atrasó la respuesta. Lo cogió Fernando. Llamaban de la redacción de Cartagena, donde también habían estado viendo las imágenes de la marcha zombie a Murcia por La 7. Allí la situación también era caótica, pero el Ejército, con gran presencia en la ciudad portuaria, había sellado los barrios altos y el puerto, donde en ese momento comenzaban a acudir ciudadanos en busca de refugio. El despliegue militar infundía seguridad entre los cartageneros y nuestros compañeros estaban dispuestos a publicar la edición del día siguiente. Lo peor fue que la determinación de la delegación de Cartagena contagió valor a Murcia. El pequeño grupo que quedaba en la redacción se convencía cada vez más de que era posible. Pablo dijo que la zona centro de la ciudad y, concretamente la Gran Vía, donde se encontraba El Faro, era el lugar más seguro. Las barricadas que habíamos visto preparar camino del periódico cerraban un círculo alrededor de nosotros. Según informaba el 112 a través de una señal de emergencia en todas las radios, el cerco dibujaba un rectángulo de seguridad entre la Plaza Circular, Juan XXIII, la antigua calle Correos y la ribera norte del río Segura. Allí estaban la sede del Gobierno regional, el Ayuntamiento y la Delegación del Gobierno.
- Nosotros estamos dentro y el resto de medios fuera- añadió Fernando, en referencia a las sedes de los otros dos periódicos de la ciudad.
- Claro ¡Podemos hacer un periódico histórico!- le secundó Fran.
Yo caminé unos pasos por la redacción intentando ordenar mi cabeza y les pedí calma. Estaba claro que no se daban cuenta de lo grave de la situación.
- A ver tíos, no sé cómo habéis trabajado los días que he estado fuera, pero la cosa está ahora mucho peor- comencé a decirles- Pensáis que el centro de la ciudad es seguro pero yo creo que es precisamente lo contrario. Esos muertos que han salido por la tele se dirigen hacia aquí por algo, porque saben que hay gente, Murcia les atrae... ¡nosotros les atraemos!
- ¿Pero no has visto los soldados que hay allá fuera?- saltó Pepe.
- Lo que he visto es a cientos de zombies que vienen hacia aquí y eso no lo paran ni los soldados ni nadie- respondí- Además, ¿de qué nos sirve lo que hagamos hoy si esta noche no se puede imprimir en Lorca? ¿y cómo van a distribuirlos mañana? ¡Joder! Y ¿quién mierda los va a comprar con la que hay montada? Mirad, soy el primero que quiere seguir trabajando, tenemos la puta noticia viniendo hacia nosotros y me encantaría sacarla mañana. Pero como esto siga así no hay ni mañana ni pasado, la ciudad entera se va a tomar por culo y nos va a llevar por delante.
La redacción de El Faro es una especie gran zulo situado en el entresuelo de uno de los edificios comerciales y de viviendas de la Gran Vía. Es un zulo porque sólo los despachos de los jefes dan a la calle. Pero aún así, logramos escuchar en ese momento una potente voz que venía del exterior. Nos asomamos por una de las oficinas y vimos un camión militar que transportaba un enorme equipo de sonido. Transmitía un mensaje grabado que se repetía:
“La Comisión Central de Seguridad de Murcia ha designado este sector como zona segura. El Ejército sellará este sector a las doce horas del mediodía. Los vecinos que quieran abandonar la zona tienen hasta las doce horas del mediodía para salir”.
Miré mi reloj. Eran las doce menos diez. No lo podía creer. Debían haber estado pasando toda la mañana pero en la redacción no nos habíamos enterado hasta ahora. Salí disparado hacia la calle sin mediar palabra. Mis compañeros me siguieron. Había aparcado detrás de edificio, en un jardín en cuyo extremo sur se situaba el Palacio de San Esteban, la sede del Gobierno regional. Sin embargo, comprobé horrorizado que el vehículo no estaba allí. Había un hueco en el lugar donde lo dejé sólo una hora antes y trozos de cristal. ¿Me lo habían robado? Me devanaba los sesos buscando una explicación cuando escuché ráfagas de disparos a lo lejos. Parecían proceder del río.
- Ya vienen- pensé en voz alta.
Viernes 7 de agosto de 2009
Recibí los primeros rayos del sol pegado al ordenador. No había podido conciliar el sueño. Las sirenas de emergencias, que sonaban una tras otra, tampoco ayudaron. Fue difícil convencer a mis padres de que me quedaba en la ciudad. Insistieron en que no le debía nada al periódico y la verdad es que tenían razón, pero me mantuve firme. Les expliqué que la situación en Murcia todavía estaba controlada y que ya tendría tiempo de refugiarme en el campo a lo largo del fin de semana si empeoraba. Personalmente era consciente de lo arriesgado de mi actitud y algo me decía que hacía mal. Sin embargo, me marché a la redacción. Cogí el coche de mi hermana, un Seat Ibiza diesel que había dejado en casa de mis padres antes de partir hacia Argentina. Llené el depósito con la garrafa de gasóleo que habían comprado el día anterior y mi madre insistió en cargar el maletero con alimentos. Pensaba volver a casa de mis padres esa noche pero nunca se sabía qué podía ocurrir.
Esa mañana sí, la ciudad tenía todo el aspecto de estar bajo sitio. Tomé la avenida Juan de Borbón, una vía de tres carriles por sentido que se adentraba en la urbe por el norte. Un día normal estaría colapsada en hora punta, pero en esos momentos apenas había tráfico. Por dos veces me crucé con ambulancias precedidas de coches de la Policía. Los sindicatos sanitarios habían dejado muy claro que no saldrían de los centros de salud y los hospitales si no era con escolta, debido a las bajas sufridas en las primeras horas de la crisis en Murcia.
Al llegar a la plaza Juan XXIII giré hacia la Circular, siempre siguiendo grandes avenidas igualmente solitarias. Me daba escalofríos no ver ni un alma por la calle. Puse la radio. En la Cadena Ser especulaban sobre la posibilidad de un ataque nuclear controlado en Rusia, en la zona de los Urales. Los servicios de inteligencia de Gran Bretaña y Francia sospechaban que el Kremlin había desechado ya la opción de salvar Moscú y había ordenado un traslado general al este, tal y como ocurrió durante la Invasión Napoleónica o durante la Segunda Guerra Mundial. La cadena de explosiones debía ser una forma drástica de frenar las oleadas de zombies que campaban por la capital. Me parecía una salvajada, ya que nadie podía asegurar que no quedaran refugiados en las zonas bombardeadas. Ésa era una opción que, afortunadamente, no tenía el Gobierno español. Me pregunté si Estados Unidos había tomado la misma decisión. Al fin y al cabo ninguna potencia extranjera podía saber desde hace días lo que ocurría allí.
En la plaza Circular me encontré con una gran concentración de soldados. Había tiendas de campaña y toda clase de vehículos militares y de emergencias aparcados en los carriles interiores, cerrados al tráfico. Tenía pinta de ser alguna especie de cuartel general montado en pleno centro de la ciudad. El despliegue era tal que sólo se podía circular por el carril más externo, y vigilado atentamente por soldados situados en las torretas de blindados ligeros. Contaban también con enormes grúas que en esos momentos distribuían palés de sacos de arena en camiones de carga. Me recordó a esos meses de septiembre, hacía ya muchos años, cuando el río Segura crecía a causa de las tormentas y el Ejército intervenía para asegurar las motas. Ahora el peligro no procedía del agua.
Desde allí tomé la avenida de la Constitución y entré en el corazón de Murcia. A media altura de esta última calle había un gran montón de sacos de arena en ambas aceras. Entonces comprendí que las grúas que había visto antes estaban distribuyendo ese material para formar barricadas en los puntos neurálgicos de la ciudad.
No tuve problemas de aparcamiento en el centro; no había ni gente ni coches entrando a esa hora. En realidad, la circulación se producía en sentido contrario. Como mis padres, muchas familias huían de la ciudad con los automóviles cargados hasta los topes.
La puerta del edificio donde estaba la redacción de El Faro estaba cerrada, contrariamente a lo habitual. Llamé al telefonillo del periódico y me respondió la administrativa, que se alegró de escucharme, y abrió. Una vez allí fui recibido como un héroe. Durante mi estancia en la comisaría me habían perdido la pista e imaginaron lo peor. Sin embargo el jueves se enteraron por las declaraciones de los delincuentes a la salida de la comisaría que había sido puesto en libertad. Me enteré además de que ese día habían acudido a trabajar tan sólo algunos redactores. Para empezar no había noticias del director desde el día anterior. Vivía en un pueblo de la vecina Cartagena, pero no respondía ni al teléfono móvil ni al fijo de su casa. No era la única ‘baja’. La plantilla, que de por sí no era muy amplia, se había reducido a la mitad, por trabajadores que o bien anunciaron que se tomaban vacaciones o simplemente dejaron de acudir a las oficinas. De esa forma, Fernando y yo habíamos ascendido sin verlas venir a máximos responsables del rotativo, y la primera decisión del día no era baladí: ¿sacábamos el periódico?
Segunda semana, viernes. Ya vienen
Viernes 7 de agosto de 2009
Pepe fue el primero en verlos. El jefe de Deportes del periódico había conectado la televisión, para ver si la 7 (la televisión autonómica) emitía el programa especial de deportes antes del informativo, cuando se encontró con las imágenes.
- ¡Joder! Venid a ver esto. Están por todas partes- dijo.
El canal regional estaba emitiendo en directo una auténtica procesión de muertos. Eran cientos y estaban andando entre las naves de un polígono industrial y una vía rápida que pasaba un poco por detrás. Me di cuenta de que eran los alrededores de los estudios de la 7 en el Polígono Industrial Oeste, sólo a unos minutos de Murcia. Al parecer, el cámara estaba en la azotea del edificio, acompañado por una periodista que a duras penas conseguía articular palabra.
Los zombies andaban tranquilamente, algunos pasaban de largo y otros se acercaban a la televisión, plantándose junto a las vallas del complejo. Eran hombres y mujeres de todas las edades, muchos de ellos vestidos con batas médicas o pijamas salpicados de manchas de sangre. Varios comentaristas de la televisión, que se encontraban en un plató en los estudios de la cadena, informaron de que las autoridades habían perdido el contacto la noche anterior con el Hospital Virgen de la Arrixaca. El complejo sanitario consistía en un conjunto de instalaciones médicas realmente enorme, en el que trabajaban miles de profesionales sanitarios. Además, desde el comienzo de la crisis había acogido centros de investigación de la infección, junto a los pacientes comunes ingresados en las diversas secciones del hospital. Si el virus se había extendido por toda la zona, podía haber matado y revivido a más de diez mil zombies, que ahora marchaban hacia Murcia. A primera hora de la mañana comenzaron a verse los primeros infectados del Virus R bajando desde la ciudad hospitalaria y para esa hora eran ya una marcha continua hacia Murcia.
En cierto momento la televisión emitió una secuencia que tenían grabada, muy similar a la que llegaba en directo, pero en la que el cámara centraba el plano en un niño en pijama. Al acercarse a él se podía ver que no tenía pelo, y tampoco mano izquierda, sólo un muñón sangriento. La prensa azul que llevaba estaba también marcada por tonos rojizos. Cuando el cámara cerró el zoom para centrarse en el rostro del pequeño, éste interrumpió el paso, giró la cabeza hacia la izquierda y abandonó el plano. El periodista se vio obligado a ampliar la imagen abriendo el zoom, en busca del niño, y captó a otros zombies que pasaban corriendo en la misma dirección. Se dirigían hacia la vía rápida. Entonces se escucharon unas detonaciones. Procedían de un coche de la Policía Local que está intentando dar marcha atrás, llevándose a decenas de muertos por delante. Si embargo eran muchos y pronto el vehículo quedó atrapado entre los propios amasijos de los muertos. Los infectados lo cubrían por todas partes, como si fuera una marabunta. Ya no se escuchan los disparos. Ese suceso había sido captado hace unas horas. Desde entonces la población de infectados había aumentado, reptando en dirección a Murcia y acumulándose en los accesos a la televisión.
Lo tuve claro. Llamé a mis padres inmediatamente y les dije que abandonaran la ciudad evitando las salidas sur y oeste, a las que seguramente ya había llegado la siniestra procesión. Me dijeron que iban a venir a recogerme y nada pude hacer por convencerles de lo contrario. El pánico se hizo con el periódico, los redactores llamaban a su familia y amigos para alertarles de lo ocurrido. Algunos dijeron que se marchaban y, evidentemente, no pusimos ningún reparo. ¿Que haría yo? Había llegado esa mañana a la redacción con la idea de sacar una edición informando a los lectores de la situación actual, de las medidas de precaución que podían tomar, de las zonas seguras... Pero en ese momento no tenía claro que pudiéramos llegar a imprimir y distribuir un periódico al día siguiente.
El móvil de mi madre sonó. Me lo había prestado esa mañana. Era mi padre. Me dijo que no podía acceder al centro. Miles de coches dejaban la ciudad, por lo que policías y militares habían habilitado todos los carriles en dirección salida. En Murcia sólo estaba permitida la entrada de vehículos oficiales y de emergencias. Mi padre sugirió tomar una vía alternativa, pero eso exigía acercarse a los accesos peligrosos y me negué en rotundo. Les dije que se marcharan y que yo les seguiría hacia la casa de campo en el coche de mi hermana. Lo último que escuché fue la voz de mi madre gritando:
- ¡Por Dios Pedro, sal de ahí ya!
Segunda semana, viernes. Ya vienen II
Viernes 7 de agosto de 2009
El grito de mi madre me heló la sangre. Fue como despertar de repente de una fantasía estúpida. ¿Qué demonios había pretendido esa mañana? ¿Por qué había ido al periódico cuando lo más sensato era salir de Murcia con mi familia?
Tras colgar el teléfono me quedé unos instantes sentado sobre la mesa, intentando pensar en una salida, pero en realidad tenía la mente en blanco. Los pocos trabajadores que habían ido ese día a la redacción se marchaban. Sólo quedaban dos redactores, Pablo y Rosa; dos fotógrafos, Fran y Juan Carlos y los tres jefes improvisados de la cabecera en Murcia en ese momento, Pepe, de Deportes; Fernando, el otro redactor jefe; y yo.
- ¿Qué hacemos?- preguntó Pablo- ¿Hay periódico?
El timbre del teléfono atrasó la respuesta. Lo cogió Fernando. Llamaban de la redacción de Cartagena, donde también habían estado viendo las imágenes de la marcha zombie a Murcia por La 7. Allí la situación también era caótica, pero el Ejército, con gran presencia en la ciudad portuaria, había sellado los barrios altos y el puerto, donde en ese momento comenzaban a acudir ciudadanos en busca de refugio. El despliegue militar infundía seguridad entre los cartageneros y nuestros compañeros estaban dispuestos a publicar la edición del día siguiente. Lo peor fue que la determinación de la delegación de Cartagena contagió valor a Murcia. El pequeño grupo que quedaba en la redacción se convencía cada vez más de que era posible. Pablo dijo que la zona centro de la ciudad y, concretamente la Gran Vía, donde se encontraba El Faro, era el lugar más seguro. Las barricadas que habíamos visto preparar camino del periódico cerraban un círculo alrededor de nosotros. Según informaba el 112 a través de una señal de emergencia en todas las radios, el cerco dibujaba un rectángulo de seguridad entre la Plaza Circular, Juan XXIII, la antigua calle Correos y la ribera norte del río Segura. Allí estaban la sede del Gobierno regional, el Ayuntamiento y la Delegación del Gobierno.
- Nosotros estamos dentro y el resto de medios fuera- añadió Fernando, en referencia a las sedes de los otros dos periódicos de la ciudad.
- Claro ¡Podemos hacer un periódico histórico!- le secundó Fran.
Yo caminé unos pasos por la redacción intentando ordenar mi cabeza y les pedí calma. Estaba claro que no se daban cuenta de lo grave de la situación.
- A ver tíos, no sé cómo habéis trabajado los días que he estado fuera, pero la cosa está ahora mucho peor- comencé a decirles- Pensáis que el centro de la ciudad es seguro pero yo creo que es precisamente lo contrario. Esos muertos que han salido por la tele se dirigen hacia aquí por algo, porque saben que hay gente, Murcia les atrae... ¡nosotros les atraemos!
- ¿Pero no has visto los soldados que hay allá fuera?- saltó Pepe.
- Lo que he visto es a cientos de zombies que vienen hacia aquí y eso no lo paran ni los soldados ni nadie- respondí- Además, ¿de qué nos sirve lo que hagamos hoy si esta noche no se puede imprimir en Lorca? ¿y cómo van a distribuirlos mañana? ¡Joder! Y ¿quién mierda los va a comprar con la que hay montada? Mirad, soy el primero que quiere seguir trabajando, tenemos la puta noticia viniendo hacia nosotros y me encantaría sacarla mañana. Pero como esto siga así no hay ni mañana ni pasado, la ciudad entera se va a tomar por culo y nos va a llevar por delante.
La redacción de El Faro es una especie gran zulo situado en el entresuelo de uno de los edificios comerciales y de viviendas de la Gran Vía. Es un zulo porque sólo los despachos de los jefes dan a la calle. Pero aún así, logramos escuchar en ese momento una potente voz que venía del exterior. Nos asomamos por una de las oficinas y vimos un camión militar que transportaba un enorme equipo de sonido. Transmitía un mensaje grabado que se repetía:
“La Comisión Central de Seguridad de Murcia ha designado este sector como zona segura. El Ejército sellará este sector a las doce horas del mediodía. Los vecinos que quieran abandonar la zona tienen hasta las doce horas del mediodía para salir”.
Miré mi reloj. Eran las doce menos diez. No lo podía creer. Debían haber estado pasando toda la mañana pero en la redacción no nos habíamos enterado hasta ahora. Salí disparado hacia la calle sin mediar palabra. Mis compañeros me siguieron. Había aparcado detrás de edificio, en un jardín en cuyo extremo sur se situaba el Palacio de San Esteban, la sede del Gobierno regional. Sin embargo, comprobé horrorizado que el vehículo no estaba allí. Había un hueco en el lugar donde lo dejé sólo una hora antes y trozos de cristal. ¿Me lo habían robado? Me devanaba los sesos buscando una explicación cuando escuché ráfagas de disparos a lo lejos. Parecían proceder del río.
- Ya vienen- pensé en voz alta.
Re: Virus R
PERO PORQUE PONES TAN POCOS!!!?? MAS MAS MAS MAS MAS MAS MAS MAS MAS MAS MAS MAS MAS MAS MAS MAS MAS MAS MAS!!!!!!!
Banderworld- Encargado de las mantas
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Virus R (15)
Buen comienzo de semana a todos! Aquí van tres capítulos más. Perdona Bander, pero he estado fuera el finde y no he podido actualizar más la historia, aunque a partir de ahora colgaré más, ahora que se acerca el AZ...
Segunda semana, viernes. Ya vienen III
Viernes 7 de agosto de 2009
-¿Ya vienen?- preguntó Rosa.
- Tiene que ser en el río o en el Malecón, ha sonado por allí, donde estaban las barricadas- respondió Fran, que al igual que Juan Carlos había bajado del periódico con la cámara a cuestas.
- Pero yo tengo allí mi coche, siempre lo dejo allí- Rosa se echó las manos a la cabeza.
Yo, mientras tanto, pensaba cómo salir de Murcia. El Seat Ibiza de mi hermana había desaparecido, con toda seguridad robado, una práctica nada difícil con todos los agentes de la ley destinados a los parapetos de contención. Podía ir a pie, pero no sabía si tendría tiempo de llegar a las barricadas de la plaza Circular, y una vez allí debería seguir andando hasta algún punto en el que pudieran recogerme mis padres.
El tiroteo se hacia más intenso, acompañado de explosiones. Volvimos a la Gran Vía, tomada en ese momento por decenas de coches que trataban de llegar hasta los puntos de control antes del fin del plazo del mediodía. Motos y ciclistas se colaban entre los vehículos, cuando no eran peatones, para los que no había ya sitio en las aceras. La ciudad entera parecía haber decidido bajar a la vez por la avenida y el colapso estaba servido. Que yo hubiera cometido el mismo error que todos ellos no me impidió preguntarme cómo tanta gente había esperado hasta el último momento para buscar refugio.
Por otra parte, entre los pitidos de las bocinas y los gritos era complicado averiguar si los disparos habían cesado ya o sólo estaban camuflados por el tumulto. Juan Carlos dijo que no pensaba quedarse ahí parado y se lanzó en dirección contraria, calle arriba hacia el río, para fotografiar el tiroteo en las defensas del Malecón. Era una decisión estúpida pero muy propia de él, acostumbrado a meterse en problemas para conseguir las mejores imágenes.
El resto de nosotros se unió a la inmensa caravana que abandonaba el casco urbano. Bajamos andando hasta la plaza de la Fuensanta, frente a la puerta de El Corte Inglés grande. La gran superficie estaba inexplicablemente abierta y mucha gente se colaba, probablemente buscando un camino menos concurrido hacia las afueras. Sin embargo, Fernando me señaló a una pareja que salía de las galerías comerciales cargando una televisión. ¡Pillaje! Con esas cosas pisándonos los talones y a alguien se le ocurría entretenerse en robar.
Fran propuso tomar los callejones que se expandían entre la avenida de la Constitución y de la Libertad, para tratar de salir de allí cuanto antes. Cruzamos la plaza y nos disponíamos a adentrarnos cuando se oyeron unos gritos procedentes de una de las puertas de la enorme tienda de Zara. Dos chicas salían corriendo soltando alaridos y se tropezaron contra los peatones que poblaban la acera. Tras ellas iba un guardia de seguridad que se dio la vuelta al cruzar el umbral del comercio. En las manos llevaba un extintor, del que salió un chorro de polvo blanco dirigido al interior. Fuera lo que fuera lo que intentaba no resultó, porque se abalanzaron sobre él dos o tres figuras (poco podía distinguir ya desde mi posición) y lo echaron al suelo.
En ese instante, el caos que reinaba entre la muchedumbre que circulaba por la zona se convirtió en una auténtica estampida. Las personas más cercanas al ataque salieron corriendo hacia atrás, tropezando con los que estaban a su espalda, y se produjo un efecto dominó. A un metro de mí, una mujer fue atropellada por una furgoneta que salió del arcén. Yo mismo casi caigo al suelo cuando tropecé con el bordillo de la acera, huyendo del lugar del ataque. Si lo hubiera hecho habría acabado como los pobres desgraciados que se desplomaron delante de mí, pisados y machacados por la turba. En cierto momento, ya en la pequeña placetuela que se abre ante la puerta principal de El Corte Inglés, noté como una mano me cogía del tobillo. Trastabillé y caí. Al darme la vuelta vi que se trataba de una anciana que trataba de levantarse, pero ni siquiera pude acercarme a ayudarla porque la rodilla de un hombre que pasaba corriendo a mi lado me golpeó la cara, dejándome noqueado. Me salvó Fran, que continuaba a mi lado. Me levantó y fuimos hasta una de los soportales de El Corte Inglés. Yo entonces apenas me daba cuenta, pero la confusión de la carrera en ninguna dirección de cientos de personas causó decenas de muertes.
Cuando me recuperé, apoyado en una de las columnas y con Fran haciendo de parapeto, asistí a una escena espantosa. Al parecer, no todo el mundo salió corriendo al ver a los zombies de Zara. Un grupo de jóvenes los atacó con palos y piedras procedentes de las obras del garaje subterráneo de la avenida de La Libertad. No vimos cómo lo consiguieron, pero cuando se despejó el gentío, apareció el cadáver del guardia de seguridad junto a otros dos cuerpos, y un tercero apoyado en el escaparate de una tienda cercana, con parte de la cabeza espachurrada en el cristal. Unos diez chicos, que aun mantenían sus ‘armas’ en las manos, se felicitaban por haber acabado con los infectados, pero no se habían dado cuenta aún de que una joven vestida con el uniforme de Zara se arrastraba por el asfalto cojeando y pidiendo ayuda. La pierna derecha estaba desgarrada y, de hecho, no la apoyaba apenas. También tenía rastros de sangre en el cuello y la cabeza, con el pelo rubio teñido de rojo. Pero estaba viva, sin duda, porque seguía hablando.
En seguida se formó un corro alrededor de ella, no para ayudarla sino guardando la distancia de seguridad, nadie quería que se le acercara.
- ¡Le han mordido! ¡Está contagiada!- advirtió un hombre.
- Que no os toque- dijo otro.
La joven estaba muerta de miedo, pero quedaba claro que ninguno de los que nos encontrábamos allí pensaba socorrerla. Con mucho esfuerzo logró incorporarse y extender las manos suplicando ayuda. Lo único que consiguió, sin embargo, fue que un agente de la Policía Local, que había acudido allí atraído con los gritos, la encañonara advirtiéndole que se mantuviera alejada. El rostro de la herida era para entonces un poema. Rompió a llorar y tropezó, con tan mala suerte que cayó al hueco de las obras del parking. Cuando nos asomamos vimos su cuerpo clavado en los hierros de forja de la estructura.
Ya están aquí
Viernes 7 de agosto de 2009
La pobre empleada de Zara estaba atravesada al menos por tres cables de forja a lo largo del cuerpo, quizás más. Al asomarme al agujero de las obras del parking (que ocupaba toda la avenida de La Libertad, desde la puerta principal de El Corte Inglés hasta la plaza Díez de Revenga) pude ver, como el resto de la multitud que se arremolinó a la orilla del boquete, la mirada perdida de la joven, con los ojos aún abiertos, aunque ya no se movía. El gentío hace sólo unos minutos alocado por los gritos permanecía ahora en silencio.
A mi derecha una mujer rompió a vomitar y le siguieron varias personas más. Pero eso no era nada comparado con lo que nos esperaba. De repente la pierna derecha de la fallecida, que colgaba atravesada por uno de los filamentos a la altura del muslo, se movió bruscamente. Le siguió otra sacudida en el tórax y después un temblequeo, similar a un ataque epiléptico, que pronto se extendió por todo el cuerpo. La chica comenzó a mover lo ojos, pues en realidad nunca los había cerrado, y los brazos, alargándolos hacia los que la observábamos, dos metros arriba.
- ¡Está viva!- dijo un niño, situado entre las piernas de su padre. La voz del niño no denotaba miedo, sino más bien sorpresa.
No está viva, pensé yo. El agente permanecía a mi lado, con la pistola aún desenfundada. La gente empezó entonces a pedirle que le disparara en la cabeza, pero el policía, que no tendría más de 25 años, seguía quieto, paralizado.
Todo eso era demasiado para mí.
Me di la vuelta y casi me estrello con mi compañero Pablo. Regresaba de Díez de Revenga, por donde había intentado salir del cuadrante de seguridad fortificado por el Ejército. No había nada que hacer, estábamos bloqueados. No se podía salir ni entrar al centro de la ciudad. El anuncio de la llegada de los zombies por el sur, en el acceso de la autovía de Cartagena al El Malecón, había activado la alerta de todos los puestos militares. Era la señal para cerrar el anillo de seguridad en torno al corazón de Murcia. ¡Estábamos atrapados!
Para ese momento ya sólo Fran, el fotógrafo, y Pablo estaban junto a mí. Pablo propuso intentar escapar por alguna callejuela entre la plaza Circular y Juan XXIII, dos puntos unidos por la ronda de Levante, el límite nordeste del ‘muro’ de contención. Lo consideré la mejor opción, porque era la dirección en la que se encontraba la casa de mis padres y la salida de la autovía de Madrid, que debía tomar para ir a la finca de mis abuelos, donde mi familia se iba a refugiar.
Subimos por la Gran Vía en dirección al río. Teníamos pensado girar hacia el norte una vez pasado el nuevo El Corte Inglés, situado sólo a una manzana del viejo, en la acera contraria. Los cuatro carriles de la avenida estaban ocupados por los coches, que circulaban en dirección opuesta a lo habitual. En principio el carril de bus y taxi debía ser utilizado sólo por vehículos de emergencias y militares, pero allí donde no había soldados había sido invadido por coches civiles. Y lo peor era que ya no se movían. Al fin y al cabo el cerco se había completado, aunque donde estábamos todavía no se hubieran dado cuenta.
A mitad del centro comercial Fran se fijó en algo. La gente ya no andaba sólo por las aceras, también lo hacía entre los coches, y venían corriendo. Poco a poco, como si fuera un mensaje que se transmitía entre turismos, padres, madres e hijos salían de sus automóviles y emprendían la carrera a pie en nuestra dirección dejando atrás bolsas y maletas. A pesar de los gritos y las bocinas, ya era fácil escuchar el sonido de los disparos, cada vez más cerca. Los conductores abandonaban los vehículos por orden de los militares, que se replegaban poco a poco y a los que se podía ver en la parte más alta de la Gran Vía, justo antes de llegar al río.
Una figura conocida surgió de entre la muchedumbre. Era Juan Carlos, el otro fotógrafo, que volvía del 'frente'.
- ¡Ya están aquí!- nos dijo tremendamente excitado, con un tono de voz que no dejaba muy claro si estaba asustado o contento. Dio unas bocanadas y siguió- Han pasado las barricadas, son muchos, un montón, miles... Los militares les han soltado de todo, pero no han podido pararlos.
Justo en ese instante se escuchó una gran explosión procedente del río.
- Veis- señaló- Había dos tanques ahí arriba y han pasado sobre ellos. Tenéis que ver las fotos.
Hizo ademán de enseñarnos las imágenes con el visor de su cámara, pero su compañero de profesión por poco se la tira al suelo de un golpe.
- ¡Déjate de fotos imbécil! ¿Dices que ya vienen?- le inquirió Fran agarrándole de la camisa hawaiana que vestía.
No hizo falta que respondiera. Un policía nacional llegó hasta nosotros y nos ordenó retroceder. Varios agentes más intentaban coordinarse para que los civiles descendieran por la Gran Vía. Apenas a cien metros de nosotros se observaba a un soldado subido al techo de un Hummer disparando hacia el suelo. Nos quedamos mirando y el propio policía también se giró. Junto al tirador había otro militar disparando con la metralleta del vehículo. De repente dieron un acelerón hacia atrás, como huyendo de algo y las ruedas de la derecha subieron por encima de un turismo hasta hacer volcar el jeep. Los policías volvieron a pedir que regresáramos hacia El Corte Inglés, pero Juan Carlos hizo caso omiso y salió disparado hacia el Hummer.
- ¡Eh tú! ¿A dónde coño vas?- le gritó el agente, aunque no pudo hacer otra cosa que seguir retrocediendo con la hilera.
La presión de la multitud nos cerraba el paso y no podíamos coger la calle que habíamos previsto. Además, los militares debían estar ya a menos de 50 metros, y entre la maraña de refugiados y coches me pareció ver un grupo de civiles que llegaba corriendo a la parte alta de la Gran Vía y comenzaba a avanzar, como si de hormigas se tratara, entre los coches y sobre ellos si era preciso. Estaba claro que se trataba de infectados, la primera oleada que se internaba en el centro de la ciudad.
- ¡Atrás, atrás!- exclamó un militar.
Me fijé en él, parecía un oficial. Fue hasta un soldado que disparaba y le agarró del cuello.
- ¡He dicho que atrás mamón!- repitió.
El soldado se replegó junto a otros veinte militares que formaban una línea a lo ancho de la avenida, la última línea de protección. El mando, sin embargo, se mantuvo en su puesto e incluso avanzó para subirse sobre un coche. Sacó una pistola del cinturón y comenzó a disparar. Junto a él apareció Juan Carlos, con el mismo objetivo que el oficial, pero utilizando la cámara de fotos. No tardaron en ser rodeados por un gran grupo de zombies, ahora ya los podía ver claramente. Puede que lo único que impedía que se lanzaran a por nosotros (que apenas podíamos retroceder paso a paso debido a la acumulación de personas) fuera los improperios que el militar soltaba desde el techo del vehículo, acompañados del plomo de su revólver. Juan Carlos también subió al coche; ya estaban completamente acorralados. Me di la vuelta y traté de abrirme paso entre los más lentos. Había gente por el suelo, que caía a empujones y no podía levantarse. Las detonaciones sonaban cada vez más cerca a mi espalda. Llegué hasta la escalinata del edificio de Cajamurcia y volví mi vista a atrás. Ya no había rastro de Juan Carlos o del militar. Los habían devorado.
Ya están aquí II
Viernes 7 de agosto de 2009
Juan Carlos había desaparecido. Ni siquiera pude ver cómo acabaron con él. En el lugar donde antes estaba el coche en el que se refugió el fotógrafo y el militar había ahora decenas de zombies, unos encima de otros, como peleando en una enorme meele de rugby. La escuadra de soldados que se encontraba a unos diez metros de ellos inició un tiroteo brutal contra el amasijo de zombies que había sepultado a su superior. Las armas, veinte a la vez, produjeron un sonido atronador. Al igual que en la comisaría, me llevé las manos a la cabeza para protegerme, un acto reflejo sin ninguna lógica pues no me disparaban a mí.
Arrinconado en el extremo superior derecho de la escalinata, cubriéndome la cara, escuché un silbido que se unió al concierto de pólvora. Era la ráfaga de un proyectil lanzado por un bazooka por detrás de la línea de defensa hacia la marabunta de carne muerta que se dirigía hacia nosotros. No puedo saber si el artillero acertó a su objetivo o si simplemente disparó al bulto, pero lo cierto es que la explosión se produjo tan cerca de mí que me lanzó por encima de la barandilla de la escalera y caí de bruces al suelo. El golpe fue seco y me dejó balbuceando sobre la acera, con un pitido punzante en los oídos, que durante unos instantes anuló mi contacto con el mundo exterior. Por fortuna se volvió a dibujar sobre mí el contorno protector de Fran, que me obligó a levantarme y me ayudó a seguir retrocediendo por la Gran Vía, colgado a su hombro.
Alrededor de la puerta de El Corte Inglés se amontonaba la gente, también había personal de emergencias, soldados, policía y médicos, haciendo gestos para que nos acercáramos. Apenas podía andar, ni tan siquiera mantenerme erguido. Apoyando todo mi peso en Fran, nuestro paso era muy lento. Pronto comenzaron a pasar hombres y mujeres corriendo junto a nosotros. Los primeros sonidos que pude escuchar cuando se disipó el zumbido de mis oídos fueron un contundente "¡Mierda! ¡Corred!" de un joven que nos adelantó. La mirada de Fran hacia atrás y el gesto que se dibujó en su cara terminaron de darme el impulso para tratar de moverme por mí mismo. Llegamos a los soportales de la galería comercial y sólo entonces me atreví a volverme.
La plaza Fuensanta estaba repleta de esas cosas. Corrían como en manadas, lanzándose sobre toda persona que se encontraban a su paso. En realidad, ante el caos que se había formado, no era muy sencillo distinguir a los zombies de los vivos. Tenían la ropa desgajada y restos de sangre por todo el cuerpo, pero sobre todo se diferenciaban por la extraña postura que tomaba su cuerpo al correr. Eran rápidos, pero galopaban de forma descoordinada.
La línea de soldados se había roto completamente, aunque proseguían los tiroteos, más dispersos entre la carnicería que contemplaban mis ojos. De repente, la carrera de una mujer me sacó de mi parálisis. Era una madre, cargada con su niño en brazos, que logró zafarse de uno de los infectados y se dirigió hacia nosotros, a las puertas de El Corte Inglés. De inmediato un zombie siguió sus pasos emitiendo un grito salvaje, que alertó a varios más. A mi lado un policía disparó sobre los perseguidores. Uno de los muertos tropezó, puede que alcanzado en las piernas por un tiro, y otro cayó fulminado. A pesar de la gran puntería del agente, un tercero alcanzó a la mujer y la tiró al suelo. Parecía un bombero, al menos por el uniforme, pero tenía el cráneo literalmente abierto, lo que no le impedía atacar a la pobre mujer. Con la caída,
el niño rodó hasta mí.
- ¡Mételo dentro!- me dijo el policía al tiempo que se acercaba al zombie y a la madre derribada descargando su cargador.
Cogí al pequeño de la cintura y lo arrastré hacia el interior del El Corte Inglés. La verja de seguridad estaba ya descendiendo y por poco me da en la cabeza. Pasamos justo a tiempo. Estaban cerrando las galerías a pesar de que quedaban cientos de personas fuera. Sin embargo, no puedo describir el alivio que sentí cuando el metal crujió al tocar el suelo.
Al otro lado quedaron civiles y soldados reclamando que se abriera, gritando como posesos. Los zombies se lanzaron sobre ellos y los que no murieron enganchados a los barrotes de la verja salieron corriendo de allí. Fue una escena dantesca que contemplé tan anonadado que ni siquiera me acordé de tapar los ojos del niño, situado junto a mí. Tras el festín, los infectados se dieron cuenta de que al otro lado de la puerta había decenas de personas refugiadas, como yo y el pequeño, y comenzaron a golpear y arañar la verja, tratando inútilmente de alcanzarnos, mirándonos anhelantes. Varios de ellos eran sólo chicos, con el uniforme del colegio puesto. Su rostro blanquecino, los gritos agudos que pronunciaban y eso ojos, siempre apagados, les conferían un aspecto tétrico.
Apoyados sobre un puesto de perfumería, sentados en el suelo, el niño y yo agachamos la cabeza. Heridos, aterrados, sin una gota de energía en el cuerpo, pero al fin al salvo, ambos nos pusimos a llorar.
Segunda semana, viernes. Ya vienen III
Viernes 7 de agosto de 2009
-¿Ya vienen?- preguntó Rosa.
- Tiene que ser en el río o en el Malecón, ha sonado por allí, donde estaban las barricadas- respondió Fran, que al igual que Juan Carlos había bajado del periódico con la cámara a cuestas.
- Pero yo tengo allí mi coche, siempre lo dejo allí- Rosa se echó las manos a la cabeza.
Yo, mientras tanto, pensaba cómo salir de Murcia. El Seat Ibiza de mi hermana había desaparecido, con toda seguridad robado, una práctica nada difícil con todos los agentes de la ley destinados a los parapetos de contención. Podía ir a pie, pero no sabía si tendría tiempo de llegar a las barricadas de la plaza Circular, y una vez allí debería seguir andando hasta algún punto en el que pudieran recogerme mis padres.
El tiroteo se hacia más intenso, acompañado de explosiones. Volvimos a la Gran Vía, tomada en ese momento por decenas de coches que trataban de llegar hasta los puntos de control antes del fin del plazo del mediodía. Motos y ciclistas se colaban entre los vehículos, cuando no eran peatones, para los que no había ya sitio en las aceras. La ciudad entera parecía haber decidido bajar a la vez por la avenida y el colapso estaba servido. Que yo hubiera cometido el mismo error que todos ellos no me impidió preguntarme cómo tanta gente había esperado hasta el último momento para buscar refugio.
Por otra parte, entre los pitidos de las bocinas y los gritos era complicado averiguar si los disparos habían cesado ya o sólo estaban camuflados por el tumulto. Juan Carlos dijo que no pensaba quedarse ahí parado y se lanzó en dirección contraria, calle arriba hacia el río, para fotografiar el tiroteo en las defensas del Malecón. Era una decisión estúpida pero muy propia de él, acostumbrado a meterse en problemas para conseguir las mejores imágenes.
El resto de nosotros se unió a la inmensa caravana que abandonaba el casco urbano. Bajamos andando hasta la plaza de la Fuensanta, frente a la puerta de El Corte Inglés grande. La gran superficie estaba inexplicablemente abierta y mucha gente se colaba, probablemente buscando un camino menos concurrido hacia las afueras. Sin embargo, Fernando me señaló a una pareja que salía de las galerías comerciales cargando una televisión. ¡Pillaje! Con esas cosas pisándonos los talones y a alguien se le ocurría entretenerse en robar.
Fran propuso tomar los callejones que se expandían entre la avenida de la Constitución y de la Libertad, para tratar de salir de allí cuanto antes. Cruzamos la plaza y nos disponíamos a adentrarnos cuando se oyeron unos gritos procedentes de una de las puertas de la enorme tienda de Zara. Dos chicas salían corriendo soltando alaridos y se tropezaron contra los peatones que poblaban la acera. Tras ellas iba un guardia de seguridad que se dio la vuelta al cruzar el umbral del comercio. En las manos llevaba un extintor, del que salió un chorro de polvo blanco dirigido al interior. Fuera lo que fuera lo que intentaba no resultó, porque se abalanzaron sobre él dos o tres figuras (poco podía distinguir ya desde mi posición) y lo echaron al suelo.
En ese instante, el caos que reinaba entre la muchedumbre que circulaba por la zona se convirtió en una auténtica estampida. Las personas más cercanas al ataque salieron corriendo hacia atrás, tropezando con los que estaban a su espalda, y se produjo un efecto dominó. A un metro de mí, una mujer fue atropellada por una furgoneta que salió del arcén. Yo mismo casi caigo al suelo cuando tropecé con el bordillo de la acera, huyendo del lugar del ataque. Si lo hubiera hecho habría acabado como los pobres desgraciados que se desplomaron delante de mí, pisados y machacados por la turba. En cierto momento, ya en la pequeña placetuela que se abre ante la puerta principal de El Corte Inglés, noté como una mano me cogía del tobillo. Trastabillé y caí. Al darme la vuelta vi que se trataba de una anciana que trataba de levantarse, pero ni siquiera pude acercarme a ayudarla porque la rodilla de un hombre que pasaba corriendo a mi lado me golpeó la cara, dejándome noqueado. Me salvó Fran, que continuaba a mi lado. Me levantó y fuimos hasta una de los soportales de El Corte Inglés. Yo entonces apenas me daba cuenta, pero la confusión de la carrera en ninguna dirección de cientos de personas causó decenas de muertes.
Cuando me recuperé, apoyado en una de las columnas y con Fran haciendo de parapeto, asistí a una escena espantosa. Al parecer, no todo el mundo salió corriendo al ver a los zombies de Zara. Un grupo de jóvenes los atacó con palos y piedras procedentes de las obras del garaje subterráneo de la avenida de La Libertad. No vimos cómo lo consiguieron, pero cuando se despejó el gentío, apareció el cadáver del guardia de seguridad junto a otros dos cuerpos, y un tercero apoyado en el escaparate de una tienda cercana, con parte de la cabeza espachurrada en el cristal. Unos diez chicos, que aun mantenían sus ‘armas’ en las manos, se felicitaban por haber acabado con los infectados, pero no se habían dado cuenta aún de que una joven vestida con el uniforme de Zara se arrastraba por el asfalto cojeando y pidiendo ayuda. La pierna derecha estaba desgarrada y, de hecho, no la apoyaba apenas. También tenía rastros de sangre en el cuello y la cabeza, con el pelo rubio teñido de rojo. Pero estaba viva, sin duda, porque seguía hablando.
En seguida se formó un corro alrededor de ella, no para ayudarla sino guardando la distancia de seguridad, nadie quería que se le acercara.
- ¡Le han mordido! ¡Está contagiada!- advirtió un hombre.
- Que no os toque- dijo otro.
La joven estaba muerta de miedo, pero quedaba claro que ninguno de los que nos encontrábamos allí pensaba socorrerla. Con mucho esfuerzo logró incorporarse y extender las manos suplicando ayuda. Lo único que consiguió, sin embargo, fue que un agente de la Policía Local, que había acudido allí atraído con los gritos, la encañonara advirtiéndole que se mantuviera alejada. El rostro de la herida era para entonces un poema. Rompió a llorar y tropezó, con tan mala suerte que cayó al hueco de las obras del parking. Cuando nos asomamos vimos su cuerpo clavado en los hierros de forja de la estructura.
Ya están aquí
Viernes 7 de agosto de 2009
La pobre empleada de Zara estaba atravesada al menos por tres cables de forja a lo largo del cuerpo, quizás más. Al asomarme al agujero de las obras del parking (que ocupaba toda la avenida de La Libertad, desde la puerta principal de El Corte Inglés hasta la plaza Díez de Revenga) pude ver, como el resto de la multitud que se arremolinó a la orilla del boquete, la mirada perdida de la joven, con los ojos aún abiertos, aunque ya no se movía. El gentío hace sólo unos minutos alocado por los gritos permanecía ahora en silencio.
A mi derecha una mujer rompió a vomitar y le siguieron varias personas más. Pero eso no era nada comparado con lo que nos esperaba. De repente la pierna derecha de la fallecida, que colgaba atravesada por uno de los filamentos a la altura del muslo, se movió bruscamente. Le siguió otra sacudida en el tórax y después un temblequeo, similar a un ataque epiléptico, que pronto se extendió por todo el cuerpo. La chica comenzó a mover lo ojos, pues en realidad nunca los había cerrado, y los brazos, alargándolos hacia los que la observábamos, dos metros arriba.
- ¡Está viva!- dijo un niño, situado entre las piernas de su padre. La voz del niño no denotaba miedo, sino más bien sorpresa.
No está viva, pensé yo. El agente permanecía a mi lado, con la pistola aún desenfundada. La gente empezó entonces a pedirle que le disparara en la cabeza, pero el policía, que no tendría más de 25 años, seguía quieto, paralizado.
Todo eso era demasiado para mí.
Me di la vuelta y casi me estrello con mi compañero Pablo. Regresaba de Díez de Revenga, por donde había intentado salir del cuadrante de seguridad fortificado por el Ejército. No había nada que hacer, estábamos bloqueados. No se podía salir ni entrar al centro de la ciudad. El anuncio de la llegada de los zombies por el sur, en el acceso de la autovía de Cartagena al El Malecón, había activado la alerta de todos los puestos militares. Era la señal para cerrar el anillo de seguridad en torno al corazón de Murcia. ¡Estábamos atrapados!
Para ese momento ya sólo Fran, el fotógrafo, y Pablo estaban junto a mí. Pablo propuso intentar escapar por alguna callejuela entre la plaza Circular y Juan XXIII, dos puntos unidos por la ronda de Levante, el límite nordeste del ‘muro’ de contención. Lo consideré la mejor opción, porque era la dirección en la que se encontraba la casa de mis padres y la salida de la autovía de Madrid, que debía tomar para ir a la finca de mis abuelos, donde mi familia se iba a refugiar.
Subimos por la Gran Vía en dirección al río. Teníamos pensado girar hacia el norte una vez pasado el nuevo El Corte Inglés, situado sólo a una manzana del viejo, en la acera contraria. Los cuatro carriles de la avenida estaban ocupados por los coches, que circulaban en dirección opuesta a lo habitual. En principio el carril de bus y taxi debía ser utilizado sólo por vehículos de emergencias y militares, pero allí donde no había soldados había sido invadido por coches civiles. Y lo peor era que ya no se movían. Al fin y al cabo el cerco se había completado, aunque donde estábamos todavía no se hubieran dado cuenta.
A mitad del centro comercial Fran se fijó en algo. La gente ya no andaba sólo por las aceras, también lo hacía entre los coches, y venían corriendo. Poco a poco, como si fuera un mensaje que se transmitía entre turismos, padres, madres e hijos salían de sus automóviles y emprendían la carrera a pie en nuestra dirección dejando atrás bolsas y maletas. A pesar de los gritos y las bocinas, ya era fácil escuchar el sonido de los disparos, cada vez más cerca. Los conductores abandonaban los vehículos por orden de los militares, que se replegaban poco a poco y a los que se podía ver en la parte más alta de la Gran Vía, justo antes de llegar al río.
Una figura conocida surgió de entre la muchedumbre. Era Juan Carlos, el otro fotógrafo, que volvía del 'frente'.
- ¡Ya están aquí!- nos dijo tremendamente excitado, con un tono de voz que no dejaba muy claro si estaba asustado o contento. Dio unas bocanadas y siguió- Han pasado las barricadas, son muchos, un montón, miles... Los militares les han soltado de todo, pero no han podido pararlos.
Justo en ese instante se escuchó una gran explosión procedente del río.
- Veis- señaló- Había dos tanques ahí arriba y han pasado sobre ellos. Tenéis que ver las fotos.
Hizo ademán de enseñarnos las imágenes con el visor de su cámara, pero su compañero de profesión por poco se la tira al suelo de un golpe.
- ¡Déjate de fotos imbécil! ¿Dices que ya vienen?- le inquirió Fran agarrándole de la camisa hawaiana que vestía.
No hizo falta que respondiera. Un policía nacional llegó hasta nosotros y nos ordenó retroceder. Varios agentes más intentaban coordinarse para que los civiles descendieran por la Gran Vía. Apenas a cien metros de nosotros se observaba a un soldado subido al techo de un Hummer disparando hacia el suelo. Nos quedamos mirando y el propio policía también se giró. Junto al tirador había otro militar disparando con la metralleta del vehículo. De repente dieron un acelerón hacia atrás, como huyendo de algo y las ruedas de la derecha subieron por encima de un turismo hasta hacer volcar el jeep. Los policías volvieron a pedir que regresáramos hacia El Corte Inglés, pero Juan Carlos hizo caso omiso y salió disparado hacia el Hummer.
- ¡Eh tú! ¿A dónde coño vas?- le gritó el agente, aunque no pudo hacer otra cosa que seguir retrocediendo con la hilera.
La presión de la multitud nos cerraba el paso y no podíamos coger la calle que habíamos previsto. Además, los militares debían estar ya a menos de 50 metros, y entre la maraña de refugiados y coches me pareció ver un grupo de civiles que llegaba corriendo a la parte alta de la Gran Vía y comenzaba a avanzar, como si de hormigas se tratara, entre los coches y sobre ellos si era preciso. Estaba claro que se trataba de infectados, la primera oleada que se internaba en el centro de la ciudad.
- ¡Atrás, atrás!- exclamó un militar.
Me fijé en él, parecía un oficial. Fue hasta un soldado que disparaba y le agarró del cuello.
- ¡He dicho que atrás mamón!- repitió.
El soldado se replegó junto a otros veinte militares que formaban una línea a lo ancho de la avenida, la última línea de protección. El mando, sin embargo, se mantuvo en su puesto e incluso avanzó para subirse sobre un coche. Sacó una pistola del cinturón y comenzó a disparar. Junto a él apareció Juan Carlos, con el mismo objetivo que el oficial, pero utilizando la cámara de fotos. No tardaron en ser rodeados por un gran grupo de zombies, ahora ya los podía ver claramente. Puede que lo único que impedía que se lanzaran a por nosotros (que apenas podíamos retroceder paso a paso debido a la acumulación de personas) fuera los improperios que el militar soltaba desde el techo del vehículo, acompañados del plomo de su revólver. Juan Carlos también subió al coche; ya estaban completamente acorralados. Me di la vuelta y traté de abrirme paso entre los más lentos. Había gente por el suelo, que caía a empujones y no podía levantarse. Las detonaciones sonaban cada vez más cerca a mi espalda. Llegué hasta la escalinata del edificio de Cajamurcia y volví mi vista a atrás. Ya no había rastro de Juan Carlos o del militar. Los habían devorado.
Ya están aquí II
Viernes 7 de agosto de 2009
Juan Carlos había desaparecido. Ni siquiera pude ver cómo acabaron con él. En el lugar donde antes estaba el coche en el que se refugió el fotógrafo y el militar había ahora decenas de zombies, unos encima de otros, como peleando en una enorme meele de rugby. La escuadra de soldados que se encontraba a unos diez metros de ellos inició un tiroteo brutal contra el amasijo de zombies que había sepultado a su superior. Las armas, veinte a la vez, produjeron un sonido atronador. Al igual que en la comisaría, me llevé las manos a la cabeza para protegerme, un acto reflejo sin ninguna lógica pues no me disparaban a mí.
Arrinconado en el extremo superior derecho de la escalinata, cubriéndome la cara, escuché un silbido que se unió al concierto de pólvora. Era la ráfaga de un proyectil lanzado por un bazooka por detrás de la línea de defensa hacia la marabunta de carne muerta que se dirigía hacia nosotros. No puedo saber si el artillero acertó a su objetivo o si simplemente disparó al bulto, pero lo cierto es que la explosión se produjo tan cerca de mí que me lanzó por encima de la barandilla de la escalera y caí de bruces al suelo. El golpe fue seco y me dejó balbuceando sobre la acera, con un pitido punzante en los oídos, que durante unos instantes anuló mi contacto con el mundo exterior. Por fortuna se volvió a dibujar sobre mí el contorno protector de Fran, que me obligó a levantarme y me ayudó a seguir retrocediendo por la Gran Vía, colgado a su hombro.
Alrededor de la puerta de El Corte Inglés se amontonaba la gente, también había personal de emergencias, soldados, policía y médicos, haciendo gestos para que nos acercáramos. Apenas podía andar, ni tan siquiera mantenerme erguido. Apoyando todo mi peso en Fran, nuestro paso era muy lento. Pronto comenzaron a pasar hombres y mujeres corriendo junto a nosotros. Los primeros sonidos que pude escuchar cuando se disipó el zumbido de mis oídos fueron un contundente "¡Mierda! ¡Corred!" de un joven que nos adelantó. La mirada de Fran hacia atrás y el gesto que se dibujó en su cara terminaron de darme el impulso para tratar de moverme por mí mismo. Llegamos a los soportales de la galería comercial y sólo entonces me atreví a volverme.
La plaza Fuensanta estaba repleta de esas cosas. Corrían como en manadas, lanzándose sobre toda persona que se encontraban a su paso. En realidad, ante el caos que se había formado, no era muy sencillo distinguir a los zombies de los vivos. Tenían la ropa desgajada y restos de sangre por todo el cuerpo, pero sobre todo se diferenciaban por la extraña postura que tomaba su cuerpo al correr. Eran rápidos, pero galopaban de forma descoordinada.
La línea de soldados se había roto completamente, aunque proseguían los tiroteos, más dispersos entre la carnicería que contemplaban mis ojos. De repente, la carrera de una mujer me sacó de mi parálisis. Era una madre, cargada con su niño en brazos, que logró zafarse de uno de los infectados y se dirigió hacia nosotros, a las puertas de El Corte Inglés. De inmediato un zombie siguió sus pasos emitiendo un grito salvaje, que alertó a varios más. A mi lado un policía disparó sobre los perseguidores. Uno de los muertos tropezó, puede que alcanzado en las piernas por un tiro, y otro cayó fulminado. A pesar de la gran puntería del agente, un tercero alcanzó a la mujer y la tiró al suelo. Parecía un bombero, al menos por el uniforme, pero tenía el cráneo literalmente abierto, lo que no le impedía atacar a la pobre mujer. Con la caída,
el niño rodó hasta mí.
- ¡Mételo dentro!- me dijo el policía al tiempo que se acercaba al zombie y a la madre derribada descargando su cargador.
Cogí al pequeño de la cintura y lo arrastré hacia el interior del El Corte Inglés. La verja de seguridad estaba ya descendiendo y por poco me da en la cabeza. Pasamos justo a tiempo. Estaban cerrando las galerías a pesar de que quedaban cientos de personas fuera. Sin embargo, no puedo describir el alivio que sentí cuando el metal crujió al tocar el suelo.
Al otro lado quedaron civiles y soldados reclamando que se abriera, gritando como posesos. Los zombies se lanzaron sobre ellos y los que no murieron enganchados a los barrotes de la verja salieron corriendo de allí. Fue una escena dantesca que contemplé tan anonadado que ni siquiera me acordé de tapar los ojos del niño, situado junto a mí. Tras el festín, los infectados se dieron cuenta de que al otro lado de la puerta había decenas de personas refugiadas, como yo y el pequeño, y comenzaron a golpear y arañar la verja, tratando inútilmente de alcanzarnos, mirándonos anhelantes. Varios de ellos eran sólo chicos, con el uniforme del colegio puesto. Su rostro blanquecino, los gritos agudos que pronunciaban y eso ojos, siempre apagados, les conferían un aspecto tétrico.
Apoyados sobre un puesto de perfumería, sentados en el suelo, el niño y yo agachamos la cabeza. Heridos, aterrados, sin una gota de energía en el cuerpo, pero al fin al salvo, ambos nos pusimos a llorar.
Virus R (16)
Encerrados en El Corte Inglés
Viernes 7 de agosto de 2009
Tardé bastante tiempo en calmarme, más al menos que el niño. Cuando logré poner fin al lloriqueo nervioso que me dominaba, me di cuenta que el pequeño llevaba observándome un rato. Debía tener unos cuatro años, aunque la edad exacta ya no había forma de saberla. Era moreno y tenía el pelo lacio y negro como el betún, cayéndole pesadamente por encima de los ojos. Me fijé en que estaba descalzo, si bien llevaba puesto un calcetín. Sus zapatos debían estar allá fuera, en medio del infierno.
- ¿Dónde está mamá?- me preguntó.
La pregunta me dejó descolocado. ¿Qué le podía decir? Opté por levantarme y perdirle que me acompañara al interior de la tienda. Decenas de zombies seguían aplastando sus caras contra la verja de El Corte Inglés y gimiendo cansinamente, lo que hacía de la entrada un lugar muy poco agradable.
- ¿Vamos con mamá?- insistió.
Su ruego, como el mío, ya no podría tener respuesta. ¿Habrían logrado escapar mis padres? ¿Dónde estaban mis compañeros de trabajo? Había perdido de vista a la mayor parte durante la invasión de infectados de la Gran Vía, pero Fran permaneció conmigo justo hasta el final. ¿Dónde se había metido?
Tomé un pasillo flanqueado por la sección de joyería y la de perfumes. Llevaba al niño de la mano y él se distraía mirando los productos y a la gente que descansaba entre los stand y sobre las cajas registradoras. Yo, en cambio, buscaba a cualquiera con uniforme que me dijera si ése lugar era verdaderamente seguro. Las luces de la galería comercial permanecían encendidas, al igual que las escaleras automática e incluso el hilo musical, en el que sonaban los anuncios de las rebajas de verano. Sin embargo no había ni dependientas ni compradores, sólo refugiados echados por todas partes.
Alrededor del centro de la primera planta de la tienda, en la sección de complementos, las autoridades (o lo que quedaba de ellas) habían establecido una especie de cuartel general. Soldados y policías discutían sobre una mesa, alrededor de la cual se había liberado espacio apartando o tirando al suelo varias lejas de bolsos. Tenían unos planos de la tienda que repasaban en ese momento. Como yo, otros civiles se habían acercado al lugar y escuchaban las deliberaciones. Al parecer, estaban confirmando que todas las entradas al enorme comercio, de cuatro plantas y dos sótanos, estaban bloqueadas. Las puertas de acceso desde la calle, cinco en total (las tres destinadas a clientes, una para el personal y otra para carga y descarga de mercancías), estaban cerradas. De hecho, la última en bloquearse fue por la que yo logré entrar, la principal, y sólo gracias a que los técnicos de El Corte Inglés tardaron más de la cuenta en conseguir anular la función informática que la mantenía abierta.
Junto a los militares había también varios guardias de seguridad del centro. Uno de ellos les dio una mala noticia. No había forma de saber si las puertas del garaje estaban cerradas si no era bajando al sótano, puesto que las cámaras de seguridad no funcionaban. Algunos propusieron olvidarse del garaje y bloquear directamente los pasajes que comunicaban la zona de aparcamientos con la tienda. Sin embargo, las puertas de acceso al parking estaban acristaladas y no ofrecían demasiada seguridad. Además, los militares pensaban que era necesario despejar todas las salidas para no comprometer un futuro plan de escapada de la tienda.
La solución era sencilla y evidente, había que bajar. El problema lo representaba el bajo número de efectivos, sólo unos treinta hombres armados contando policías, soldados y guardias jurado. El organizador de todos ellos, un teniente llamado Luis Alcázar, reclamó la ayuda de voluntarios, ya que parte del ‘contingente’ debía dedicarse a vigilar las entradas ya aseguradas, las terrazas exteriores y la seguridad interior del centro, sobre todo el supermercado, donde se encontraba la comida que habría que racionar. Evidentemente, la plana mayor ya había llegado a la conclusión, antes de mi llegada, de que íbamos a pasar una temporada allí encerrados, dada la organización que se estaba programando.
Como temía, fui reclutado para acompañar a una de las patrullas que bajarían al garaje. Ejercería funciones de apoyo, es decir, iría ‘armado’ con una linterna y herramientas. Una mujer, dependienta de la tienda, se hizo cargo del niño.
- ¿Cómo se llama?- me preguntó al cogerlo en brazos.
La miré sorprendido. Se extrañó de que no supiera su nombre, ya que había pensado que seríamos familiares. La respuesta del niño resultó aún más curiosa. Se llamaba Pedro. Me despedí de ambos en las escaleras mecánicas, temblando mientras los peldaños descendían hacía el sótano. En ese momento ignoraba que no los volvería a ver.
Encerrados en El Corte Inglés, El aparcamiento
Viernes 7 de agosto de 2009
Los aparcamientos han sido concebidos para almacenar coches; al igual que los centros comerciales, que cobran vida con los clientes. Por eso, cuando lugares así permanecen vacíos, toda la normalidad o intrascendencia que los caracteriza desaparece. A algunos les parecerán más tranquilos, pero a mí me provocan miedo. Eso fue lo que pensé mientras descendía suavemente por las escaleras mecánicas, vislumbrando al otro lado de la cristalera del hall del primer sótano el perfil desolado y oscuro del parking, apenas salpicado por una decena de vehículos. Demasiado espacio libre.
Uno de los equipos siguió descendiendo por las escaleras hacia al segundo sótano, mientras que los otros dos nos quedamos en el primero. La misión abajo era hacer una batida, ya que no contaba con más entradas que las que llegaban desde la planta superior. Nuestro objetivo, sin embargo, combinaba el repaso general con la comprobación de las puertas de acceso de los automóviles.
Mi equipo estaba formado por tres militares, dos policías, dos guardias de seguridad y dos civiles, que dada la situación representábamos el eslabón más bajo de la cadena. Yo cargaba con una enorme linterna. También llevaba una mochila con herramientas y como complemento, y sólo gracias a que me lo agencié por mi cuenta, un mástil que hasta entonces había sostenido la bandera de la Comunidad. Era lo más parecido a un arma que podía llevar y, como me habían explicado los policías que me liberaron de los calabozos, resultaba muy útil para mantener a los infectados lejos de ti.
Las linternas no eran necesarias, pues las luces seguían funcionando ahí abajo y la visibilidad era suficiente. Sin embargo, el otro civil del grupo -un carnicero del supermercado-, que había optado por un gran cuchillo como arma de defensa, ni yo, pudimos soltar lastre, en previsión de que fallara la corriente eléctrica. Así, entramos al aparcamiento en una fila en la que yo ocupaba el último puesto y que pronto se extendió en una línea, con los civiles, para mi tranquilidad, en la retaguardia. Era una formación de guerra planeado por los militares, pertenecientes a la Brigada Paracaidista de Javalí Nuevo. Con Alcázar en el centro, ocupaban la punta y los dos extremos de una flecha imaginaria. Los policías y guardias jurado, en las alas, mostraban una actitud mucho más tosca, sobre todo los agentes, mientras que los 'securatas' parecían más dispuestos a seguir las órdenes del teniente. La premisa principal era no separarse. La segunda era no disparar a no ser que lo ordenara Alcázar o la situación fuera tan peligrosa que no hubiera otra opción. La tercera: las heridas provocadas por zombies eran equivalentes a la muerte en combate; cualquier infectado sería abandonado a su suerte.
Nuestro equipo se dirigió a las dos entradas por coche al parking, compuestas por cuatro rampas, dos de salida y dos de ingreso, emparejadas a unos 50 metros las unas de las otras. Las primeras estaban cerradas con unas compuertas metálicas que afortunadamente evitaban la visión del exterior. Tampoco se escuchaba nada tras ellas. Con el otro par, en cambio, no sería tan sencillo.
Se nos heló la sangre al oír un crujido proveniente de las puertas norte. El teniente reclamó silencio, por lo que pudimos distinguir la cadencia del sonido. Era un ruido metálico, acompañado por algo parecido a una queja aguda más larga y de nuevo el golpe metálico. Los soldados dirigieron sus armas hacia el lugar de procedencia. Se trataba la rampa de entrada norte, la única que quedaba sin revisar, ya que desde donde estábamos se podía ver la de salida cerrada. Alcázar se puso en contacto por radio con los otros equipos y confirmó que nadie se encontraba en esa zona del parking. A través de indicaciones, el teniente mandó a sus soldados acercarse detrás de él, manteniendo la flecha aunque sin el resto de hombres. Los policías aguantaron en su sitio unos segundos y decidieron seguir a los militares, tras ellos los guardias. Nosotros tampoco quisimos quedarnos solos. Al girar para ver la entrada descubrimos que estaba cerrada, y también el mecanismo responsable del ruido. Procedía de una barrera para vehículos que se levantaba y descendía sin cesar, cómo si unos coches invisibles la estuvieran atravesando. Los soldados probaron a sostenerla pero sólo permanecía parada mientras ellos la agarraban, una vez libre continuaba su camino. Uno de los militares hizo el gesto de pegarle un tiro al mecanismo pero Alcázar le indicó con un furioso gesto que había que guardar silencio. El oficial nos pidió las herramientas y ordenó abrir la base de la barrera para desconectarla.
En esas estábamos, mirando de reojo la puerta del garaje, cuando una explosión de cristales y un grito me sorprendió por detrás. Al darme la vuelta pude ver a un guardia forcejeando con hombre situado en el interior de la caseta de seguridad de la puerta. Era un zombie que vestía el mismo uniforme que su víctima, y que aprovechando que se había apoyado en el ventanal de la garita, lo abordó por detrás. El guardia pedía ayuda, pero nadie se atrevía a disparar, precisamente por no herirlo. Agarrándolo del cuello, el infectado logró desequilibrar al pobre hombre y meterlo dentro de la cabina. Entonces Alcázar ordenó abrir fuego contra la caseta. El tiroteo volvió a herir mis maltrechos oídos. Las balas alcanzaron tanto al infectado como al guardia y destrozaron la caseta, que fue poblándose poco a poco de agujeros. Cuando los gritos del teniente lograron poner fin a la balacera, nada se movía dentro del habitáculo.
Encerrados en El Corte Inglés. El Parking II
Viernes 7 de agosto de 2009
El calor comenzaba a ser agobiante en el sótano de El Corte Inglés, y ahora el bochorno olía además a pólvora quemada. Los dos agentes de seguridad, el infectado y nuestro compañero de equipo, estaban definitivamente muertos, según comprobó un soldado. Sin embargo, cuando nos disponíamos a continuar con la reparación de la barrera nos sobresaltó un crujido estridente. La puerta del garaje empezó a elevarse.
- ¿Quién coño la está abriendo? ¡Parad la puta puerta!- ordenó el teniente.
Uno de los militares entró en la caseta e informó de que panel de control de la estaba completamente destrozado, de hecho se estaba incendiando. El cortocircuito podía haber activado el engranaje de apertura. La puerta metálica continuaba subiendo y los primeros haces de luz que se introdujeron por el hueco fueron interrumpidos por varias sombras a la carrera. Se me heló la sangre. Ruido de pasos, rugidos...
- ¡Dios! ¡Están bajando!- gritaron.
El teniente activó el walkie-talkie y lanzó el aviso al resto de equipos. El garaje no era seguro, había que volver a la tienda. Los tres militares y los dos policías formaron un arco defensivo frente a la puerta. El mando ordenó al resto del equipo que volviera al hall del centro comercial y preparara el bloqueo de las puertas de cristal. Sin embargo, no había terminado de darnos indicaciones cuando alguien se estrelló contra el metal de la puerta, que en su lento camino hacía arriba se encontraba ya a media altura. Era un hombre inmenso que había bajado corriendo y chocado de cabeza. Se desplomó y pudimos ver un sucio mono vaquero y una camisa de interior blanca chorreada de sangre. Tenía pinta de ser el mecánico más grande de Murcia y se estaba levantando de nuevo. Junto él llegaron más zombies. Fueron recibidos con una ensalada de balas que acabó al menos con cuatro.
- ¡Vamos imbéciles!- gritó el teniente, dándose la vuelta hacia nosotros- ¡Todo el que no esté armado que abandone el garaje!
El cocinero y yo salimos corriendo, junto a un guardia de seguridad que decidió que una retirada a tiempo podía ser una victoria para él. A la primera oleada de muertos le siguió otra y continuaron las detonaciones, pero yo ya no miraba más que hacia delante. Es más, solté la mochila de las herramientas y la linterna y me quedé únicamente con el mástil. El carnicero me seguía y el guardia de seguridad corría a mi izquierda.
De repente, de lo alto de un coche junto al que pasamos saltó una figura y derribó al guardia. Junto a él venía otra persona, que apenas pude vislumbrar de reojo abalanzándose sobre mí. Giré el mástil en su dirección y le alcancé de lleno, pero como un niño que trata de asetear a un toro, la fuerza de mi atacante me hizo tropezar y caer sin soltar el hierro. Al levantar la vista, todavía atontado por el golpe, comprobé que el extremo inferior del mástil tiraba hacia mí. Elevé la vista y me di cuenta de quién lo movía. La figura que me había embestido era mucho más pequeña de lo que había imaginado. Se trata de una mujer joven. Era rubia, con el pelo largo, y tenía un top rasgado justo por encima del hierro. Donde debían estar las tetas surgían las vísceras destrozadas y las costillas. Su rostro, sin embargo, estaba intacto. Mostraba los dientes y rugía escupiendo una especie de espuma rojiza a la vez que trataba de avanzar pese al freno del mástil. El cocinero apareció a mi espalda y bloqueó el hierro en el suelo con su bota. Después alzó el brazo y dejó caer una estocada brutal con su enorme cuchillo de cocina, sesgando casi media cara de la mujer, que se derrumbó.
Me ayudó a levantarme y continuamos la carrera, dejando al guardia de seguridad atrás, con varios zombies encima, mientras otro grupo de infectados se acercaba desde la puerta del garaje. Nos dirigimos a una pequeña rampa que llevaba a la entrada a la tienda. Era una ligera elevación del parking. Sobre nuestras cabezas silbaron proyectiles. Había tres soldados situados tras una valla al borde de la rampa que disparaban a nuestros perseguidores. Ya podíamos ver la puerta, por la que entraban soldados y policías de los otros equipos. Llegamos hasta ella y pasamos, seguidos de los soldados que nos habían cubierto la retirada.
- ¿Dónde está el resto de los hombres? ¿Y el teniente?- me preguntó uno de los militares.
Yo ni siquiera podía balbucear por la falta de oxígeno después de la huida.
- Hay que cerrar ya, están muy cerca- dijo por mí uno de los soldados que acababan de llegar.
Un policía golpeó con un hacha de bombero la chapa de plástico que había junto a la puerta. Ésta funcionaba automáticamente abriéndose cuando una persona se acercaba, un mecanismo que con toda seguridad no distinguía a los muertos de los vivos. Había cortado el suministro eléctrico, dijo. Ahora se tenían que cerrar los dos paneles de cristal manualmente. Nada más unirlos, una cabeza se estampó contra el ventanal, restregando los huesos de la mandíbula. Era un soldado, o lo que quedaba de él, y le siguieron más muertos. Estaban aprisionándose unos a otros contra la puerta, a medida que nosotros nos alejábamos de ella. Desde el segundo sótano llegó el sonido de los cristales rotos.
- ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Van a entrar!
Viernes 7 de agosto de 2009
Tardé bastante tiempo en calmarme, más al menos que el niño. Cuando logré poner fin al lloriqueo nervioso que me dominaba, me di cuenta que el pequeño llevaba observándome un rato. Debía tener unos cuatro años, aunque la edad exacta ya no había forma de saberla. Era moreno y tenía el pelo lacio y negro como el betún, cayéndole pesadamente por encima de los ojos. Me fijé en que estaba descalzo, si bien llevaba puesto un calcetín. Sus zapatos debían estar allá fuera, en medio del infierno.
- ¿Dónde está mamá?- me preguntó.
La pregunta me dejó descolocado. ¿Qué le podía decir? Opté por levantarme y perdirle que me acompañara al interior de la tienda. Decenas de zombies seguían aplastando sus caras contra la verja de El Corte Inglés y gimiendo cansinamente, lo que hacía de la entrada un lugar muy poco agradable.
- ¿Vamos con mamá?- insistió.
Su ruego, como el mío, ya no podría tener respuesta. ¿Habrían logrado escapar mis padres? ¿Dónde estaban mis compañeros de trabajo? Había perdido de vista a la mayor parte durante la invasión de infectados de la Gran Vía, pero Fran permaneció conmigo justo hasta el final. ¿Dónde se había metido?
Tomé un pasillo flanqueado por la sección de joyería y la de perfumes. Llevaba al niño de la mano y él se distraía mirando los productos y a la gente que descansaba entre los stand y sobre las cajas registradoras. Yo, en cambio, buscaba a cualquiera con uniforme que me dijera si ése lugar era verdaderamente seguro. Las luces de la galería comercial permanecían encendidas, al igual que las escaleras automática e incluso el hilo musical, en el que sonaban los anuncios de las rebajas de verano. Sin embargo no había ni dependientas ni compradores, sólo refugiados echados por todas partes.
Alrededor del centro de la primera planta de la tienda, en la sección de complementos, las autoridades (o lo que quedaba de ellas) habían establecido una especie de cuartel general. Soldados y policías discutían sobre una mesa, alrededor de la cual se había liberado espacio apartando o tirando al suelo varias lejas de bolsos. Tenían unos planos de la tienda que repasaban en ese momento. Como yo, otros civiles se habían acercado al lugar y escuchaban las deliberaciones. Al parecer, estaban confirmando que todas las entradas al enorme comercio, de cuatro plantas y dos sótanos, estaban bloqueadas. Las puertas de acceso desde la calle, cinco en total (las tres destinadas a clientes, una para el personal y otra para carga y descarga de mercancías), estaban cerradas. De hecho, la última en bloquearse fue por la que yo logré entrar, la principal, y sólo gracias a que los técnicos de El Corte Inglés tardaron más de la cuenta en conseguir anular la función informática que la mantenía abierta.
Junto a los militares había también varios guardias de seguridad del centro. Uno de ellos les dio una mala noticia. No había forma de saber si las puertas del garaje estaban cerradas si no era bajando al sótano, puesto que las cámaras de seguridad no funcionaban. Algunos propusieron olvidarse del garaje y bloquear directamente los pasajes que comunicaban la zona de aparcamientos con la tienda. Sin embargo, las puertas de acceso al parking estaban acristaladas y no ofrecían demasiada seguridad. Además, los militares pensaban que era necesario despejar todas las salidas para no comprometer un futuro plan de escapada de la tienda.
La solución era sencilla y evidente, había que bajar. El problema lo representaba el bajo número de efectivos, sólo unos treinta hombres armados contando policías, soldados y guardias jurado. El organizador de todos ellos, un teniente llamado Luis Alcázar, reclamó la ayuda de voluntarios, ya que parte del ‘contingente’ debía dedicarse a vigilar las entradas ya aseguradas, las terrazas exteriores y la seguridad interior del centro, sobre todo el supermercado, donde se encontraba la comida que habría que racionar. Evidentemente, la plana mayor ya había llegado a la conclusión, antes de mi llegada, de que íbamos a pasar una temporada allí encerrados, dada la organización que se estaba programando.
Como temía, fui reclutado para acompañar a una de las patrullas que bajarían al garaje. Ejercería funciones de apoyo, es decir, iría ‘armado’ con una linterna y herramientas. Una mujer, dependienta de la tienda, se hizo cargo del niño.
- ¿Cómo se llama?- me preguntó al cogerlo en brazos.
La miré sorprendido. Se extrañó de que no supiera su nombre, ya que había pensado que seríamos familiares. La respuesta del niño resultó aún más curiosa. Se llamaba Pedro. Me despedí de ambos en las escaleras mecánicas, temblando mientras los peldaños descendían hacía el sótano. En ese momento ignoraba que no los volvería a ver.
Encerrados en El Corte Inglés, El aparcamiento
Viernes 7 de agosto de 2009
Los aparcamientos han sido concebidos para almacenar coches; al igual que los centros comerciales, que cobran vida con los clientes. Por eso, cuando lugares así permanecen vacíos, toda la normalidad o intrascendencia que los caracteriza desaparece. A algunos les parecerán más tranquilos, pero a mí me provocan miedo. Eso fue lo que pensé mientras descendía suavemente por las escaleras mecánicas, vislumbrando al otro lado de la cristalera del hall del primer sótano el perfil desolado y oscuro del parking, apenas salpicado por una decena de vehículos. Demasiado espacio libre.
Uno de los equipos siguió descendiendo por las escaleras hacia al segundo sótano, mientras que los otros dos nos quedamos en el primero. La misión abajo era hacer una batida, ya que no contaba con más entradas que las que llegaban desde la planta superior. Nuestro objetivo, sin embargo, combinaba el repaso general con la comprobación de las puertas de acceso de los automóviles.
Mi equipo estaba formado por tres militares, dos policías, dos guardias de seguridad y dos civiles, que dada la situación representábamos el eslabón más bajo de la cadena. Yo cargaba con una enorme linterna. También llevaba una mochila con herramientas y como complemento, y sólo gracias a que me lo agencié por mi cuenta, un mástil que hasta entonces había sostenido la bandera de la Comunidad. Era lo más parecido a un arma que podía llevar y, como me habían explicado los policías que me liberaron de los calabozos, resultaba muy útil para mantener a los infectados lejos de ti.
Las linternas no eran necesarias, pues las luces seguían funcionando ahí abajo y la visibilidad era suficiente. Sin embargo, el otro civil del grupo -un carnicero del supermercado-, que había optado por un gran cuchillo como arma de defensa, ni yo, pudimos soltar lastre, en previsión de que fallara la corriente eléctrica. Así, entramos al aparcamiento en una fila en la que yo ocupaba el último puesto y que pronto se extendió en una línea, con los civiles, para mi tranquilidad, en la retaguardia. Era una formación de guerra planeado por los militares, pertenecientes a la Brigada Paracaidista de Javalí Nuevo. Con Alcázar en el centro, ocupaban la punta y los dos extremos de una flecha imaginaria. Los policías y guardias jurado, en las alas, mostraban una actitud mucho más tosca, sobre todo los agentes, mientras que los 'securatas' parecían más dispuestos a seguir las órdenes del teniente. La premisa principal era no separarse. La segunda era no disparar a no ser que lo ordenara Alcázar o la situación fuera tan peligrosa que no hubiera otra opción. La tercera: las heridas provocadas por zombies eran equivalentes a la muerte en combate; cualquier infectado sería abandonado a su suerte.
Nuestro equipo se dirigió a las dos entradas por coche al parking, compuestas por cuatro rampas, dos de salida y dos de ingreso, emparejadas a unos 50 metros las unas de las otras. Las primeras estaban cerradas con unas compuertas metálicas que afortunadamente evitaban la visión del exterior. Tampoco se escuchaba nada tras ellas. Con el otro par, en cambio, no sería tan sencillo.
Se nos heló la sangre al oír un crujido proveniente de las puertas norte. El teniente reclamó silencio, por lo que pudimos distinguir la cadencia del sonido. Era un ruido metálico, acompañado por algo parecido a una queja aguda más larga y de nuevo el golpe metálico. Los soldados dirigieron sus armas hacia el lugar de procedencia. Se trataba la rampa de entrada norte, la única que quedaba sin revisar, ya que desde donde estábamos se podía ver la de salida cerrada. Alcázar se puso en contacto por radio con los otros equipos y confirmó que nadie se encontraba en esa zona del parking. A través de indicaciones, el teniente mandó a sus soldados acercarse detrás de él, manteniendo la flecha aunque sin el resto de hombres. Los policías aguantaron en su sitio unos segundos y decidieron seguir a los militares, tras ellos los guardias. Nosotros tampoco quisimos quedarnos solos. Al girar para ver la entrada descubrimos que estaba cerrada, y también el mecanismo responsable del ruido. Procedía de una barrera para vehículos que se levantaba y descendía sin cesar, cómo si unos coches invisibles la estuvieran atravesando. Los soldados probaron a sostenerla pero sólo permanecía parada mientras ellos la agarraban, una vez libre continuaba su camino. Uno de los militares hizo el gesto de pegarle un tiro al mecanismo pero Alcázar le indicó con un furioso gesto que había que guardar silencio. El oficial nos pidió las herramientas y ordenó abrir la base de la barrera para desconectarla.
En esas estábamos, mirando de reojo la puerta del garaje, cuando una explosión de cristales y un grito me sorprendió por detrás. Al darme la vuelta pude ver a un guardia forcejeando con hombre situado en el interior de la caseta de seguridad de la puerta. Era un zombie que vestía el mismo uniforme que su víctima, y que aprovechando que se había apoyado en el ventanal de la garita, lo abordó por detrás. El guardia pedía ayuda, pero nadie se atrevía a disparar, precisamente por no herirlo. Agarrándolo del cuello, el infectado logró desequilibrar al pobre hombre y meterlo dentro de la cabina. Entonces Alcázar ordenó abrir fuego contra la caseta. El tiroteo volvió a herir mis maltrechos oídos. Las balas alcanzaron tanto al infectado como al guardia y destrozaron la caseta, que fue poblándose poco a poco de agujeros. Cuando los gritos del teniente lograron poner fin a la balacera, nada se movía dentro del habitáculo.
Encerrados en El Corte Inglés. El Parking II
Viernes 7 de agosto de 2009
El calor comenzaba a ser agobiante en el sótano de El Corte Inglés, y ahora el bochorno olía además a pólvora quemada. Los dos agentes de seguridad, el infectado y nuestro compañero de equipo, estaban definitivamente muertos, según comprobó un soldado. Sin embargo, cuando nos disponíamos a continuar con la reparación de la barrera nos sobresaltó un crujido estridente. La puerta del garaje empezó a elevarse.
- ¿Quién coño la está abriendo? ¡Parad la puta puerta!- ordenó el teniente.
Uno de los militares entró en la caseta e informó de que panel de control de la estaba completamente destrozado, de hecho se estaba incendiando. El cortocircuito podía haber activado el engranaje de apertura. La puerta metálica continuaba subiendo y los primeros haces de luz que se introdujeron por el hueco fueron interrumpidos por varias sombras a la carrera. Se me heló la sangre. Ruido de pasos, rugidos...
- ¡Dios! ¡Están bajando!- gritaron.
El teniente activó el walkie-talkie y lanzó el aviso al resto de equipos. El garaje no era seguro, había que volver a la tienda. Los tres militares y los dos policías formaron un arco defensivo frente a la puerta. El mando ordenó al resto del equipo que volviera al hall del centro comercial y preparara el bloqueo de las puertas de cristal. Sin embargo, no había terminado de darnos indicaciones cuando alguien se estrelló contra el metal de la puerta, que en su lento camino hacía arriba se encontraba ya a media altura. Era un hombre inmenso que había bajado corriendo y chocado de cabeza. Se desplomó y pudimos ver un sucio mono vaquero y una camisa de interior blanca chorreada de sangre. Tenía pinta de ser el mecánico más grande de Murcia y se estaba levantando de nuevo. Junto él llegaron más zombies. Fueron recibidos con una ensalada de balas que acabó al menos con cuatro.
- ¡Vamos imbéciles!- gritó el teniente, dándose la vuelta hacia nosotros- ¡Todo el que no esté armado que abandone el garaje!
El cocinero y yo salimos corriendo, junto a un guardia de seguridad que decidió que una retirada a tiempo podía ser una victoria para él. A la primera oleada de muertos le siguió otra y continuaron las detonaciones, pero yo ya no miraba más que hacia delante. Es más, solté la mochila de las herramientas y la linterna y me quedé únicamente con el mástil. El carnicero me seguía y el guardia de seguridad corría a mi izquierda.
De repente, de lo alto de un coche junto al que pasamos saltó una figura y derribó al guardia. Junto a él venía otra persona, que apenas pude vislumbrar de reojo abalanzándose sobre mí. Giré el mástil en su dirección y le alcancé de lleno, pero como un niño que trata de asetear a un toro, la fuerza de mi atacante me hizo tropezar y caer sin soltar el hierro. Al levantar la vista, todavía atontado por el golpe, comprobé que el extremo inferior del mástil tiraba hacia mí. Elevé la vista y me di cuenta de quién lo movía. La figura que me había embestido era mucho más pequeña de lo que había imaginado. Se trata de una mujer joven. Era rubia, con el pelo largo, y tenía un top rasgado justo por encima del hierro. Donde debían estar las tetas surgían las vísceras destrozadas y las costillas. Su rostro, sin embargo, estaba intacto. Mostraba los dientes y rugía escupiendo una especie de espuma rojiza a la vez que trataba de avanzar pese al freno del mástil. El cocinero apareció a mi espalda y bloqueó el hierro en el suelo con su bota. Después alzó el brazo y dejó caer una estocada brutal con su enorme cuchillo de cocina, sesgando casi media cara de la mujer, que se derrumbó.
Me ayudó a levantarme y continuamos la carrera, dejando al guardia de seguridad atrás, con varios zombies encima, mientras otro grupo de infectados se acercaba desde la puerta del garaje. Nos dirigimos a una pequeña rampa que llevaba a la entrada a la tienda. Era una ligera elevación del parking. Sobre nuestras cabezas silbaron proyectiles. Había tres soldados situados tras una valla al borde de la rampa que disparaban a nuestros perseguidores. Ya podíamos ver la puerta, por la que entraban soldados y policías de los otros equipos. Llegamos hasta ella y pasamos, seguidos de los soldados que nos habían cubierto la retirada.
- ¿Dónde está el resto de los hombres? ¿Y el teniente?- me preguntó uno de los militares.
Yo ni siquiera podía balbucear por la falta de oxígeno después de la huida.
- Hay que cerrar ya, están muy cerca- dijo por mí uno de los soldados que acababan de llegar.
Un policía golpeó con un hacha de bombero la chapa de plástico que había junto a la puerta. Ésta funcionaba automáticamente abriéndose cuando una persona se acercaba, un mecanismo que con toda seguridad no distinguía a los muertos de los vivos. Había cortado el suministro eléctrico, dijo. Ahora se tenían que cerrar los dos paneles de cristal manualmente. Nada más unirlos, una cabeza se estampó contra el ventanal, restregando los huesos de la mandíbula. Era un soldado, o lo que quedaba de él, y le siguieron más muertos. Estaban aprisionándose unos a otros contra la puerta, a medida que nosotros nos alejábamos de ella. Desde el segundo sótano llegó el sonido de los cristales rotos.
- ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Van a entrar!
Re: Virus R
mmm.... habra una gran fiesta de visceras en el corte ingles? espero que si!!!
P.D. MAAAAAAAASSSS!!!!! MORE MORE MORE MORE MORE MORE!!!!!!! luego leo esto y pienso que se me va la pinza pero bue..
P.D. MAAAAAAAASSSS!!!!! MORE MORE MORE MORE MORE MORE!!!!!!! luego leo esto y pienso que se me va la pinza pero bue..
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Virus R (16)
Encerrados en El Corte Inglés 3. Vamos de compras
Viernes 7 de agosto de 2009
Iniciamos una carrera de locos hacia arriba, formando un embudo frente a la escalera mecánica. Ya no había ni civiles ni soldados, todos tratábamos de salir de allí como fuera y yo, particularmente, no era el más fuerte de aquellos hombres. Recibí codazos y patadas, pero al fin pude enfilar los escalones. Allí avanzábamos lentamente, dada la acumulación de gente. Detrás de mí comenzaron a sonar disparos y gritos, y lo peor era que no había forma de subir más rápido, pues me encontrapa casi empaquetado entre hombros y espaldas; éramos un rebaño de ovejas perseguido por miles de lobos.
Cuando logré llegar a la planta principal me vi en la sección de entrada al Supermercado. Desde allí, la marea humana se dirigía al primer piso siguiendo el tramo de escaleras mecánicas. Sin embargo, como se estaba formando un nuevo embudo al inicio, algunos tomaban otras direcciones, hacia los ascensores y escaleras de emergencias o simplemente lejos de allí. Yo era capaz de perderme en El Corte Inglés incluso en un día de ocio, así que opté por el camino fácil. La subida hacia el primer piso parecía más lenta todavía, hasta tal punto que llegamos a pararnos, avanzando a la ridícula velocidad de la cinta automática. Eso, y los rugidos que llegaban de la planta principal terminaron por volver locos a los hombres que iban tras de mí. Primero noté un agarrón, luego un golpe en la espalda y de repente una persona pasó literalmente por encima mío, pisando cabezas y todo lo que se encontraba. Otros le imitaron y con la tromba los más débiles se fueron abajo. Llegó un momento en que yo ya no andaba, sino que trepaba entre cuerpos derribados.
Al alcanzar el primer piso ni siquiera eché la vista atrás. Fui al segundo y de allí al tercero. Cada vez había menos hombros con los que competir en las escaleras y la velocidad, mucho mayor. En la tercera planta incluso se improvisó un equipo que indicaba a la turba hacía donde dirigirse para llegar a las escaleras del cuarto piso, pues en este nivel ese ramal finalizaba y había que cruzar la tienda para continuar subiendo. Una vez en la planta alta ya no había más lugares a los que huir, y en vez de guías salvadores encontramos un pelotón de soldados que iba entregando armas, tanto rifles como pistolas, pero también palos o cuchillos. El Ejército había tenido la precaución de organizar un puesto en la cuarta planta unos minutos antes, imaginando lo peor. Era normal, al fin y al cabo el famoso Murphy, el profeta de los pesimistas, había sido en realidad un militar estadounidense.
Un grupo fue hacia el hueco de los ascensores y las escaleras emergencias, mientras que otro se quedó en las mecánicas. Había aquí dos zonas que proteger, ya que los zombies no se limitarían a utilizar las escaleras de subida, también ascenderían por las de bajada. En el reparto de armas me tocó un barrote blanco y alargado, procedente de una pérgola de la exposición de muebles de jardín. Como infantería ligerísima, puesto al que parecía abocado, me tocaba la segunda línea. Delante de mí había soldados, policías y todo aquél que hubiera recibido armas de fuego.
Cada vez lograba llegar menos gente, hasta que el goteo terminó. Los militares dijeron que nos calláramos. Se podían escuchar carreras y gritos en la tercera planta. Sin embargo, pronto se hizo el silencio, tan sólo acompañado por el traqueteo de la escalera mecánica. Un viejo militar se situó al frente y golpeó el botón rojo de freno de emergencia. El automatismo paró y entonces se hizo audible un suave lamento, lejano aún, pero que cobraba fuerza poco a poco. El militar, gordo, casi sin pelo y apenas con dos botones abrochados en la camisa, miró al improvisado batallón y dijo algo parecido a un discurso para envalentonarnos. En esencia nos dijo que si habíamos sido capaces de llegar hasta arriba, éramos los hombres adecuados para frenar a los muertos, y que de todas formas, ya no había a dónde ir. Al final gritó un “¡Viva España!” que murmuramos desconcertados.
El primer zombie asomó la cabeza desde abajo y fue recibido con una salva. Sin embargo, el militar ordenó que esperáramos a que estuviera más cerca para no desperdiciar municiones. Pronto la escalera se llenó de ellos. Pálidos, desarrapados, con las venas azuladas recorriendo sus caras, ojos inyectados en sangre, y otra vez expectantes, seguros de haber encontrado el almuerzo. Eran decenas ascendiendo lentamente y tras de ellos empujaban muchos más, rugiendo...
- ¡Apuntad a la cabeza! ¡¡¡Fuego!!!
Encerrados en El Corte Inglés. Hoy cerramos
Viernes 7 de agosto de 2009
Nunca me han hecho gracia los petardos ni los fuegos artificiales. Las explosiones, por pequeñas que sean, me causan un miedo primitivo. El colmo de mi pavor son las tracas o mascletás, esas cadenas de artefactos explosivos que abren las fiestas de tantos pueblos en Murcia y Valencia, colapsando las plazas con un sonido estridente, humo y el olor a pólvora y papel quemado. Algo así, pero multiplicado por mil debido a lo cerrado del lugar, se produjo en la cuarta planta de El Corte Inglés, frente a las escaleras mecánicas, cuando la primera línea de la improvisada defensa que habían montado los militares lanzó su salva contra el grupo de zombies que subían desde la tercera. Además, el ruido de los proyectiles reverberaba en el estrecho hueco de la escalera, por el efecto rebote al chocar no sólo contra los cuerpos de los muertos sino también contra el metal del suelo y las paredes.
Tras dos o tres oleadas seguidas el ataque finalizó, al menos por el momento. Entonces los que estábamos en segunda línea, aún con los oídos taponados, pudimos ver qué había pasado. La escalera automática, hasta un poco más de la mitad de su recorrido entre las dos plantas, estaba saturada de cadáveres, uno sobre otro, estirados o doblados sobre sí mismos, formando un amasijo de carne y ropa quemada.
De pronto, uno de los cuerpos pareció cobrar vida de repente, pero no se movía por sí solo, sino empujado por otro zombie que llegaba por detrás. Me pareció identificar a un niño, se me heló la sangre al reconocer el pelo negro y la mirada del pequeño Pedro, ahora quebrada por un corte que le había rebanado la oreja derecha. Un soldado me apartó con un golpe en el hombre y disparó sobre el chico, partiendo en dos su cabeza. Pero no hubo tiempo entonces para lamentaciones. De nuevo la escalera se llenó de esas cosas que venían hacia nosotros, aunque ahora nuetras respuesta era más débil, porque comenzaba a escasear la munición. Un par de soldados iban suministrando cartuchos a los fusileros, que se desgañitaban disparando y pidiendo a la vez cargadores.
En cierto momento, en medio del fusilamiento brutal que se estaba produciendo, vi claro el peligro. Delante de mí se encontraba un policía que estaba cargando su escopeta, y lo hacía de forma exasperantemente lenta. Divisé que por su ángulo de tiro iba a llegar un enorme zombie, gordo a más no poder, que se tambaleaba en su avance hacia nosotros. Había que hacer algo. Dirigí la vara de hierro que me habían dado hacia él, aparté al agente y la asesté en plena barriga. El metal atravesó gran parte de su cuerpo hasta que se frenó en su interior. El muerto, paralizado sólo unos instantes y sin dar muestras de notar la vara en sus entrañas, siguió subiendo empujándome hacia atrás.
- ¡No puedo pararle!- grité, reclamando ayuda.
El policía de la escopeta me sujetó por la espalda y otro hombre más lo cogió a él. Entre los tres a duras penas conseguíamos mantener al zombie a raya. Afortunadamente, el gordo se convirtió en el blanco predilecto del resto de tiradores, conscientes del peligro. No sé cuantos impactos recibió, pero cuando se desplomó, su cabeza era sólo un trozo de carne supurante.
Derribado éste, aparecieron nuevos zombies por detrás, y cada vez teníamos menos balas. Si al inicio de la tromba había una línea de diez fusileros, ahora sólo podían disparar tres o cuatro a la vez, mientras el resto recargaba. Otro de nosotros intentó hacer el mismo bloqueo que yo, pero falló con su hierro. Se fue para abajo tropezando en la escalera y allí mismo, delante de nosotros, lo devoraron.
La situación era desesperada. Pero uno de los trabajadores de El Corte Inglés tuvo una idea. Junto a otros dos hombres levantó un enorme sofá (estábamos junto a la sección de Oportunidades) y lo lanzaron por el hueco de la escalera. Entre la montaña de cuerpos que colapsaban la subida y el propio mueble, apenas quedaba un espacio de medio metro por arriba para pasar. Un muerto asomó la cabeza y fue acribillado por los soldados, que ahora ya sabían dónde apuntar. Sin embargo, el militar que nos organizaba dijo que cesara el fuego, una orden que no entendimos al principio. El zombie escaló sobre el sofá y cuando estaba a punto de rebasarlo el oficial ordenó disparar. Tras él avanzó otro, reptando, pues ya casi no había espacio, porque el primer infectado había cubierto parte del hueco. Igualmente esperaron a que estuviera a mitad de su camino y lo mataron. Un tercero, que tenía que abrirse paso cual gusano entre los cadáveres, fue interceptado de la misma forma. El militar era un genio. Había logrado que los propios zombies bloquearan la entrada echándose los unos sobre los otros. Ahora contábamos con una barrera de carne putrefacta que nos protegía en la cuarta planta. Uno de los soldados reunió la sorna suficiente para decir:
- Lo lamentamos señores clientes, hoy cerramos.
Encerrados en El Corte Ingés. Estamos solos
Viernes 7 de agosto de 2009
Al fin pude respirar tranquilo. Por primera vez en toda la mañana, esa mañana que pareció durar tres días, pude pasar más de un minuto en el mismo sitio, tratando de encajar todo lo que había pasado. Sentado en un sillón orejero de oferta, en la sección de Oportunidades de la cuarta planta de El Corte Inglés, observaba como todos se movían a mi alrededor. Soldados asegurando los huecos de las escaleras, trabajadores de la tienda organizando la comida de la cafetería o una médico ayudada por varias personas montando una zona de urgencias en las camas de la sección Dormitorio.
No comprendía de dónde sacaban las fuerzas ni las ganas de hacer otra cosa que no caer rendidos como yo. Lo que acababa de ver, lo que llevaba ya toda la semana sufriendo. El ataque en la terraza, el colapso en la Gran Vía o el tiroteo de las escaleras, y esos seres terroríficos tratando de acabar con nosotros… era demasiado. Lo que no lograba entender era cómo podía alguien agujerear a balazos en cuerpo de un infectado, que seguramente hacía sólo unas horas se había despertado tranquilamente en su casa con ganas de tomar un café, y cinco minutos después reunía la moral suficiente para sentarse a decidir qué zona era la mejor para instalar los baños.
Hice oídos sordos a la petición de un militar para que colaborara en las tareas de acondicionamiento de la planta, cansado ya de órdenes por ese día. Me preguntaba hasta qué punto nuestro refugio era efectivamente un lugar seguro o una calle sin salida. La caída de Murcia había sido tan rápida, tan brutal, que tenía muy pocas esperanzas de que quedara en toda la ciudad, en toda la región, qué demonios en todo el país, una unidad militar, alguna autoridad o cualquier tipo de organización que pudiera iniciar un contraataque para liberarnos.
¿Sería la situación mejor en el campo? Mis padres se habían marchado con toda mi familia a una casa a apenas veinte kilómetros de la capital, pero casi despoblada. ¿Pasaría de largo por allí esa marea de muerte? Llevaba el móvil de mi madre, así que decidí llamarla. Sin embargo no había cobertura en el lugar en el que me encontraba. Recorriendo los pasillos del centro comercial descubrí una salida a la terraza de la tienda, a la que en ese momento se dirigían unos militares cargando un gran baúl verde. Los seguí afuera. En el exterior hacía mucho calor y los rayos del sol se me antojaron dardos ardientes sobre mis ojos en comparación con la luz artificial. La terraza era un enorme espacio abierto al que se accedía desde una zona de oficinas. Estaba ocupado principalmente por gigantescos aparatos de aire acondicionado.
Llamé varias veces sin obtener respuesta. El móvil daba tono pero nadie lo cogía. Allí de pie, tratando de escuchar la voz de mis padres al otro lado del teléfono, tardé en darme en cuenta del caos que mostraba la ciudad mirara hacia donde mirara. Incendios, humo surgiendo de todos lados, gritos a lo lejos, el ya familiar sonido de la detonación de un arma. Murcia parecía haber sufrido un bombardeo y en realidad sólo hacía unas horas que la epidemia había llegado al centro de la urbe. Justo enfrente del edificio de El Corte Inglés se encontraba la mole del lujoso Edificio Hispania, rodeado de una densa neblina que procedía del fuego generado en los bajos.
Los soldados estaban montando una antena junto al aparato de radio, se supone que para ponerse en contacto con alguna unidad. De pronto, una explosión en la calle nos sobresaltó a todos. Nos asomamos a la avenida de la Libertad. Allí abajo había cientos, miles de zombies. El ruido provenía de un tanque que apareció por la plaza Diez de Revenga, en el extremo contrario de la avenida de la plaza Fuensanta, donde se encontraba la puerta principal por la que había entrado a la tienda. El estruendoso engranaje de metal atrajo inmediatamente la atención de todos los muertos que pululaban por allí. Se dirigieron en tromba hacia el tanque. La torreta se orientó lentamente hacia ellos y tras cinco segundos que me parecieron eternos, el cañón escupió un proyectil que abrió una cortina de muerte frente a él. Los militares gritaron de alegría. Al menos treinta zombies habían sido destrozados por el tiro. Un artillero se asomó por la portezuela de la torre y comenzó a usar la ametralladora, llevándose por delante a todos los muertos que trataban de acercarse. Otra explosión del cañón volvió a abrir camino, decenas de cuerpos se derrumbaron. Nuevos vítores desde la azotea.
Sin embargo, lo que parecía una situación favorable pronto se transformó en un caos. Era imposible frenar a miles de zombies a cañonazos. Rodearon el tanque y se subieron sobre él. El artillero tuvo que refugiarse en su interior. El vehículo siguió disparando y aplastando muertos, pero parecía ya viajar sin rumbo; seguramente el conductor no podía ver nada con tanto cadáver andante sobre él. La avenida de la Libertad estaba en obras, por la construcción de un aparcamiento subterráneo y el tanque, desorientado, avanzaba directo hacia el socavón. De nada sirvieron nuestros gritos. La mole blindada cayó por un hueco de cuatro alturas y quedó boca abajo, aparentemente intacta, aunque dejó de moverse. Los soldados se lamentaron, dijeron que un golpe así debía haber sido brutal para los tripulantes. El pesimismo se adueñó otra vez de todos.
Al menos logramos recibir una comunicación. Era el mando del Ejército, desde alguna parte del nuevo cuartel general, situado en Cartagena. Los militares no podían entrar en esos momentos en Murcia y habían decido replegarse. Las unidades se estaban reagrupando en la ciudad portuaria. Teníamos que resistir hasta que el rescate fuera factible. Por ahora estábamos solos.
Encerrados en El Corte Inglés. Vacaciones
Martes 11 de agosto de 2009
Si nuestro encierro había sido planeado como algo temporal, a la espera del rescate de los militares de Cartagena, muy pronto nos dimos cuenta de que la estancia se alargaría. Las comunicaciones con el cuartel general fueron debilitándose día tras día, hasta que a la semana la radio quedó muda.
Yo no tuve mejor suerte con mi familia. Mi móvil dejó de funcionar al segundo día por el agotamiento de la batería, si bien hasta entonces no había conseguido contactar con nadie por los problemas de una red que seguramente se apagaba poco a poco.
Durante los primeros días, el trabajo me hizo olvidar lo que había ocurrido. Teníamos que sellar todo posible acceso a la cuarta planta de El Corte Inglés, donde habíamos conseguido atrincherarnos unas 80 personas. La endeble muralla de muebles y cadáveres que cubría el hueco de las escaleras mecánicas fue reforzada por tablas y vigas que encontramos en la propia exposición de la tienda. Por suerte, la cuarta planta tenía también la sección de ferretería, por lo que herramientas no nos faltaban. Sin embargo, la electricidad comenzó a fallar y a mediados de la semana siguiente desapareció. Después nos quedamos a oscuras. Y el problema no era sólo la falta de luz, sino el calor. Teníamos comida para un mes, medicinas y toda una sección de muebles para descansar y fingir que la vida continuaba como siempre, pero las altas temperaturas pronto provocaron un problema que no habíamos previsto, la putrefacción. Los cuerpos que habían quedado en las escaleras mecánicas comenzaron a apestar en toda nuestra planta rápidamente. Supongo que como los zombies ya estaban muertos cuando cayeron bajo nuestras balas, el proceso era mucho más rápido. Si hubiéramos contado con yeso o algún otro aislante habríamos taponado el acceso de los olores y las posibles infecciones, pero sólo disponíamos de lo que había en exposición. Tuvimos que alejarnos poco a poco de las escaleras hasta que terminamos refugiándonos en la terraza.
La información que llegaba del exterior por los medios de comunicación también fue extinguiéndose poco a poco. Al principio había imágenes de televisión de Madrid, Mallorca y Canarias sobre todo. En las islas duraron más. La situación no era diferente a la que habíamos vivido en Murcia, colapso total y lucha por la supervivencia en edificios y otras construcciones de fácil defensa. La Sexta dejó de emitir muy pronto, seguida de Telecinco. Cuatro, TVE 1 y Antena 3 duraron más. Cuando perdimos el suministro eléctrico aún emitían repetitivos mensajes de advertencia y cada vez menos noticias frescas.
La radio parecía más saludable. Nos enteramos por la Cadena Ser de Murcia de que un grupo de civiles se había hecho fuerte en el Castillo de Lorca. También había resistencia en Totana, Aledo, Caravaca y en otras poblaciones con castillos o iglesias en lugares escarpados. Habíamos vuelto a la edad media.
Internet también funcionó hasta que se fue la luz. Había varios ordenadores portátiles en la tienda y solíamos entrar a consultar. La red se convirtió esos días en un enorme tablón de anuncios mundial donde cada internauta que aún podía colgaba las novedades de las que tenía conocimiento. Sidney ardiendo, París abandonada, un refugio seguro en las Islas Bahamas... Una tarde, consultando mi correo por si mi hermana daba señales de vida desde Argentina, recibí un correo electrónico de mi banco. ¡Cuál fue mi sorpresa al comprobar que me acaban de cobrar la letra del piso de ese mes! Era extrañamente consolador que la hipoteca no te abandonara ni en los peores momentos.
Encerrados en El Corte Inglés. Nuevos amigos
Jueves 13 de agosto de 2009
El pánico y la desesperación no tardaron en transformarse en aburrimiento. Sí, una vez nos aseguramos de que los infectados no tendrían ninguna posibilidad de llegar hasta nosotros, descubrimos que no había nada que hacer allí arriba excepto continuar viviendo mientras el mundo se hundía en el infierno. Si hubiéramos tenido acceso a todo El Corte Inglés, la pesadilla se habría tornado a algo muy parecido al sueño más anhelado durante mi niñez, pasar una noche entera encerrado en un centro comercial, si bien no creo que mis deseos infantiles incluyeran a miles de zombies deseando abrirse paso para devorarnos.
En cualquier caso, estábamos limitados a una pequeña zona de la cuarta planta contaminada por el hedor a muerte y a la terraza de la tienda. A causa del aburrimiento, pasábamos las horas comunicándonos gracias a señas con los supervivientes de los edificios cercanos. Fue así como conocí a una chica llamada Marta, que al parecer se había quedado sola con su abuela enferma en una vivienda al otro lado de la avenida de la Libertad. Me contó mediante mensajes que estaba segura en su casa y que tenía comida para meses, aunque le preocupaba el estado de la anciana, cuya salud dependía de medicamentos que comenzaban a escasear entre sus reservas.
Mientras, en la calle, la procesión de zombies no terminaba. A veces estaban completamente parados, y otras se movían en alguna dirección, como siguiendo todos una orden general. De vez en cuando aparecía algún infeliz convencido de que podía escapar de los muertos, seguramente acuciado por la falta de comida o simplemente enloquecido de su encierro. En pocos minutos formaba parte de sus filas.
Viernes 7 de agosto de 2009
Iniciamos una carrera de locos hacia arriba, formando un embudo frente a la escalera mecánica. Ya no había ni civiles ni soldados, todos tratábamos de salir de allí como fuera y yo, particularmente, no era el más fuerte de aquellos hombres. Recibí codazos y patadas, pero al fin pude enfilar los escalones. Allí avanzábamos lentamente, dada la acumulación de gente. Detrás de mí comenzaron a sonar disparos y gritos, y lo peor era que no había forma de subir más rápido, pues me encontrapa casi empaquetado entre hombros y espaldas; éramos un rebaño de ovejas perseguido por miles de lobos.
Cuando logré llegar a la planta principal me vi en la sección de entrada al Supermercado. Desde allí, la marea humana se dirigía al primer piso siguiendo el tramo de escaleras mecánicas. Sin embargo, como se estaba formando un nuevo embudo al inicio, algunos tomaban otras direcciones, hacia los ascensores y escaleras de emergencias o simplemente lejos de allí. Yo era capaz de perderme en El Corte Inglés incluso en un día de ocio, así que opté por el camino fácil. La subida hacia el primer piso parecía más lenta todavía, hasta tal punto que llegamos a pararnos, avanzando a la ridícula velocidad de la cinta automática. Eso, y los rugidos que llegaban de la planta principal terminaron por volver locos a los hombres que iban tras de mí. Primero noté un agarrón, luego un golpe en la espalda y de repente una persona pasó literalmente por encima mío, pisando cabezas y todo lo que se encontraba. Otros le imitaron y con la tromba los más débiles se fueron abajo. Llegó un momento en que yo ya no andaba, sino que trepaba entre cuerpos derribados.
Al alcanzar el primer piso ni siquiera eché la vista atrás. Fui al segundo y de allí al tercero. Cada vez había menos hombros con los que competir en las escaleras y la velocidad, mucho mayor. En la tercera planta incluso se improvisó un equipo que indicaba a la turba hacía donde dirigirse para llegar a las escaleras del cuarto piso, pues en este nivel ese ramal finalizaba y había que cruzar la tienda para continuar subiendo. Una vez en la planta alta ya no había más lugares a los que huir, y en vez de guías salvadores encontramos un pelotón de soldados que iba entregando armas, tanto rifles como pistolas, pero también palos o cuchillos. El Ejército había tenido la precaución de organizar un puesto en la cuarta planta unos minutos antes, imaginando lo peor. Era normal, al fin y al cabo el famoso Murphy, el profeta de los pesimistas, había sido en realidad un militar estadounidense.
Un grupo fue hacia el hueco de los ascensores y las escaleras emergencias, mientras que otro se quedó en las mecánicas. Había aquí dos zonas que proteger, ya que los zombies no se limitarían a utilizar las escaleras de subida, también ascenderían por las de bajada. En el reparto de armas me tocó un barrote blanco y alargado, procedente de una pérgola de la exposición de muebles de jardín. Como infantería ligerísima, puesto al que parecía abocado, me tocaba la segunda línea. Delante de mí había soldados, policías y todo aquél que hubiera recibido armas de fuego.
Cada vez lograba llegar menos gente, hasta que el goteo terminó. Los militares dijeron que nos calláramos. Se podían escuchar carreras y gritos en la tercera planta. Sin embargo, pronto se hizo el silencio, tan sólo acompañado por el traqueteo de la escalera mecánica. Un viejo militar se situó al frente y golpeó el botón rojo de freno de emergencia. El automatismo paró y entonces se hizo audible un suave lamento, lejano aún, pero que cobraba fuerza poco a poco. El militar, gordo, casi sin pelo y apenas con dos botones abrochados en la camisa, miró al improvisado batallón y dijo algo parecido a un discurso para envalentonarnos. En esencia nos dijo que si habíamos sido capaces de llegar hasta arriba, éramos los hombres adecuados para frenar a los muertos, y que de todas formas, ya no había a dónde ir. Al final gritó un “¡Viva España!” que murmuramos desconcertados.
El primer zombie asomó la cabeza desde abajo y fue recibido con una salva. Sin embargo, el militar ordenó que esperáramos a que estuviera más cerca para no desperdiciar municiones. Pronto la escalera se llenó de ellos. Pálidos, desarrapados, con las venas azuladas recorriendo sus caras, ojos inyectados en sangre, y otra vez expectantes, seguros de haber encontrado el almuerzo. Eran decenas ascendiendo lentamente y tras de ellos empujaban muchos más, rugiendo...
- ¡Apuntad a la cabeza! ¡¡¡Fuego!!!
Encerrados en El Corte Inglés. Hoy cerramos
Viernes 7 de agosto de 2009
Nunca me han hecho gracia los petardos ni los fuegos artificiales. Las explosiones, por pequeñas que sean, me causan un miedo primitivo. El colmo de mi pavor son las tracas o mascletás, esas cadenas de artefactos explosivos que abren las fiestas de tantos pueblos en Murcia y Valencia, colapsando las plazas con un sonido estridente, humo y el olor a pólvora y papel quemado. Algo así, pero multiplicado por mil debido a lo cerrado del lugar, se produjo en la cuarta planta de El Corte Inglés, frente a las escaleras mecánicas, cuando la primera línea de la improvisada defensa que habían montado los militares lanzó su salva contra el grupo de zombies que subían desde la tercera. Además, el ruido de los proyectiles reverberaba en el estrecho hueco de la escalera, por el efecto rebote al chocar no sólo contra los cuerpos de los muertos sino también contra el metal del suelo y las paredes.
Tras dos o tres oleadas seguidas el ataque finalizó, al menos por el momento. Entonces los que estábamos en segunda línea, aún con los oídos taponados, pudimos ver qué había pasado. La escalera automática, hasta un poco más de la mitad de su recorrido entre las dos plantas, estaba saturada de cadáveres, uno sobre otro, estirados o doblados sobre sí mismos, formando un amasijo de carne y ropa quemada.
De pronto, uno de los cuerpos pareció cobrar vida de repente, pero no se movía por sí solo, sino empujado por otro zombie que llegaba por detrás. Me pareció identificar a un niño, se me heló la sangre al reconocer el pelo negro y la mirada del pequeño Pedro, ahora quebrada por un corte que le había rebanado la oreja derecha. Un soldado me apartó con un golpe en el hombre y disparó sobre el chico, partiendo en dos su cabeza. Pero no hubo tiempo entonces para lamentaciones. De nuevo la escalera se llenó de esas cosas que venían hacia nosotros, aunque ahora nuetras respuesta era más débil, porque comenzaba a escasear la munición. Un par de soldados iban suministrando cartuchos a los fusileros, que se desgañitaban disparando y pidiendo a la vez cargadores.
En cierto momento, en medio del fusilamiento brutal que se estaba produciendo, vi claro el peligro. Delante de mí se encontraba un policía que estaba cargando su escopeta, y lo hacía de forma exasperantemente lenta. Divisé que por su ángulo de tiro iba a llegar un enorme zombie, gordo a más no poder, que se tambaleaba en su avance hacia nosotros. Había que hacer algo. Dirigí la vara de hierro que me habían dado hacia él, aparté al agente y la asesté en plena barriga. El metal atravesó gran parte de su cuerpo hasta que se frenó en su interior. El muerto, paralizado sólo unos instantes y sin dar muestras de notar la vara en sus entrañas, siguió subiendo empujándome hacia atrás.
- ¡No puedo pararle!- grité, reclamando ayuda.
El policía de la escopeta me sujetó por la espalda y otro hombre más lo cogió a él. Entre los tres a duras penas conseguíamos mantener al zombie a raya. Afortunadamente, el gordo se convirtió en el blanco predilecto del resto de tiradores, conscientes del peligro. No sé cuantos impactos recibió, pero cuando se desplomó, su cabeza era sólo un trozo de carne supurante.
Derribado éste, aparecieron nuevos zombies por detrás, y cada vez teníamos menos balas. Si al inicio de la tromba había una línea de diez fusileros, ahora sólo podían disparar tres o cuatro a la vez, mientras el resto recargaba. Otro de nosotros intentó hacer el mismo bloqueo que yo, pero falló con su hierro. Se fue para abajo tropezando en la escalera y allí mismo, delante de nosotros, lo devoraron.
La situación era desesperada. Pero uno de los trabajadores de El Corte Inglés tuvo una idea. Junto a otros dos hombres levantó un enorme sofá (estábamos junto a la sección de Oportunidades) y lo lanzaron por el hueco de la escalera. Entre la montaña de cuerpos que colapsaban la subida y el propio mueble, apenas quedaba un espacio de medio metro por arriba para pasar. Un muerto asomó la cabeza y fue acribillado por los soldados, que ahora ya sabían dónde apuntar. Sin embargo, el militar que nos organizaba dijo que cesara el fuego, una orden que no entendimos al principio. El zombie escaló sobre el sofá y cuando estaba a punto de rebasarlo el oficial ordenó disparar. Tras él avanzó otro, reptando, pues ya casi no había espacio, porque el primer infectado había cubierto parte del hueco. Igualmente esperaron a que estuviera a mitad de su camino y lo mataron. Un tercero, que tenía que abrirse paso cual gusano entre los cadáveres, fue interceptado de la misma forma. El militar era un genio. Había logrado que los propios zombies bloquearan la entrada echándose los unos sobre los otros. Ahora contábamos con una barrera de carne putrefacta que nos protegía en la cuarta planta. Uno de los soldados reunió la sorna suficiente para decir:
- Lo lamentamos señores clientes, hoy cerramos.
Encerrados en El Corte Ingés. Estamos solos
Viernes 7 de agosto de 2009
Al fin pude respirar tranquilo. Por primera vez en toda la mañana, esa mañana que pareció durar tres días, pude pasar más de un minuto en el mismo sitio, tratando de encajar todo lo que había pasado. Sentado en un sillón orejero de oferta, en la sección de Oportunidades de la cuarta planta de El Corte Inglés, observaba como todos se movían a mi alrededor. Soldados asegurando los huecos de las escaleras, trabajadores de la tienda organizando la comida de la cafetería o una médico ayudada por varias personas montando una zona de urgencias en las camas de la sección Dormitorio.
No comprendía de dónde sacaban las fuerzas ni las ganas de hacer otra cosa que no caer rendidos como yo. Lo que acababa de ver, lo que llevaba ya toda la semana sufriendo. El ataque en la terraza, el colapso en la Gran Vía o el tiroteo de las escaleras, y esos seres terroríficos tratando de acabar con nosotros… era demasiado. Lo que no lograba entender era cómo podía alguien agujerear a balazos en cuerpo de un infectado, que seguramente hacía sólo unas horas se había despertado tranquilamente en su casa con ganas de tomar un café, y cinco minutos después reunía la moral suficiente para sentarse a decidir qué zona era la mejor para instalar los baños.
Hice oídos sordos a la petición de un militar para que colaborara en las tareas de acondicionamiento de la planta, cansado ya de órdenes por ese día. Me preguntaba hasta qué punto nuestro refugio era efectivamente un lugar seguro o una calle sin salida. La caída de Murcia había sido tan rápida, tan brutal, que tenía muy pocas esperanzas de que quedara en toda la ciudad, en toda la región, qué demonios en todo el país, una unidad militar, alguna autoridad o cualquier tipo de organización que pudiera iniciar un contraataque para liberarnos.
¿Sería la situación mejor en el campo? Mis padres se habían marchado con toda mi familia a una casa a apenas veinte kilómetros de la capital, pero casi despoblada. ¿Pasaría de largo por allí esa marea de muerte? Llevaba el móvil de mi madre, así que decidí llamarla. Sin embargo no había cobertura en el lugar en el que me encontraba. Recorriendo los pasillos del centro comercial descubrí una salida a la terraza de la tienda, a la que en ese momento se dirigían unos militares cargando un gran baúl verde. Los seguí afuera. En el exterior hacía mucho calor y los rayos del sol se me antojaron dardos ardientes sobre mis ojos en comparación con la luz artificial. La terraza era un enorme espacio abierto al que se accedía desde una zona de oficinas. Estaba ocupado principalmente por gigantescos aparatos de aire acondicionado.
Llamé varias veces sin obtener respuesta. El móvil daba tono pero nadie lo cogía. Allí de pie, tratando de escuchar la voz de mis padres al otro lado del teléfono, tardé en darme en cuenta del caos que mostraba la ciudad mirara hacia donde mirara. Incendios, humo surgiendo de todos lados, gritos a lo lejos, el ya familiar sonido de la detonación de un arma. Murcia parecía haber sufrido un bombardeo y en realidad sólo hacía unas horas que la epidemia había llegado al centro de la urbe. Justo enfrente del edificio de El Corte Inglés se encontraba la mole del lujoso Edificio Hispania, rodeado de una densa neblina que procedía del fuego generado en los bajos.
Los soldados estaban montando una antena junto al aparato de radio, se supone que para ponerse en contacto con alguna unidad. De pronto, una explosión en la calle nos sobresaltó a todos. Nos asomamos a la avenida de la Libertad. Allí abajo había cientos, miles de zombies. El ruido provenía de un tanque que apareció por la plaza Diez de Revenga, en el extremo contrario de la avenida de la plaza Fuensanta, donde se encontraba la puerta principal por la que había entrado a la tienda. El estruendoso engranaje de metal atrajo inmediatamente la atención de todos los muertos que pululaban por allí. Se dirigieron en tromba hacia el tanque. La torreta se orientó lentamente hacia ellos y tras cinco segundos que me parecieron eternos, el cañón escupió un proyectil que abrió una cortina de muerte frente a él. Los militares gritaron de alegría. Al menos treinta zombies habían sido destrozados por el tiro. Un artillero se asomó por la portezuela de la torre y comenzó a usar la ametralladora, llevándose por delante a todos los muertos que trataban de acercarse. Otra explosión del cañón volvió a abrir camino, decenas de cuerpos se derrumbaron. Nuevos vítores desde la azotea.
Sin embargo, lo que parecía una situación favorable pronto se transformó en un caos. Era imposible frenar a miles de zombies a cañonazos. Rodearon el tanque y se subieron sobre él. El artillero tuvo que refugiarse en su interior. El vehículo siguió disparando y aplastando muertos, pero parecía ya viajar sin rumbo; seguramente el conductor no podía ver nada con tanto cadáver andante sobre él. La avenida de la Libertad estaba en obras, por la construcción de un aparcamiento subterráneo y el tanque, desorientado, avanzaba directo hacia el socavón. De nada sirvieron nuestros gritos. La mole blindada cayó por un hueco de cuatro alturas y quedó boca abajo, aparentemente intacta, aunque dejó de moverse. Los soldados se lamentaron, dijeron que un golpe así debía haber sido brutal para los tripulantes. El pesimismo se adueñó otra vez de todos.
Al menos logramos recibir una comunicación. Era el mando del Ejército, desde alguna parte del nuevo cuartel general, situado en Cartagena. Los militares no podían entrar en esos momentos en Murcia y habían decido replegarse. Las unidades se estaban reagrupando en la ciudad portuaria. Teníamos que resistir hasta que el rescate fuera factible. Por ahora estábamos solos.
Encerrados en El Corte Inglés. Vacaciones
Martes 11 de agosto de 2009
Si nuestro encierro había sido planeado como algo temporal, a la espera del rescate de los militares de Cartagena, muy pronto nos dimos cuenta de que la estancia se alargaría. Las comunicaciones con el cuartel general fueron debilitándose día tras día, hasta que a la semana la radio quedó muda.
Yo no tuve mejor suerte con mi familia. Mi móvil dejó de funcionar al segundo día por el agotamiento de la batería, si bien hasta entonces no había conseguido contactar con nadie por los problemas de una red que seguramente se apagaba poco a poco.
Durante los primeros días, el trabajo me hizo olvidar lo que había ocurrido. Teníamos que sellar todo posible acceso a la cuarta planta de El Corte Inglés, donde habíamos conseguido atrincherarnos unas 80 personas. La endeble muralla de muebles y cadáveres que cubría el hueco de las escaleras mecánicas fue reforzada por tablas y vigas que encontramos en la propia exposición de la tienda. Por suerte, la cuarta planta tenía también la sección de ferretería, por lo que herramientas no nos faltaban. Sin embargo, la electricidad comenzó a fallar y a mediados de la semana siguiente desapareció. Después nos quedamos a oscuras. Y el problema no era sólo la falta de luz, sino el calor. Teníamos comida para un mes, medicinas y toda una sección de muebles para descansar y fingir que la vida continuaba como siempre, pero las altas temperaturas pronto provocaron un problema que no habíamos previsto, la putrefacción. Los cuerpos que habían quedado en las escaleras mecánicas comenzaron a apestar en toda nuestra planta rápidamente. Supongo que como los zombies ya estaban muertos cuando cayeron bajo nuestras balas, el proceso era mucho más rápido. Si hubiéramos contado con yeso o algún otro aislante habríamos taponado el acceso de los olores y las posibles infecciones, pero sólo disponíamos de lo que había en exposición. Tuvimos que alejarnos poco a poco de las escaleras hasta que terminamos refugiándonos en la terraza.
La información que llegaba del exterior por los medios de comunicación también fue extinguiéndose poco a poco. Al principio había imágenes de televisión de Madrid, Mallorca y Canarias sobre todo. En las islas duraron más. La situación no era diferente a la que habíamos vivido en Murcia, colapso total y lucha por la supervivencia en edificios y otras construcciones de fácil defensa. La Sexta dejó de emitir muy pronto, seguida de Telecinco. Cuatro, TVE 1 y Antena 3 duraron más. Cuando perdimos el suministro eléctrico aún emitían repetitivos mensajes de advertencia y cada vez menos noticias frescas.
La radio parecía más saludable. Nos enteramos por la Cadena Ser de Murcia de que un grupo de civiles se había hecho fuerte en el Castillo de Lorca. También había resistencia en Totana, Aledo, Caravaca y en otras poblaciones con castillos o iglesias en lugares escarpados. Habíamos vuelto a la edad media.
Internet también funcionó hasta que se fue la luz. Había varios ordenadores portátiles en la tienda y solíamos entrar a consultar. La red se convirtió esos días en un enorme tablón de anuncios mundial donde cada internauta que aún podía colgaba las novedades de las que tenía conocimiento. Sidney ardiendo, París abandonada, un refugio seguro en las Islas Bahamas... Una tarde, consultando mi correo por si mi hermana daba señales de vida desde Argentina, recibí un correo electrónico de mi banco. ¡Cuál fue mi sorpresa al comprobar que me acaban de cobrar la letra del piso de ese mes! Era extrañamente consolador que la hipoteca no te abandonara ni en los peores momentos.
Encerrados en El Corte Inglés. Nuevos amigos
Jueves 13 de agosto de 2009
El pánico y la desesperación no tardaron en transformarse en aburrimiento. Sí, una vez nos aseguramos de que los infectados no tendrían ninguna posibilidad de llegar hasta nosotros, descubrimos que no había nada que hacer allí arriba excepto continuar viviendo mientras el mundo se hundía en el infierno. Si hubiéramos tenido acceso a todo El Corte Inglés, la pesadilla se habría tornado a algo muy parecido al sueño más anhelado durante mi niñez, pasar una noche entera encerrado en un centro comercial, si bien no creo que mis deseos infantiles incluyeran a miles de zombies deseando abrirse paso para devorarnos.
En cualquier caso, estábamos limitados a una pequeña zona de la cuarta planta contaminada por el hedor a muerte y a la terraza de la tienda. A causa del aburrimiento, pasábamos las horas comunicándonos gracias a señas con los supervivientes de los edificios cercanos. Fue así como conocí a una chica llamada Marta, que al parecer se había quedado sola con su abuela enferma en una vivienda al otro lado de la avenida de la Libertad. Me contó mediante mensajes que estaba segura en su casa y que tenía comida para meses, aunque le preocupaba el estado de la anciana, cuya salud dependía de medicamentos que comenzaban a escasear entre sus reservas.
Mientras, en la calle, la procesión de zombies no terminaba. A veces estaban completamente parados, y otras se movían en alguna dirección, como siguiendo todos una orden general. De vez en cuando aparecía algún infeliz convencido de que podía escapar de los muertos, seguramente acuciado por la falta de comida o simplemente enloquecido de su encierro. En pocos minutos formaba parte de sus filas.
Re: Virus R
el ultimo capitulo se te quedo a medio verdad? mañana mas no?? o hoy oo....
MASMASMASMAS
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Banderworld- Encargado de las mantas
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Virus R (17)
Jeje. Sí, las normas del foro sólo dejan meter un post al día en esta sección, pero hoy pongo cuatro capítulos, para que no falte.
Encerrados en El Corte Inglés. Operación salida
Viernes 14 de agosto de 2009
Finalmente, otro obstáculo con el que no habíamos contado nos hizo plantearnos el fin de nuestro 'retiro'. La última planta del El Corte Inglés había sido un verdadero hogar durante algo más de una semana, el tiempo que había transcurrido desde la llegada de la epidemia a la ciudad. Era seguro, espacioso y estaba muy bien surtido de víveres y armas. Pero comenzaba a escasear algo esencial: agua. La falta de agua, el problema más viejo de Murcia, el mal que ha acompañado esta tierra desde que se tiene memoria, fue el acicate que necesitábamos para abandonar ese pequeño paraíso en el que nos refugiamos. Y es que si la muerte acechaba fuera, en realidad dentro de la tienda nos esperaba una seca agonía. El fin del suministro del agua corriente nos dejó a expensas de las pequeñas reservas embotelladas que, antes de parapetarnos en la cuarta planta, los militares tuvieron la prudencia de subir desde el supermercado, ubicado en la planta baja. Era posible que hubiera más botellas en el almacén, pero llegar hasta allí y volver a subir suponía sólo prolongar el calvario. Y del cielo, en pleno mes de agosto, poco podíamos esperar.
No había otra solución que abandonar nuestra madriguera, ya fuera en busca de provisiones para volver o con el objetivo de encontrar otro refugio, dos opciones sobre las que no había acuerdo. Tras muchas discusiones se impuso la tesis de quien tenía las armas. La caravana se dirigiría a la base militar de la que procedían nuestra unidad, la de Javalí Nuevo, al oeste de la ciudad. Quien no estuviera de acuerdo era libre de quedarse.
El depósito de mercancías, en la planta principal, aunque situado en la fachada contraria a la avenida de la Libertad, era el único lugar presumiblemente libre de zombies que además disponía de vehículos y, por tanto, la mejor vía de escape. El garaje y el resto de la tienda, plagado de esas cosas, ya habían sido descartados; y el paso a otros edificios resultaba imposible dada la lejanía y la falta de material. Para llegar al almacén se colocó un sistema de cuerdas hasta la azotea de la primera planta. Una vez allí, se accedía a la zona de carga por medio de los túneles de refrigeración. Los militares realizaron una primera incursión para comprobar si el lugar estaba limpio de zombies y averiguar cuántos vehículos había. El resultado fue mejor de lo que esperábamos: cuatro furgonetas de reparto y la joya de la corona, un furgón blindado encargado del transporte de dinero y joyas. Además, no se había logrado colar ni un solo muerto viviente.
Sin embargo, escapar del centro de Murcia a la carrera sobre cuatro ruedas no parecía sencillo. Literalmente estábamos en el peor sitio para realizar una salida rápida, dado que la Gran Vía y la avenida de la Constitución estaban colapsadas por cientos de coches abandonados el día del gran atasco y la avenida de la Libertad resultaba impracticable a causa de las obras del parking. Ésas eran las calles que daban a las dos fachadas principales de la tienda pero, en realidad, el almacén estaba justo en el lado contrario, a la espalda del centro comercial, una zona más residencial, con vías más estrechas pero a través de las cuales parecía posible abrirse paso. Los obstáculos serían los coches atravesados en la carretera y cientos de zombies que seguían deambulando. Era necesario atraer la atención de los infectados hacia la puerta principal de El Corte Inglés, para despejar la parte trasera. Estaba claro también que quien se encargara de esta labor no podría formar parte de la caravana de escape, pues resultaba necesario mantener los juegos de artificio el mayor tiempo posible. Aquellos que se quedaran contarían con provisiones suficientes para resistir algún tiempo más, dado que entonces habría menos bocas para repartir; aunque tendrían que lidiar con el catastrófico estado de la cuarta planta, donde insectos y ratas comenzaban a vivir a sus anchas entre los cadáveres. En cualquier caso, no había sitio para todos en los vehículos disponibles.
Llegó el momento de la gran decisión, ¿huir en busca de un destino mejor o quedarse a esperar?
La escapada
Domingo 16 de agosto de 2009
La madrugada apuraba sus últimas sombras cuando el primer cóctel molotov dibujó un arco llameante y explotó contra el cristal de un coche abandonado en plena plaza Fuensanta. Le siguieron tres más, todos ellos arrojados desde la terraza de la primera planta de El Corte Inglés, sembrando el fuego alrededor de la explanada. Ahora sí, la luz se hizo en la plaza, y cientos de muertos vivientes aparecieron a los ojos de los lanzadores, desorientados por las llamas y quizás hasta sorprendidos tras días sin ningún humano vivo al que hincar el diente. Desde todos los extremos de la plaza, decenas de zombies más se unieron a la fiesta. Llegaban corriendo, esperando encontrarse un buen desayuno, pero fueron recibidos con granadas, petardos caseros y más cócteles incendiarios. Yo lanzaba botellas; prefería el calor de artefacto incendiario a la inquietante chispa de la mecha de los explosivos.
La plaza Fuensanta, situada frente a la puerta principal de la tienda, se llenó muy pronto de muertos. Se asemejaba a la perspectiva que debía tener una gran estrella de rock desde el escenario de un concierto satánico: miles de brazos en alto dirigiéndose hacia nosotros, entre explosiones, gritos y fuego. Sólo desentonaba la imponente figura de la Menina de Valdés, un monumento situado en el centro de la plaza Fuensanta similar a una enorme máscara de Darth Vader.
Uno de los policías de mi grupo informó por walkie a la caravana de que habíamos iniciado la ‘maniobra de distracción’. Al otro lado de El Corte Inglés, en la zona de entrada de mercancías, el grupo que iba tratar de escapar en vehículos (formado por la mayor parte de los refugiados de la tienda y todos los militares, montados en cuatro furgonetas y un transporte blindado), debía estar iniciando el plan de huida, que se resumía en abrir la puerta del almacén y salir disparados. Nosotros habíamos hecho de cebo para atraer hacia el otro lado de las galerías comerciales a la mayor parte de los muertos. Esperábamos que fuera suficiente.
Sin embargo, ellos no serían los únicos en intentar escapar de la tienda esa noche. Un pequeño comando (si se podía definir así a cinco civiles con apenas dos semanas de experiencia anti-zombie) tenía la intención de salir a pie de El Corte Inglés en dirección norte, hacia las galerías Princesa, situadas justo enfrente, en el bajo de varias torres de viviendas, cruzando la avenida de la Libertad. Y yo iría con ellos.
La táctica de los soldados iba a ser sorpresa y velocidad, la nuestra silencio y cautela. Pensábamos que entre el estruendo que habíamos armado frente a la puerta principal y la escapada militar en la zona de mercancías, la salida por la puerta oeste de El Corte Inglés debía se tranquila. Existían sólo dos puntos para cruzar la avenida de la Libertad, debido al socavón de las obras del aparcamiento. Uno era la plaza Fuensanta, descartado por razones obvias. El otro se encontraba un poco más adelante de la puerta oeste, en dirección a la plaza Díez de Revenga, cerca de donde se hundió el tanque el primer día de la epidemia. Ése era el lugar elegido.
Tras casi dos semanas en el paraíso, tocaba volver al infierno.
La Escapada II
Domingo 16 de agosto de 2009
Mientras un grupo seguía armando follón desde la terraza de la tienda en la plaza Fuensanta (aquellos que decidieron finalmente quedarse en la tienda), nuestro equipo se desplazó hasta la zona de salida, caminando sigilosamente por la azotea de la primera planta de El Corte Inglés, a tres metros de altura sobre la calle. Estábamos vestidos con prendas oscuras y embadurnados de negro en la cara y el cuello. A falta de maquillaje, utilizamos carbón, que por fortuna aún quedaba en la sección de Barbacoa de la cuarta planta. Llevábamos armas cortas (pistolas, machetes y un hacha) y varias lanzas fabricadas con pivotes de madera durante nuestro encierro. Cargar con fusiles o ametralladoras habría sido más tranquilizador, pero ni los soldados nos las dejaron ni teníamos mucha idea de cómo usarlas. También nos habíamos metido en las mochilas víveres y herramientas, sólo lo imprescindible, para evitar ir demasiado cargados.
Cuando llegamos al lugar indicado echamos un vistazo desde la terraza, sin utilizar las linternas, intentando no llamar mucho la atención. Aunque reinaba la oscuridad, no parecía haber rastro de muertos. A lo lejos se oían acelerones y sonido de disparos, con toda seguridad procedentes de la caravana militar, si bien no era normal que siguieran allí. Debían tener problemas, ya que había pasado una media hora desde su salida y ya tenían que estar lejos del centro.
Lanzamos dos cuerdas por las que bajaron los primeros miembros del equipo. Yo descendí en la segunda tanda. Tocar el suelo de la calle por primera vez en quince días fue extraño. Había aprendido a sentirme seguro en las alturas, como un animal arbóreo. La calle, en esas circunstancias, sólo podía provocarme problemas. Mientras bajaba el último hombre, yo no podía dejar de mirar hacia todos lados, temiendo encontrarme una figura que no fuera la de alguno de los miembros de mi equipo. Tenía tanto miedo que, arrodillado, cubriendo uno de los flancos, mi pierna de apoyo sufría un rítmico espasmo que pronto se transformó en una especie de zapateo nervioso. Evidentemente yo no me daba cuenta y tuve que recibir un golpe en el hombro de unos de mis compañeros para salir de mi estado de pánico.
Una vez estuvimos todos en tierra, avanzamos por la acera izquierda de la avenida de La Libertad, dejando los soportales de El Corte Inglés y la calle peatonal que se dirigía a la parte trasera de la tienda a la izquierda. Desde allí el ruido de las armas llegaba con más claridad, parecía que se estaba desarrollando una auténtica batalla campal entre los militares y los zombies. Seguimos hasta el primer edificio, siempre con el hueco de la obras del aparcamiento a nuestra derecha.
Me preguntaba cuál sería la reacción de una de esas cosas si nos veía. ¿Podía detectarnos con el olfato? ¿Cómo nos distinguían de sus congéneres? ¿Podría fingir ser uno de ellos? Recordé con una risilla, que a mis compañeros debió parecer esquizofrénica, la escena de la parodia ‘Shaun of the dead’ en la que un grupo de personas logran atravesar una zona infestada de muertos vivientes imitando sus movimientos y gemidos.
Llegamos al fin al paso hacia la otra acerca de La Libertad. Este acceso coincidía con una calle peatonal hacia la izquierda, la zona por la que escapaba la caravana militar. El tiroteo era muy intenso allí. No lo entendía. Los vehículos habían salido hace un buen rato, no tenía sentido que siguieran enfrascados en una batalla justo detrás de El Corte Inglés.
Entonces nos deslumbraron los faros de un automóvil que parecía dirigirse hacia nosotros desde el otro lado del túnel. La sorpresa nos dejó paralizados hasta que el vehículo se estrelló en plena la boca del paso, a sólo dos metros. Si el hueco hubiera sido un poco más ancho nos habría pasado por encima. Debía ser uno de integrantes de la caravana que había perdido el control. El choque nos sacó de nuestro estado de catarsis y empezamos a correr en dirección contraria, atravesando la avenida por el paso peatonal. Después giramos a la derecha, otra vez calle arriba hacia la plaza Fuensanta, ya que la entrada a los edificios se encontraba por ese lado. Al llegar al pórtico de acceso a los edificios vimos a un zombie plantado delante de nosotros, en medio del túnel. No tardó ni un segundo en darse cuenta de que éramos carne fresca y emprendió la carrera. Lo recibimos a balazos, pero nuestra armas, de bajo calibre, sólo podían frenarle si acertábamos en la cabeza. Lo teníamos a dos metros de nosotros cuando logré coger la lanza y plantarla entre él y yo. Se clavó en ella como si no existiera, arrastrándome hacia atrás con el impulso. La solté, temiendo que pudiera llegar hasta mí mientras la madera le atravesaba el estómago. El muerto tropezó al quedar libre de mi freno y cayó trastabillado rompiendo la lanza. Antes de que pudiera levantarse, mis compañeros lo remataron a quemarropa disparando directamente al cráneo.
Era nuestro primer encuentro con un zombie y ya habíamos gastado la mitad de nuestras municiones y una de las lanzas, y apenas llevábamos recorridos 300 metros. No íbamos por buen camino.
La Escapada III
Domingo 16 de agosto de 2009
La ‘fiesta’ que organizamos en el túnel de acceso a los edificios nos salió cara. Apenas acabamos con el primer zombie que nos cerraba el paso aparecieron varios más, esta vez por detrás de nosotros, en la avenida de la Libertad. No sé si esos seres pueden sentir rabia, pero debíamos ser los primeros humanos vivos que veían en muchos días y sus gestos reflejaban un odio infinito. Me fijé especialmente en un joven vestido con un traje gris de ejecutivo, aunque raído y bastante sucio. No tuve tiempo de ver si tenía heridas, pero sus ojos y su tez blanquecina lo decían todo. Seguramente murió en los primeros días de la llegada de la epidemia del virus R a Murcia, de ahí su atuendo.
Echó un vistazo a nuestro grupo, escogió su víctima y se lanzó a por el hombre más mayor que nos acompañaba, situado a mi izquierda. Salimos corriendo en todas direcciones. Hasta ese momento teníamos un objetivo, una ruta a seguir, pero allí acabó la planificación y comenzó una huida delirante por los jardines y paseos que circundaban los edificios frente a El Corte Inglés.
Yo giré a la izquierda nada más atravesar el túnel y seguí lo más rápido que pude. Me acompañaba otro miembro del equipo, un poco por detrás de mí, pero nadie más del grupo parecía haber tomado nuestra dirección. Atravesamos la plaza y nos metimos por otro túnel que llevaba a una estrecha calle de un solo sentido. Torcí hacia la derecha y me arrodillé tras a un coche aparcado. Mi compañero me preguntó que hacia dónde íbamos. Por el momento todo hacía pensar que ningún muerto nos seguía, así que nos apoyamos en el coche para recuperar la respiración.
Entonces vimos a un tercer miembro del ‘comando’ que surgió corriendo en otro punto de la misma calle, a unos 20 metros por delante. Lo seguía un buen grupo de zombies y el muy cabrón venía hacia nosotros gritando auxilio. Dimos la vuelta y volvimos zumbando por donde habíamos llegado. De nuevo en la plaza, atravesamos saltando los parterres resecos y un infectado se cruzó corriendo. Me pasó tan cerca que pude ver claramente su ojo clavado en mí, mientras su cuerpo trataba de frenar y girar para agarrarme. Ahora ya sí que tenía varios muertos corriendo tras de mí. Crucé completamente la plaza, apurando al límite mis fuerzas. No sé si solté la mochila o se me aflojaron los cordones a la carrera, pero el caso es que me la quité de encima y pude continuar más rápido. Llegué entonces a un pequeño callejón que giraba bruscamente y temí que terminara en un muro y me quedara atrapado, pero volvió a abrirse a otra plaza y, tras una curva más, a una calle bloqueada por los coches atascados. Pasé por encima de ellos jugándome un resbalón que me habría dejado a merced de mis perseguidores, pero tuve suerte y a mi espalda se formó una montonera entre los vehículos.
Gané unos segundos para mirar a mi alrededor y tratar de averiguar dónde me encontraba. Me pareció que el edificio que estaba buscando se levantaba justo enfrente de mí, así que fui hacia su portal. En ese momento me di cuenta de que estaba solo. Ningún miembro de mi grupo me seguía ni parecían haber llegado a la puerta donde debíamos encontrarnos. Fui hasta ella y golpeé con mi puño tal y como habíamos acordado: dos toques rápidos y cortos y uno largo. Repetí la contraseña una vez más, sin obtener respuesta. Al otro lado de la calle aparecieron los zombies que había logrado dejar atrás.
- ¡Abrid de una puta vez!- grité en dirección a la puerta, dando ahora los golpes sin ton ni son- ¡Abrid!
Saqué la pistola y ventilé todo el cargador en dirección al grupo de muertos que se acercaba. Ni acertando en la cabeza con cada una de las balas, algo que evidentemente no logré, habría frenado a mitad de ellos. Se oyó un sonido metálico al otro lado de la puerta. Ya estaba acorralado, con los muertos a un paso mío. Sin embargo, en ese instante se abrió el portón y alguien me agarró desde dentro. Caí arrastrado a una sala oscura mientras la puerta se cerraba de nuevo y bajaban una reja de refuerzo. Llegaron golpes violentos desde fuera pero el engranaje parecía resistir. Entonces pude mirar desde el suelo a mi salvador. Toda la entrada estaba bloqueada por maderas y cartones, pero las primeras luces del alba lograban hacerse paso por una rejilla superior. Descubrí con alivio el rostro sonriente de Marta:
- Anda levanta- me dijo- me da grima estar aquí abajo.
Encerrados en El Corte Inglés. Operación salida
Viernes 14 de agosto de 2009
Finalmente, otro obstáculo con el que no habíamos contado nos hizo plantearnos el fin de nuestro 'retiro'. La última planta del El Corte Inglés había sido un verdadero hogar durante algo más de una semana, el tiempo que había transcurrido desde la llegada de la epidemia a la ciudad. Era seguro, espacioso y estaba muy bien surtido de víveres y armas. Pero comenzaba a escasear algo esencial: agua. La falta de agua, el problema más viejo de Murcia, el mal que ha acompañado esta tierra desde que se tiene memoria, fue el acicate que necesitábamos para abandonar ese pequeño paraíso en el que nos refugiamos. Y es que si la muerte acechaba fuera, en realidad dentro de la tienda nos esperaba una seca agonía. El fin del suministro del agua corriente nos dejó a expensas de las pequeñas reservas embotelladas que, antes de parapetarnos en la cuarta planta, los militares tuvieron la prudencia de subir desde el supermercado, ubicado en la planta baja. Era posible que hubiera más botellas en el almacén, pero llegar hasta allí y volver a subir suponía sólo prolongar el calvario. Y del cielo, en pleno mes de agosto, poco podíamos esperar.
No había otra solución que abandonar nuestra madriguera, ya fuera en busca de provisiones para volver o con el objetivo de encontrar otro refugio, dos opciones sobre las que no había acuerdo. Tras muchas discusiones se impuso la tesis de quien tenía las armas. La caravana se dirigiría a la base militar de la que procedían nuestra unidad, la de Javalí Nuevo, al oeste de la ciudad. Quien no estuviera de acuerdo era libre de quedarse.
El depósito de mercancías, en la planta principal, aunque situado en la fachada contraria a la avenida de la Libertad, era el único lugar presumiblemente libre de zombies que además disponía de vehículos y, por tanto, la mejor vía de escape. El garaje y el resto de la tienda, plagado de esas cosas, ya habían sido descartados; y el paso a otros edificios resultaba imposible dada la lejanía y la falta de material. Para llegar al almacén se colocó un sistema de cuerdas hasta la azotea de la primera planta. Una vez allí, se accedía a la zona de carga por medio de los túneles de refrigeración. Los militares realizaron una primera incursión para comprobar si el lugar estaba limpio de zombies y averiguar cuántos vehículos había. El resultado fue mejor de lo que esperábamos: cuatro furgonetas de reparto y la joya de la corona, un furgón blindado encargado del transporte de dinero y joyas. Además, no se había logrado colar ni un solo muerto viviente.
Sin embargo, escapar del centro de Murcia a la carrera sobre cuatro ruedas no parecía sencillo. Literalmente estábamos en el peor sitio para realizar una salida rápida, dado que la Gran Vía y la avenida de la Constitución estaban colapsadas por cientos de coches abandonados el día del gran atasco y la avenida de la Libertad resultaba impracticable a causa de las obras del parking. Ésas eran las calles que daban a las dos fachadas principales de la tienda pero, en realidad, el almacén estaba justo en el lado contrario, a la espalda del centro comercial, una zona más residencial, con vías más estrechas pero a través de las cuales parecía posible abrirse paso. Los obstáculos serían los coches atravesados en la carretera y cientos de zombies que seguían deambulando. Era necesario atraer la atención de los infectados hacia la puerta principal de El Corte Inglés, para despejar la parte trasera. Estaba claro también que quien se encargara de esta labor no podría formar parte de la caravana de escape, pues resultaba necesario mantener los juegos de artificio el mayor tiempo posible. Aquellos que se quedaran contarían con provisiones suficientes para resistir algún tiempo más, dado que entonces habría menos bocas para repartir; aunque tendrían que lidiar con el catastrófico estado de la cuarta planta, donde insectos y ratas comenzaban a vivir a sus anchas entre los cadáveres. En cualquier caso, no había sitio para todos en los vehículos disponibles.
Llegó el momento de la gran decisión, ¿huir en busca de un destino mejor o quedarse a esperar?
La escapada
Domingo 16 de agosto de 2009
La madrugada apuraba sus últimas sombras cuando el primer cóctel molotov dibujó un arco llameante y explotó contra el cristal de un coche abandonado en plena plaza Fuensanta. Le siguieron tres más, todos ellos arrojados desde la terraza de la primera planta de El Corte Inglés, sembrando el fuego alrededor de la explanada. Ahora sí, la luz se hizo en la plaza, y cientos de muertos vivientes aparecieron a los ojos de los lanzadores, desorientados por las llamas y quizás hasta sorprendidos tras días sin ningún humano vivo al que hincar el diente. Desde todos los extremos de la plaza, decenas de zombies más se unieron a la fiesta. Llegaban corriendo, esperando encontrarse un buen desayuno, pero fueron recibidos con granadas, petardos caseros y más cócteles incendiarios. Yo lanzaba botellas; prefería el calor de artefacto incendiario a la inquietante chispa de la mecha de los explosivos.
La plaza Fuensanta, situada frente a la puerta principal de la tienda, se llenó muy pronto de muertos. Se asemejaba a la perspectiva que debía tener una gran estrella de rock desde el escenario de un concierto satánico: miles de brazos en alto dirigiéndose hacia nosotros, entre explosiones, gritos y fuego. Sólo desentonaba la imponente figura de la Menina de Valdés, un monumento situado en el centro de la plaza Fuensanta similar a una enorme máscara de Darth Vader.
Uno de los policías de mi grupo informó por walkie a la caravana de que habíamos iniciado la ‘maniobra de distracción’. Al otro lado de El Corte Inglés, en la zona de entrada de mercancías, el grupo que iba tratar de escapar en vehículos (formado por la mayor parte de los refugiados de la tienda y todos los militares, montados en cuatro furgonetas y un transporte blindado), debía estar iniciando el plan de huida, que se resumía en abrir la puerta del almacén y salir disparados. Nosotros habíamos hecho de cebo para atraer hacia el otro lado de las galerías comerciales a la mayor parte de los muertos. Esperábamos que fuera suficiente.
Sin embargo, ellos no serían los únicos en intentar escapar de la tienda esa noche. Un pequeño comando (si se podía definir así a cinco civiles con apenas dos semanas de experiencia anti-zombie) tenía la intención de salir a pie de El Corte Inglés en dirección norte, hacia las galerías Princesa, situadas justo enfrente, en el bajo de varias torres de viviendas, cruzando la avenida de la Libertad. Y yo iría con ellos.
La táctica de los soldados iba a ser sorpresa y velocidad, la nuestra silencio y cautela. Pensábamos que entre el estruendo que habíamos armado frente a la puerta principal y la escapada militar en la zona de mercancías, la salida por la puerta oeste de El Corte Inglés debía se tranquila. Existían sólo dos puntos para cruzar la avenida de la Libertad, debido al socavón de las obras del aparcamiento. Uno era la plaza Fuensanta, descartado por razones obvias. El otro se encontraba un poco más adelante de la puerta oeste, en dirección a la plaza Díez de Revenga, cerca de donde se hundió el tanque el primer día de la epidemia. Ése era el lugar elegido.
Tras casi dos semanas en el paraíso, tocaba volver al infierno.
La Escapada II
Domingo 16 de agosto de 2009
Mientras un grupo seguía armando follón desde la terraza de la tienda en la plaza Fuensanta (aquellos que decidieron finalmente quedarse en la tienda), nuestro equipo se desplazó hasta la zona de salida, caminando sigilosamente por la azotea de la primera planta de El Corte Inglés, a tres metros de altura sobre la calle. Estábamos vestidos con prendas oscuras y embadurnados de negro en la cara y el cuello. A falta de maquillaje, utilizamos carbón, que por fortuna aún quedaba en la sección de Barbacoa de la cuarta planta. Llevábamos armas cortas (pistolas, machetes y un hacha) y varias lanzas fabricadas con pivotes de madera durante nuestro encierro. Cargar con fusiles o ametralladoras habría sido más tranquilizador, pero ni los soldados nos las dejaron ni teníamos mucha idea de cómo usarlas. También nos habíamos metido en las mochilas víveres y herramientas, sólo lo imprescindible, para evitar ir demasiado cargados.
Cuando llegamos al lugar indicado echamos un vistazo desde la terraza, sin utilizar las linternas, intentando no llamar mucho la atención. Aunque reinaba la oscuridad, no parecía haber rastro de muertos. A lo lejos se oían acelerones y sonido de disparos, con toda seguridad procedentes de la caravana militar, si bien no era normal que siguieran allí. Debían tener problemas, ya que había pasado una media hora desde su salida y ya tenían que estar lejos del centro.
Lanzamos dos cuerdas por las que bajaron los primeros miembros del equipo. Yo descendí en la segunda tanda. Tocar el suelo de la calle por primera vez en quince días fue extraño. Había aprendido a sentirme seguro en las alturas, como un animal arbóreo. La calle, en esas circunstancias, sólo podía provocarme problemas. Mientras bajaba el último hombre, yo no podía dejar de mirar hacia todos lados, temiendo encontrarme una figura que no fuera la de alguno de los miembros de mi equipo. Tenía tanto miedo que, arrodillado, cubriendo uno de los flancos, mi pierna de apoyo sufría un rítmico espasmo que pronto se transformó en una especie de zapateo nervioso. Evidentemente yo no me daba cuenta y tuve que recibir un golpe en el hombro de unos de mis compañeros para salir de mi estado de pánico.
Una vez estuvimos todos en tierra, avanzamos por la acera izquierda de la avenida de La Libertad, dejando los soportales de El Corte Inglés y la calle peatonal que se dirigía a la parte trasera de la tienda a la izquierda. Desde allí el ruido de las armas llegaba con más claridad, parecía que se estaba desarrollando una auténtica batalla campal entre los militares y los zombies. Seguimos hasta el primer edificio, siempre con el hueco de la obras del aparcamiento a nuestra derecha.
Me preguntaba cuál sería la reacción de una de esas cosas si nos veía. ¿Podía detectarnos con el olfato? ¿Cómo nos distinguían de sus congéneres? ¿Podría fingir ser uno de ellos? Recordé con una risilla, que a mis compañeros debió parecer esquizofrénica, la escena de la parodia ‘Shaun of the dead’ en la que un grupo de personas logran atravesar una zona infestada de muertos vivientes imitando sus movimientos y gemidos.
Llegamos al fin al paso hacia la otra acerca de La Libertad. Este acceso coincidía con una calle peatonal hacia la izquierda, la zona por la que escapaba la caravana militar. El tiroteo era muy intenso allí. No lo entendía. Los vehículos habían salido hace un buen rato, no tenía sentido que siguieran enfrascados en una batalla justo detrás de El Corte Inglés.
Entonces nos deslumbraron los faros de un automóvil que parecía dirigirse hacia nosotros desde el otro lado del túnel. La sorpresa nos dejó paralizados hasta que el vehículo se estrelló en plena la boca del paso, a sólo dos metros. Si el hueco hubiera sido un poco más ancho nos habría pasado por encima. Debía ser uno de integrantes de la caravana que había perdido el control. El choque nos sacó de nuestro estado de catarsis y empezamos a correr en dirección contraria, atravesando la avenida por el paso peatonal. Después giramos a la derecha, otra vez calle arriba hacia la plaza Fuensanta, ya que la entrada a los edificios se encontraba por ese lado. Al llegar al pórtico de acceso a los edificios vimos a un zombie plantado delante de nosotros, en medio del túnel. No tardó ni un segundo en darse cuenta de que éramos carne fresca y emprendió la carrera. Lo recibimos a balazos, pero nuestra armas, de bajo calibre, sólo podían frenarle si acertábamos en la cabeza. Lo teníamos a dos metros de nosotros cuando logré coger la lanza y plantarla entre él y yo. Se clavó en ella como si no existiera, arrastrándome hacia atrás con el impulso. La solté, temiendo que pudiera llegar hasta mí mientras la madera le atravesaba el estómago. El muerto tropezó al quedar libre de mi freno y cayó trastabillado rompiendo la lanza. Antes de que pudiera levantarse, mis compañeros lo remataron a quemarropa disparando directamente al cráneo.
Era nuestro primer encuentro con un zombie y ya habíamos gastado la mitad de nuestras municiones y una de las lanzas, y apenas llevábamos recorridos 300 metros. No íbamos por buen camino.
La Escapada III
Domingo 16 de agosto de 2009
La ‘fiesta’ que organizamos en el túnel de acceso a los edificios nos salió cara. Apenas acabamos con el primer zombie que nos cerraba el paso aparecieron varios más, esta vez por detrás de nosotros, en la avenida de la Libertad. No sé si esos seres pueden sentir rabia, pero debíamos ser los primeros humanos vivos que veían en muchos días y sus gestos reflejaban un odio infinito. Me fijé especialmente en un joven vestido con un traje gris de ejecutivo, aunque raído y bastante sucio. No tuve tiempo de ver si tenía heridas, pero sus ojos y su tez blanquecina lo decían todo. Seguramente murió en los primeros días de la llegada de la epidemia del virus R a Murcia, de ahí su atuendo.
Echó un vistazo a nuestro grupo, escogió su víctima y se lanzó a por el hombre más mayor que nos acompañaba, situado a mi izquierda. Salimos corriendo en todas direcciones. Hasta ese momento teníamos un objetivo, una ruta a seguir, pero allí acabó la planificación y comenzó una huida delirante por los jardines y paseos que circundaban los edificios frente a El Corte Inglés.
Yo giré a la izquierda nada más atravesar el túnel y seguí lo más rápido que pude. Me acompañaba otro miembro del equipo, un poco por detrás de mí, pero nadie más del grupo parecía haber tomado nuestra dirección. Atravesamos la plaza y nos metimos por otro túnel que llevaba a una estrecha calle de un solo sentido. Torcí hacia la derecha y me arrodillé tras a un coche aparcado. Mi compañero me preguntó que hacia dónde íbamos. Por el momento todo hacía pensar que ningún muerto nos seguía, así que nos apoyamos en el coche para recuperar la respiración.
Entonces vimos a un tercer miembro del ‘comando’ que surgió corriendo en otro punto de la misma calle, a unos 20 metros por delante. Lo seguía un buen grupo de zombies y el muy cabrón venía hacia nosotros gritando auxilio. Dimos la vuelta y volvimos zumbando por donde habíamos llegado. De nuevo en la plaza, atravesamos saltando los parterres resecos y un infectado se cruzó corriendo. Me pasó tan cerca que pude ver claramente su ojo clavado en mí, mientras su cuerpo trataba de frenar y girar para agarrarme. Ahora ya sí que tenía varios muertos corriendo tras de mí. Crucé completamente la plaza, apurando al límite mis fuerzas. No sé si solté la mochila o se me aflojaron los cordones a la carrera, pero el caso es que me la quité de encima y pude continuar más rápido. Llegué entonces a un pequeño callejón que giraba bruscamente y temí que terminara en un muro y me quedara atrapado, pero volvió a abrirse a otra plaza y, tras una curva más, a una calle bloqueada por los coches atascados. Pasé por encima de ellos jugándome un resbalón que me habría dejado a merced de mis perseguidores, pero tuve suerte y a mi espalda se formó una montonera entre los vehículos.
Gané unos segundos para mirar a mi alrededor y tratar de averiguar dónde me encontraba. Me pareció que el edificio que estaba buscando se levantaba justo enfrente de mí, así que fui hacia su portal. En ese momento me di cuenta de que estaba solo. Ningún miembro de mi grupo me seguía ni parecían haber llegado a la puerta donde debíamos encontrarnos. Fui hasta ella y golpeé con mi puño tal y como habíamos acordado: dos toques rápidos y cortos y uno largo. Repetí la contraseña una vez más, sin obtener respuesta. Al otro lado de la calle aparecieron los zombies que había logrado dejar atrás.
- ¡Abrid de una puta vez!- grité en dirección a la puerta, dando ahora los golpes sin ton ni son- ¡Abrid!
Saqué la pistola y ventilé todo el cargador en dirección al grupo de muertos que se acercaba. Ni acertando en la cabeza con cada una de las balas, algo que evidentemente no logré, habría frenado a mitad de ellos. Se oyó un sonido metálico al otro lado de la puerta. Ya estaba acorralado, con los muertos a un paso mío. Sin embargo, en ese instante se abrió el portón y alguien me agarró desde dentro. Caí arrastrado a una sala oscura mientras la puerta se cerraba de nuevo y bajaban una reja de refuerzo. Llegaron golpes violentos desde fuera pero el engranaje parecía resistir. Entonces pude mirar desde el suelo a mi salvador. Toda la entrada estaba bloqueada por maderas y cartones, pero las primeras luces del alba lograban hacerse paso por una rejilla superior. Descubrí con alivio el rostro sonriente de Marta:
- Anda levanta- me dijo- me da grima estar aquí abajo.
Última edición por Yurinka el Jue Ago 19, 2010 12:10 pm, editado 1 vez
Re: Virus R
Acho, viva Murcia, copón! Buena historia, me gusta tu estilo sigue asi que me entretiene
Salut!
Salut!
Kotxino- Superviviente
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Virus R (18)
Acho pijo! Sí, auténticos zombies huertanicos. Muchas gracias. Me alegra de que te guste.
Vida en las azoteas
Lunes 17 de agosto de 2009
Bueno, supongo que os preguntaréis por qué demonios cambié la aparentemente segura caravana de vehículos militares por el pequeño comando suicida que me llevó hasta el edificio de Marta. Todo se gestó días antes, durante la aburrida espera en la terraza de El Corte Inglés.
Ya he comentado que conocí a Marta gracias a una pizarra y un par de prismáticos. Las dos semanas en la azotea del centro comercial pasaron muy lentas. Había poco que hacer excepto observar desde cuatro alturas como el mundo se iba al carajo. Por tanto, la comunicación con los supervivientes en los edificios vecinos era uno de los entretenimientos más populares, tanto para conocer novedades como para distraerse simplemente. Marta tenía mi edad, cercana ya a la treintena, y se encontraba sola con su abuela, una mujer enferma y dependiente, un término que ya había perdido todo su significado social. Se había atrincherado en su piso durante los primeros días y logró acumular suficientes víveres para ellas dos. Era divertida y lo cierto es que se tomaba todo lo que había pasado con cierta sorna. Según me comentó en una de nuestras primeras conversaciones de cartel y prismáticos, hacía sólo un mes que había conseguido, tras casi cinco años de estudio, una plaza de funcionaria del Estado. Ahora le servía para bien poco.
Marta contaba con comida y agua suficiente, pero las medicinas de su abuela comenzaban a escasear. Fue así como descubrió que algunos vecinos de su edificio y de otros cercanos habían organizado una especie de comuna entre ellos. El objetivo era no bajar a la calle más de lo estrictamente necesario, pues arriba estaba la seguridad, tras las rejas de casas y portales. Acotaron pasos francos entre las distintas torres de cada comunidad, e incluso fabricaron puentes con sogas para cruzar entre las construcciones más cercanas. Habían logrado conectar una zona conocida antes del holocausto como el Triángulo de Murcia, unos veinte edificios entre la avenida de la Libertad, Constitución y Primo de Rivera, al norte de El Corte Inglés. Con todas las casas unidas de una u otra forma, comerciaban entre ellos, cambiando comida por agua, herramientas, armas, etc. Cuando faltaba algo bajaban en grupos o por separado, pero siempre asegurando las entradas para impedir que los zombies accedieran a su pequeño mundo.
Le transmití mediante mensajes de pizarra que quería llegar a la casa de campo de mi familia. Le dije que mi objetivo era abrirme paso hasta la avenida Juan de Borbón y de allí a la autovía de Madrid. Para eso necesitaba un buen coche y ella me ofreció el suyo, el todoterreno de su padre, que conservaba en el aparcamiento y que ya nunca utilizaría. Yo, como el resto de mi equipo ahora desaparecido, no tenía ningún interés en llegar a una base militar seguramente destrozada, y lo cierto es que la actitud dictatorial de los soldados en la tienda terminó por convencernos de tomar otro camino.
No sabía nada de mis compañeros, pero si no habían conseguido un refugio como el mío serían en ese momento alimento o carne muerta andante. Era impresionante lo fácil que resultaba perder amigos en esos días.
Cuando entramos a su apartamento me sorprendió lo ordenado y limpio que estaba. La higiene no fue una de las prioridades en El Corte Inglés. Me dijo que apenas disfrutaba de otro entretenimiento que las conversaciones que había mantenido conmigo, por lo que a su parecer no tenía mérito. Lo primero que me ofreció fue una botella de agua, que apuré hasta el final. Había pasado los últimos días con estrictas medidas de racionamiento ante la falta de líquidos. Sentado en el comedor de su casa, me invadió la sensación, por primera vez en mucho tiempo, de que nada había pasado. Que abajo, en la calle, me esperaban atascos, ruido, prisas por llegar al trabajo, y no hordas de muertos en busca de su ración diaria. Si cerraba los ojos y me abstraía era posible incluso dejar de escuchar sus aullidos y lamentos. Me quedé dormido casi inmediatamente sobre su sofá, estaba rendido.
¿Infectado?
Miércoles 19 de agosto de 2009
Desperté con un terrible dolor de cabeza, los músculos aletargados y sudores fríos, a pesar del asfixiante calor que reinaba en la habitación. Estaba atardeciendo. Tenía la extraña sensación de no poder levantarme, como si hubiera pasado una semana postrado en la cama y ésta fuera un pozo sin fondo del que no podía escapar. Tampoco sabía dónde me encontraba, y los vagos recuerdos que persistían del día anterior, en el salón de la casa de Marta tras la desastrosa fuga, no me ayudaban a orientarme.
Al tratar de incorporarme descubrí que mi ensoñación tenía en realidad ribetes muy físicos. Estaba atado a la cama de pies y manos, y desde luego el malestar que sufría no me permitía comprobar la verdadera resistencia de las cuerdas. El estupor se transformó pronto en miedo. El habitáculo en el que me encontraba no era muy grande y la decoración prácticamente inexistente. Cuatro paredes, una pequeña ventana, una puerta, una anciana... Sí, tardé en darme cuenta pero había una mujer en el rincón más cercano a la ventana, cerca de las cortinas entreabiertas, por lo que en principio la confundí con las sombras que provocaba el contraluz. Era pequeña, flaca y muy blanca, apagada, aunque no tenía los enfermizos tonos y las manchas rosadas que caracterizaban a los zombies. Me miraba fijamente y sonreía.
- ¡Abuela! ¿Qué haces aquí?
Marta apareció por detrás. Entró en la habitación sin prestarme atención y se la llevó haciendo caso omiso a mis peticiones.
Me costaba hablar, sentía la boca pastosa, pero poco a poco fui recuperando la voz y aumentando el volumen de mis protestas, hasta que Marta volvió.
- Bueno, bueno, ¡ya está bien!- me dijo, plantándose frente a mí, en el lugar en el que hasta entonces había estado su abuela- Al menos hablas, eso ya es buena señal.
No entendí inmediatamente su último comentario, pero el revólver que sostenía en su mano derecha me ayudó a comprender. Ella también se dio cuenta.
- Ah, esto- comentó señalando con la mirada su arma- Bueno, ya sabes, hay que protegerse. Además tienes que saber que he sido yo quien te ha defendido, si no ya estarías en la calle.
- ¡¿Qué mierda estás diciendo?!- grité e intenté sin éxito levantarme. Mis ataduras y un escalofrío paralizante se opusieron- ¿Qué me ha pasado?
Al parecer las últimas horas (36 exactamente) habían sido muy entretenidas en Casa Marta, y yo no me había enterado de nada. Una vez cerré los ojos en el sofá de su comedor, agotado por la escapada de El Corte Inglés, caí en una especie de inconsciencia que en los primeros momentos fue interpretada como cansancio. Más tarde, como no despertaba, mi anfitriona comenzó a impacientarse. Unas horas después empezaron los temblores, el sudor y los vómitos. Marta se alarmó y salió a pedir ayuda. Y claro, sus vecinos la acusaron de haber metido en la comunidad a un proyecto de zombie. La ausencia de heridas a la vista evitó que me pegaran un tiro allí mismo, mientras yo me debatía en sueños, pero decidieron atarme a la cama y sellar la puerta de la casa donde me había refugiado. A Marta le dijeron que o se quedaba encerrada conmigo o se marchaba a otra vivienda (y no faltaban vecinos interesados en que una chica joven se trasladara a vivir con ellos). Finalmente había declinado la 'generosa' invitación y optado por permanecer en su casa, añadiendo a su lista de pacientes, que hasta ahora sólo integraba su abuela, un posible infectado por el virus R.
- Me caes bien Pedro, y creo que ya te has hecho una idea de lo que me he jugado por ti- añadió a su explicación- No sé si tendré valor para dispararte si acabas... bueno, ya sabes. Pero incluso aunque lo hiciera, los de allá fuera no me volverían a mirar con buenos ojos. La verdad es que ya ha sido bastante difícil estar aquí sola todo este tiempo, así que por favor, no te transformes, ¿vale?
La observé desde mi prisión acolchada. Esa mujer no dejaba de sorprenderme. Mostraba una tremenda seguridad en sí misma, y de hecho la había hecho valer durante dos semanas de apocalipsis en Murcia. Sin embargo, a la vez parecía frágil, como muy pequeña. Se dio la vuelta y miró por la ventana. Tenía el pelo castaño, o "rubio oscuro" como me dijo después, y le caía con gracia por encima de las orejas, dándole cierto aire de duende del bosque. Su piel era clara también y vestía unos pantalones cortos y una camiseta fina. Ya me había parecido muy guapa cuando hablé por primera vez con ella, prismáticos en ristre, pero ganaba de cerca.
- Intentaré no defraudarte- acerté a decir, y me recosté tanto como lo permitían las cuerdas.
Durante las siguientes horas hice esfuerzos por recordar si algún muerto había estado tan cerca de mí como para morderme. Fue una tortura física y mental, pues no tenía claro si mis dolores provenían de una enfermedad común o del contagio de un zombie. Me decía a mí mismo que los infectados que había visto hasta entonces desarrollaban el mal en pocas horas, incluso algunos con heridas graves no tardaban más que unos minutos. Pero cada picor que sufría en la nuca o las piernas se me antojaba como los efectos de un rasguño del que no había sido consciente. Al fin volví a quedarme dormido. Soñé que mis padres estaban infectados y huía de ellos. Mi hermana estaba otra vez conmigo. Me entregaba una escopeta y me decía que los matara. Desperté envuelto en sudor y con nuevas ganas de vomitar. ¿Qué me estaba pasando?
Cólera
Viernes 21 de agosto de 2009
El virus R no sólo sesgó la vida de cientos de miles de murcianos, sino que condenó a los supervivientes a la vuelta a la edad de piedra en muchos aspectos. Uno de ellos fue la sanidad. La infección zombie era el verdugo que más posibilidades tenía de encontrarse cualquier humano vivo, pero no el único.
El cólera, un viejo conocido de la Huerta de Murcia, aprovechó el caos creado por la epidemia para volver a la ciudad. Y lo hizo a través del agua, como tantas otras veces durante los siglos anteriores. Sólo había un médico entre los vecinos de los edificios en los que me había refugiado, y murió dos días después de mi llegada, en una incursión por las calles. Sin embargo, tuvo tiempo de identificar la enfermedad, cuando al igual que me ocurrió a mí, la mitad de los miembros de esta particular comunidad desarrolló una especie de gastroenteritis agravada. Todos nosotros habíamos bebido de la misma fuente, un depósito subterráneo contaminado. Y como sucedía en las zonas subdesarrolladas de África o Asia, la mala calidad del agua había resultado más peligrosa que su escasez.
Tardé dos días en mostrar signos de recuperación, y durante esas horas terribles los sueños se mezclaban con la consciencia sin posibilidad de distinguir una cosa de la otra. Sabía que me habían retirado las ataduras porque aprovechaba las escasas fuerzas que tenía para ir al baño, es decir, un cubo que había junto a la cama. Sabía que Marta seguía junto a mí, en varias ocasiones me pareció que la habitación se inundaba con el sonido de su llanto. Sentía además una sed abrasadora, que en realidad habría acabado conmigo muy pronto si no llega a ser por la misión que mi cuidadora encabezó durante mi convalecencia. Ella, el médico y tres voluntarios más salieron en busca de agua embotellada y productos de potabilización. Sólo regresó mi anfitriona y dos de sus acompañantes. La participación de Marta en esa misión suicida no respondía a mi grave estado, al menos no principalmente, sino al de su abuela, que también consumió agua contaminada.
Para cuando tuve fuerzas suficientes para mantener una conversación, la abuela nos había dejado; demasiado débil ya de por sí como para hacer frente a otra enfermedad. Fue incinerada en la terraza de su edificio. Supongo que en esos momentos sí fui importante para Marta, pues cuidarme era un motivo para que mantuviera la cabeza ocupada y no la perdiera definitivamente.
El agua y los medicamentos que trajo me salvaron la vida, pero el cólera, la gastroenteritis, las fiebres o cualesquiera fuesen las enfermedades que provocó el depósito contaminado, pues ya no había médico que las pudiera diagnosticar, dieron un golpe certero al grupo de supervivientes de las azoteas. Pasaron de 30 a sólo 10 integrantes y, para colmo de males, se acusaban entre ellos de la responsabilidad de la epidemia.
- Me marcho contigo- me dijo, sentada a los pies de mi cama, cuando abrí los ojos la primera mañana que pasé sin ganas de vomitar- Ya no puedo aguantar más esto.
Vida en las azoteas
Lunes 17 de agosto de 2009
Bueno, supongo que os preguntaréis por qué demonios cambié la aparentemente segura caravana de vehículos militares por el pequeño comando suicida que me llevó hasta el edificio de Marta. Todo se gestó días antes, durante la aburrida espera en la terraza de El Corte Inglés.
Ya he comentado que conocí a Marta gracias a una pizarra y un par de prismáticos. Las dos semanas en la azotea del centro comercial pasaron muy lentas. Había poco que hacer excepto observar desde cuatro alturas como el mundo se iba al carajo. Por tanto, la comunicación con los supervivientes en los edificios vecinos era uno de los entretenimientos más populares, tanto para conocer novedades como para distraerse simplemente. Marta tenía mi edad, cercana ya a la treintena, y se encontraba sola con su abuela, una mujer enferma y dependiente, un término que ya había perdido todo su significado social. Se había atrincherado en su piso durante los primeros días y logró acumular suficientes víveres para ellas dos. Era divertida y lo cierto es que se tomaba todo lo que había pasado con cierta sorna. Según me comentó en una de nuestras primeras conversaciones de cartel y prismáticos, hacía sólo un mes que había conseguido, tras casi cinco años de estudio, una plaza de funcionaria del Estado. Ahora le servía para bien poco.
Marta contaba con comida y agua suficiente, pero las medicinas de su abuela comenzaban a escasear. Fue así como descubrió que algunos vecinos de su edificio y de otros cercanos habían organizado una especie de comuna entre ellos. El objetivo era no bajar a la calle más de lo estrictamente necesario, pues arriba estaba la seguridad, tras las rejas de casas y portales. Acotaron pasos francos entre las distintas torres de cada comunidad, e incluso fabricaron puentes con sogas para cruzar entre las construcciones más cercanas. Habían logrado conectar una zona conocida antes del holocausto como el Triángulo de Murcia, unos veinte edificios entre la avenida de la Libertad, Constitución y Primo de Rivera, al norte de El Corte Inglés. Con todas las casas unidas de una u otra forma, comerciaban entre ellos, cambiando comida por agua, herramientas, armas, etc. Cuando faltaba algo bajaban en grupos o por separado, pero siempre asegurando las entradas para impedir que los zombies accedieran a su pequeño mundo.
Le transmití mediante mensajes de pizarra que quería llegar a la casa de campo de mi familia. Le dije que mi objetivo era abrirme paso hasta la avenida Juan de Borbón y de allí a la autovía de Madrid. Para eso necesitaba un buen coche y ella me ofreció el suyo, el todoterreno de su padre, que conservaba en el aparcamiento y que ya nunca utilizaría. Yo, como el resto de mi equipo ahora desaparecido, no tenía ningún interés en llegar a una base militar seguramente destrozada, y lo cierto es que la actitud dictatorial de los soldados en la tienda terminó por convencernos de tomar otro camino.
No sabía nada de mis compañeros, pero si no habían conseguido un refugio como el mío serían en ese momento alimento o carne muerta andante. Era impresionante lo fácil que resultaba perder amigos en esos días.
Cuando entramos a su apartamento me sorprendió lo ordenado y limpio que estaba. La higiene no fue una de las prioridades en El Corte Inglés. Me dijo que apenas disfrutaba de otro entretenimiento que las conversaciones que había mantenido conmigo, por lo que a su parecer no tenía mérito. Lo primero que me ofreció fue una botella de agua, que apuré hasta el final. Había pasado los últimos días con estrictas medidas de racionamiento ante la falta de líquidos. Sentado en el comedor de su casa, me invadió la sensación, por primera vez en mucho tiempo, de que nada había pasado. Que abajo, en la calle, me esperaban atascos, ruido, prisas por llegar al trabajo, y no hordas de muertos en busca de su ración diaria. Si cerraba los ojos y me abstraía era posible incluso dejar de escuchar sus aullidos y lamentos. Me quedé dormido casi inmediatamente sobre su sofá, estaba rendido.
¿Infectado?
Miércoles 19 de agosto de 2009
Desperté con un terrible dolor de cabeza, los músculos aletargados y sudores fríos, a pesar del asfixiante calor que reinaba en la habitación. Estaba atardeciendo. Tenía la extraña sensación de no poder levantarme, como si hubiera pasado una semana postrado en la cama y ésta fuera un pozo sin fondo del que no podía escapar. Tampoco sabía dónde me encontraba, y los vagos recuerdos que persistían del día anterior, en el salón de la casa de Marta tras la desastrosa fuga, no me ayudaban a orientarme.
Al tratar de incorporarme descubrí que mi ensoñación tenía en realidad ribetes muy físicos. Estaba atado a la cama de pies y manos, y desde luego el malestar que sufría no me permitía comprobar la verdadera resistencia de las cuerdas. El estupor se transformó pronto en miedo. El habitáculo en el que me encontraba no era muy grande y la decoración prácticamente inexistente. Cuatro paredes, una pequeña ventana, una puerta, una anciana... Sí, tardé en darme cuenta pero había una mujer en el rincón más cercano a la ventana, cerca de las cortinas entreabiertas, por lo que en principio la confundí con las sombras que provocaba el contraluz. Era pequeña, flaca y muy blanca, apagada, aunque no tenía los enfermizos tonos y las manchas rosadas que caracterizaban a los zombies. Me miraba fijamente y sonreía.
- ¡Abuela! ¿Qué haces aquí?
Marta apareció por detrás. Entró en la habitación sin prestarme atención y se la llevó haciendo caso omiso a mis peticiones.
Me costaba hablar, sentía la boca pastosa, pero poco a poco fui recuperando la voz y aumentando el volumen de mis protestas, hasta que Marta volvió.
- Bueno, bueno, ¡ya está bien!- me dijo, plantándose frente a mí, en el lugar en el que hasta entonces había estado su abuela- Al menos hablas, eso ya es buena señal.
No entendí inmediatamente su último comentario, pero el revólver que sostenía en su mano derecha me ayudó a comprender. Ella también se dio cuenta.
- Ah, esto- comentó señalando con la mirada su arma- Bueno, ya sabes, hay que protegerse. Además tienes que saber que he sido yo quien te ha defendido, si no ya estarías en la calle.
- ¡¿Qué mierda estás diciendo?!- grité e intenté sin éxito levantarme. Mis ataduras y un escalofrío paralizante se opusieron- ¿Qué me ha pasado?
Al parecer las últimas horas (36 exactamente) habían sido muy entretenidas en Casa Marta, y yo no me había enterado de nada. Una vez cerré los ojos en el sofá de su comedor, agotado por la escapada de El Corte Inglés, caí en una especie de inconsciencia que en los primeros momentos fue interpretada como cansancio. Más tarde, como no despertaba, mi anfitriona comenzó a impacientarse. Unas horas después empezaron los temblores, el sudor y los vómitos. Marta se alarmó y salió a pedir ayuda. Y claro, sus vecinos la acusaron de haber metido en la comunidad a un proyecto de zombie. La ausencia de heridas a la vista evitó que me pegaran un tiro allí mismo, mientras yo me debatía en sueños, pero decidieron atarme a la cama y sellar la puerta de la casa donde me había refugiado. A Marta le dijeron que o se quedaba encerrada conmigo o se marchaba a otra vivienda (y no faltaban vecinos interesados en que una chica joven se trasladara a vivir con ellos). Finalmente había declinado la 'generosa' invitación y optado por permanecer en su casa, añadiendo a su lista de pacientes, que hasta ahora sólo integraba su abuela, un posible infectado por el virus R.
- Me caes bien Pedro, y creo que ya te has hecho una idea de lo que me he jugado por ti- añadió a su explicación- No sé si tendré valor para dispararte si acabas... bueno, ya sabes. Pero incluso aunque lo hiciera, los de allá fuera no me volverían a mirar con buenos ojos. La verdad es que ya ha sido bastante difícil estar aquí sola todo este tiempo, así que por favor, no te transformes, ¿vale?
La observé desde mi prisión acolchada. Esa mujer no dejaba de sorprenderme. Mostraba una tremenda seguridad en sí misma, y de hecho la había hecho valer durante dos semanas de apocalipsis en Murcia. Sin embargo, a la vez parecía frágil, como muy pequeña. Se dio la vuelta y miró por la ventana. Tenía el pelo castaño, o "rubio oscuro" como me dijo después, y le caía con gracia por encima de las orejas, dándole cierto aire de duende del bosque. Su piel era clara también y vestía unos pantalones cortos y una camiseta fina. Ya me había parecido muy guapa cuando hablé por primera vez con ella, prismáticos en ristre, pero ganaba de cerca.
- Intentaré no defraudarte- acerté a decir, y me recosté tanto como lo permitían las cuerdas.
Durante las siguientes horas hice esfuerzos por recordar si algún muerto había estado tan cerca de mí como para morderme. Fue una tortura física y mental, pues no tenía claro si mis dolores provenían de una enfermedad común o del contagio de un zombie. Me decía a mí mismo que los infectados que había visto hasta entonces desarrollaban el mal en pocas horas, incluso algunos con heridas graves no tardaban más que unos minutos. Pero cada picor que sufría en la nuca o las piernas se me antojaba como los efectos de un rasguño del que no había sido consciente. Al fin volví a quedarme dormido. Soñé que mis padres estaban infectados y huía de ellos. Mi hermana estaba otra vez conmigo. Me entregaba una escopeta y me decía que los matara. Desperté envuelto en sudor y con nuevas ganas de vomitar. ¿Qué me estaba pasando?
Cólera
Viernes 21 de agosto de 2009
El virus R no sólo sesgó la vida de cientos de miles de murcianos, sino que condenó a los supervivientes a la vuelta a la edad de piedra en muchos aspectos. Uno de ellos fue la sanidad. La infección zombie era el verdugo que más posibilidades tenía de encontrarse cualquier humano vivo, pero no el único.
El cólera, un viejo conocido de la Huerta de Murcia, aprovechó el caos creado por la epidemia para volver a la ciudad. Y lo hizo a través del agua, como tantas otras veces durante los siglos anteriores. Sólo había un médico entre los vecinos de los edificios en los que me había refugiado, y murió dos días después de mi llegada, en una incursión por las calles. Sin embargo, tuvo tiempo de identificar la enfermedad, cuando al igual que me ocurrió a mí, la mitad de los miembros de esta particular comunidad desarrolló una especie de gastroenteritis agravada. Todos nosotros habíamos bebido de la misma fuente, un depósito subterráneo contaminado. Y como sucedía en las zonas subdesarrolladas de África o Asia, la mala calidad del agua había resultado más peligrosa que su escasez.
Tardé dos días en mostrar signos de recuperación, y durante esas horas terribles los sueños se mezclaban con la consciencia sin posibilidad de distinguir una cosa de la otra. Sabía que me habían retirado las ataduras porque aprovechaba las escasas fuerzas que tenía para ir al baño, es decir, un cubo que había junto a la cama. Sabía que Marta seguía junto a mí, en varias ocasiones me pareció que la habitación se inundaba con el sonido de su llanto. Sentía además una sed abrasadora, que en realidad habría acabado conmigo muy pronto si no llega a ser por la misión que mi cuidadora encabezó durante mi convalecencia. Ella, el médico y tres voluntarios más salieron en busca de agua embotellada y productos de potabilización. Sólo regresó mi anfitriona y dos de sus acompañantes. La participación de Marta en esa misión suicida no respondía a mi grave estado, al menos no principalmente, sino al de su abuela, que también consumió agua contaminada.
Para cuando tuve fuerzas suficientes para mantener una conversación, la abuela nos había dejado; demasiado débil ya de por sí como para hacer frente a otra enfermedad. Fue incinerada en la terraza de su edificio. Supongo que en esos momentos sí fui importante para Marta, pues cuidarme era un motivo para que mantuviera la cabeza ocupada y no la perdiera definitivamente.
El agua y los medicamentos que trajo me salvaron la vida, pero el cólera, la gastroenteritis, las fiebres o cualesquiera fuesen las enfermedades que provocó el depósito contaminado, pues ya no había médico que las pudiera diagnosticar, dieron un golpe certero al grupo de supervivientes de las azoteas. Pasaron de 30 a sólo 10 integrantes y, para colmo de males, se acusaban entre ellos de la responsabilidad de la epidemia.
- Me marcho contigo- me dijo, sentada a los pies de mi cama, cuando abrí los ojos la primera mañana que pasé sin ganas de vomitar- Ya no puedo aguantar más esto.
Re: Virus R
lo de siempre xd MAAAAAASSS!!!!
Banderworld- Encargado de las mantas
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Virus R (19)
Evasión
Lunes 24 de agosto de 2009
El garaje donde los padres de Marta guardaban su coche no se encontraba bajo su edificio sino dos manzanas más a norte, en una construcción que daba a la avenida Primo de Rivera. Seguramente durante años su familia se habría quejado de lo lejano de la plaza de aparcamiento, pero esa circunstancia jugaba ahora en nuestro favor para intentar abandonar el centro de la ciudad. Y es que tratar de hacerlo por las calles que circundaban El Corte Inglés se había demostrado una misión imposible, incluso para una caravana militarizada como la que organizaron mis compañeros de encierro en el centro comercial. Primo de Rivera conectaba al este con la Plaza Circular, donde se situó el campamento militar que observé la mañana del apocalipsis en Murcia, y desde allí se podía acceder a las avenidas Juan Carlos I o Juan de Borbón, que salían de la ciudad en dirección norte, hacia la casa de campo de mi familia.
Nunca he sabido mucho de coches así que cuando Marta me indicó el modelo que tenían sus padres pensé que estaba de broma: un Porsche Cayenne. No dejaba de tener un halo de romanticismo decadente lo de surcar las calles de una urbe destrozada y plagada de muertos vivientes con un deportivo descapotable, pensé, pero sin duda no resultaba lo más práctico. Sin embargo me equivocaba, era un enorme 4x4 que debía valer lo que me costó mi casa, lo más parecido a un tanque civil y encima de lujo. Lo cargamos con los pocos víveres que nos quedaban, varias latas de comida (me había aficionado a los botes de mermelada Hero), dos botellas de agua mineral y armas (abundaban los modelos pero no la munición). Yo tenía un revólver, una escopeta de caza procedente precisamente de la armería de El Corte Inglés y una vara de hierro que había seleccionado cuidadosamente para que fuera ligera pero a la vez resistente, pues más de una vez había visto como las de madera se quebraban bajo el peso y el violento envite de los infectados. Marta gozaba de más experiencia que yo en la lucha en plena calle con zombies, tras haber realizado varias incursiones en busca de alimentos y medicinas, y era partidaria de correr antes que enfrentarse a esas cosas. A pesar de esto, tenía una pistola para la que había conseguido silenciador. Cargamos también con otras armas de mayor calibre únicamente porque teníamos espacio de sobra en el coche, aunque no sabíamos usarlas.
Llegamos al garaje a través de las pasarelas construidas entre los edificios y comprobamos que el depósito tenía combustible suficiente para salir de Murcia. Desde la terraza observamos las posibles vías de escape. La plaza Circular conservaba vehículos militares pero, evidentemente, no había ni rastro de los soldados. La calzada estaba bloqueada, así que atravesaríamos por los parterres. Desde allí la ruta más segura, por lo amplio de la avenida, parecía Ronda de Levante hasta Juan de Borbón, pero no teníamos una perspectiva clara de la calle desde donde estábamos, así que deberíamos improvisar.
Una vez trazado el plan sólo quedaba ejecutarlo. Marta me dijo que condujera yo, pues no se atrevía a coger un coche tan grande. Mi experiencia con ese tamaño de vehículos se reducía al alquiler de una furgoneta hacía unos meses para cargar los muebles del IKEA. Otro obstáculo era la puerta del garaje, bloqueada por la falta de suministro eléctrico. Podíamos tratar de forzarla pero queríamos evitar cualquier ruido que atrajera la atención fuera antes de nuestra salida, así que optamos por envestir la puerta con el todoterreno. Sólo tendríamos una oportunidad.
La mañana del 24 de agosto colocamos el enorme coche frente a la rampa de salida. El acelerador del potente motor del Cayenne hacía vibrar toda la carrocería. Me dije que si existía algún vehículo más pequeño que pudiera derribar la puerta del garaje, en esos momentos me encontraba dentro. Marta, sentada en el asiento del copiloto, amartilló su arma y, sin que la viera venir, me rodeó con sus brazos, giró mi cabeza y me plantó un beso en los labios.
- ¡Suerte!- me dijo, tras dejarme sin respiración.
Evasión II
Lunes 24 de agosto de 2009
La puerta del garaje salió disparada hacia arriba cuando la envestimos con el 4x4. No pude evitar cerrar los ojos al ver la estructura de hierro frente a mí, pero como tampoco queríamos quedarnos encajados a las salida, apreté el acelerador a tope sin pensar en lo que pudiéramos encontrarnos delante en la calle. El Cayenne salió literalmente volando sobre el carril exterior de la avenida y golpeó, al tocar el asfalto, el morro de un pequeño utilitario atravesado en la vía. Nos llevamos por delante ese vehículo y acabamos derrapando en medio de Primo de Rivera, en el intento de no invadir el carril exterior contrario y chocar contra el edificio de enfrente, la Cárcel Vieja. Cuando al fin se detuvo el gigantesco coche, Marta y yo nos miramos con el corazón en un puño, como al salir de una montaña rusa, con la salvedad de que ésa sólo había sido la primera vuelta en el parque de atracciones del terror en que se había convertido la ciudad de Murcia. Por lo menos el motor del todoterreno seguía en marcha.
Tomé dirección este, hacia la plaza Circular. Desde allí no se observaba ningún hueco para pasar entre los coches atascados, tanto civiles como militares, pero tal y como habíamos visto desde la azotea, uno de los parterres permanecía despejado, y contábamos con el vehículo perfecto para atravesarlo. Había cientos de coches parados, lo que nos obligaba a zizaguear. A plena luz del día, y a la altura de la calle, daba la impresión de que Murcia estuviera sufriendo la madre de todos los atascos, aunque ya no había ni un alma al volante.
Llegamos a Ronda de Levante y en la rotonda de Juan XXIII nos encontramos los primeros zombies de la mañana. En realidad nos habían seguido corriendo por la izquierda sin que nos diéramos cuenta, y al tratar de torcer en esa dirección, hacia la avenida Juan de Borbón, que debía sacarnos de la ciudad, se colocaron justo delante de nosotros. No habría tenido ningún reparo en pasar por encima de ellos, pero la salida hacia la avenida estaba bloqueada por un enorme camión cisterna que debía haber ardido hacía semanas, propagándose el fuego a los edificios cercanos. Ahora el esqueleto ennegrecido del transporte y las fachadas chamuscadas formaban una tétrica estampa. Cancelé la maniobra antes de que los infectados lograran alcanzarnos y continué por la avenida Primero de Mayo, de nuevo hacia el este, para tratar de tomar Juan de Borbón por otra entrada. Marta estaba como loca, gritándome el camino que debía tomar a cada momento entre los coches que se atravesaban en la calzada.
La siguiente salida (también una entrada, pero los sentidos de tráfico poco importaban ya) contaba con siete carriles pero tenía una inmensa barricada franqueada por carros de combate, y teniendo en cuenta la masa de muertos que empezaba a organizarse a nuestras espaldas, no había tiempo de parar a ver si podíamos superarla, así que seguimos por Primero de Mayo. Teníamos decidir rápidamente qué hacer, si probar alguna de las calles de un solo carril que se abrían a la izquierda, en dirección al norte, para retomar Juan de Borbón, o continuar en Primero de Mayo, que nos llevaba hasta el río y dónde podríamos coger la circunvalación de Miguel Induráin, de nuevo con destino a la autovía de Madrid. La primera opción era muy arriesgada porque estas calles eran estrechas y cualquier coche atascado podría cerrarnos el paso, así que proseguimos por la avenida. Pero cada vez había más coches en la carretera y menos sitio para pasar. Los zombies nos seguían ya de cerca, por lo que abandoné mi táctica eslalon entre los obstáculos y comencé a envestir coches para ganar distancia con nuestros perseguidores.
Llegó un momento en el que tomar alguna de las salidas de la avenida ya no era una opción. Los infectados estaban tan cerca que golpeaban el cristal si trataba de frenar para una maniobra. Así llegamos al río Segura, sólo para descubrir que el puente estaba totalmente bloqueado por otra barricada. Resultaba frustrante descubrir cómo todas esas barreras no habían servido para contener a los muertos vivientes pero ahora sí nos impedían a nosotros salir de la ciudad. Girar a la derecha, de nuevo al centro de Murcia, era entrar otra vez a la boca del lobo, y tampoco podíamos volver hacia atrás, de modo que con un derrape que por poco nos lleva al cauce del río, viramos hacia la izquierda, por el lateral del Auditorio Víctor Villegas. Allí se abría el parking de La Fica, tras el enorme Palacio de Congresos. Normalmente se utilizaba como recinto de conciertos o feria de atracciones, pero ahora era un amasijo de caravanas y tiendas de campaña con el símbolo de la Cruz Roja, como si se hubiera tratado de un hospital de campaña que ya esta abandonado y además nos impedía el paso. Frené en seco y miré a Marta desesperado. No había salida y los zombies se nos echaban encima, tanto por detrás como ahora también delante, decenas de muertos vestidos de médicos y enfermeras pero con el sangriento aspecto de haber participado en un maratón de operaciones. Entonces ella me señaló el río Segura. No me había dado cuenta, pero estaba completamente seco, con el lecho lleno de cañas secas y sin ni siquiera el escuálido hilillo de agua que llevaba en épocas de sequía.
Marqué las ruedas sobre el asfalto con un repentino acelerón y descendí hasta el cauce del río por un talud bastante pronunciado. El todoterreno llegó a ponerse a dos ruedas pero logramos alcanzar nuestro objetivo sin volcar. Temía que el lecho estuviera fangoso pero bajo nosotros no había ni un atisbo de humedad. Sin agua, y tras tres semanas bajo el sol de agosto, el suelo estaba cuarteado. No había ni rastro del Segura, otra víctima de la epidemia. Cuando los zombies empezaban a asomarse desde arriba volví a acelerar siguiendo el curso del río y, sin obstáculos, conseguimos dejarlos atrás.
Huertanos
Lunes 24 de agosto de 2009
Circulamos por el cauce seco del río Segura un buen rato, aunque a poca velocidad, ya que había reducido la marcha cuando los zombies desaparecieron del espejo retrovisor. La acumulación de cañas y arbustos en el lecho hicieron impracticable el paso a unos tres kilómetros de la salida de Murcia, por lo que tuvimos que subir hasta el camino de servicio que seguía el curso fluvial. Una vez allí nos dimos cuenta, para nuestro espanto, de que una rueda se había pinchado. Pudo ser cualquier objeto punzante que pisáramos en el cauce del Segura, aunque el salto para salir del garaje o los continuos coches con otros coches en las avenidas de la ciudad tampoco debían haber ayudado. Contábamos con una rueda de repuesto pero colocarla implicaba salir del todoterreno y eso nos hacía mucha menos gracia. Logramos aparcar el Cayenne en un soto relativamente amplio del río, desde el cual teníamos unos 50 metros de visibilidad hasta los huertos de limoneros. Para arriesgarnos lo mínimo posible, Marta se quedó al volante y dejó la puerta de atrás abierta, por si había que salir corriendo y yo tenía que saltar dentro en marcha. En cualquier caso no iríamos muy lejos con un neumático menos.
Los dioses me sonrieron porque entre las dificultades de cambiar una rueda a un monstruo pesadísimo y las continuas miradas a mi espalda, tardé nada menos que dos horas en terminar el trabajo. Aprovechando que el sitio parecía tranquilo, nos quedamos a comer allí, muertos de calor y, a pesar del tórrido sol, con las puertas y las ventanas cerradas.
- ¿Sabes porque el río está seco?- me preguntó Marta cuando terminamos de comer, fumando un cigarrillo y con la vista puesta en los huertos.
Marta era ingeniera de caminos y había hecho prácticas en la CHS, el organismo del Ministerio de Medio Ambiente que se encargaba del cuidado del río Segura.
- Supongo que por el calor, ¿no?
- Este verano hace calor, pero los ha habido más calurosos y no ha dejado de circular agua, por poca que fuera- comenzó a explicar- Además, no deben quedar muchos agricultores o campos de golf para chupar recursos, así que no es eso. Creo que dentro de un tiempo, si esto sigue así de chungo, el río Segura volverá a tener agua, un caudal como ninguno de nosotros hemos visto, aunque sí nuestros abuelos.
Marta dio una calada a su cigarro, abrió ligeramente la ventana y lo tiró fuera. Después me miró preocupada.
- ¿Crees que esas cosas podrán olerlo?
Solté un bufido de ignorancia absoluta, pero extremé la vigilancia.
- Me parece- prosiguió Marta- que todo el agua del río se está acumulando en los embalses y no hay nadie para soltarla, por eso no llega nada a Murcia. Ahora, en verano, los pantanos apenas se reabastecen, pero como tampoco la consumimos, se llenarán. Puede que pasen semanas o meses, pero se terminarán llenando. Una vez los colmen, nada impedirá que el agua vuelva a circular por el Segura.
- Bueno- dije- al menos a alguien le ha venido bien que media humanidad se haya ido a tomar por culo.
Retomamos la marcha a media tarde. Dejamos el camino de la mota río, ya que nos llevaba en dirección este, hacia Alicante, y yo quería ir al norte. El objetivo intermedio serían los centros comerciales que había en los enlaces entre la autovía de Alicante y la de Madrid, donde debía haber provisiones de sobra, imaginábamos. Así, cambiamos la relativa calma del río por los caminos de la Huerta de Murcia. Protegidos por una carrocería similar a la de un tanque, circulábamos lentamente entre naranjos y limoneros. A largo plazo, era más peligroso un hierro en la carretera que un zombie perdido, pues contra los muertos siempre podíamos acelerar, pero si volvíamos a pinchar estaríamos realmente jordidos. Nuestra ruta era irregular. A veces el camino se abría hasta dos carriles, para después estrecharse y servir apenas para el paso de nuestro vehículo. En estas ocasiones era cuando debía tener más cuidado, para no meter una rueda en las acequias y quedarnos enganchados. Otra cosa es que supiéramos hacia dónde nos dirigíamos. Todas las calles me parecían iguales y tras decenas de curvas nuestra orientación era un enigma. Por fortuna divisamos el Cristo de Monteagudo, situado en lo alto del cerro de esta pedanía murciana y visible desde toda Murcia. Lo seguimos hasta la Carretera de Alicante.
El sol comenzaba a marcar largas sombras a nuestro paso cuando llegamos a la carretera nacional. La atravesamos y seguimos por la Huerta, cada vez con menos luz pero sin encender los faros para llamar la atención lo menos posible.
Lunes 24 de agosto de 2009
El garaje donde los padres de Marta guardaban su coche no se encontraba bajo su edificio sino dos manzanas más a norte, en una construcción que daba a la avenida Primo de Rivera. Seguramente durante años su familia se habría quejado de lo lejano de la plaza de aparcamiento, pero esa circunstancia jugaba ahora en nuestro favor para intentar abandonar el centro de la ciudad. Y es que tratar de hacerlo por las calles que circundaban El Corte Inglés se había demostrado una misión imposible, incluso para una caravana militarizada como la que organizaron mis compañeros de encierro en el centro comercial. Primo de Rivera conectaba al este con la Plaza Circular, donde se situó el campamento militar que observé la mañana del apocalipsis en Murcia, y desde allí se podía acceder a las avenidas Juan Carlos I o Juan de Borbón, que salían de la ciudad en dirección norte, hacia la casa de campo de mi familia.
Nunca he sabido mucho de coches así que cuando Marta me indicó el modelo que tenían sus padres pensé que estaba de broma: un Porsche Cayenne. No dejaba de tener un halo de romanticismo decadente lo de surcar las calles de una urbe destrozada y plagada de muertos vivientes con un deportivo descapotable, pensé, pero sin duda no resultaba lo más práctico. Sin embargo me equivocaba, era un enorme 4x4 que debía valer lo que me costó mi casa, lo más parecido a un tanque civil y encima de lujo. Lo cargamos con los pocos víveres que nos quedaban, varias latas de comida (me había aficionado a los botes de mermelada Hero), dos botellas de agua mineral y armas (abundaban los modelos pero no la munición). Yo tenía un revólver, una escopeta de caza procedente precisamente de la armería de El Corte Inglés y una vara de hierro que había seleccionado cuidadosamente para que fuera ligera pero a la vez resistente, pues más de una vez había visto como las de madera se quebraban bajo el peso y el violento envite de los infectados. Marta gozaba de más experiencia que yo en la lucha en plena calle con zombies, tras haber realizado varias incursiones en busca de alimentos y medicinas, y era partidaria de correr antes que enfrentarse a esas cosas. A pesar de esto, tenía una pistola para la que había conseguido silenciador. Cargamos también con otras armas de mayor calibre únicamente porque teníamos espacio de sobra en el coche, aunque no sabíamos usarlas.
Llegamos al garaje a través de las pasarelas construidas entre los edificios y comprobamos que el depósito tenía combustible suficiente para salir de Murcia. Desde la terraza observamos las posibles vías de escape. La plaza Circular conservaba vehículos militares pero, evidentemente, no había ni rastro de los soldados. La calzada estaba bloqueada, así que atravesaríamos por los parterres. Desde allí la ruta más segura, por lo amplio de la avenida, parecía Ronda de Levante hasta Juan de Borbón, pero no teníamos una perspectiva clara de la calle desde donde estábamos, así que deberíamos improvisar.
Una vez trazado el plan sólo quedaba ejecutarlo. Marta me dijo que condujera yo, pues no se atrevía a coger un coche tan grande. Mi experiencia con ese tamaño de vehículos se reducía al alquiler de una furgoneta hacía unos meses para cargar los muebles del IKEA. Otro obstáculo era la puerta del garaje, bloqueada por la falta de suministro eléctrico. Podíamos tratar de forzarla pero queríamos evitar cualquier ruido que atrajera la atención fuera antes de nuestra salida, así que optamos por envestir la puerta con el todoterreno. Sólo tendríamos una oportunidad.
La mañana del 24 de agosto colocamos el enorme coche frente a la rampa de salida. El acelerador del potente motor del Cayenne hacía vibrar toda la carrocería. Me dije que si existía algún vehículo más pequeño que pudiera derribar la puerta del garaje, en esos momentos me encontraba dentro. Marta, sentada en el asiento del copiloto, amartilló su arma y, sin que la viera venir, me rodeó con sus brazos, giró mi cabeza y me plantó un beso en los labios.
- ¡Suerte!- me dijo, tras dejarme sin respiración.
Evasión II
Lunes 24 de agosto de 2009
La puerta del garaje salió disparada hacia arriba cuando la envestimos con el 4x4. No pude evitar cerrar los ojos al ver la estructura de hierro frente a mí, pero como tampoco queríamos quedarnos encajados a las salida, apreté el acelerador a tope sin pensar en lo que pudiéramos encontrarnos delante en la calle. El Cayenne salió literalmente volando sobre el carril exterior de la avenida y golpeó, al tocar el asfalto, el morro de un pequeño utilitario atravesado en la vía. Nos llevamos por delante ese vehículo y acabamos derrapando en medio de Primo de Rivera, en el intento de no invadir el carril exterior contrario y chocar contra el edificio de enfrente, la Cárcel Vieja. Cuando al fin se detuvo el gigantesco coche, Marta y yo nos miramos con el corazón en un puño, como al salir de una montaña rusa, con la salvedad de que ésa sólo había sido la primera vuelta en el parque de atracciones del terror en que se había convertido la ciudad de Murcia. Por lo menos el motor del todoterreno seguía en marcha.
Tomé dirección este, hacia la plaza Circular. Desde allí no se observaba ningún hueco para pasar entre los coches atascados, tanto civiles como militares, pero tal y como habíamos visto desde la azotea, uno de los parterres permanecía despejado, y contábamos con el vehículo perfecto para atravesarlo. Había cientos de coches parados, lo que nos obligaba a zizaguear. A plena luz del día, y a la altura de la calle, daba la impresión de que Murcia estuviera sufriendo la madre de todos los atascos, aunque ya no había ni un alma al volante.
Llegamos a Ronda de Levante y en la rotonda de Juan XXIII nos encontramos los primeros zombies de la mañana. En realidad nos habían seguido corriendo por la izquierda sin que nos diéramos cuenta, y al tratar de torcer en esa dirección, hacia la avenida Juan de Borbón, que debía sacarnos de la ciudad, se colocaron justo delante de nosotros. No habría tenido ningún reparo en pasar por encima de ellos, pero la salida hacia la avenida estaba bloqueada por un enorme camión cisterna que debía haber ardido hacía semanas, propagándose el fuego a los edificios cercanos. Ahora el esqueleto ennegrecido del transporte y las fachadas chamuscadas formaban una tétrica estampa. Cancelé la maniobra antes de que los infectados lograran alcanzarnos y continué por la avenida Primero de Mayo, de nuevo hacia el este, para tratar de tomar Juan de Borbón por otra entrada. Marta estaba como loca, gritándome el camino que debía tomar a cada momento entre los coches que se atravesaban en la calzada.
La siguiente salida (también una entrada, pero los sentidos de tráfico poco importaban ya) contaba con siete carriles pero tenía una inmensa barricada franqueada por carros de combate, y teniendo en cuenta la masa de muertos que empezaba a organizarse a nuestras espaldas, no había tiempo de parar a ver si podíamos superarla, así que seguimos por Primero de Mayo. Teníamos decidir rápidamente qué hacer, si probar alguna de las calles de un solo carril que se abrían a la izquierda, en dirección al norte, para retomar Juan de Borbón, o continuar en Primero de Mayo, que nos llevaba hasta el río y dónde podríamos coger la circunvalación de Miguel Induráin, de nuevo con destino a la autovía de Madrid. La primera opción era muy arriesgada porque estas calles eran estrechas y cualquier coche atascado podría cerrarnos el paso, así que proseguimos por la avenida. Pero cada vez había más coches en la carretera y menos sitio para pasar. Los zombies nos seguían ya de cerca, por lo que abandoné mi táctica eslalon entre los obstáculos y comencé a envestir coches para ganar distancia con nuestros perseguidores.
Llegó un momento en el que tomar alguna de las salidas de la avenida ya no era una opción. Los infectados estaban tan cerca que golpeaban el cristal si trataba de frenar para una maniobra. Así llegamos al río Segura, sólo para descubrir que el puente estaba totalmente bloqueado por otra barricada. Resultaba frustrante descubrir cómo todas esas barreras no habían servido para contener a los muertos vivientes pero ahora sí nos impedían a nosotros salir de la ciudad. Girar a la derecha, de nuevo al centro de Murcia, era entrar otra vez a la boca del lobo, y tampoco podíamos volver hacia atrás, de modo que con un derrape que por poco nos lleva al cauce del río, viramos hacia la izquierda, por el lateral del Auditorio Víctor Villegas. Allí se abría el parking de La Fica, tras el enorme Palacio de Congresos. Normalmente se utilizaba como recinto de conciertos o feria de atracciones, pero ahora era un amasijo de caravanas y tiendas de campaña con el símbolo de la Cruz Roja, como si se hubiera tratado de un hospital de campaña que ya esta abandonado y además nos impedía el paso. Frené en seco y miré a Marta desesperado. No había salida y los zombies se nos echaban encima, tanto por detrás como ahora también delante, decenas de muertos vestidos de médicos y enfermeras pero con el sangriento aspecto de haber participado en un maratón de operaciones. Entonces ella me señaló el río Segura. No me había dado cuenta, pero estaba completamente seco, con el lecho lleno de cañas secas y sin ni siquiera el escuálido hilillo de agua que llevaba en épocas de sequía.
Marqué las ruedas sobre el asfalto con un repentino acelerón y descendí hasta el cauce del río por un talud bastante pronunciado. El todoterreno llegó a ponerse a dos ruedas pero logramos alcanzar nuestro objetivo sin volcar. Temía que el lecho estuviera fangoso pero bajo nosotros no había ni un atisbo de humedad. Sin agua, y tras tres semanas bajo el sol de agosto, el suelo estaba cuarteado. No había ni rastro del Segura, otra víctima de la epidemia. Cuando los zombies empezaban a asomarse desde arriba volví a acelerar siguiendo el curso del río y, sin obstáculos, conseguimos dejarlos atrás.
Huertanos
Lunes 24 de agosto de 2009
Circulamos por el cauce seco del río Segura un buen rato, aunque a poca velocidad, ya que había reducido la marcha cuando los zombies desaparecieron del espejo retrovisor. La acumulación de cañas y arbustos en el lecho hicieron impracticable el paso a unos tres kilómetros de la salida de Murcia, por lo que tuvimos que subir hasta el camino de servicio que seguía el curso fluvial. Una vez allí nos dimos cuenta, para nuestro espanto, de que una rueda se había pinchado. Pudo ser cualquier objeto punzante que pisáramos en el cauce del Segura, aunque el salto para salir del garaje o los continuos coches con otros coches en las avenidas de la ciudad tampoco debían haber ayudado. Contábamos con una rueda de repuesto pero colocarla implicaba salir del todoterreno y eso nos hacía mucha menos gracia. Logramos aparcar el Cayenne en un soto relativamente amplio del río, desde el cual teníamos unos 50 metros de visibilidad hasta los huertos de limoneros. Para arriesgarnos lo mínimo posible, Marta se quedó al volante y dejó la puerta de atrás abierta, por si había que salir corriendo y yo tenía que saltar dentro en marcha. En cualquier caso no iríamos muy lejos con un neumático menos.
Los dioses me sonrieron porque entre las dificultades de cambiar una rueda a un monstruo pesadísimo y las continuas miradas a mi espalda, tardé nada menos que dos horas en terminar el trabajo. Aprovechando que el sitio parecía tranquilo, nos quedamos a comer allí, muertos de calor y, a pesar del tórrido sol, con las puertas y las ventanas cerradas.
- ¿Sabes porque el río está seco?- me preguntó Marta cuando terminamos de comer, fumando un cigarrillo y con la vista puesta en los huertos.
Marta era ingeniera de caminos y había hecho prácticas en la CHS, el organismo del Ministerio de Medio Ambiente que se encargaba del cuidado del río Segura.
- Supongo que por el calor, ¿no?
- Este verano hace calor, pero los ha habido más calurosos y no ha dejado de circular agua, por poca que fuera- comenzó a explicar- Además, no deben quedar muchos agricultores o campos de golf para chupar recursos, así que no es eso. Creo que dentro de un tiempo, si esto sigue así de chungo, el río Segura volverá a tener agua, un caudal como ninguno de nosotros hemos visto, aunque sí nuestros abuelos.
Marta dio una calada a su cigarro, abrió ligeramente la ventana y lo tiró fuera. Después me miró preocupada.
- ¿Crees que esas cosas podrán olerlo?
Solté un bufido de ignorancia absoluta, pero extremé la vigilancia.
- Me parece- prosiguió Marta- que todo el agua del río se está acumulando en los embalses y no hay nadie para soltarla, por eso no llega nada a Murcia. Ahora, en verano, los pantanos apenas se reabastecen, pero como tampoco la consumimos, se llenarán. Puede que pasen semanas o meses, pero se terminarán llenando. Una vez los colmen, nada impedirá que el agua vuelva a circular por el Segura.
- Bueno- dije- al menos a alguien le ha venido bien que media humanidad se haya ido a tomar por culo.
Retomamos la marcha a media tarde. Dejamos el camino de la mota río, ya que nos llevaba en dirección este, hacia Alicante, y yo quería ir al norte. El objetivo intermedio serían los centros comerciales que había en los enlaces entre la autovía de Alicante y la de Madrid, donde debía haber provisiones de sobra, imaginábamos. Así, cambiamos la relativa calma del río por los caminos de la Huerta de Murcia. Protegidos por una carrocería similar a la de un tanque, circulábamos lentamente entre naranjos y limoneros. A largo plazo, era más peligroso un hierro en la carretera que un zombie perdido, pues contra los muertos siempre podíamos acelerar, pero si volvíamos a pinchar estaríamos realmente jordidos. Nuestra ruta era irregular. A veces el camino se abría hasta dos carriles, para después estrecharse y servir apenas para el paso de nuestro vehículo. En estas ocasiones era cuando debía tener más cuidado, para no meter una rueda en las acequias y quedarnos enganchados. Otra cosa es que supiéramos hacia dónde nos dirigíamos. Todas las calles me parecían iguales y tras decenas de curvas nuestra orientación era un enigma. Por fortuna divisamos el Cristo de Monteagudo, situado en lo alto del cerro de esta pedanía murciana y visible desde toda Murcia. Lo seguimos hasta la Carretera de Alicante.
El sol comenzaba a marcar largas sombras a nuestro paso cuando llegamos a la carretera nacional. La atravesamos y seguimos por la Huerta, cada vez con menos luz pero sin encender los faros para llamar la atención lo menos posible.
Virus R (19)
Atardecer en la huerta
Lunes 24 de agosto de 2009
Circulábamos por una vía especialmente estrecha cuando algo se cruzó rápidamente, unos metros por delante. Parecía demasiado veloz para tratarse un zombie, pero no pudimos distinguir qué era. Redujimos la velocidad del coche hasta llegar al punto donde se produjo la aparición, un frondoso huerto de limoneros, a la derecha, en el lado de Marta. Observamos un rato a través de los cristales pero no se veía nada. Yo estaba demasiado nervioso para continuar la búsqueda así que dije de seguir, pero en ese momento Marta pegó un grito de emoción.
- ¡Es un cachorro! ¡Míralo!
Así era. Un ejemplar de Pastor Alemán con una mancha negra bastante graciosa en el hocico. Nos miraba desde el huerto, meneando la cola. Yo adoraba los perros, pero de ahí a arriesgar mi vida por uno había un camino. Sin embargo, para Marta el trecho era mucho más corto, tanto que abrió la puerta para cogerlo. Casi me da un infarto.
- ¿Qué haces?- le grité sin poder evitar que se lanzara a por el chucho.
En cuanto Marta puso el pie tierra, el animal salió disparado hacia el interior del limonar, y ella detrás de él. Yo cogí una pistola y cerré el todoterreno con el mando antes de seguirles. Cuando di la vuelta al vehículo Marta había desaparecido entre los árboles.
- Joder- pensé- ¿dónde demonios se ha metido?
No quería volver a gritar, pero me parecía igual de mala idea entrar al huerto a ciegas. Eché un vistazo entre las ramas. Los rayos de sol eran ya demasiado débiles para iluminar los huecos que se abrían entre los árboles.
- ¡Ven aquí perrito! ¡Aquí!- escuché frente a mí.
Me abrí paso entre las espinas de los limoneros llamando a Marta. Sabía que estábamos cometiendo un grave error, digno de película de terror barata, pero no podía dejarla a su suerte. Siguiendo las llamadas de Marta recorrí unos diez metros de terreno de cultivo hasta llegar a una mota que descendía hacia otro huerto inferior. Bajé resbalando en la tierra seca. Me encontraba en una nueva taulla de limoneros, que se extendía tras un pequeño claro lleno de malas hierbas. Antes de internarme de nuevo entre los árboles, un alarido quebró el silencio. Era Marta. Salí corriendo con la pistola al frente. Las afiladas espinas de las ramas me rasgaron las manos y la cara, pero ya no me preocupaba otra cosa que encontrarla. Y al fin lo logré. De hecho casi me la llevo por delante. Estaba plantada en otro pequeño claro del huerto, junto a una vieja casa de aperos al resguardo de una enorme higuera. Un olor lamentablemente familiar reinaba en la zona, el aroma de la putrefacción. Y detrás de Marta estaba su origen, los cuerpos colgados de dos personas, hombre y mujer, ahorcados por igual con una soga enlazada a una gruesa rama del árbol. El pelo de ella, moreno y grasiento, le caía aturullado por la cara, evitándonos el terrible gesto que sí mostraba él. Su cadáver, además, se balanceaba produciendo el chirrido de la cuerda sobre la madera. Al principio pensé que la ondulación la provocaba él mismo, es decir, que se trataba de un zombie que por alguna razón alguien había logrado colgar y ahora tironeaba atado. Sin embargo, la explicación era mucho peor. Al llegar a la altura de Marta comprobé asqueado que el movimiento lo efectuaba el pequeño Pastor Alemán, que se dedicaba a roer los pies del hombre, devorados ya casi hasta la altura del tobillo. El cachorro nos miró juguetón, meneando la cola, como si nos estuviera invitando al festín. Me di cuenta entonces de que la mancha oscura que le había observado en el morro era realmente los restos dejados por la sangre coagulada de los cadáveres. Había visto muchas cosas repulsivas esos días, pero la merienda del perro me hizo vomitar de forma instantánea todo lo que había comido por la mañana.
Nos marchamos cabizbajos, como si la muerte de esa solitaria pareja en medio de la huerta nos hubiera impactado más que los miles de fallecidos y desgracias que vivimos en la ciudad. De alguna manera me veía reflejado en ellos, y el aire de aventura que había tenido nuestra escapada (o al menos el que le había conseguido dar yo en mi cabeza) se ensombreció de repente. Tomamos el coche dejando al cachorro con su macabro sustento y seguimos el camino.
Una vez rodeamos Cabezo de Torres, ya muy cerca de los centros comerciales, se hizo imposible continuar por la oscuridad. Preferíamos no usar los faros del coche, así que lo mejor era parar hasta la mañana siguiente, refugiados en el todoterreno. Buscamos un lugar abierto, el aparcamiento de un restaurante, y aseguramos los pestillos. Los grillos chillaban como si fueran los amos del mundo... puede que ya lo fueran. Sin embargo, había que dormir y de nada servía vigilar cuando estábamos completamente en penumbra. Recostado en el sillón, pude ver miles estrellas a través del techo solar. Nunca, desde las acampadas de pequeño, había observado tantas en el cielo. Marta se durmió llorando, abrazada a mí.
Fin de la evasión
Martes 25 de agosto de 2009
Todo lo que había vivido desde el holocausto zombie, la sangre, las matanzas, la pérdida de mi familia y amigos. Todas esas desgracias no me habían preparado para lo que encontré en el centro comercial Nueva Condomina.
Marta y yo llegamos tras emplear toda la tarde del día anterior cruzando la Huerta sigilosa y muy lentamente en el todoterreno de sus padres. De hecho pasamos la noche a sólo dos kilómetros de la Nueva Condomina, con el perfil del nuevo estadio de fútbol en el oscuro horizonte. Apenas pude dormir, temiendo que en cualquier momento los infectados se lanzaran hacia nuestro coche, pero lo cierto es que no pasó nada y podríamos haber descansado tranquilos… si los nervios lo hubieran permitido. Al final, casi de mañana, caí en sueños. Fue Marta quien me despertó. Estaba asomada por encima del Cayenne a través del techo solar, mirando con los prismáticos. A lo lejos se escuchaba un monótono rumor.
- Mira Pedro, te vas a quedar de piedra- me dijo haciéndose a un lado para que yo también pudiera asomarme- Ahí tienes por qué no nos topamos ayer con ningún muerto...
Nuestro coche se encontraba en una colina que se elevaba sobre la autovía de Alicante. Enfrente, cruzando la carretera, estaba el centro comercial y el campo de fútbol. Sin brumas y desde nuestra posición, teníamos una visión franca de todo el complejo y el cuadro era apabullante: miles, centeranes de miles, una masa incontable de zombies campaba rodeando los edificios comerciales. Ellos eran los responsables del repetitivo quejido que podía oírse ahora mucho mejor desde lo alto del vehículo. Y algo debía atraer su atención porque parecía que todos los infectados de Murcia se encontraran allí. Recordé la película 'El amanecer de los muertos', de Snyder, donde se especulaba con que los zombies tendían a ir a los lugares que habían frecuentado cuando estaban vivos. ¿Sería eso lo que estaba ocurriendo? En cualquier caso Nueva Condomina quedaba descartado como parada de aprovisionamiento.
- Vámonos de aquí- le dije a Marta.
- De aquí no se mueve nadie- surgió una voz a nuestra izquierda.
Nos giramos y vimos a tres jóvenes apuntándonos con fusiles.
- Suelta los prismáticos y pon las manos donde pueda verlas- dijo uno de ellos, el que estaba más adelantando y parecía dirigirlos.
-Pero, ¿de qué vais?- preguntó Marta.
El líder del trío que nos apuntaba se acercó aún más y colocó el cañón del arma prácticamente en mi cabeza.
- Calla putita si no quieres que le pegue un tiro a tu amigo- nos amenazó- Si no lo he hecho ya es para no atraer la atención de los clientes- añadió esto último sonriendo y señalando la masa ingente de zombies al otro lado de la autovía.
Nos sacaron del todoterreno, quitándonos las armas y todo lo que llevábamos encima. El jefecillo del grupo, que respondía al nombre de Ricardo, y uno de sus compinches registraron el vehículo. Mientras, el otro joven nos vigilaba como si fuéramos unos proscritos, aunque casi toda su atención iba dirigida a Marta.
Cuando terminaron el registro nos ataron las manos y nos adentramos en los huertos de limoneros, abandonando el Cayenne. Atravesamos varías taullas y descendimos una cuesta hasta llegar a una enorme tapa de alcantarilla situada en medio de la nada. La abrieron y bajamos por unas escaleras metálicas. La boca de alcantarillado llevaba a una tubería subterránea de hormigón, de unos tres metros de diámetro, que era en realidad un gran colector de tormentas. Iluminándonos con antorchas nos condujeron por el enorme túnel, en una caminata que duró unos veinte minutos. Llegamos al fin a otra escalera y subimos a una sala de máquinas. Ricardo utilizó un walkie-talkie para comunicarse y se abrió la puerta de la sala.
Desembocamos en la nave principal del centro comercial Nueva Condomina, al que habíamos llegado por debajo, a través del túnel. El lugar estaba relativamente limpio y ordenado, sobre todo teniendo en cuenta lo que había ocurrido fuera. Desde el exterior llegaba mucho más fuerte que antes el rugido de miles de infectados. Ricardo se percató de que los estaba escuchando y se acercó a mí.
- Aquí muchos de mis chicos se ponen tapones en los oídos- me explicó cogiéndome del brazo y señalando a uno de los guardias que nos seguían. Llevaba algodones en las orejas- Pero yo prefiero no usarlos- hizo una pausa, quedándose pensativo, para después romper a reír- Están cantando, ¿los oyes?
Elevó entonces la vista cerrando los ojos y mordiéndose los labios. Disfrutaba con ese espantoso ruido, o al menos con el miedo que nos causaba a los demás. Con un puñetazo en mi hombro que por poco me derrumba dio una orden a sus hombres. Los guardias se dividieron en dos grupos y me separaron de Marta, que fue llevada a otra sala a pesar de nuestras protestas. A mí me trasladaron a una tienda de muebles donde había otras personas, todos hombres, recostados entre las camas y sillones. Me hicieron pasar y cerraron la reja del comercio. Me habían encerrado en una celda masculina, y suponía que habrían hecho lo propio con Marta en una de mujeres.
El resto de presos comenzó a escrutarme. La mayor parte de ellos estaban muy flacos, con el pellejo claramente marcando los huesos de la cara.
- ¿De dónde vienes? ¿Quedan supervivientes fuera? ¿Eres militar?- las preguntas se sucedían desde todos los rincones de la oscura estancia. Pero no tuve tiempo a responder, ya que la atención de un guardia espantó a los curiosos. Se quedó mirándome, sentado en un banco frente a la tienda. Al principio no lo reconocí, porque llevaba el pelo más largo de lo normal y barba, pero era él, y no podía creer que estuviera allí.
- ¡Pablo!- le grité- Soy Pedro, ¿qué haces aquí?
Era uno de mis mejores amigos, probablemente el único que quedaba vivo en esos momentos, y ahora formaba parte de la guardia del centro comercial. Pablo estaba empleado en el Leroy Merlin de Nueva Condomina antes de la infección del Virus R, y tenía sentido que la epidemia zombie le hubiera pillado trabajando.
Mi amigo me miró asustado y echó un vistazo a los lados. Después se acercó indicándome que me callara y frenara todo gesto de alegría.
- Pedro, ¿cómo mierda has acabado aquí? Me cago en la puta- volvió a comprobar que ningún otro guardia estaba por los alrededores- Tienes que salir, tienes que marcharte... Si te quedas estás muerto.
Mallrats
Miércoles 26 de agosto de 2009
Si el infierno había surgido desde las profundidades de la tierra para extenderse sobre el mundo, yo me encontraba en su nueva capital. La situación del centro comercial Nueva Condomina no podía describirse de otra forma, una comunidad de supervivientes que era en realidad un régimen del terror, sitiado a su vez por una horda de zombies que hacía imposible cualquier esperanza de huida. Las novedades me llegaron por medio de dos fuentes. La primera eran los rumores que circulaban entre los hombres apresados. Durante mi primer y segundo día de encierro, jornadas en las que no se me permitió salir de la tienda de muebles en la que había sido confinado, mis compañeros de celda me explicaron que el lugar estaba gobernado con mano de hierro por Ricardo. Como me había parecido, el caudillo estaba perturbado y tenía el convencimiento de que controlaba a los zombies mediante rituales. De cómo había llegado al centro comercial y había conseguido hacerse tan poderoso como para ser obedecido por un grupo de hombres armados, poco sabían. Lo que sí estaba claro era que para sobrevivir allí debías caerle bien. Si no estabas perdido.
Todos los hombres que estábamos encerrados en esa pequeña tienda de muebles, y suponíamos que las mujeres que permanecerían confinadas en otro lugar, éramos candidatos para formar parte del equipo de seguridad de Ricardo, y más nos valía dar el perfil, porque a los que no pasaban la prueba se les echaba a las bestias. Algunas de las personas que me acompañaban ya habían sido llamadas a hablar con Ricardo. Eran de los pocos que habían regresado de sus entrevistas, y parecían disponer de un estatus especial en nuestra prisión, como futuros liberados. Sin embargo, solían llegar cojeando y sembrados de cardenales, llorando. Había que resistir las palizas, decían, pero nadie tenía muy claro cuando recibías el aprobado final. Ésa, claro, era la historia que circulaba entre los presos. La realidad me la explicó mi amigo Pablo y, aunque sea difícil de creer, era mucho peor.
Lunes 24 de agosto de 2009
Circulábamos por una vía especialmente estrecha cuando algo se cruzó rápidamente, unos metros por delante. Parecía demasiado veloz para tratarse un zombie, pero no pudimos distinguir qué era. Redujimos la velocidad del coche hasta llegar al punto donde se produjo la aparición, un frondoso huerto de limoneros, a la derecha, en el lado de Marta. Observamos un rato a través de los cristales pero no se veía nada. Yo estaba demasiado nervioso para continuar la búsqueda así que dije de seguir, pero en ese momento Marta pegó un grito de emoción.
- ¡Es un cachorro! ¡Míralo!
Así era. Un ejemplar de Pastor Alemán con una mancha negra bastante graciosa en el hocico. Nos miraba desde el huerto, meneando la cola. Yo adoraba los perros, pero de ahí a arriesgar mi vida por uno había un camino. Sin embargo, para Marta el trecho era mucho más corto, tanto que abrió la puerta para cogerlo. Casi me da un infarto.
- ¿Qué haces?- le grité sin poder evitar que se lanzara a por el chucho.
En cuanto Marta puso el pie tierra, el animal salió disparado hacia el interior del limonar, y ella detrás de él. Yo cogí una pistola y cerré el todoterreno con el mando antes de seguirles. Cuando di la vuelta al vehículo Marta había desaparecido entre los árboles.
- Joder- pensé- ¿dónde demonios se ha metido?
No quería volver a gritar, pero me parecía igual de mala idea entrar al huerto a ciegas. Eché un vistazo entre las ramas. Los rayos de sol eran ya demasiado débiles para iluminar los huecos que se abrían entre los árboles.
- ¡Ven aquí perrito! ¡Aquí!- escuché frente a mí.
Me abrí paso entre las espinas de los limoneros llamando a Marta. Sabía que estábamos cometiendo un grave error, digno de película de terror barata, pero no podía dejarla a su suerte. Siguiendo las llamadas de Marta recorrí unos diez metros de terreno de cultivo hasta llegar a una mota que descendía hacia otro huerto inferior. Bajé resbalando en la tierra seca. Me encontraba en una nueva taulla de limoneros, que se extendía tras un pequeño claro lleno de malas hierbas. Antes de internarme de nuevo entre los árboles, un alarido quebró el silencio. Era Marta. Salí corriendo con la pistola al frente. Las afiladas espinas de las ramas me rasgaron las manos y la cara, pero ya no me preocupaba otra cosa que encontrarla. Y al fin lo logré. De hecho casi me la llevo por delante. Estaba plantada en otro pequeño claro del huerto, junto a una vieja casa de aperos al resguardo de una enorme higuera. Un olor lamentablemente familiar reinaba en la zona, el aroma de la putrefacción. Y detrás de Marta estaba su origen, los cuerpos colgados de dos personas, hombre y mujer, ahorcados por igual con una soga enlazada a una gruesa rama del árbol. El pelo de ella, moreno y grasiento, le caía aturullado por la cara, evitándonos el terrible gesto que sí mostraba él. Su cadáver, además, se balanceaba produciendo el chirrido de la cuerda sobre la madera. Al principio pensé que la ondulación la provocaba él mismo, es decir, que se trataba de un zombie que por alguna razón alguien había logrado colgar y ahora tironeaba atado. Sin embargo, la explicación era mucho peor. Al llegar a la altura de Marta comprobé asqueado que el movimiento lo efectuaba el pequeño Pastor Alemán, que se dedicaba a roer los pies del hombre, devorados ya casi hasta la altura del tobillo. El cachorro nos miró juguetón, meneando la cola, como si nos estuviera invitando al festín. Me di cuenta entonces de que la mancha oscura que le había observado en el morro era realmente los restos dejados por la sangre coagulada de los cadáveres. Había visto muchas cosas repulsivas esos días, pero la merienda del perro me hizo vomitar de forma instantánea todo lo que había comido por la mañana.
Nos marchamos cabizbajos, como si la muerte de esa solitaria pareja en medio de la huerta nos hubiera impactado más que los miles de fallecidos y desgracias que vivimos en la ciudad. De alguna manera me veía reflejado en ellos, y el aire de aventura que había tenido nuestra escapada (o al menos el que le había conseguido dar yo en mi cabeza) se ensombreció de repente. Tomamos el coche dejando al cachorro con su macabro sustento y seguimos el camino.
Una vez rodeamos Cabezo de Torres, ya muy cerca de los centros comerciales, se hizo imposible continuar por la oscuridad. Preferíamos no usar los faros del coche, así que lo mejor era parar hasta la mañana siguiente, refugiados en el todoterreno. Buscamos un lugar abierto, el aparcamiento de un restaurante, y aseguramos los pestillos. Los grillos chillaban como si fueran los amos del mundo... puede que ya lo fueran. Sin embargo, había que dormir y de nada servía vigilar cuando estábamos completamente en penumbra. Recostado en el sillón, pude ver miles estrellas a través del techo solar. Nunca, desde las acampadas de pequeño, había observado tantas en el cielo. Marta se durmió llorando, abrazada a mí.
Fin de la evasión
Martes 25 de agosto de 2009
Todo lo que había vivido desde el holocausto zombie, la sangre, las matanzas, la pérdida de mi familia y amigos. Todas esas desgracias no me habían preparado para lo que encontré en el centro comercial Nueva Condomina.
Marta y yo llegamos tras emplear toda la tarde del día anterior cruzando la Huerta sigilosa y muy lentamente en el todoterreno de sus padres. De hecho pasamos la noche a sólo dos kilómetros de la Nueva Condomina, con el perfil del nuevo estadio de fútbol en el oscuro horizonte. Apenas pude dormir, temiendo que en cualquier momento los infectados se lanzaran hacia nuestro coche, pero lo cierto es que no pasó nada y podríamos haber descansado tranquilos… si los nervios lo hubieran permitido. Al final, casi de mañana, caí en sueños. Fue Marta quien me despertó. Estaba asomada por encima del Cayenne a través del techo solar, mirando con los prismáticos. A lo lejos se escuchaba un monótono rumor.
- Mira Pedro, te vas a quedar de piedra- me dijo haciéndose a un lado para que yo también pudiera asomarme- Ahí tienes por qué no nos topamos ayer con ningún muerto...
Nuestro coche se encontraba en una colina que se elevaba sobre la autovía de Alicante. Enfrente, cruzando la carretera, estaba el centro comercial y el campo de fútbol. Sin brumas y desde nuestra posición, teníamos una visión franca de todo el complejo y el cuadro era apabullante: miles, centeranes de miles, una masa incontable de zombies campaba rodeando los edificios comerciales. Ellos eran los responsables del repetitivo quejido que podía oírse ahora mucho mejor desde lo alto del vehículo. Y algo debía atraer su atención porque parecía que todos los infectados de Murcia se encontraran allí. Recordé la película 'El amanecer de los muertos', de Snyder, donde se especulaba con que los zombies tendían a ir a los lugares que habían frecuentado cuando estaban vivos. ¿Sería eso lo que estaba ocurriendo? En cualquier caso Nueva Condomina quedaba descartado como parada de aprovisionamiento.
- Vámonos de aquí- le dije a Marta.
- De aquí no se mueve nadie- surgió una voz a nuestra izquierda.
Nos giramos y vimos a tres jóvenes apuntándonos con fusiles.
- Suelta los prismáticos y pon las manos donde pueda verlas- dijo uno de ellos, el que estaba más adelantando y parecía dirigirlos.
-Pero, ¿de qué vais?- preguntó Marta.
El líder del trío que nos apuntaba se acercó aún más y colocó el cañón del arma prácticamente en mi cabeza.
- Calla putita si no quieres que le pegue un tiro a tu amigo- nos amenazó- Si no lo he hecho ya es para no atraer la atención de los clientes- añadió esto último sonriendo y señalando la masa ingente de zombies al otro lado de la autovía.
Nos sacaron del todoterreno, quitándonos las armas y todo lo que llevábamos encima. El jefecillo del grupo, que respondía al nombre de Ricardo, y uno de sus compinches registraron el vehículo. Mientras, el otro joven nos vigilaba como si fuéramos unos proscritos, aunque casi toda su atención iba dirigida a Marta.
Cuando terminaron el registro nos ataron las manos y nos adentramos en los huertos de limoneros, abandonando el Cayenne. Atravesamos varías taullas y descendimos una cuesta hasta llegar a una enorme tapa de alcantarilla situada en medio de la nada. La abrieron y bajamos por unas escaleras metálicas. La boca de alcantarillado llevaba a una tubería subterránea de hormigón, de unos tres metros de diámetro, que era en realidad un gran colector de tormentas. Iluminándonos con antorchas nos condujeron por el enorme túnel, en una caminata que duró unos veinte minutos. Llegamos al fin a otra escalera y subimos a una sala de máquinas. Ricardo utilizó un walkie-talkie para comunicarse y se abrió la puerta de la sala.
Desembocamos en la nave principal del centro comercial Nueva Condomina, al que habíamos llegado por debajo, a través del túnel. El lugar estaba relativamente limpio y ordenado, sobre todo teniendo en cuenta lo que había ocurrido fuera. Desde el exterior llegaba mucho más fuerte que antes el rugido de miles de infectados. Ricardo se percató de que los estaba escuchando y se acercó a mí.
- Aquí muchos de mis chicos se ponen tapones en los oídos- me explicó cogiéndome del brazo y señalando a uno de los guardias que nos seguían. Llevaba algodones en las orejas- Pero yo prefiero no usarlos- hizo una pausa, quedándose pensativo, para después romper a reír- Están cantando, ¿los oyes?
Elevó entonces la vista cerrando los ojos y mordiéndose los labios. Disfrutaba con ese espantoso ruido, o al menos con el miedo que nos causaba a los demás. Con un puñetazo en mi hombro que por poco me derrumba dio una orden a sus hombres. Los guardias se dividieron en dos grupos y me separaron de Marta, que fue llevada a otra sala a pesar de nuestras protestas. A mí me trasladaron a una tienda de muebles donde había otras personas, todos hombres, recostados entre las camas y sillones. Me hicieron pasar y cerraron la reja del comercio. Me habían encerrado en una celda masculina, y suponía que habrían hecho lo propio con Marta en una de mujeres.
El resto de presos comenzó a escrutarme. La mayor parte de ellos estaban muy flacos, con el pellejo claramente marcando los huesos de la cara.
- ¿De dónde vienes? ¿Quedan supervivientes fuera? ¿Eres militar?- las preguntas se sucedían desde todos los rincones de la oscura estancia. Pero no tuve tiempo a responder, ya que la atención de un guardia espantó a los curiosos. Se quedó mirándome, sentado en un banco frente a la tienda. Al principio no lo reconocí, porque llevaba el pelo más largo de lo normal y barba, pero era él, y no podía creer que estuviera allí.
- ¡Pablo!- le grité- Soy Pedro, ¿qué haces aquí?
Era uno de mis mejores amigos, probablemente el único que quedaba vivo en esos momentos, y ahora formaba parte de la guardia del centro comercial. Pablo estaba empleado en el Leroy Merlin de Nueva Condomina antes de la infección del Virus R, y tenía sentido que la epidemia zombie le hubiera pillado trabajando.
Mi amigo me miró asustado y echó un vistazo a los lados. Después se acercó indicándome que me callara y frenara todo gesto de alegría.
- Pedro, ¿cómo mierda has acabado aquí? Me cago en la puta- volvió a comprobar que ningún otro guardia estaba por los alrededores- Tienes que salir, tienes que marcharte... Si te quedas estás muerto.
Mallrats
Miércoles 26 de agosto de 2009
Si el infierno había surgido desde las profundidades de la tierra para extenderse sobre el mundo, yo me encontraba en su nueva capital. La situación del centro comercial Nueva Condomina no podía describirse de otra forma, una comunidad de supervivientes que era en realidad un régimen del terror, sitiado a su vez por una horda de zombies que hacía imposible cualquier esperanza de huida. Las novedades me llegaron por medio de dos fuentes. La primera eran los rumores que circulaban entre los hombres apresados. Durante mi primer y segundo día de encierro, jornadas en las que no se me permitió salir de la tienda de muebles en la que había sido confinado, mis compañeros de celda me explicaron que el lugar estaba gobernado con mano de hierro por Ricardo. Como me había parecido, el caudillo estaba perturbado y tenía el convencimiento de que controlaba a los zombies mediante rituales. De cómo había llegado al centro comercial y había conseguido hacerse tan poderoso como para ser obedecido por un grupo de hombres armados, poco sabían. Lo que sí estaba claro era que para sobrevivir allí debías caerle bien. Si no estabas perdido.
Todos los hombres que estábamos encerrados en esa pequeña tienda de muebles, y suponíamos que las mujeres que permanecerían confinadas en otro lugar, éramos candidatos para formar parte del equipo de seguridad de Ricardo, y más nos valía dar el perfil, porque a los que no pasaban la prueba se les echaba a las bestias. Algunas de las personas que me acompañaban ya habían sido llamadas a hablar con Ricardo. Eran de los pocos que habían regresado de sus entrevistas, y parecían disponer de un estatus especial en nuestra prisión, como futuros liberados. Sin embargo, solían llegar cojeando y sembrados de cardenales, llorando. Había que resistir las palizas, decían, pero nadie tenía muy claro cuando recibías el aprobado final. Ésa, claro, era la historia que circulaba entre los presos. La realidad me la explicó mi amigo Pablo y, aunque sea difícil de creer, era mucho peor.
Virus R (20)
Mallrats II
Jueves 27 de agosto de 2009
Al segundo día de encierro en la Nueva Condomina fui llamado por Ricardo. En todo ese tiempo no había comido más que una lata de sardinas y apenas me habían dado agua. Tras la enfermedad que sufrí en casa de Marta no era la dieta más aconsejable, y dado que soy una persona más bien flaca, me empezaban a faltar las fuerzas. La escasez de alimentos y líquidos tenía al menos una ventaja, los baños ya inservibles de la tienda de muebles no recibían muchas visitas. Por lo demás, y esto era algo a lo que ya me había acostumbrado, apestaba tras semanas sin ducharme, y mi estado y el de mis acompañantes de celda contrastaba claramente con el de los guardias, pulcramente aseados y bien surtidos de comida.
Mi amigo Pablo fue el encargado de trasladarme ante Ricardo y mientras me llevaba hasta su despacho y esperaba ser recibido, pudo explicarme la verdadera organización de lo que el loco había dado en llamar el Nuevo Mundo.
- No te voy a engañar, te espera una buena- me dijo entre cuchicheos, atravesando los solitarios pasillos del centro comercial- Y lo peor de todo es que no hay esperanza para ninguno de vosotros.
- ¿Así que no hay Nuevo Mundo?- le pregunté.
- No, sólo un montón de mierda. Nuestra situación es espantosa- me contó- Cada vez queda menos comida, ni siquiera tenemos suficiente para nosotros. Cuando llegué aquí la gente se estaba organizando para resistir, pero empezaron a llegar saqueadores y las buenas palabras se convirtieron en peleas primero y matanzas después. Ricardo tomó el control, selló el centro comercial y echó a los saqueadores. Al principio todos estaban contentos con él, había logrado instaurar el orden en el centro comercial, pero después demostró que se podía ser mucho peor que los ladrones. Como tenía armas, empezó a hacer lo que le daba la gana, eligiendo la mejor comida y campando a sus anchas. Quien protestaba recibía un balazo. Por el contrario, quien le seguía el juego entraba en su grupo, tenía municiones, bebida, lo que quisiera. Fuera no se estaba mejor porque los zombies ya empezaban a rodear Nueva Condomina, así que había conformarse. Era eso o la calle. Entonces Ricardo pasó a la siguiente fase: acabar con todo aquel que no le sirviera para nada. Viejos y niños fuera. Heridos fuera. Arrojaba a los zombies a los que creía inservibles o simplemente le caían mal. Yo me salvé porque venía del Leroy Merlin y les valía para reparar averías o montar las defensas, pero murió mucha mucha gente.
Avanzábamos en ese momento cerca de la entrada principal del centro comercial. Aunque las puertas estaban selladas, allí los golpes y los gritos de los muertos causaban un ruido angustioso. Nos dirigíamos al pasillo de los restaurantes, que terminaba en la entrada a los cines.
- ¿Y qué hay de los sacrificios?- pregunté.
- Pues eso, locuras del tipo éste. Carne fresca a los zombies para evitar que entren en el centro comercial. Está convencido de que puede comunicarse con ellos, de que lo obedecen a cambio de sacrificios. Vosotros sois la carnaza.
Habíamos llegado ya a la puerta del cine. Dos críos armados con pistolas estaban jugando a las cartas sentados en una mesa que habían cogido de alguna de las cafeterías cercanas. Apostaban con billetes del Monopoly, lo cual no carecía de sentido porque por entonces tenía tanto valor como el dinero de curso legal: cero. Pasamos a la galería de los cines, donde aún permanecían algunos de los carteles de las películas estrenadas ese verano, rotos o garabateados, pero en pie. La tradicional moqueta roja de las salas de cines, los carteles de próximos estrenos, la barra de las palomitas, todo me traía buenos recuerdos. Películas que había visto de pequeño con mis padres, la primera cita en la oscuridad de la sala... Y esa melancolía, unida a mi desesperada situación, casi me hizo ponerme a llorar.
- Entiende esto -continuó Pablo- Yo no me haría muchas ilusiones con lo del Nuevo Mundo. Hace tiempo que Ricardo no recluta a nadie. Todos son lanzados a la calle para ser devorados... Y como ya no hay saqueadores, Ricardo sale de vez en cuando a buscar carne nueva, sólo por divertirse. Así os pillaron a vosotros.
Nos sentamos en medio de la galería, frente a la sala de espera VIP, donde se encontraba Ricardo, visible tras las cristaleras.
- Síguele el rollo y no lo cabrees. Hablamos después, tengo un plan para sacarte de aquí- me dijo Pablo ahora mucho más bajo, para no despertar las sospechas de los guardias de la puerta- Lo tengo todo preparado. Nos vamos los dos.
- ¿Los dos? ¿Y Marta?- le respondí.
- ¿Marta? ¿La chica nueva? ¿La conoces?- preguntó.
- Claro que la conozco, vino conmigo, no puedo dejarla aquí, me salvó la vida.
Pablo se pasó la mano por el pelo, visiblemente nervioso.
- Lo de Marta no puede ser, las mujeres están en otra sala y muy vigiladas, es imposible. Ni siquiera sé si sigue viva, no te imaginas lo que hacen aquí con las mujeres- me advirtió.
Se me heló la sangre. En ese instante salió Ricardo y me indicó que pasara. Pablo me acompañó hasta la puerta. Antes de entrar, me di la vuelta y le susurré que o incluía a Marta o yo me quedaba.
Sequía
Domingo 30 de agosto
Una semana después de llegar al centro comercial Nueva Condomina; siete días más tarde de iniciar el calvario del encierro en la asquerosa tienda de muebles saqueada, hedionda y atestada de prisioneros como yo; 168 horas después de ser separado de Marta por una banda de maleantes armados hasta los dientes y un caudillo loco, y de encontrar a mi amigo Pablo entre los guardias de ese mundo absurdo y desquiciado por la amenaza de cientos de miles de zombies afuera. Al fin había llegado el momento de escapar de ese lugar.
Pablo me recogió aproximadamente a las 10 de la noche en mi celda con la excusa de acompañarme al baño. No nos permitían salir a esas horas, aunque nos vigilara un guardia, pero en realidad ésa no iba a ser la única norma de Ricardo y sus chicos que mi amigo rompiera ese día. Nos dirigimos hacia los aseos, para no despertar sospechas demasiado pronto. Desde allí pasamos al otro pasillo de la primera planta del centro comercial, en busca de la celda de las mujeres, que estaba fuertemente protegida.
Yo me quedé atrás, mientras Pablo fue a preguntar por Marta a los vigilantes, con la excusa de que la reclamaba Ricardo. Era posible que el cacique ya se la hubiera llevado consigo antes, escenario en el que seríamos descubiertos. También cabía la posibilidad de que los guardias simplemente pasaran de Pablo, por considerarlo un currante y no uno de los suyos, escenario en el cual fracasaríamos. Pero tuvimos suerte, y la verdad es que ya la íbamos necesitando. Marta no estaba en la celda porque se la habían llevado dos de los chicos por su cuenta, y la amenaza de una falsa reprimenda de Ricardo en caso de que alguien la tocara antes que él les llevó a confesarnos exactamente en qué local se habían escondido.
Marta había sido arrastrada a un comercio de juguetes situado en el otro extremo de Nueva Condomina. Al parecer era uno de los picaderos favoritos del grupo. Era un buen comienzo porque sólo tendríamos que enfrentarnos a dos hombres y no a los cinco que guardaban la celda femenina. Por el contrario, la idea de que esos cabrones estuvieran tocándola me revolvía la sangre. Apretamos el paso en esa dirección. Estaba ansioso por llegar allí y acabar con esos asquerosos. Sin embargo, en ese momento me di cuenta del mal estado de salud en el que me encontraba, pues comencé a resoplar y tuve que hacer esfuerzos por no pedirle a Pablo que fuera más lento. Recorrimos casi un kilómetro por las galerías de la tienda, una distancia que se me hizo eterna. No era sólo la falta de alimento. Pese a que Ricardo se mostró extrañamente ‘bondadoso’ conmigo en la entrevista, con el fin de que le contara novedades del mundo exterior, lo cierto es que no me escapé de una buena paliza. Golpes y hambruna no eran una buena combinación.
Al acercarnos al lugar oímos gritos. Se trataba de una tienda para niños pequeños, de ropa y juguetes, decorada con colores chillones y peluches en las estanterías. Los escaparates estaban rotos y dentro se podía observar a alguien golpeando una puerta. Yo me quedé una vez más fuera y fue Pablo el que pasó. Desde el escaparate, a la luz de unas lámparas con velas, observé como un guardia voceaba airadamente en dirección a una puerta de servicio de la tienda. Estaba preguntando por su compañero, que debía estar dentro con Marta, pues a ella no se le veía. Pablo avisó al matón y le dijo que Ricardo solicitaba a la chica. Al hombre le cambió la cara. Algo no debía ir bien porque, explicó, hacía un buen rato que no escuchaba nada en el interior de la habitación cerrada, donde su amigo había entrado con Marta en primer lugar.
Trataron, ahora los dos, de forzar la cerradura, mientras yo tomaba posiciones lo más cerca posible del guardia con un bate que me había agenciado. A la vista de que el pomo no cedía, el guardia decidió entrar por las buenas. Tras lanzarse contra la puerta con una salvaje embestida, el hombre logró echarla abajo y se precipitó dentro. Se escuchó luego un golpe y al poco salió trastabillado y se desplomó sobre una pequeña mesa de niños. Pablo dio un paso atrás al ver la cabeza destrozada del guardia, abierta casi de par en par. Entonces apareció Marta, que salió gritando como una posesa y esgrimiendo un hacha, en dirección a mi amigo, tal y como habría hecho miles de años antes una bárbara contra las legiones romanas. Apenas tuve tiempo de frenarla para que viera que era de los buenos y venía a rescatarla, y menos mal que Pablo bloqueó la estocada poniendo el fusil entre su cabeza y el filo ensangrentado del arma.
Realmente Marta parecía no comprender nada. Llevaba la camiseta rota y llena de sangre y su aspecto, supongo que al igual que el mío, era deplorable, aunque aún se adivinaba en el rostro oscurecido por la suciedad el brillo intenso de sus ojos, ahora vidriosos. Le dije que veníamos a sacarla de allí y sólo después de unos instantes se convenció y soltó el hacha. Cayó al suelo. Estaba destrozada. No lograba hablar, ni ponerse en pie. Tampoco quería que la ayudáramos, nos apartaba, hasta que dejó de luchar y comenzó a llorar.
La levantamos entre los dos y salimos de la tienda. Nos dirigíamos hacia el colector por el que habíamos llegado, esperando encontrar nuestro cuatro por cuatro aún allí, cuando Ricardo y unos diez hombres nos cerraron el paso.
- ¿A dónde vais chicos?- dijo sonriendo- ¿De fiesta? ¿Y nadie me ha invitado?
Jueves 27 de agosto de 2009
Al segundo día de encierro en la Nueva Condomina fui llamado por Ricardo. En todo ese tiempo no había comido más que una lata de sardinas y apenas me habían dado agua. Tras la enfermedad que sufrí en casa de Marta no era la dieta más aconsejable, y dado que soy una persona más bien flaca, me empezaban a faltar las fuerzas. La escasez de alimentos y líquidos tenía al menos una ventaja, los baños ya inservibles de la tienda de muebles no recibían muchas visitas. Por lo demás, y esto era algo a lo que ya me había acostumbrado, apestaba tras semanas sin ducharme, y mi estado y el de mis acompañantes de celda contrastaba claramente con el de los guardias, pulcramente aseados y bien surtidos de comida.
Mi amigo Pablo fue el encargado de trasladarme ante Ricardo y mientras me llevaba hasta su despacho y esperaba ser recibido, pudo explicarme la verdadera organización de lo que el loco había dado en llamar el Nuevo Mundo.
- No te voy a engañar, te espera una buena- me dijo entre cuchicheos, atravesando los solitarios pasillos del centro comercial- Y lo peor de todo es que no hay esperanza para ninguno de vosotros.
- ¿Así que no hay Nuevo Mundo?- le pregunté.
- No, sólo un montón de mierda. Nuestra situación es espantosa- me contó- Cada vez queda menos comida, ni siquiera tenemos suficiente para nosotros. Cuando llegué aquí la gente se estaba organizando para resistir, pero empezaron a llegar saqueadores y las buenas palabras se convirtieron en peleas primero y matanzas después. Ricardo tomó el control, selló el centro comercial y echó a los saqueadores. Al principio todos estaban contentos con él, había logrado instaurar el orden en el centro comercial, pero después demostró que se podía ser mucho peor que los ladrones. Como tenía armas, empezó a hacer lo que le daba la gana, eligiendo la mejor comida y campando a sus anchas. Quien protestaba recibía un balazo. Por el contrario, quien le seguía el juego entraba en su grupo, tenía municiones, bebida, lo que quisiera. Fuera no se estaba mejor porque los zombies ya empezaban a rodear Nueva Condomina, así que había conformarse. Era eso o la calle. Entonces Ricardo pasó a la siguiente fase: acabar con todo aquel que no le sirviera para nada. Viejos y niños fuera. Heridos fuera. Arrojaba a los zombies a los que creía inservibles o simplemente le caían mal. Yo me salvé porque venía del Leroy Merlin y les valía para reparar averías o montar las defensas, pero murió mucha mucha gente.
Avanzábamos en ese momento cerca de la entrada principal del centro comercial. Aunque las puertas estaban selladas, allí los golpes y los gritos de los muertos causaban un ruido angustioso. Nos dirigíamos al pasillo de los restaurantes, que terminaba en la entrada a los cines.
- ¿Y qué hay de los sacrificios?- pregunté.
- Pues eso, locuras del tipo éste. Carne fresca a los zombies para evitar que entren en el centro comercial. Está convencido de que puede comunicarse con ellos, de que lo obedecen a cambio de sacrificios. Vosotros sois la carnaza.
Habíamos llegado ya a la puerta del cine. Dos críos armados con pistolas estaban jugando a las cartas sentados en una mesa que habían cogido de alguna de las cafeterías cercanas. Apostaban con billetes del Monopoly, lo cual no carecía de sentido porque por entonces tenía tanto valor como el dinero de curso legal: cero. Pasamos a la galería de los cines, donde aún permanecían algunos de los carteles de las películas estrenadas ese verano, rotos o garabateados, pero en pie. La tradicional moqueta roja de las salas de cines, los carteles de próximos estrenos, la barra de las palomitas, todo me traía buenos recuerdos. Películas que había visto de pequeño con mis padres, la primera cita en la oscuridad de la sala... Y esa melancolía, unida a mi desesperada situación, casi me hizo ponerme a llorar.
- Entiende esto -continuó Pablo- Yo no me haría muchas ilusiones con lo del Nuevo Mundo. Hace tiempo que Ricardo no recluta a nadie. Todos son lanzados a la calle para ser devorados... Y como ya no hay saqueadores, Ricardo sale de vez en cuando a buscar carne nueva, sólo por divertirse. Así os pillaron a vosotros.
Nos sentamos en medio de la galería, frente a la sala de espera VIP, donde se encontraba Ricardo, visible tras las cristaleras.
- Síguele el rollo y no lo cabrees. Hablamos después, tengo un plan para sacarte de aquí- me dijo Pablo ahora mucho más bajo, para no despertar las sospechas de los guardias de la puerta- Lo tengo todo preparado. Nos vamos los dos.
- ¿Los dos? ¿Y Marta?- le respondí.
- ¿Marta? ¿La chica nueva? ¿La conoces?- preguntó.
- Claro que la conozco, vino conmigo, no puedo dejarla aquí, me salvó la vida.
Pablo se pasó la mano por el pelo, visiblemente nervioso.
- Lo de Marta no puede ser, las mujeres están en otra sala y muy vigiladas, es imposible. Ni siquiera sé si sigue viva, no te imaginas lo que hacen aquí con las mujeres- me advirtió.
Se me heló la sangre. En ese instante salió Ricardo y me indicó que pasara. Pablo me acompañó hasta la puerta. Antes de entrar, me di la vuelta y le susurré que o incluía a Marta o yo me quedaba.
Sequía
Domingo 30 de agosto
Una semana después de llegar al centro comercial Nueva Condomina; siete días más tarde de iniciar el calvario del encierro en la asquerosa tienda de muebles saqueada, hedionda y atestada de prisioneros como yo; 168 horas después de ser separado de Marta por una banda de maleantes armados hasta los dientes y un caudillo loco, y de encontrar a mi amigo Pablo entre los guardias de ese mundo absurdo y desquiciado por la amenaza de cientos de miles de zombies afuera. Al fin había llegado el momento de escapar de ese lugar.
Pablo me recogió aproximadamente a las 10 de la noche en mi celda con la excusa de acompañarme al baño. No nos permitían salir a esas horas, aunque nos vigilara un guardia, pero en realidad ésa no iba a ser la única norma de Ricardo y sus chicos que mi amigo rompiera ese día. Nos dirigimos hacia los aseos, para no despertar sospechas demasiado pronto. Desde allí pasamos al otro pasillo de la primera planta del centro comercial, en busca de la celda de las mujeres, que estaba fuertemente protegida.
Yo me quedé atrás, mientras Pablo fue a preguntar por Marta a los vigilantes, con la excusa de que la reclamaba Ricardo. Era posible que el cacique ya se la hubiera llevado consigo antes, escenario en el que seríamos descubiertos. También cabía la posibilidad de que los guardias simplemente pasaran de Pablo, por considerarlo un currante y no uno de los suyos, escenario en el cual fracasaríamos. Pero tuvimos suerte, y la verdad es que ya la íbamos necesitando. Marta no estaba en la celda porque se la habían llevado dos de los chicos por su cuenta, y la amenaza de una falsa reprimenda de Ricardo en caso de que alguien la tocara antes que él les llevó a confesarnos exactamente en qué local se habían escondido.
Marta había sido arrastrada a un comercio de juguetes situado en el otro extremo de Nueva Condomina. Al parecer era uno de los picaderos favoritos del grupo. Era un buen comienzo porque sólo tendríamos que enfrentarnos a dos hombres y no a los cinco que guardaban la celda femenina. Por el contrario, la idea de que esos cabrones estuvieran tocándola me revolvía la sangre. Apretamos el paso en esa dirección. Estaba ansioso por llegar allí y acabar con esos asquerosos. Sin embargo, en ese momento me di cuenta del mal estado de salud en el que me encontraba, pues comencé a resoplar y tuve que hacer esfuerzos por no pedirle a Pablo que fuera más lento. Recorrimos casi un kilómetro por las galerías de la tienda, una distancia que se me hizo eterna. No era sólo la falta de alimento. Pese a que Ricardo se mostró extrañamente ‘bondadoso’ conmigo en la entrevista, con el fin de que le contara novedades del mundo exterior, lo cierto es que no me escapé de una buena paliza. Golpes y hambruna no eran una buena combinación.
Al acercarnos al lugar oímos gritos. Se trataba de una tienda para niños pequeños, de ropa y juguetes, decorada con colores chillones y peluches en las estanterías. Los escaparates estaban rotos y dentro se podía observar a alguien golpeando una puerta. Yo me quedé una vez más fuera y fue Pablo el que pasó. Desde el escaparate, a la luz de unas lámparas con velas, observé como un guardia voceaba airadamente en dirección a una puerta de servicio de la tienda. Estaba preguntando por su compañero, que debía estar dentro con Marta, pues a ella no se le veía. Pablo avisó al matón y le dijo que Ricardo solicitaba a la chica. Al hombre le cambió la cara. Algo no debía ir bien porque, explicó, hacía un buen rato que no escuchaba nada en el interior de la habitación cerrada, donde su amigo había entrado con Marta en primer lugar.
Trataron, ahora los dos, de forzar la cerradura, mientras yo tomaba posiciones lo más cerca posible del guardia con un bate que me había agenciado. A la vista de que el pomo no cedía, el guardia decidió entrar por las buenas. Tras lanzarse contra la puerta con una salvaje embestida, el hombre logró echarla abajo y se precipitó dentro. Se escuchó luego un golpe y al poco salió trastabillado y se desplomó sobre una pequeña mesa de niños. Pablo dio un paso atrás al ver la cabeza destrozada del guardia, abierta casi de par en par. Entonces apareció Marta, que salió gritando como una posesa y esgrimiendo un hacha, en dirección a mi amigo, tal y como habría hecho miles de años antes una bárbara contra las legiones romanas. Apenas tuve tiempo de frenarla para que viera que era de los buenos y venía a rescatarla, y menos mal que Pablo bloqueó la estocada poniendo el fusil entre su cabeza y el filo ensangrentado del arma.
Realmente Marta parecía no comprender nada. Llevaba la camiseta rota y llena de sangre y su aspecto, supongo que al igual que el mío, era deplorable, aunque aún se adivinaba en el rostro oscurecido por la suciedad el brillo intenso de sus ojos, ahora vidriosos. Le dije que veníamos a sacarla de allí y sólo después de unos instantes se convenció y soltó el hacha. Cayó al suelo. Estaba destrozada. No lograba hablar, ni ponerse en pie. Tampoco quería que la ayudáramos, nos apartaba, hasta que dejó de luchar y comenzó a llorar.
La levantamos entre los dos y salimos de la tienda. Nos dirigíamos hacia el colector por el que habíamos llegado, esperando encontrar nuestro cuatro por cuatro aún allí, cuando Ricardo y unos diez hombres nos cerraron el paso.
- ¿A dónde vais chicos?- dijo sonriendo- ¿De fiesta? ¿Y nadie me ha invitado?
Virus R (21)
Fin de la sequía
Martes 1 de septiembre de 2009
Eran las nueve de la mañana cuando fui arrastrado a la terraza principal de Nueva Condomina, un enorme óvalo construido sobre los pasillos del centro comercial, con ventanales que proporcionaban luz solar al interior y en el extremo una plataforma en forma de pico que miraba a la cara oeste del complejo. Elevada sobre uno de los aparcamientos aéreos de la zona, este saliente se asemejaba a una gigantesca pasarela situada sobre un barco de vela del siglo XVIII, preparada para lanzar piratas al mar. Los piratas, en ese caso, éramos Pablo, Marta y yo, y el fiero océano lo representaban en ese momento miles de zombies sedientos de carne fresca bajo nuestras cabezas.
Permanecí preso en una oficina durante todo el día posterior a nuestro fallido intento de escapada. Las torturas se hicieron si cabe más contundentes durante esas horas. Al ser sacado a rastras de la estancia, un día después, no hizo falta que me explicaran mi destino, estaba claro que iba a ser expulsado del 'paraíso'. Me extrañó la falta de luz en los pasillos del centro comercial, a pesar de haber amanecido. Cuando salí a la terraza descubrí que el cielo estaba encapotado y que el calor reinante en jornadas pasadas se había combinado ahora con una agobiante sensación de bochorno. Las nubes cubrían todo el cielo hasta donde se podía divisar, de un color negruzco que añadía un aspecto aterrador, pero ¿qué no lo era esos días?
Sobre las galerías de Nueva Condomina, a lo largo del saliente de la cara oeste, se había reunido una gran comitiva, al parecer todos los habitantes vivos de la zona. Había unos 30 hombres armados y un centenar de personas más, separadas de ellos, cerca del extremo de la plataforma. Me acercaron al grupo mayor, hombres y mujeres desarrapados y muertos de miedo como yo. Entonces comprendí que esa mañana no se iba a producir un sacrificio, sino una matanza generalizada, la macabra solución final de esa gentuza a la falta de víveres en el centro comercial. Marta apareció entre la muchedumbre y me preguntó qué tal estaba. Por lo menos ella seguía viva. Mientras, por debajo de nosotros, como si presintieran el festín, comenzaron a sonar más fuertes que nunca los aullidos de los infectados.
Ricardo se abrió paso entre los guardias con una diabólica sonrisa dibujada en su cara.
- El cielo está mucho más cerca de lo que pensáis- comenzó a decir Ricardo, dirigiéndose a nosotros.
Se trataba, según contaron los veteranos, del mismo discurso que soltaba cada vez que iban a lanzar a alguien a los muertos. La reacción de la gente fue retroceder todo lo posible, evitando mantenerse en los extremos del grupo para no ser el elegido. Parecíamos un grupo de cebras apartándose de los leones. Sin embargo, el primero en caer fue mi amigo Pablo. Lo trajeron unos guardias atado de manos. Estaba cosido a moratones y apenas podía andar. Con el discurso de Ricardo de fondo, que realmente estaba dirigido a las hordas de infectados, no a los vivos, Pablo fue conducido primero frente a nosotros y después hasta el límite de la plataforma. No levantó en ningún momento la cabeza, no creo que tuviera fuerzas para hacerlo. Cuando estuvo al borde del abismo sin más preámbulos, Ricardo lo hizo caer de una patada, despertando una orgía de sangre en los aparcamientos.
De nuevo la mirada del 'dictador' se volvió hacia el grupo y todos retrocedimos. Dos guardias se dirigieron hacia mí. La suerte estaba echada, yo era el siguiente. Aparté a Marta de un empujón para que no se les ocurriera también cogerla a ella y esperé a que me prendieran. Ella se alejó arrastrada por otras mujeres. Los hombres me agarraron, llevándome al lugar donde había sido lanzado mi amigo. Una vez allí miré abajo. Debía de haber unos veinte metros, suficiente para estamparse y morir al instante. El problema era que seguramente no llegara a tocar el suelo. Cientos de manos ensangrentadas se elevaban hacia mí. Los zombies sabían que ése era el sitio por el que llegaba la comida y se afanaban por hacerse un hueco para el próximo plato.
Ricardo repitió el paripé. Se me acercó, dibujó una cruz sobre mi frente y me dijo, gritando para todos lo oyeran, que yo ya estaba salvado, que no me preocupara. No sabía si reírme o llorar, ¿estaba de broma? En mi interior dos ideas contrapuestas luchaban por imponerse. Por un parte estaba aterrado, temía el salto, temía el dolor, temía ser despedazado y supongo que temía aún más despertar como una de esas cosas, si no era devorado por completo antes. Pero al mismo tiempo, una sensación de descanso me invadía. Se trataba del fin y realmente no tenía mucho sentido seguir viviendo en un mundo así, seguir huyendo cada día, pasando hambre y conociendo lo peor que podía deparar nuestra raza, ya fuera por parte del género vivo o del muerto.
Fui llevado hasta el extremo del 'trampolín', acompañado por Ricardo, sonriendo de nuevo, con ese gesto brutal que sólo puede ofrecer un auténtico psicópata.
- Saludos a los clientes- me soltó, ahora ya lejos de los oídos del resto.
Un relámpago se dibujó a lo lejos, acompañado poco después por un trueno ensordecedor. Lo siguió una gota de agua que chocó contra mi frente, y otra más en la mejilla. ¡Llovía! Ricardo también lo notó y se limpió la cara mirando al cielo, sorprendido. Las gotas se transformaron en llovizna, al principio débil, pero poco a poco más fuerte hasta formar una salvaje tromba, como si todo el agua que no había caído en casi tres meses de verano se hubiera estado acumulando allí arriba.
- ¡Es una señal! ¡Es una señal!- gritaron los presos- ¡El fin del calvario!
Ricardo los miró con desprecio y me agarró dispuesto a lanzarme abajo. Pero los movimientos en el grupo de civiles comenzaron a poner nerviosos a los guardias.
- ¡Quietos!- les advertían con los fusiles.
La milicia de Ricardo disponía de armas, pero eran pocos hombres. La idea de subir a todos los presos a la vez a la azotea no había sido muy acertada. Más aún si sobre la turba se extendía la sospecha de que había programada una ejecución general. El suelo de la terraza estaba recubierto de piedras, y como si se tratara de una nueva intifada, los proyectiles no tardaron en sobrevolar nuestras cabezas.
El agua caía ya abundantemente, con la banda sonora de los relámpagos cada vez más cercanos. Yo no tendría otra oportunidad mejor, así que reuní las escasas fuerzas que me quedaban y, aprovechando que Ricardo se había dado la vuelta, le di un puñetazo en el costado. Por un momento pareció que la lluvia descendía a cámara lenta, mientras se daba la vuelta, al parecer nada afectado por el ataque. Mi golpe fue algo así como la envestida de una mosca contra una locomotora. Sacó un cuchillo del cinturón y lo elevó para rebanarme el pescuezo, pero algo lo freno en seco. Su fiera mirada se convirtió en un semblante de sorpresa. Se llevó la mano al pecho. La camisa blanca que vestía, calada ya por la lluvia, se vio teñida de pronto de rojo, con un hilillo que descendía desde su pectoral izquierdo. Ricardo se miró la herida, tratando de comprender por qué la sangre enrojecía su camisa. ¿Le habían disparado? Varios metros por detrás de nosotros, en el centro de la azotea, había comenzado una batalla campal entre guardias y presos, y ya no estaba claro quien tenía las armas ni a dónde disparaba.
Ricardo cayó al suelo de rodillas, justo a mis pies. Su sangre se disolvía entre los charcos. Aún tuvo fuerzas para levantar la cabeza, lo que aproveché para propinarle una patada en toda la boca, tan fuerte que yo también me fui al suelo. El asesino resbaló sobre el borde de la terraza y se fue abajo. Los zombies lo desgarraron y partieron en varios trozos, demostrando que no despreciaban la carne de aquél que les había proporcionado alimento en tantas ocasiones.
Tormenta
Martes 1 de septiembre de 2009
Ricardo no fue el último en caer esa mañana al parking infectado de zombies. El tiroteo que se inició en la azotea provocó una ola de pánico entre los prisioneros, que sintiéndose ya libres, salieron corriendo en todas direcciones, buscando la entrada al centro comercial y tratando de evitar al mismo tiempo las balas. Los más valientes se lanzaron a luchar contra los guardias. Desde el extremo del saliente que se levantaba sobre el aparcamiento veía a los hombres armados, aparentemente divididos en dos grupos, disparándose entre ellos. La trifulca se me antojaba como las guerras entre niños soldado en África, pues usaban las armas con poca precisión, descargando los cargadores apenas a unos metros los unos de los otros, cuando no descerrajaban el tiro a quemarropa.
Un grupo de hombres desarmados se lanzaron sobre dos guardias que habían quedado aislados del resto y los redujeron a patadas. Otros guardias fueron arrojados directamente a los 'leones' a empujones, arrastrados por la muchedumbre. Era una explosión de violencia salvaje, tras semanas de cautiverio en el centro comercial, y los que hasta el momento habían sido las víctimas habían adoptado rápidamente el papel de verdugos.
Mientras, la lluvia arreciaba y se transformaba en una auténtica tormenta de verano, encharcando la azotea y haciendo un poco más difícil desplazarse por el resbaladizo suelo. Yo me encontraba en una posición difícil. Estaba alejado de la trifulca principal, al inicio de la plataforma de castigo, pero debía pasar por allí si quería abandonar la terraza. Al fin y al cabo, también podía alcanzarme una bala perdida si me quedaba parado.
Inicié mi avance todo lo agachado que podía, cubriéndome la cabeza cada vez que escuchaba una detonación, como si eso fuera a resultar suficiente para protegerme de los proyectiles. Pasé sobre el cadáver de un guardia, que aún sostenía con la mano un revólver. Lo cogí y me lo guardé en la cintura, pues no tenía ninguna intención de malgastar las balas allí arriba. Cuando me levanté, algo me golpeó la cabeza. Fue como si me hubieran tirado una pequeña piedra, que después cayó a mis pies. Era blanco, muy pequeño y frío. ¡Granizo!
Comenzó a caer de forma generalizada y aunque los proyectiles de hielo apenas dolían, la tormenta ya no hacía posible ver a más de cinco metros de distancia. Había que abandonar la terraza como fuera. Logré llegar al principio de la plataforma desde donde se lanzaba a los prisioneros, por la que se accedía al edificio principal del centro comercial. Me seguía una mujer que se había quedado desperdigada como yo. La ayudé a subir un muro de casi dos metros que había que superar para dejar el saliente, utilizando mis manos como escalón, y cuando ella se disponía a tenderme el brazo desde arriba, la cosieron a balazos. Las balas la atravesaron alrededor del torso y lanzaron los regueros de sangre hacia mí. Después se desmoronó sobre el muro, ya fallecida pero aún con los ojos abiertos, y su cabeza quedó situada de tal manera que parecía mirarme con el rostro asustado en señal de advertencia.
Definitivamente ése no era un buen lugar para escapar. Me desplacé unos diez metros hacia la derecha y asomé la cabeza de un salto. Allí no parecía haber nadie. Apoyándome en unas cajas cercanas conseguí elevarme sobre el muro y llegar a la azotea principal. Una vez arriba salí corriendo para evitar el pelotón de fusilamiento que debía estar colocado no muy lejos de mí, pues escuchaba perfectamente las ráfagas dirigidas a la gente que trataba de sobrepasar el muro.
El camino para entrar otra vez al centro comercial era una zona de aparatos de aire acondicionado situada un nivel por debajo de la terraza. En realidad había dos zonas, colocadas en el centro del anillo que formaba Nueva Condomina. No tenía muy claro por cuál de las dos me habían sacado esa mañana, así que salté en cuanto vi un desnivel. Caí sobre un charco enorme, pues el agua se acumulaba abundantemente en esa parte, alanzando ya un pie de altura. Desde allí me dirigí a la puerta de las galerías comerciales y pasé al interior de una sala de máquinas, de ahí a una oficina y al fin a las tiendas. Las carreras continuaban dentro del centro comercial. Unos disparos a mi espalda me hicieron emprender la huida por los pasillos.
Martes 1 de septiembre de 2009
Eran las nueve de la mañana cuando fui arrastrado a la terraza principal de Nueva Condomina, un enorme óvalo construido sobre los pasillos del centro comercial, con ventanales que proporcionaban luz solar al interior y en el extremo una plataforma en forma de pico que miraba a la cara oeste del complejo. Elevada sobre uno de los aparcamientos aéreos de la zona, este saliente se asemejaba a una gigantesca pasarela situada sobre un barco de vela del siglo XVIII, preparada para lanzar piratas al mar. Los piratas, en ese caso, éramos Pablo, Marta y yo, y el fiero océano lo representaban en ese momento miles de zombies sedientos de carne fresca bajo nuestras cabezas.
Permanecí preso en una oficina durante todo el día posterior a nuestro fallido intento de escapada. Las torturas se hicieron si cabe más contundentes durante esas horas. Al ser sacado a rastras de la estancia, un día después, no hizo falta que me explicaran mi destino, estaba claro que iba a ser expulsado del 'paraíso'. Me extrañó la falta de luz en los pasillos del centro comercial, a pesar de haber amanecido. Cuando salí a la terraza descubrí que el cielo estaba encapotado y que el calor reinante en jornadas pasadas se había combinado ahora con una agobiante sensación de bochorno. Las nubes cubrían todo el cielo hasta donde se podía divisar, de un color negruzco que añadía un aspecto aterrador, pero ¿qué no lo era esos días?
Sobre las galerías de Nueva Condomina, a lo largo del saliente de la cara oeste, se había reunido una gran comitiva, al parecer todos los habitantes vivos de la zona. Había unos 30 hombres armados y un centenar de personas más, separadas de ellos, cerca del extremo de la plataforma. Me acercaron al grupo mayor, hombres y mujeres desarrapados y muertos de miedo como yo. Entonces comprendí que esa mañana no se iba a producir un sacrificio, sino una matanza generalizada, la macabra solución final de esa gentuza a la falta de víveres en el centro comercial. Marta apareció entre la muchedumbre y me preguntó qué tal estaba. Por lo menos ella seguía viva. Mientras, por debajo de nosotros, como si presintieran el festín, comenzaron a sonar más fuertes que nunca los aullidos de los infectados.
Ricardo se abrió paso entre los guardias con una diabólica sonrisa dibujada en su cara.
- El cielo está mucho más cerca de lo que pensáis- comenzó a decir Ricardo, dirigiéndose a nosotros.
Se trataba, según contaron los veteranos, del mismo discurso que soltaba cada vez que iban a lanzar a alguien a los muertos. La reacción de la gente fue retroceder todo lo posible, evitando mantenerse en los extremos del grupo para no ser el elegido. Parecíamos un grupo de cebras apartándose de los leones. Sin embargo, el primero en caer fue mi amigo Pablo. Lo trajeron unos guardias atado de manos. Estaba cosido a moratones y apenas podía andar. Con el discurso de Ricardo de fondo, que realmente estaba dirigido a las hordas de infectados, no a los vivos, Pablo fue conducido primero frente a nosotros y después hasta el límite de la plataforma. No levantó en ningún momento la cabeza, no creo que tuviera fuerzas para hacerlo. Cuando estuvo al borde del abismo sin más preámbulos, Ricardo lo hizo caer de una patada, despertando una orgía de sangre en los aparcamientos.
De nuevo la mirada del 'dictador' se volvió hacia el grupo y todos retrocedimos. Dos guardias se dirigieron hacia mí. La suerte estaba echada, yo era el siguiente. Aparté a Marta de un empujón para que no se les ocurriera también cogerla a ella y esperé a que me prendieran. Ella se alejó arrastrada por otras mujeres. Los hombres me agarraron, llevándome al lugar donde había sido lanzado mi amigo. Una vez allí miré abajo. Debía de haber unos veinte metros, suficiente para estamparse y morir al instante. El problema era que seguramente no llegara a tocar el suelo. Cientos de manos ensangrentadas se elevaban hacia mí. Los zombies sabían que ése era el sitio por el que llegaba la comida y se afanaban por hacerse un hueco para el próximo plato.
Ricardo repitió el paripé. Se me acercó, dibujó una cruz sobre mi frente y me dijo, gritando para todos lo oyeran, que yo ya estaba salvado, que no me preocupara. No sabía si reírme o llorar, ¿estaba de broma? En mi interior dos ideas contrapuestas luchaban por imponerse. Por un parte estaba aterrado, temía el salto, temía el dolor, temía ser despedazado y supongo que temía aún más despertar como una de esas cosas, si no era devorado por completo antes. Pero al mismo tiempo, una sensación de descanso me invadía. Se trataba del fin y realmente no tenía mucho sentido seguir viviendo en un mundo así, seguir huyendo cada día, pasando hambre y conociendo lo peor que podía deparar nuestra raza, ya fuera por parte del género vivo o del muerto.
Fui llevado hasta el extremo del 'trampolín', acompañado por Ricardo, sonriendo de nuevo, con ese gesto brutal que sólo puede ofrecer un auténtico psicópata.
- Saludos a los clientes- me soltó, ahora ya lejos de los oídos del resto.
Un relámpago se dibujó a lo lejos, acompañado poco después por un trueno ensordecedor. Lo siguió una gota de agua que chocó contra mi frente, y otra más en la mejilla. ¡Llovía! Ricardo también lo notó y se limpió la cara mirando al cielo, sorprendido. Las gotas se transformaron en llovizna, al principio débil, pero poco a poco más fuerte hasta formar una salvaje tromba, como si todo el agua que no había caído en casi tres meses de verano se hubiera estado acumulando allí arriba.
- ¡Es una señal! ¡Es una señal!- gritaron los presos- ¡El fin del calvario!
Ricardo los miró con desprecio y me agarró dispuesto a lanzarme abajo. Pero los movimientos en el grupo de civiles comenzaron a poner nerviosos a los guardias.
- ¡Quietos!- les advertían con los fusiles.
La milicia de Ricardo disponía de armas, pero eran pocos hombres. La idea de subir a todos los presos a la vez a la azotea no había sido muy acertada. Más aún si sobre la turba se extendía la sospecha de que había programada una ejecución general. El suelo de la terraza estaba recubierto de piedras, y como si se tratara de una nueva intifada, los proyectiles no tardaron en sobrevolar nuestras cabezas.
El agua caía ya abundantemente, con la banda sonora de los relámpagos cada vez más cercanos. Yo no tendría otra oportunidad mejor, así que reuní las escasas fuerzas que me quedaban y, aprovechando que Ricardo se había dado la vuelta, le di un puñetazo en el costado. Por un momento pareció que la lluvia descendía a cámara lenta, mientras se daba la vuelta, al parecer nada afectado por el ataque. Mi golpe fue algo así como la envestida de una mosca contra una locomotora. Sacó un cuchillo del cinturón y lo elevó para rebanarme el pescuezo, pero algo lo freno en seco. Su fiera mirada se convirtió en un semblante de sorpresa. Se llevó la mano al pecho. La camisa blanca que vestía, calada ya por la lluvia, se vio teñida de pronto de rojo, con un hilillo que descendía desde su pectoral izquierdo. Ricardo se miró la herida, tratando de comprender por qué la sangre enrojecía su camisa. ¿Le habían disparado? Varios metros por detrás de nosotros, en el centro de la azotea, había comenzado una batalla campal entre guardias y presos, y ya no estaba claro quien tenía las armas ni a dónde disparaba.
Ricardo cayó al suelo de rodillas, justo a mis pies. Su sangre se disolvía entre los charcos. Aún tuvo fuerzas para levantar la cabeza, lo que aproveché para propinarle una patada en toda la boca, tan fuerte que yo también me fui al suelo. El asesino resbaló sobre el borde de la terraza y se fue abajo. Los zombies lo desgarraron y partieron en varios trozos, demostrando que no despreciaban la carne de aquél que les había proporcionado alimento en tantas ocasiones.
Tormenta
Martes 1 de septiembre de 2009
Ricardo no fue el último en caer esa mañana al parking infectado de zombies. El tiroteo que se inició en la azotea provocó una ola de pánico entre los prisioneros, que sintiéndose ya libres, salieron corriendo en todas direcciones, buscando la entrada al centro comercial y tratando de evitar al mismo tiempo las balas. Los más valientes se lanzaron a luchar contra los guardias. Desde el extremo del saliente que se levantaba sobre el aparcamiento veía a los hombres armados, aparentemente divididos en dos grupos, disparándose entre ellos. La trifulca se me antojaba como las guerras entre niños soldado en África, pues usaban las armas con poca precisión, descargando los cargadores apenas a unos metros los unos de los otros, cuando no descerrajaban el tiro a quemarropa.
Un grupo de hombres desarmados se lanzaron sobre dos guardias que habían quedado aislados del resto y los redujeron a patadas. Otros guardias fueron arrojados directamente a los 'leones' a empujones, arrastrados por la muchedumbre. Era una explosión de violencia salvaje, tras semanas de cautiverio en el centro comercial, y los que hasta el momento habían sido las víctimas habían adoptado rápidamente el papel de verdugos.
Mientras, la lluvia arreciaba y se transformaba en una auténtica tormenta de verano, encharcando la azotea y haciendo un poco más difícil desplazarse por el resbaladizo suelo. Yo me encontraba en una posición difícil. Estaba alejado de la trifulca principal, al inicio de la plataforma de castigo, pero debía pasar por allí si quería abandonar la terraza. Al fin y al cabo, también podía alcanzarme una bala perdida si me quedaba parado.
Inicié mi avance todo lo agachado que podía, cubriéndome la cabeza cada vez que escuchaba una detonación, como si eso fuera a resultar suficiente para protegerme de los proyectiles. Pasé sobre el cadáver de un guardia, que aún sostenía con la mano un revólver. Lo cogí y me lo guardé en la cintura, pues no tenía ninguna intención de malgastar las balas allí arriba. Cuando me levanté, algo me golpeó la cabeza. Fue como si me hubieran tirado una pequeña piedra, que después cayó a mis pies. Era blanco, muy pequeño y frío. ¡Granizo!
Comenzó a caer de forma generalizada y aunque los proyectiles de hielo apenas dolían, la tormenta ya no hacía posible ver a más de cinco metros de distancia. Había que abandonar la terraza como fuera. Logré llegar al principio de la plataforma desde donde se lanzaba a los prisioneros, por la que se accedía al edificio principal del centro comercial. Me seguía una mujer que se había quedado desperdigada como yo. La ayudé a subir un muro de casi dos metros que había que superar para dejar el saliente, utilizando mis manos como escalón, y cuando ella se disponía a tenderme el brazo desde arriba, la cosieron a balazos. Las balas la atravesaron alrededor del torso y lanzaron los regueros de sangre hacia mí. Después se desmoronó sobre el muro, ya fallecida pero aún con los ojos abiertos, y su cabeza quedó situada de tal manera que parecía mirarme con el rostro asustado en señal de advertencia.
Definitivamente ése no era un buen lugar para escapar. Me desplacé unos diez metros hacia la derecha y asomé la cabeza de un salto. Allí no parecía haber nadie. Apoyándome en unas cajas cercanas conseguí elevarme sobre el muro y llegar a la azotea principal. Una vez arriba salí corriendo para evitar el pelotón de fusilamiento que debía estar colocado no muy lejos de mí, pues escuchaba perfectamente las ráfagas dirigidas a la gente que trataba de sobrepasar el muro.
El camino para entrar otra vez al centro comercial era una zona de aparatos de aire acondicionado situada un nivel por debajo de la terraza. En realidad había dos zonas, colocadas en el centro del anillo que formaba Nueva Condomina. No tenía muy claro por cuál de las dos me habían sacado esa mañana, así que salté en cuanto vi un desnivel. Caí sobre un charco enorme, pues el agua se acumulaba abundantemente en esa parte, alanzando ya un pie de altura. Desde allí me dirigí a la puerta de las galerías comerciales y pasé al interior de una sala de máquinas, de ahí a una oficina y al fin a las tiendas. Las carreras continuaban dentro del centro comercial. Unos disparos a mi espalda me hicieron emprender la huida por los pasillos.
Virus R (22)
El fin del principio
Martes 1 de septiembre de 2009
La primera impresión que tuve al salir a los pasillos del centro comercial fue que estaba al comienzo de unas rebajas salvajes. Carreras, gritos... tiendas ardiendo. La principal diferencia, a parte de las llamas y el humo, era la oscuridad que reinaba, ya que evidentemente no había luz eléctrica, y la tormenta impedía la llegada de los rayos del sol. Me encontraba en la segunda planta y tenía que llegar a las conducciones por las que había entrado a la Nueva Condomina, ubicadas en el sótano. El problema era que estaba exhausto, desnutrido y magullado. Con las escasas fuerzas que me quedaban, tras una semana de brutal racionamiento y el colofón de dos días de palizas, incluso aunque lograra escapar del lugar no podría dar más dos pasos sin caer rendido.
Tomé la dirección del hipermercado Eroski que había en la planta baja. Pensé que por mucho que hubieran robado, algo debía quedar para llevarse a la boca. El plan era esperar allí un tiempo hasta que se calmara la cosa y tratar de huir más tarde con provisiones. Ése era el plan, pero a pesar de ser consciente de mis limitaciones, claramente sobrevaloré mi estado físico.
Comencé a recorrer el pasillo este en dirección sur, pues había salido de la terraza por el punto más lejano al supermercado. Al llegar a la galería central que unía los dos pasillos, y en la que se encontraban las escaleras mecánicas para descender a la planta baja, ya estaba reventado. El miedo a una muerte inmediata me había dado energía en la terraza, mis reservas se había agotado. Me temblaban las piernas y cada paso era un tortuoso pulso entre mi voluntad y la fuerza de la gravedad. De repente, por detrás de mí, apareció un grupo de prisioneros corriendo y de un empujón me echaron al suelo. Me quedé allí, sobre las baldosas aún frescas por la temperatura de la noche pasada, tratando de recobrar el aliento, mientras los habitantes del centro comercial seguían su alocada carrera de escape y los tiroteos se acercaban cada vez más. Tenía los músculos agarrotados y miles de afilados clavos se incrustaban entre ellos cuando trataba de tensarlos para ponerme en pie. Había llegado, sin duda, al límite de mis fuerzas por ese día, y no me recuperaría a menos que descansara y, a poder ser, comiera algo. En cambio, me encontraba recostado sobre el escaparate de una tienda Zara destrozada, a unos 500 metros de la fuente de comida más cercana y sin ánimos para recorrer esa distancia.
-Pedro- oí a mi espalda.
Giré la cabeza y sólo vi dos maniquís desnudos, tirados sobre el mostrador del escaparate. ¿Me estaba volviendo loco?
- ¡Pedro!- otra vez, en dirección a la puerta de la tienda, por la que apareció en ese momento Marta- ¡Estás vivo! ¡Estás vivo!
Se lanzó sobre mí abrazándome y besándome por toda la cara. Nuestros labios se unieron al final, aunque yo apenas podía incorporarme para abrazarla.
Entramos dentro de la tienda de ropa, donde Marta se había escondido al abandonar la azotea. Estaba muerta de miedo, a tenor de las miradas que lanzaba al exterior cada vez que se escuchaba un ruido. Todavía no me había contado qué le ocurrió durante los dos días que estuvimos encerrados, tras nuestro fallido intento de fuga. Dado su comportamiento, me temía lo peor. Al menos no tenía marcas de golpes visibles.
Le conté que estaba destrozado y muerto de hambre. Por fortuna ella tenía agua y comida que había encontrado en la mochila de un guardia muerto. Nos refugiamos en el interior del Zara y nos dimos un tremendo festín, a base de albóndigas en conserva, maíz y una botella de cerveza Estrella de Levante que me supo a gloria pese a estar caliente.
- Tenemos que intentar llegar al colector por el que nos trajeron- le dije cuando terminamos.
- Ya he estado allí antes- me respondió- Hay que buscar otra salida. El tubo no se puede usar, está inundado por la lluvia.
El principio del fin
Sábado 5 de septiembre de 2009
Al amanecer, la lluvia seguía golpeando el techo solar del centro comercial. Desperté junto a Marta, que yacía acurrucada sobre mí, bajo una fina sábana blanca. Nunca el paraíso había estado tan cerca del infierno.
No había parado de llover desde el martes, el día de la rebelión en la azotea, por lo que el colector debía seguir inundado. Esa enorme tubería, que atravesaba los sótanos y llevaba hasta el otro lado de la autovía, era la única vía de escape de Nueva Condomina, ya que el complejo estaba rodeado de miles de zombies atraídos por los sacrificios que el ya desaparecido Ricardo y su legión de asesinos les habían proporcionado. Ahora, bajo una de las tormentas de verano más largas que recordaba, y sin tener claro cuánta gente seguía viva bajo nuestro techo, no teníamos más opción que esperar a que dejara de llover.
Habíamos pasado cuatro días seguidos en la tienda de Zara, ocultos, subsistiendo con alimentos recolectados en un almacén cercano.
No sabíamos si quedaban hombres armados en el centro comercial ni las intenciones que tenían una vez muerto su líder. Estábamos en el lugar más alejado de la entrada a la tienda de ropa, cerca de los probadores. Acumulando ropa bajo nosotros, fabricamos una cama que, en comparación con los camastros que habíamos sufrido hasta ahora, nos pareció un lecho de dioses. Nos sentíamos seguros, pero permanecer mucho más tiempo en nuestro refugio no tenía sentido. Si quedaban guardias dentro, tarde o temprano nos descubrirían. Y si todos se habían marchado antes de que se inundara el colector o bien se había matado entre ellos, no había razón para seguir escondidos.
Llevaba unos minutos despierto, pensando en cómo demonios saldríamos de allí, cuando un ruido metálico nos puso en guardia. Algo había caído al suelo dentro de la tienda, rebotando varias veces y su sonido pareció ampliarse a través de las silenciosas paredes. Miré a Marta, que a pesar de seguir acostada, ya tenía el revólver entre las manos. Yo cogí el mío y me elevé de puntillas entre los percheros, aguzando el oído. Se produjo otro sonido estridente, de nuevo parecía un hierro golpeando el suelo, pero ahora más cerca. Marta se levantó y fue hasta mí.
- ¿De dónde viene?- preguntó.
- Creo que de la planta de abajo- susurré.
Estábamos en la primera planta del Zara, en la zona de ropa masculina, mientras que la planta principal estaba destinada a la mujer. Unas escaleras mecánicas conectaban ambos niveles dentro de la propia tienda. Nos dirigimos hacia allí. Ambos íbamos descalzos, sólo porque el estruendo nos pilló así (de hecho yo llevaba puestos únicamente unos calzoncillos y Marta una camiseta larga), pero resultaba lo mejor para reducir el sonido de nuestros pasos. La boca de las escaleras permanecía despejada, pero estaba claro que ahí abajo había algo. Bajamos lentamente, con las pistolas mirando al frente, y yo al menos, muerto de miedo. Una vez llegamos abajo se oía claramente una gotera, quizás varias, que debían atravesar el techo del centro comercial y caer hasta la planta principal, ya fuera de la tienda. Por un momento pensamos que ése era el ruido que nos había sorprendido, pero el retumbar de un paso, no muy lejos de nosotros, activó de nuevo las alarmas. Después le siguió otro. No lo veíamos, pero alguien estaba andando y fuera cual fuera el calzado que llevaba, hacía mucho ruido. En la planta de abajo había muy poca luz, y sólo acertábamos a divisar los percheros atestados de ropa desordenada, allí donde mirábamos. El caminar continuaba, cada vez más cercano, pero muy lento.
- Hay alguien ahí- dije, sin poder esperar más, aunque recibí por ello una mirada de desaprobación de Marta.
Sin embargo el ruido cesó. Durante unos instantes, que se me hicieron eternos, no se escuchó nada. Hasta que los pasos volvieron, más fuertes, más rápidos, más cerca... Un perchero se derrumbó prácticamente frente a mí, a unos dos metros de distancia. Entonces lo vi. Era un hombre alto, vestido con el uniforme de McDonalds, rasgado y completamente calado. Su rostro era grisáceo, casi azulado. Lanzó una mirada furibunda, con sus terribles ojos blanquecinos clavados en mí. El zombie emitió un gruñido e inició una torpe carrera hacia nosotros. Torpe porque sólo podía andar con un pie, mientras que arrastraba el otro apoyándose en el suelo directamente con el tobillo, un movimiento que helaba la sangre sólo de verlo. El muerto aceleró su carrera en mi dirección. Sin dudarlo, levanté el arma apuntando a su cabeza y pulsé el gatillo. La respuesta fue un solitario e inquietante click. No funcionaba.
El infectado saltó sobre mí, comiéndose prácticamente mi revólver. Caímos los dos, él encima mío, y tuve que soltar la pistola para tratar de alejar su boca de mi cuello. Le sostenía los hombros pero pesaba mucho y apenas podía evitar sus dentelladas, que dirigía por igual a cabeza o brazos según lo que tuviera más cerca. Su gesto, fiero, parecía esconder una mueca, como si estuviera riéndose de placer al tener al fin carne fresca al alcance.
Marta apareció a mi rescate por detrás de él. Le golpeó con un perchero en la cabeza y el zombie se desplomó a mi lado, temblando compulsivamente, tal y como haría la víctima de un ataque epiléptico. Marta elevó el hierro y con una envestida certera se lo clavó a través del ojo. El muerto dejó de moverse.
Tardé unos segundos en recuperar el aliento, pero estaba claro que había que darse prisa. De alguna forma los zombies habían conseguido entrar al centro comercial. Si lo había logrado uno, cientos irían detrás de él. Salimos al pasillo de la planta baja. Las goteras que habíamos escuchado momentos antes caían por todas partes y el agua había formado ya un enorme charco. Iniciamos la carrera en dirección al Eroski. El hipermercado contaba con zonas de carga que podíamos utilizar como salida. Sin embargo, según avanzábamos entre las tiendas, el nivel del agua parecía elevarse, hasta un volumen demasiado alto para proceder de las goteras. Al llegar a la galería que daba entrada al Eroski, frente a la inmensa hilera de cajas registradoras, encontramos a un grupo de guardias. Ellos se sorprendieron tanto como nosotros, pero por muy peligrosos que pudieran resultar, en ese momento tenían cuestiones más importantes que atender. La puerta acristalada del parking, reforzada con vigas y tablas, estaba resquebrajándose y dejaba pasar preocupantes chorros de agua a través de las grietas. Detrás de la mampara, el nivel acumulado por la lluvia superaba el metro de altura, mostrando además a través de los cristales las siluetas de una muchedumbre medio sumergida. Cientos de zombies que parecían prever el colapso de la puerta golpeaban con violencia.
Los hombres estaban colocando alfombras y telas alrededor de las roturas, pero el líquido entraba cada vez con más fuerza. Corríamos en dirección contraria cuando desde el pasillo que los guardias tenían a su izquierda surgió un infectado, seguido de un grupo de unos diez más. Uno de los pistoleros ni siquiera los vio venir y se lanzaron encima de él. El resto comenzó a disparar, y no sé si fue alguno de los proyectiles o el simple poder del agua, pero la puerta, justo en ese momento, reventó en forma de cascada hacia interior de Nueva Condomina.
El torrente se llevó por delante a guardias, zombies y todo lo que encontró a su paso. Marta y yo, por fortuna situados a cierta distancia, pudimos buscar la escalera más cercana y, con el agua pisándonos los talones, logramos llegar a la segunda planta. A nuestra espalda, la planta baja se inundó completamente, y lo peor no era eso, sino que arrastrados por la corriente, vimos a decenas de infectados nadando, hundiéndose, agarrándose a postes o simplemente dejándose llevar. El agua había acabado con las defensas del centro comercial. Ya no había ninguna barrera entre ellos y nosotros.
Martes 1 de septiembre de 2009
La primera impresión que tuve al salir a los pasillos del centro comercial fue que estaba al comienzo de unas rebajas salvajes. Carreras, gritos... tiendas ardiendo. La principal diferencia, a parte de las llamas y el humo, era la oscuridad que reinaba, ya que evidentemente no había luz eléctrica, y la tormenta impedía la llegada de los rayos del sol. Me encontraba en la segunda planta y tenía que llegar a las conducciones por las que había entrado a la Nueva Condomina, ubicadas en el sótano. El problema era que estaba exhausto, desnutrido y magullado. Con las escasas fuerzas que me quedaban, tras una semana de brutal racionamiento y el colofón de dos días de palizas, incluso aunque lograra escapar del lugar no podría dar más dos pasos sin caer rendido.
Tomé la dirección del hipermercado Eroski que había en la planta baja. Pensé que por mucho que hubieran robado, algo debía quedar para llevarse a la boca. El plan era esperar allí un tiempo hasta que se calmara la cosa y tratar de huir más tarde con provisiones. Ése era el plan, pero a pesar de ser consciente de mis limitaciones, claramente sobrevaloré mi estado físico.
Comencé a recorrer el pasillo este en dirección sur, pues había salido de la terraza por el punto más lejano al supermercado. Al llegar a la galería central que unía los dos pasillos, y en la que se encontraban las escaleras mecánicas para descender a la planta baja, ya estaba reventado. El miedo a una muerte inmediata me había dado energía en la terraza, mis reservas se había agotado. Me temblaban las piernas y cada paso era un tortuoso pulso entre mi voluntad y la fuerza de la gravedad. De repente, por detrás de mí, apareció un grupo de prisioneros corriendo y de un empujón me echaron al suelo. Me quedé allí, sobre las baldosas aún frescas por la temperatura de la noche pasada, tratando de recobrar el aliento, mientras los habitantes del centro comercial seguían su alocada carrera de escape y los tiroteos se acercaban cada vez más. Tenía los músculos agarrotados y miles de afilados clavos se incrustaban entre ellos cuando trataba de tensarlos para ponerme en pie. Había llegado, sin duda, al límite de mis fuerzas por ese día, y no me recuperaría a menos que descansara y, a poder ser, comiera algo. En cambio, me encontraba recostado sobre el escaparate de una tienda Zara destrozada, a unos 500 metros de la fuente de comida más cercana y sin ánimos para recorrer esa distancia.
-Pedro- oí a mi espalda.
Giré la cabeza y sólo vi dos maniquís desnudos, tirados sobre el mostrador del escaparate. ¿Me estaba volviendo loco?
- ¡Pedro!- otra vez, en dirección a la puerta de la tienda, por la que apareció en ese momento Marta- ¡Estás vivo! ¡Estás vivo!
Se lanzó sobre mí abrazándome y besándome por toda la cara. Nuestros labios se unieron al final, aunque yo apenas podía incorporarme para abrazarla.
Entramos dentro de la tienda de ropa, donde Marta se había escondido al abandonar la azotea. Estaba muerta de miedo, a tenor de las miradas que lanzaba al exterior cada vez que se escuchaba un ruido. Todavía no me había contado qué le ocurrió durante los dos días que estuvimos encerrados, tras nuestro fallido intento de fuga. Dado su comportamiento, me temía lo peor. Al menos no tenía marcas de golpes visibles.
Le conté que estaba destrozado y muerto de hambre. Por fortuna ella tenía agua y comida que había encontrado en la mochila de un guardia muerto. Nos refugiamos en el interior del Zara y nos dimos un tremendo festín, a base de albóndigas en conserva, maíz y una botella de cerveza Estrella de Levante que me supo a gloria pese a estar caliente.
- Tenemos que intentar llegar al colector por el que nos trajeron- le dije cuando terminamos.
- Ya he estado allí antes- me respondió- Hay que buscar otra salida. El tubo no se puede usar, está inundado por la lluvia.
El principio del fin
Sábado 5 de septiembre de 2009
Al amanecer, la lluvia seguía golpeando el techo solar del centro comercial. Desperté junto a Marta, que yacía acurrucada sobre mí, bajo una fina sábana blanca. Nunca el paraíso había estado tan cerca del infierno.
No había parado de llover desde el martes, el día de la rebelión en la azotea, por lo que el colector debía seguir inundado. Esa enorme tubería, que atravesaba los sótanos y llevaba hasta el otro lado de la autovía, era la única vía de escape de Nueva Condomina, ya que el complejo estaba rodeado de miles de zombies atraídos por los sacrificios que el ya desaparecido Ricardo y su legión de asesinos les habían proporcionado. Ahora, bajo una de las tormentas de verano más largas que recordaba, y sin tener claro cuánta gente seguía viva bajo nuestro techo, no teníamos más opción que esperar a que dejara de llover.
Habíamos pasado cuatro días seguidos en la tienda de Zara, ocultos, subsistiendo con alimentos recolectados en un almacén cercano.
No sabíamos si quedaban hombres armados en el centro comercial ni las intenciones que tenían una vez muerto su líder. Estábamos en el lugar más alejado de la entrada a la tienda de ropa, cerca de los probadores. Acumulando ropa bajo nosotros, fabricamos una cama que, en comparación con los camastros que habíamos sufrido hasta ahora, nos pareció un lecho de dioses. Nos sentíamos seguros, pero permanecer mucho más tiempo en nuestro refugio no tenía sentido. Si quedaban guardias dentro, tarde o temprano nos descubrirían. Y si todos se habían marchado antes de que se inundara el colector o bien se había matado entre ellos, no había razón para seguir escondidos.
Llevaba unos minutos despierto, pensando en cómo demonios saldríamos de allí, cuando un ruido metálico nos puso en guardia. Algo había caído al suelo dentro de la tienda, rebotando varias veces y su sonido pareció ampliarse a través de las silenciosas paredes. Miré a Marta, que a pesar de seguir acostada, ya tenía el revólver entre las manos. Yo cogí el mío y me elevé de puntillas entre los percheros, aguzando el oído. Se produjo otro sonido estridente, de nuevo parecía un hierro golpeando el suelo, pero ahora más cerca. Marta se levantó y fue hasta mí.
- ¿De dónde viene?- preguntó.
- Creo que de la planta de abajo- susurré.
Estábamos en la primera planta del Zara, en la zona de ropa masculina, mientras que la planta principal estaba destinada a la mujer. Unas escaleras mecánicas conectaban ambos niveles dentro de la propia tienda. Nos dirigimos hacia allí. Ambos íbamos descalzos, sólo porque el estruendo nos pilló así (de hecho yo llevaba puestos únicamente unos calzoncillos y Marta una camiseta larga), pero resultaba lo mejor para reducir el sonido de nuestros pasos. La boca de las escaleras permanecía despejada, pero estaba claro que ahí abajo había algo. Bajamos lentamente, con las pistolas mirando al frente, y yo al menos, muerto de miedo. Una vez llegamos abajo se oía claramente una gotera, quizás varias, que debían atravesar el techo del centro comercial y caer hasta la planta principal, ya fuera de la tienda. Por un momento pensamos que ése era el ruido que nos había sorprendido, pero el retumbar de un paso, no muy lejos de nosotros, activó de nuevo las alarmas. Después le siguió otro. No lo veíamos, pero alguien estaba andando y fuera cual fuera el calzado que llevaba, hacía mucho ruido. En la planta de abajo había muy poca luz, y sólo acertábamos a divisar los percheros atestados de ropa desordenada, allí donde mirábamos. El caminar continuaba, cada vez más cercano, pero muy lento.
- Hay alguien ahí- dije, sin poder esperar más, aunque recibí por ello una mirada de desaprobación de Marta.
Sin embargo el ruido cesó. Durante unos instantes, que se me hicieron eternos, no se escuchó nada. Hasta que los pasos volvieron, más fuertes, más rápidos, más cerca... Un perchero se derrumbó prácticamente frente a mí, a unos dos metros de distancia. Entonces lo vi. Era un hombre alto, vestido con el uniforme de McDonalds, rasgado y completamente calado. Su rostro era grisáceo, casi azulado. Lanzó una mirada furibunda, con sus terribles ojos blanquecinos clavados en mí. El zombie emitió un gruñido e inició una torpe carrera hacia nosotros. Torpe porque sólo podía andar con un pie, mientras que arrastraba el otro apoyándose en el suelo directamente con el tobillo, un movimiento que helaba la sangre sólo de verlo. El muerto aceleró su carrera en mi dirección. Sin dudarlo, levanté el arma apuntando a su cabeza y pulsé el gatillo. La respuesta fue un solitario e inquietante click. No funcionaba.
El infectado saltó sobre mí, comiéndose prácticamente mi revólver. Caímos los dos, él encima mío, y tuve que soltar la pistola para tratar de alejar su boca de mi cuello. Le sostenía los hombros pero pesaba mucho y apenas podía evitar sus dentelladas, que dirigía por igual a cabeza o brazos según lo que tuviera más cerca. Su gesto, fiero, parecía esconder una mueca, como si estuviera riéndose de placer al tener al fin carne fresca al alcance.
Marta apareció a mi rescate por detrás de él. Le golpeó con un perchero en la cabeza y el zombie se desplomó a mi lado, temblando compulsivamente, tal y como haría la víctima de un ataque epiléptico. Marta elevó el hierro y con una envestida certera se lo clavó a través del ojo. El muerto dejó de moverse.
Tardé unos segundos en recuperar el aliento, pero estaba claro que había que darse prisa. De alguna forma los zombies habían conseguido entrar al centro comercial. Si lo había logrado uno, cientos irían detrás de él. Salimos al pasillo de la planta baja. Las goteras que habíamos escuchado momentos antes caían por todas partes y el agua había formado ya un enorme charco. Iniciamos la carrera en dirección al Eroski. El hipermercado contaba con zonas de carga que podíamos utilizar como salida. Sin embargo, según avanzábamos entre las tiendas, el nivel del agua parecía elevarse, hasta un volumen demasiado alto para proceder de las goteras. Al llegar a la galería que daba entrada al Eroski, frente a la inmensa hilera de cajas registradoras, encontramos a un grupo de guardias. Ellos se sorprendieron tanto como nosotros, pero por muy peligrosos que pudieran resultar, en ese momento tenían cuestiones más importantes que atender. La puerta acristalada del parking, reforzada con vigas y tablas, estaba resquebrajándose y dejaba pasar preocupantes chorros de agua a través de las grietas. Detrás de la mampara, el nivel acumulado por la lluvia superaba el metro de altura, mostrando además a través de los cristales las siluetas de una muchedumbre medio sumergida. Cientos de zombies que parecían prever el colapso de la puerta golpeaban con violencia.
Los hombres estaban colocando alfombras y telas alrededor de las roturas, pero el líquido entraba cada vez con más fuerza. Corríamos en dirección contraria cuando desde el pasillo que los guardias tenían a su izquierda surgió un infectado, seguido de un grupo de unos diez más. Uno de los pistoleros ni siquiera los vio venir y se lanzaron encima de él. El resto comenzó a disparar, y no sé si fue alguno de los proyectiles o el simple poder del agua, pero la puerta, justo en ese momento, reventó en forma de cascada hacia interior de Nueva Condomina.
El torrente se llevó por delante a guardias, zombies y todo lo que encontró a su paso. Marta y yo, por fortuna situados a cierta distancia, pudimos buscar la escalera más cercana y, con el agua pisándonos los talones, logramos llegar a la segunda planta. A nuestra espalda, la planta baja se inundó completamente, y lo peor no era eso, sino que arrastrados por la corriente, vimos a decenas de infectados nadando, hundiéndose, agarrándose a postes o simplemente dejándose llevar. El agua había acabado con las defensas del centro comercial. Ya no había ninguna barrera entre ellos y nosotros.
Re: Virus R
mmm... zombies buceadores!! espero que usen flotadores y manguitos, que si no se van a ahogar... (irony mode: off)
P.D. MAAAAAAAASSS!!
P.D. MAAAAAAAASSS!!
Banderworld- Encargado de las mantas
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Virus R (23)
El Fin
Domingo 6 de septiembre de 2009
Un mes después de la irrupción del Virus R en nuestro aburrido y violento planeta, la infección había sesgado de un plumazo casi todo rastro de vida humana (al menos el concepto de vida que considerábamos hasta entonces) y amenazaba con acabar con ella completamente. Marta y yo, por ejemplo, no representábamos una esperanza muy fiable para la supervivencia de nuestra especie. Descalzos, medio desnudos y con una simple pistola para protegernos, nos encontrábamos en ese preciso instante corriendo por los pasillos de la segunda planta del centro comercial Nueva Condomina de Murcia, acorralados por miles de zombies. Además, durante las próximas horas, las últimas, yo me quedaré solo y el devastador virus llegará a mi sangre. Sin embargo, eso es adelantar acontecimientos. Vayamos paso por paso.
Habíamos logrado esquivar las dentelladas de los muertos durante un día. Toda una proeza teniendo en cuenta que se debían contar por cientos de miles los que rodeaban el centro comercial. Afortunadamente los zombies no parecían buenos nadadores, y con la planta baja rebasada por el agua, eran pocos los que había logrado llegar hasta nuestro territorio, en la primera. Que nosotros supiéramos, éramos los únicos vivos que quedaban en el lugar. Y lo cierto es que habíamos hecho un buen rastreo de todos los comercios y oficinas de esa planta del centro comercial, mientras huíamos, nos parapetábamos y volvíamos a escapar de los hambrientos infectados.
Debía estar atardeciendo, ya que hacía bastante tiempo que una débil claridad reinaba en la tienda. Por lo demás, los nubarrones apenas dejaban pasar la luz por los ventanales del edificio y nos impedían ver si el sol subía o bajaba. En cualquier caso poco importaba el horario porque llevábamos más de 24 horas sin dormir y sólo se me antojaba una forma de permanecer parado más de veinte minutos en el mismo sitio: pasaba por dedicar una de las pocas balas que nos quedaban a pegarnos un tiro y acabar de una vez con ese suplicio.
- ¿Se cansarán algún día? ¿Morirán de hambre cuando todos hayamos caído?- me preguntó Marta.
Estábamos en un almacén de la parte central del centro comercial. Habíamos conseguido despistar a un grupo de muertos que nos persiguió durante horas por la azotea. La habitación resultó ser la parte de atrás de una tienda de golosinas en la que aún quedaban cajas repletas de dulces, tan frescos como el primer día.
- ¿Morir de hambre? Lo dudo. No creo que haya otra forma de acabar con esas cosas que disparándoles en la cabeza- le respondí- Pero no te des por vencida. Saldremos de ésta.
Marta bajó de la mesa de un salto y tiró al suelo el paquete de piruletas que tenía en la mano.
- ¡¿Que saldremos?! ¡Crees acaso que vamos a escapar de aquí! ¿Es que no te das cuenta? ¡Ya estamos muertos! – y elevando más aún la voz, repitió- ¡ya estamos muertos!
Salté sobre ella, abrazándola, para calmarla y que dejara de gritar. Comenzó a llorar una vez se vio en mis brazos, pero ya era demasiado tarde. Escuchamos unos golpes en la puerta. Descubiertos. Recogimos las armas y tomamos la salida trasera. Si nos habíamos refugiado en esa sala era, evidentemente, porque sabíamos que tenía una vía de escape.
Por ella llegamos a un pasillo de servicio que permanecía oscuro, aunque un poco más adelante se podía adivinar el perfil de una puerta al contraluz. Como zona abierta era muy posible que también estuviera llena de zombies, pero no había otra opción. Llegué hasta el pomo y lo giré lentamente, echando un vistazo al otro lado. Estábamos en el gran pasillo central que conectaba los dos laterales. Podía ver claramente un grupo de muertos en la zona izquierda, parados y mirando alrededor con la boca abierta, como si fueran clientes atontados perdidos en el centro comercial. Entraban en esa especie de estado latente cuando no tenían un objetivo a la vista. Dado que no había vuelta atrás (los zombies estaban dentro del almacén y golpeaban ahora la puerta de nuestro pasillo), teníamos que salir por allí. El problema era que aunque sabía que el camino de la izquierda estaba bloqueado, no podía ver si también había infectados a mi derecha. Se lo planteé a Marta y como habíamos hecho ya muchas veces ese día, decidimos salir corriendo en dirección contraria a los zombies. Comprobamos las armas y nos lanzamos sin pensarlo dos veces. La vista completa del cuadro resultó aterradora, puesto que los zombies se apelotonaban con mayor densidad si cabe allí. Frenamos en seco y nos vimos rodeados por unos y otros, sin balas siquiera para que un pistolero con experiencia acabara con la primera línea de carne muerta. Marta me miró apesadumbrada. Los dos sabíamos que era el fin. Los infectados cerraron el círculo en torno a sus próximas víctimas. No sé si albergaban algún resquicio de inteligencia pero daba la impresión de que percibían que no teníamos escapatoria porque avanzaban lentamente, relamiéndose, aullando de placer.
Como habíamos acordado horas antes, Marta y yo nos llevamos la pistola a la cabeza, cada uno la suya, para evitar que un disparo prematuro dejara a uno de los dos vivo.
- Adiós- me dijo.
- Adi...- comencé a decir en respuesta, cuando un ruido procedente del exterior interrumpió nuestra lamentable despedida.
Era un intenso gemido metálico, que saturó de repente todo el espectro de sonido, haciendo que nos lleváramos las manos a las orejas. Sin embargo, tan pronto como surgió, desapareció. Un largo segundo de silencio, quizás menos, y entonces el techo se vino abajo sobre nosotros. Toneladas de yeso, vigas y el plástico traslúcido del techo solar se deshicieron en añicos para precipitarse. Cogí a Marta y, agarrados, notamos como el suelo también se inclinaba poco a poco. Saltamos cerca de una columna y nos refugiamos en su base, mientras el polvo invadía cada centímetro cuadrados de la enorme nave que se había desmoronado. La explosión de materiales reventados contra el suelo fue tan fuerte que la primera planta se derrumbó sobre las aguas que llenaban el nievl inferior, dejando a Marta en el aire. Estaba tan fuertemente agarrada a mí que logré echarme hacia atrás y ponernos a salvo sobre una zona que se mantenía en pie, tras la columna.
Al disolverse la nube de yeso que bañaba el ambiente vimos que casi todo el pasillo central se había venido abajo. Cascotes y cuerpos de decenas de zombies (algunos en movimiento, otros paralizados) poblaban ahora la superficie de las aguas en el nivel inferior. Sin embargo, lo realmente extraordinario estaba arriba, no abajo. Marta me señaló el techo. Una gigantesca figura roja y curvada, como una enorme U, asomaba por el hueco abierto. Al alzar la vista, el agua salpicó nuestras caras; en el exterior seguía lloviendo a mares.
La voluminosa U se hundió un poco más en el techo, abrió poco a poco una grieta en lo que quedaba de pared y cayó libre dentro del centro comercial, llevándose consigo gran parte de la cubierta. De nuevo tuvimos que apartarnos tras la columna al tiempo que el cielo, como temieron siempre los galos, se derrumbaba sobre nuestras cabezas. El peso muerto del objeto que había destruido la techumbre golpeó contra el agua y nos caló completamente.
Una vez finalizada la tormenta de cascotes, reunimos el valor para quitarnos las manos de la cabeza y ver lo ocurrido. La escena nos dejó pasmados. La U gigante que había surgido de las alturas era en realidad una C, acompañada de otra enorme N, las siglas de Nueva Condomina. Eran el colofón de la torre del centro comercial, que anunciaba desde kilómetros la llegada al paraíso de las compras. El poste se había quebrado, puede que socavado por las avenidas, y cayó sobre nosotros. La N y la C estaban boca abajo, y el pivote, cada vez más ancho, ascendía diagonalmente hasta perderse sobre el alto techo de la tienda, al menos de lo que aún quedaba en pie.
Bueno, la aventura se aceca a su fin. Mañana... el último capítulo.
Domingo 6 de septiembre de 2009
Un mes después de la irrupción del Virus R en nuestro aburrido y violento planeta, la infección había sesgado de un plumazo casi todo rastro de vida humana (al menos el concepto de vida que considerábamos hasta entonces) y amenazaba con acabar con ella completamente. Marta y yo, por ejemplo, no representábamos una esperanza muy fiable para la supervivencia de nuestra especie. Descalzos, medio desnudos y con una simple pistola para protegernos, nos encontrábamos en ese preciso instante corriendo por los pasillos de la segunda planta del centro comercial Nueva Condomina de Murcia, acorralados por miles de zombies. Además, durante las próximas horas, las últimas, yo me quedaré solo y el devastador virus llegará a mi sangre. Sin embargo, eso es adelantar acontecimientos. Vayamos paso por paso.
Habíamos logrado esquivar las dentelladas de los muertos durante un día. Toda una proeza teniendo en cuenta que se debían contar por cientos de miles los que rodeaban el centro comercial. Afortunadamente los zombies no parecían buenos nadadores, y con la planta baja rebasada por el agua, eran pocos los que había logrado llegar hasta nuestro territorio, en la primera. Que nosotros supiéramos, éramos los únicos vivos que quedaban en el lugar. Y lo cierto es que habíamos hecho un buen rastreo de todos los comercios y oficinas de esa planta del centro comercial, mientras huíamos, nos parapetábamos y volvíamos a escapar de los hambrientos infectados.
Debía estar atardeciendo, ya que hacía bastante tiempo que una débil claridad reinaba en la tienda. Por lo demás, los nubarrones apenas dejaban pasar la luz por los ventanales del edificio y nos impedían ver si el sol subía o bajaba. En cualquier caso poco importaba el horario porque llevábamos más de 24 horas sin dormir y sólo se me antojaba una forma de permanecer parado más de veinte minutos en el mismo sitio: pasaba por dedicar una de las pocas balas que nos quedaban a pegarnos un tiro y acabar de una vez con ese suplicio.
- ¿Se cansarán algún día? ¿Morirán de hambre cuando todos hayamos caído?- me preguntó Marta.
Estábamos en un almacén de la parte central del centro comercial. Habíamos conseguido despistar a un grupo de muertos que nos persiguió durante horas por la azotea. La habitación resultó ser la parte de atrás de una tienda de golosinas en la que aún quedaban cajas repletas de dulces, tan frescos como el primer día.
- ¿Morir de hambre? Lo dudo. No creo que haya otra forma de acabar con esas cosas que disparándoles en la cabeza- le respondí- Pero no te des por vencida. Saldremos de ésta.
Marta bajó de la mesa de un salto y tiró al suelo el paquete de piruletas que tenía en la mano.
- ¡¿Que saldremos?! ¡Crees acaso que vamos a escapar de aquí! ¿Es que no te das cuenta? ¡Ya estamos muertos! – y elevando más aún la voz, repitió- ¡ya estamos muertos!
Salté sobre ella, abrazándola, para calmarla y que dejara de gritar. Comenzó a llorar una vez se vio en mis brazos, pero ya era demasiado tarde. Escuchamos unos golpes en la puerta. Descubiertos. Recogimos las armas y tomamos la salida trasera. Si nos habíamos refugiado en esa sala era, evidentemente, porque sabíamos que tenía una vía de escape.
Por ella llegamos a un pasillo de servicio que permanecía oscuro, aunque un poco más adelante se podía adivinar el perfil de una puerta al contraluz. Como zona abierta era muy posible que también estuviera llena de zombies, pero no había otra opción. Llegué hasta el pomo y lo giré lentamente, echando un vistazo al otro lado. Estábamos en el gran pasillo central que conectaba los dos laterales. Podía ver claramente un grupo de muertos en la zona izquierda, parados y mirando alrededor con la boca abierta, como si fueran clientes atontados perdidos en el centro comercial. Entraban en esa especie de estado latente cuando no tenían un objetivo a la vista. Dado que no había vuelta atrás (los zombies estaban dentro del almacén y golpeaban ahora la puerta de nuestro pasillo), teníamos que salir por allí. El problema era que aunque sabía que el camino de la izquierda estaba bloqueado, no podía ver si también había infectados a mi derecha. Se lo planteé a Marta y como habíamos hecho ya muchas veces ese día, decidimos salir corriendo en dirección contraria a los zombies. Comprobamos las armas y nos lanzamos sin pensarlo dos veces. La vista completa del cuadro resultó aterradora, puesto que los zombies se apelotonaban con mayor densidad si cabe allí. Frenamos en seco y nos vimos rodeados por unos y otros, sin balas siquiera para que un pistolero con experiencia acabara con la primera línea de carne muerta. Marta me miró apesadumbrada. Los dos sabíamos que era el fin. Los infectados cerraron el círculo en torno a sus próximas víctimas. No sé si albergaban algún resquicio de inteligencia pero daba la impresión de que percibían que no teníamos escapatoria porque avanzaban lentamente, relamiéndose, aullando de placer.
Como habíamos acordado horas antes, Marta y yo nos llevamos la pistola a la cabeza, cada uno la suya, para evitar que un disparo prematuro dejara a uno de los dos vivo.
- Adiós- me dijo.
- Adi...- comencé a decir en respuesta, cuando un ruido procedente del exterior interrumpió nuestra lamentable despedida.
Era un intenso gemido metálico, que saturó de repente todo el espectro de sonido, haciendo que nos lleváramos las manos a las orejas. Sin embargo, tan pronto como surgió, desapareció. Un largo segundo de silencio, quizás menos, y entonces el techo se vino abajo sobre nosotros. Toneladas de yeso, vigas y el plástico traslúcido del techo solar se deshicieron en añicos para precipitarse. Cogí a Marta y, agarrados, notamos como el suelo también se inclinaba poco a poco. Saltamos cerca de una columna y nos refugiamos en su base, mientras el polvo invadía cada centímetro cuadrados de la enorme nave que se había desmoronado. La explosión de materiales reventados contra el suelo fue tan fuerte que la primera planta se derrumbó sobre las aguas que llenaban el nievl inferior, dejando a Marta en el aire. Estaba tan fuertemente agarrada a mí que logré echarme hacia atrás y ponernos a salvo sobre una zona que se mantenía en pie, tras la columna.
Al disolverse la nube de yeso que bañaba el ambiente vimos que casi todo el pasillo central se había venido abajo. Cascotes y cuerpos de decenas de zombies (algunos en movimiento, otros paralizados) poblaban ahora la superficie de las aguas en el nivel inferior. Sin embargo, lo realmente extraordinario estaba arriba, no abajo. Marta me señaló el techo. Una gigantesca figura roja y curvada, como una enorme U, asomaba por el hueco abierto. Al alzar la vista, el agua salpicó nuestras caras; en el exterior seguía lloviendo a mares.
La voluminosa U se hundió un poco más en el techo, abrió poco a poco una grieta en lo que quedaba de pared y cayó libre dentro del centro comercial, llevándose consigo gran parte de la cubierta. De nuevo tuvimos que apartarnos tras la columna al tiempo que el cielo, como temieron siempre los galos, se derrumbaba sobre nuestras cabezas. El peso muerto del objeto que había destruido la techumbre golpeó contra el agua y nos caló completamente.
Una vez finalizada la tormenta de cascotes, reunimos el valor para quitarnos las manos de la cabeza y ver lo ocurrido. La escena nos dejó pasmados. La U gigante que había surgido de las alturas era en realidad una C, acompañada de otra enorme N, las siglas de Nueva Condomina. Eran el colofón de la torre del centro comercial, que anunciaba desde kilómetros la llegada al paraíso de las compras. El poste se había quebrado, puede que socavado por las avenidas, y cayó sobre nosotros. La N y la C estaban boca abajo, y el pivote, cada vez más ancho, ascendía diagonalmente hasta perderse sobre el alto techo de la tienda, al menos de lo que aún quedaba en pie.
Bueno, la aventura se aceca a su fin. Mañana... el último capítulo.
Re: Virus R
Joooo... mañana es el ultimo? y ahora a quien le voy a pedir mas capitulos?
Banderworld- Encargado de las mantas
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Re: Virus R
Yurinka escribió:
¿posteas un mensaje que solo contiene un espacio? he visto cosas chungas, pero esta gana de calle
Virus R (24) Capítulo final
El Fin II
Domingo 6 de septiembre de 2009
Marta y yo permanecíamos en una especie de istmo conectado al resto de la primera planta del centro comercial únicamente por la zona de almacenes, con la puerta de la que habíamos salido hace unos minutos antes a nuestra espalda. La catástrofe nos había salvado de los zombies por el momento, ya que el vacío se interponía entre ellos y su comida.
- ¿Oyes eso?- dijo Marta levantándose, aún apoyada sobre la columna.
Yo no escuchaba nada. Pero ella se elevó de puntillas mirando el oscuro cielo que asomaba sobre nosotros, colocando un dedo en sus labios para indicarme silencio.
- Es como una sirena de ambulancia, ¿no?- añadió.
Mis oídos, menos sensibles que los suyos, lograron captar una leve vibración, efectivamente, como decía Marta, similar a la sirena de una ambulancia, procedente del exterior. Poco a poco el sonido se hizo más fuerte, acompañado después, y eso casi nos provoca un ataque cardíaco simultáneo, por la voz de un hombre a través de un megáfono.
- ¡Dios!- dijimos- Hay gente ahí fuera.
De hecho la voz, ya audible, preguntaba por la existencia de supervivientes en el centro comercial. Marta y yo nos abrazamos como si ya estuviéramos salvados, una situación que distaba mucho de ser real. Estábamos atrapados, con todas las salidas destrozadas o plagadas de infectados. Sin embargo, sí quedaba una posibilidad: llegar a la torre derribada y ascender por ella hasta la azotea. La distancia que se abría entre nuestro refugio y las gigantescas letras N y C del poste derribado de la Nueva Condomina no debía ser de más de dos metros, aunque estaban a menor altura, y añadido al riesgo de un golpe en el salto, cabía la desgracia de resbalarse y hundirse entre la marea de muertos.
Una vez más los acontecimientos decidieron por nosotros. La puerta del almacén comenzó a ser aporreada desde dentro. Los zombies llegaban por detrás. No la habíamos cerrado, pero al parecer el derrumbe logró atascarla, aunque no sabíamos por cuánto tiempo. Había que salir de allí ya.
Marta fue la primera en saltar. Retrocedió unos pasos y se lanzó a la carrera. Ella era más ágil que yo y supo caer con gran precisión sobre el brazo superior de la C. En cualquier caso, me dolió sólo con ver cómo chocaba contra la torre. Milagrosamente indemne, se dio la vuelta y me pidió que la siguiera. Yo tomé carrerilla, calculé el aterrizaje en el mismo punto y salí disparado... sólo para frenarme a unos centímetros del bordillo.
- ¡No puedo!- exclamé acobardado.
- Pedro, ¡detrás de ti!- me advirtió Marta.
La puerta del almacén cedió justo en ese instante bajo el empuje de los zombies, y al verlos corriendo hacia mí, salté hacia las enormes letras sin apenas coger impulso. El miedo me dio fuerzas, pero no las suficientes. El impacto contra la torre me destrozó, fracasé en mi intento de agarrar el extremo de la C y me escurrí hacia las aguas. A punto de desmayarme por el golpe, conseguí frenar con los pies descalzos lo necesario para que Marta pudiera asirme y, entre los dos, iniciar la ascensión. Ella tiró de mí con todas sus fuerzas, y ya empezaba a elevarme cuando un infectado salió de las profundidades y me agarró la pierna con una fuerza descomunal. Tratando de zafarme, miré hacia abajo y contemplé horrorizado como una mujer con la cabeza abierta y totalmente desnuda me había alcanzado. Y no me estaba cogiendo con las manos, lo que notaba casi a la altura del tobillo desnudo eran sus dientes, desgarrándome la piel. Marta abrió fuego contra ella y al tercer disparo convirtió su cerebro en batido de fresa.
Temerosos de otra escalada zombie, subimos rápidamente por la torre y llegamos al techo, dejando un reguero de sangre a mi paso. Una vez allí me examiné el tobillo derecho confirmando lo evidente, me habían mordido. Quizás no con mucha profundidad, pero Marta y yo habíamos visto ya lo suficiente como para saber que estaba infectado y que, tarde o temprano, sería uno de ellos.
El sonido de la sirena interrumpió mis lamentos:
- ¿Quedan supervivientes ahí dentro?- preguntaba la voz del megáfono.
Nos asomamos desde la terraza en busca de nuestros salvadores. Allí abajo, en los aparcamientos aéreos de la Nueva Condomina, no había nada más que agua. La inundación era más grande aún de lo que habíamos imaginado. Hasta donde acertábamos a ver (que no era mucho dado que seguía lloviendo con fuerza) sólo se extendía un mar inmenso y embravecido por el viento de la tormenta, con los distintos edificios del complejo comercial asomando como islas en medio de un huracán. El agua circulaba claramente hacia la ciudad, ya que nos encontrábamos ligeramente más altos, por lo que, imaginé, la inundación debía ser mucho más grave allí. Murcia llevaba muchos años sin sufrir una inundación parecida, pero claro, ahora ya no había ninguna autoridad ni equipos de emergencias para impedirla.
Surgiendo de ese caos con tintes bíblicos apareció una lancha tipo Zodiac equipada con un potente foco, navegando por el mismo lugar en el que hasta hace poco se apilaban coches y más coches de clientes. Hicimos gestos y gritamos para que nos vieran, hasta que la luz del foco se centró en nosotros. Cegados por la linterna y la alegría nos abrazamos. La lancha se acercó al edificio principal y 'atracó' atando un cabo en una farola que sobresalía del fondo. Vimos que estaba ocupada por tres hombres, vestidos con trajes militares, si bien no tenían un aspecto demasiado marcial.
Uno de ellos nos lanzó una cuerda de nudos, la prendimos y ágilmente ascendió por ella. Era joven y estaba bastante flaco, aunque de complexión fuerte. Llevaba barba de varios días y el aspecto de haber pasado más de un mes de penurias y sufrimientos.
- Me llamo Rodrigo. ¡Qué alegría encontrar supervivientes!- dijo al saludarnos, con un marcado acento andaluz- ¿Hay mas?
- No, sólo nosotros. Él es Pedro y yo Marta- respondió Marta- ¿De dónde vienen?
- ¿No han escuchado nuestros mensajes de radio?- preguntó sorprendido- Supongo que no. Venimos de Cádiz, el último bastión.
- ¿Hay más gente viva?- pregunté yo.
- ¡Claro!- dijo nuestro interlocutor- El Gobierno, el Ejército y todos los que pudieron se refugiaron en Cádiz allí cuando la epidemia se hizo general. Perdimos a muchos. La mayor parte de los políticos cayó en Madrid, y la Familia Real... todos han desaparecido. La lucha fue muy dura pero al final conseguimos detener a los zombies y contraatacar. Tomamos y limpiamos Gibraltar y, gracias a su aeropuerto ya contamos con un punto seguro para viajar en avión. Hace dos días aterrizamos en Alcantarilla, pero ustedes son los primeros vivos que encontramos. Nuestra misión es rescatar a todos los supervivientes que encontremos y buscar otros focos de resistencia, si aún queda alguno. Toda ayuda es poca para la reconstrucción.
- Bueno- respondió Marta- Estás viendo lo que queda de este foco de resistencia. Y como no salgamos cuanto antes de aquí, ni eso- añadió mirando los restos del centro comercial, entre los cuales aún se movían cientos de infectados.
- Pues no se hable más. ¡Bajan dos, haced sitio!- indico Rodrigo a sus compañeros en la lancha.
- Baja sólo uno- intervine yo, y di un paso al frente para mostrar mi pierna sanguinolenta.
Rodrigo balbuceó un gesto de sorpresa e inmediatamente empuño un fusil Kalasnikov que guardaba a la espalda y me apuntó a la cabeza.
- ¿Te han mordido?- preguntó- ¿Hace cuanto?
Marta se interpuso entre el arma y mi cabeza y elevó a su vez su revólver hacia Rodrigo:
- Ni se te ocurra- le advirtió.
- ¿Estás loca?- protestó el recién llegado- Está infectado, es uno de ellos.
Marta y Rodrigo amartillaron sus armas al mismo tiempo y éste último cambió su objetivo por la cabeza de ella. Los dos estaban dispuestos a apretar el gatillo sin dudarlo. Era lo que habían conseguido varias semanas de "dispara al zombie y corre".
- Tiene razón, Marta- dije- Me voy a convertir en cualquier momento. No puedo ir con vosotros.
- No digas eso- terció ella, sin apartar el arma- No lo sabes, puede que en Cádiz puedan hacer algo por ti. Tendrán ya un medicamento. Una vacuna o algo así, ¿no?
- La única vacuna que hay es la que tengo en la recámara, y te aseguro que se la voy a administrar- terció Rodrigo.
- ¡Por encima de mi cadáver, cabrón!- les espetó ella.
- ¡No me pruebes niñita, que te enteras!
La situación era insostenible, así que cogí mi propia pistola y coloqué el cañón en mi sien.
- ¡Ya está bien!-dije- Ni me van a pegar un tiro ni me marcho en la lancha, me quedo aquí con mi pistola y ya veré lo que hago.
Marta y Rodrigo bajaron las armas, sorprendidos por mi intervención.
- Marta- dije sin apartar el revólver- Sabes que estoy muerto, es el fin. Pero tú te puedes salvar, así que quiero que montes en esa lancha y te marches de aquí cuanto antes- le miré directamente, casi llornado- Puede que haya otras personas por ahí fuera que necesiten ayuda. Dejad de perder el tiempo conmigo.
Ella bajó al fin el arma y se lanzó a mis brazos. Me buscó con los labios, y a pesar del miedo que tenía de poder contagiarle, no pude resistirme a ese último beso. Después comenzó a llorar apoyada en mi pecho.
- ¡No puedo irme, no puedo irme!- repetía entre sollozos.
Yo también me desmoroné. Me decía que no era justo terminar así, cuando había encontrado a una chica como Marta, cuando tras más de un mes de sufrimientos, había descubierto una razón para seguir viviendo. El dolor me estaba consumiendo por dentro, así que la empujé poco a poco hacia el muro, donde se encontraba Rodrigo, y con su ayuda la convencimos para que comenzara a bajar. Me dio otro beso antes de descolgarse hasta la lancha.
Rodrigo me dijo que la cuidaría, lo cual tampoco me ayudó mucho, y mientras bajaba se despidió de mí con un consejo:
- Yo de ti usaría esa pistola antes de que fuera tarde.
Y así he terminado aquí, sentado bajo la lluvia en lo poco que queda de la azotea del centro comercial Nueva Condomina en Murcia, contemplando la devastación que ha provocado el agua en esta tierra tan poco acostumbrada a su abundancia.
La zodiac de Marta hace ya dos horas que se ha marchado en dirección norte. Me duele la cabeza y los temblores que sufro no creo que respondan precisamente a las bajas temperaturas. Al menos me ha dejado de sangrar el tobillo.
Me pregunto qué habrá sido de mi familia. Y de mi hermana en Argentina. Recuerdo ahora un vídeo que me enseñó ella hace unos años. Era el tráiler de coña de una película falsa, de esos que circulan por Internet. Se llamaba Jesucristo Zombie o algo así, y jugaba con la idea de la vuelta a la vida de Lázaro y la propia muerte y resurrección de Jesús. El tráiler mostraba un grupo de jóvenes encerrados en una iglesia, asolada a su vez por una horda de zombies con el Mesías a la cabeza, mientras el narrador citaba la frase gancho de la película: "Hace 2.000 años Jesucristo nos prometió la inmortalidad... pero no miramos la letra pequeña".
Imagino que quien me vea ahora, riéndome en mi situación, pensará que me he vuelto loco, y puede que no se equivoque. La pistola que sostengo entre mis manos contiene tres balas, así que incluso podría defenderme en caso de que uno de los zombies que sigue ahí abajo llegue hasta mí. Sé que no debería esperar más, pero me enfrento a uno de los instintos más poderosos del hombre, el de la supervivencia, y puedo asegurar, por experiencia, que está bastante arraigado en mí.
De todas formas tengo fiebre y estoy perdiendo la sensibilidad en la pierna herida. Imagino que llega el momento de tomar una decisión. Seguramente me abra la cabeza, pero no estoy seguro. También tengo cierta curiosidad por las sensaciones que debe tener una máquina de comer carne humana. Comer, correr, comer... Supongo que cuando se es un zombie las cosas son mucho más sencillas.
En cualquier caso, me gustaría haceros una advertencia. Si dentro de unos días os encontráis a un infectado joven y delgado, herido en la pierna y vestido con unos simples calzoncillos, os recomiendo que salgáis corriendo con todas vuestras ganas. Entendedme, solía ser un tipo pacífico, pero creo que me pillaréis un poco cabreado.
FIN
Bueno, ése era el último capítulo de la historia. Espero que al menos os haya servido de entretenimiento estos días de verano. Un saludo a todos los que me han seguido y seguimos viéndonos por aquí.
Domingo 6 de septiembre de 2009
Marta y yo permanecíamos en una especie de istmo conectado al resto de la primera planta del centro comercial únicamente por la zona de almacenes, con la puerta de la que habíamos salido hace unos minutos antes a nuestra espalda. La catástrofe nos había salvado de los zombies por el momento, ya que el vacío se interponía entre ellos y su comida.
- ¿Oyes eso?- dijo Marta levantándose, aún apoyada sobre la columna.
Yo no escuchaba nada. Pero ella se elevó de puntillas mirando el oscuro cielo que asomaba sobre nosotros, colocando un dedo en sus labios para indicarme silencio.
- Es como una sirena de ambulancia, ¿no?- añadió.
Mis oídos, menos sensibles que los suyos, lograron captar una leve vibración, efectivamente, como decía Marta, similar a la sirena de una ambulancia, procedente del exterior. Poco a poco el sonido se hizo más fuerte, acompañado después, y eso casi nos provoca un ataque cardíaco simultáneo, por la voz de un hombre a través de un megáfono.
- ¡Dios!- dijimos- Hay gente ahí fuera.
De hecho la voz, ya audible, preguntaba por la existencia de supervivientes en el centro comercial. Marta y yo nos abrazamos como si ya estuviéramos salvados, una situación que distaba mucho de ser real. Estábamos atrapados, con todas las salidas destrozadas o plagadas de infectados. Sin embargo, sí quedaba una posibilidad: llegar a la torre derribada y ascender por ella hasta la azotea. La distancia que se abría entre nuestro refugio y las gigantescas letras N y C del poste derribado de la Nueva Condomina no debía ser de más de dos metros, aunque estaban a menor altura, y añadido al riesgo de un golpe en el salto, cabía la desgracia de resbalarse y hundirse entre la marea de muertos.
Una vez más los acontecimientos decidieron por nosotros. La puerta del almacén comenzó a ser aporreada desde dentro. Los zombies llegaban por detrás. No la habíamos cerrado, pero al parecer el derrumbe logró atascarla, aunque no sabíamos por cuánto tiempo. Había que salir de allí ya.
Marta fue la primera en saltar. Retrocedió unos pasos y se lanzó a la carrera. Ella era más ágil que yo y supo caer con gran precisión sobre el brazo superior de la C. En cualquier caso, me dolió sólo con ver cómo chocaba contra la torre. Milagrosamente indemne, se dio la vuelta y me pidió que la siguiera. Yo tomé carrerilla, calculé el aterrizaje en el mismo punto y salí disparado... sólo para frenarme a unos centímetros del bordillo.
- ¡No puedo!- exclamé acobardado.
- Pedro, ¡detrás de ti!- me advirtió Marta.
La puerta del almacén cedió justo en ese instante bajo el empuje de los zombies, y al verlos corriendo hacia mí, salté hacia las enormes letras sin apenas coger impulso. El miedo me dio fuerzas, pero no las suficientes. El impacto contra la torre me destrozó, fracasé en mi intento de agarrar el extremo de la C y me escurrí hacia las aguas. A punto de desmayarme por el golpe, conseguí frenar con los pies descalzos lo necesario para que Marta pudiera asirme y, entre los dos, iniciar la ascensión. Ella tiró de mí con todas sus fuerzas, y ya empezaba a elevarme cuando un infectado salió de las profundidades y me agarró la pierna con una fuerza descomunal. Tratando de zafarme, miré hacia abajo y contemplé horrorizado como una mujer con la cabeza abierta y totalmente desnuda me había alcanzado. Y no me estaba cogiendo con las manos, lo que notaba casi a la altura del tobillo desnudo eran sus dientes, desgarrándome la piel. Marta abrió fuego contra ella y al tercer disparo convirtió su cerebro en batido de fresa.
Temerosos de otra escalada zombie, subimos rápidamente por la torre y llegamos al techo, dejando un reguero de sangre a mi paso. Una vez allí me examiné el tobillo derecho confirmando lo evidente, me habían mordido. Quizás no con mucha profundidad, pero Marta y yo habíamos visto ya lo suficiente como para saber que estaba infectado y que, tarde o temprano, sería uno de ellos.
El sonido de la sirena interrumpió mis lamentos:
- ¿Quedan supervivientes ahí dentro?- preguntaba la voz del megáfono.
Nos asomamos desde la terraza en busca de nuestros salvadores. Allí abajo, en los aparcamientos aéreos de la Nueva Condomina, no había nada más que agua. La inundación era más grande aún de lo que habíamos imaginado. Hasta donde acertábamos a ver (que no era mucho dado que seguía lloviendo con fuerza) sólo se extendía un mar inmenso y embravecido por el viento de la tormenta, con los distintos edificios del complejo comercial asomando como islas en medio de un huracán. El agua circulaba claramente hacia la ciudad, ya que nos encontrábamos ligeramente más altos, por lo que, imaginé, la inundación debía ser mucho más grave allí. Murcia llevaba muchos años sin sufrir una inundación parecida, pero claro, ahora ya no había ninguna autoridad ni equipos de emergencias para impedirla.
Surgiendo de ese caos con tintes bíblicos apareció una lancha tipo Zodiac equipada con un potente foco, navegando por el mismo lugar en el que hasta hace poco se apilaban coches y más coches de clientes. Hicimos gestos y gritamos para que nos vieran, hasta que la luz del foco se centró en nosotros. Cegados por la linterna y la alegría nos abrazamos. La lancha se acercó al edificio principal y 'atracó' atando un cabo en una farola que sobresalía del fondo. Vimos que estaba ocupada por tres hombres, vestidos con trajes militares, si bien no tenían un aspecto demasiado marcial.
Uno de ellos nos lanzó una cuerda de nudos, la prendimos y ágilmente ascendió por ella. Era joven y estaba bastante flaco, aunque de complexión fuerte. Llevaba barba de varios días y el aspecto de haber pasado más de un mes de penurias y sufrimientos.
- Me llamo Rodrigo. ¡Qué alegría encontrar supervivientes!- dijo al saludarnos, con un marcado acento andaluz- ¿Hay mas?
- No, sólo nosotros. Él es Pedro y yo Marta- respondió Marta- ¿De dónde vienen?
- ¿No han escuchado nuestros mensajes de radio?- preguntó sorprendido- Supongo que no. Venimos de Cádiz, el último bastión.
- ¿Hay más gente viva?- pregunté yo.
- ¡Claro!- dijo nuestro interlocutor- El Gobierno, el Ejército y todos los que pudieron se refugiaron en Cádiz allí cuando la epidemia se hizo general. Perdimos a muchos. La mayor parte de los políticos cayó en Madrid, y la Familia Real... todos han desaparecido. La lucha fue muy dura pero al final conseguimos detener a los zombies y contraatacar. Tomamos y limpiamos Gibraltar y, gracias a su aeropuerto ya contamos con un punto seguro para viajar en avión. Hace dos días aterrizamos en Alcantarilla, pero ustedes son los primeros vivos que encontramos. Nuestra misión es rescatar a todos los supervivientes que encontremos y buscar otros focos de resistencia, si aún queda alguno. Toda ayuda es poca para la reconstrucción.
- Bueno- respondió Marta- Estás viendo lo que queda de este foco de resistencia. Y como no salgamos cuanto antes de aquí, ni eso- añadió mirando los restos del centro comercial, entre los cuales aún se movían cientos de infectados.
- Pues no se hable más. ¡Bajan dos, haced sitio!- indico Rodrigo a sus compañeros en la lancha.
- Baja sólo uno- intervine yo, y di un paso al frente para mostrar mi pierna sanguinolenta.
Rodrigo balbuceó un gesto de sorpresa e inmediatamente empuño un fusil Kalasnikov que guardaba a la espalda y me apuntó a la cabeza.
- ¿Te han mordido?- preguntó- ¿Hace cuanto?
Marta se interpuso entre el arma y mi cabeza y elevó a su vez su revólver hacia Rodrigo:
- Ni se te ocurra- le advirtió.
- ¿Estás loca?- protestó el recién llegado- Está infectado, es uno de ellos.
Marta y Rodrigo amartillaron sus armas al mismo tiempo y éste último cambió su objetivo por la cabeza de ella. Los dos estaban dispuestos a apretar el gatillo sin dudarlo. Era lo que habían conseguido varias semanas de "dispara al zombie y corre".
- Tiene razón, Marta- dije- Me voy a convertir en cualquier momento. No puedo ir con vosotros.
- No digas eso- terció ella, sin apartar el arma- No lo sabes, puede que en Cádiz puedan hacer algo por ti. Tendrán ya un medicamento. Una vacuna o algo así, ¿no?
- La única vacuna que hay es la que tengo en la recámara, y te aseguro que se la voy a administrar- terció Rodrigo.
- ¡Por encima de mi cadáver, cabrón!- les espetó ella.
- ¡No me pruebes niñita, que te enteras!
La situación era insostenible, así que cogí mi propia pistola y coloqué el cañón en mi sien.
- ¡Ya está bien!-dije- Ni me van a pegar un tiro ni me marcho en la lancha, me quedo aquí con mi pistola y ya veré lo que hago.
Marta y Rodrigo bajaron las armas, sorprendidos por mi intervención.
- Marta- dije sin apartar el revólver- Sabes que estoy muerto, es el fin. Pero tú te puedes salvar, así que quiero que montes en esa lancha y te marches de aquí cuanto antes- le miré directamente, casi llornado- Puede que haya otras personas por ahí fuera que necesiten ayuda. Dejad de perder el tiempo conmigo.
Ella bajó al fin el arma y se lanzó a mis brazos. Me buscó con los labios, y a pesar del miedo que tenía de poder contagiarle, no pude resistirme a ese último beso. Después comenzó a llorar apoyada en mi pecho.
- ¡No puedo irme, no puedo irme!- repetía entre sollozos.
Yo también me desmoroné. Me decía que no era justo terminar así, cuando había encontrado a una chica como Marta, cuando tras más de un mes de sufrimientos, había descubierto una razón para seguir viviendo. El dolor me estaba consumiendo por dentro, así que la empujé poco a poco hacia el muro, donde se encontraba Rodrigo, y con su ayuda la convencimos para que comenzara a bajar. Me dio otro beso antes de descolgarse hasta la lancha.
Rodrigo me dijo que la cuidaría, lo cual tampoco me ayudó mucho, y mientras bajaba se despidió de mí con un consejo:
- Yo de ti usaría esa pistola antes de que fuera tarde.
Y así he terminado aquí, sentado bajo la lluvia en lo poco que queda de la azotea del centro comercial Nueva Condomina en Murcia, contemplando la devastación que ha provocado el agua en esta tierra tan poco acostumbrada a su abundancia.
La zodiac de Marta hace ya dos horas que se ha marchado en dirección norte. Me duele la cabeza y los temblores que sufro no creo que respondan precisamente a las bajas temperaturas. Al menos me ha dejado de sangrar el tobillo.
Me pregunto qué habrá sido de mi familia. Y de mi hermana en Argentina. Recuerdo ahora un vídeo que me enseñó ella hace unos años. Era el tráiler de coña de una película falsa, de esos que circulan por Internet. Se llamaba Jesucristo Zombie o algo así, y jugaba con la idea de la vuelta a la vida de Lázaro y la propia muerte y resurrección de Jesús. El tráiler mostraba un grupo de jóvenes encerrados en una iglesia, asolada a su vez por una horda de zombies con el Mesías a la cabeza, mientras el narrador citaba la frase gancho de la película: "Hace 2.000 años Jesucristo nos prometió la inmortalidad... pero no miramos la letra pequeña".
Imagino que quien me vea ahora, riéndome en mi situación, pensará que me he vuelto loco, y puede que no se equivoque. La pistola que sostengo entre mis manos contiene tres balas, así que incluso podría defenderme en caso de que uno de los zombies que sigue ahí abajo llegue hasta mí. Sé que no debería esperar más, pero me enfrento a uno de los instintos más poderosos del hombre, el de la supervivencia, y puedo asegurar, por experiencia, que está bastante arraigado en mí.
De todas formas tengo fiebre y estoy perdiendo la sensibilidad en la pierna herida. Imagino que llega el momento de tomar una decisión. Seguramente me abra la cabeza, pero no estoy seguro. También tengo cierta curiosidad por las sensaciones que debe tener una máquina de comer carne humana. Comer, correr, comer... Supongo que cuando se es un zombie las cosas son mucho más sencillas.
En cualquier caso, me gustaría haceros una advertencia. Si dentro de unos días os encontráis a un infectado joven y delgado, herido en la pierna y vestido con unos simples calzoncillos, os recomiendo que salgáis corriendo con todas vuestras ganas. Entendedme, solía ser un tipo pacífico, pero creo que me pillaréis un poco cabreado.
FIN
Bueno, ése era el último capítulo de la historia. Espero que al menos os haya servido de entretenimiento estos días de verano. Un saludo a todos los que me han seguido y seguimos viéndonos por aquí.
Re: Virus R
BRAVOOOOO!!!!!!! BRAVOOOOO!!!
simplemente genial!
el ultimo parrafo chapó
simplemente genial!
el ultimo parrafo chapó
Banderworld- Encargado de las mantas
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